“Uno no se
muere porque está enfermo, se muere porque está vivo. En perfecta salud he
tenido más miedo a las enfermedades que cuando las he sufrido, no hay cosa de
la que tenga más miedo como al miedo mismo”.
Brillante el Barón de Montaigne,
considerado el más moderno de los antiguos o el más antiguos de los modernos… “El que teme padecer, padece ya lo que teme” arriesga.
Debe ser por eso que prefiero andar descalzo
por la vida, me gustaría desnudo, pero voy preso, aun así andar desnudo en la
cárcel tiene sus contraindicaciones.
Milena Jesenká, sobre la muerte de Kafka
afirmó: “Todos somos capaces de vivir
porque alguna vez nos hemos refugiado en la mentira, la ceguera, la euforia, la
fe, el nihilismo o cualquier otra cosa. Pero él nunca se refugió en ningún
asilo. Era incapaz de mentir, como era incapaz de emborracharse. Por eso estaba
expuesto a todo contra lo que nosotros estamos protegidos. Él era como un
hombre desnudo entre hombres vestidos. Sé muy bien que nunca se opuso a la vida
misma, sino que tan sólo aspiró a defenderse de ella."
De todas maneras
el amor profano no es para los poetas, los cuales son dueños de las fantasías
celestiales pero no de las seguridades terrenales. Y cabe aquí un paréntesis
reflexivo: ¿Y si el amor es solo una fantasía?, andar descalzo por un rato
sobre la hierba sabiendo que el calzado solo es absolutamente necesario a la
hora de vagar la vida. En mi caso procuro tener cuidado pues cierta vez,
merodeando descalzo, tuve el infortunio de detenerme sobre un hormiguero lo que
me trajo consecuencias devastadoras en el cuerpo durante varias horas debido a
que gracias a tan febril experiencia me di cuenta que soy alérgico al ácido
fórmico, elemento cardinal que posee la hormiga a la hora de punzar a un
enemigo o a una víctima. Cuatro inyecciones de fosfato disódico de dexametasona
en menos de cuarenta minutos, más tres de horas en observación, fueron
imprescindibles para eliminar la toxicidad de la cual había sido víctima debido
al centenar de picaduras recibidas en cada píe, cuestión que me trajo aparejado
desmayos continuos, inflamación general
de la epidermis, yagas moradas en los sectores blancos, y un estado
generalizado de ausencia y delirio el cual sospecho habrán colmado de vergüenza
a quienes en ese momento compartían mis días. Recuerdo que la doctora de
guardia, apenas levantado de la camilla, mencionó que poseía un corazón enorme
y a prueba de balas debido a la intensa medicación aplicada en tan corto tiempo
y que ello no había afectado ni el ritmo cardíaco ni la presión arterial. Por
eso, si la cosa pasa por andar descalzo es mejor tener cerca un centro
sanitario.
No se equivocó
el Barón, durante ese lapso no tuve miedo alguno, acaso porque todo en mí
estaba abocado a sobrevivir y no tenía tiempo para abstracciones burguesas
sobre las cuales no había nadie a quien inculpar. Algo sobre en lo que me quedé pensando ayer por
la noche, en la oscura soledad de mi mono-ambiente vista al hueco, orientación
a la depresión, mientras escuchaba que la vecina tenía puesta la novela. No
conviene tanto andar desnudo o descalzo por la vida, y cuando hablo de desnudez
se entiende a qué me refiero. Al momento de ser divisado e intuyendo que se adolece
de prevenciones, los portadores de suntuosas túnicas confeccionadas con linos
de superioridad moral, sean ellos hilados políticos, religiosos, éticos o
sociales, le enviarán fríos congelantes, lluvias intensas, esas que lastiman,
que acuchillan, radiaciones infrarrojas y ultravioletas que quemarán su piel
hasta el punto de la acrimonia. No, no conviene andar desnudo o descalzo por la
vida. Y más aún, si por alguna circunstancia y debido al insoportable
sufrimiento corporal usted decide cubrirse, arroparse, protegerse con
prevenciones humanas e imperfectas, será calificado como un fraude por esos
mismos hipócritas, debido a que le recriminarán no haber podido sostener su
desnudez con hidalguía y coherencia.
En mi caso,
cuando el reloj marca las ocho de la noche acompaño la desnudez de mis pies con mi tinto crepuscular, si es posible
Cabernet Sauvignon, si la ocasión pinta un habano corto, liviano. Se ha transformado en un hábito, puede ser que maride con
un queso, un fiambre o con cualquier sobrante que colabore para que no caiga enojoso.
Generalmente el rito es posterior a la tercera medición diaria de glucosa. Al
ser diabético tengo indicado tres horarios de control a saber: Ayunas, dos
horas y media posterior al almuerzo y minutos antes de la cena. Así, más o
menos, voy observando el tema sabiendo que no tiene cura, solo privaciones y
seguras malas noticias. Cuando recibí el reporte
de mi padecimiento, de esto hace dos décadas, me surgió reflexionar sobre la
cuestión, descalzo y con mi vino tinto de las ocho. El poema se titulaba
Subjetividad médico poética…
Cuando el poeta va al médico por un chequeo general y le diagnostica un mal no previsto se preocupa, y junto con el profesional procura calma y pone cartas en el asunto. Cuando se le diagnostican dos males no previstos ingresa dentro del campo de la
angustia y con el consejo del galeno comienza a evaluar la gravedad de ambos para priorizar tratamientos. Cuando se le diagnostican tres males complejos no previstos, la angustia queda de lado, ya no quiere averiguar más, e ingresa sin solución de continuidad dentro de una kafkiana encrucijada existencial: Aprovechar lo que le queda para seguir viviendo como poeta
intentando dejar sombra, o invertir ese tiempo, matar al poeta y dedicarse exclusivamente a extender su temporalidad, ya sin el deseo de dejar sombra alguna...
Por
aquel entonces mantenía correspondencia regular con Homer Raptis, afamado poeta
y novelista griego el cual se interesó por algunos de mis escritos, amante del
desabrigo. Las últimas noticias que tuve de él las envió por correo electrónico
desde el puerto de Volos a pocas horas de partir con su barco hacia las
Espóradas septentrionales en viaje de recuerdos y placer. Era un hombre
descalzo y desnudo mi amigo Homer… Solía citar a menudo a Swift y a Hegel…
La
vida es una tragedia a la que asistimos como espectadores un rato, y luego
desempeñamos nuestro papel en ella… afirmó el escritor
Las
verdaderas tragedias no resultan del enfrentamiento entre un derecho y una
injusticia. Surgen del choque entre dos derechos... aseguró el filósofo
Haciendo honor a sus
helénicos orígenes bautismales, Homer Raptis se constituyó durante la madrugada
de ese primer jueves santo del nuevo siglo, por exclusiva voluntad, en su menor
compromiso, acaso y paradójicamente en su irrisorio pretexto. Durante su vida había
sido muy generoso consigo, debido a que jamás se había perdonado nada. Cercano
a cumplir los 45 años de edad estaba muy enfermo, desde hacía un lustro varios
males lo aquejaban turnándose cíclicamente. Pensó en lo complejo que es aceptar
despierto esa alucinación por la cual
uno se entera que murió hace rato y allá lejos, leyendo y releyendo sus
históricos principios, lecturas que en el presente observaba como magros
finales. Se percibía como una suerte de
accidente geográfico cuya corta temporalidad no ameritaba que fuera consignada
en texto científico alguno. Exilio, ostracismo, destierro, expatriación,
eran términos familiares, cláusulas que se reflejaban en su espejo interior. Sospechaba que tal vez esa sedimentación corrupta
pudiera hacer de él un fósil digno de observación en un futuro extremadamente
lejano. Pensaba en Henry Miller y su cínica aseveración: “Creo que muchos escritores tienen lo que podríamos llamar una
naturaleza demoníaca. Siempre están en problemas, ya sabes, y no sólo mientras
escriben, sino en todos los aspectos de sus vidas, en el matrimonio, el amor,
el negocio, el dinero, todo. Está todo atado, todo es parte de la misma cosa.
Es un aspecto de la personalidad creativa. No todas las personalidades
creativas lo son de esta manera, pero algunos lo son”.
Cierta vez me confesó haber
soñado que minutos antes estuvo leyendo por cuarta vez el mismo párrafo del
libro Ser Escritor del sudamericano Abelardo Castillo, enunciado el cual rezaba:
"Hacer
poemas, hacer novelas, siempre fue un oficio secretamente vergonzante. El
escritor resolvía el problema imaginando que, por lo menos, era un ser
necesario. Una suerte de trabajador marginal o de filósofo marginal, pero, a
fin de cuentas, necesario. Hoy sospecha que esta coartada es falsa. Estamos
atravesando por lo que yo llamaría una crisis universal del sentido"...
Si hay algo que conspira en
contra de la imaginación es la globalidad sentenció en aquel último escrito.
Todo se le copia y se le compra al poderoso, al triunfador, al dueño de la
fórmula, como si tal cosa, por el hecho de obtener rédito, fuera arte o
genialidad.
Llegó el momento en el cual
su vida tuvo como síntesis aquel instante en el que urgido de un arma para
volarse la tapa de los sesos, no la encontró. Así pues decidió marcharse sin
dejar rastro, y al unísono, que nada de lo experimentado, amado u odiado, se
configurase como atavío y remesa; no necesitaba explicar ni ser explicado,
quería ser estando desnudo y descalzo... Otro sudamericano, Andrés Rivera,
sentenció en La Revolución es un Sueño Eterno, obra que Homer amaba: "¿Qué nos faltó para que la utopía
venciera a la realidad? ¿Qué derrotó a la utopía? ¿Por qué, con la suficiencia
pedante de los conversos, muchos de los que estuvieron de nuestro lado
traicionan la utopía? ¿Escribo de causas o escribo de efectos? ¿Escribo de
efectos y no describo las causas? ¿Escribo de causas y no describo los efectos?
Escribo la historia de una carencia, no la carencia de una historia".
Me afilio a la verba dura,
pensante, honesta y violenta, juraba para sí,... detesto por sobremanera a los
timoratos que bajo el paraguas de un hipócrita deber ser social exhiben una
verba acuarelizada, infecta de lugares comunes y opaca, en lo profundo y en lo
sensible. Justamente lo que le da brillo a la verba es la cicatriz intelectual
que deja, es lo que coloca al lector en estado de incomodidad, de madura
emoción. Este puede optar por leer tras suntuarios vidrios ahumados o aceptar
el riesgoso brillo anfitrión.
Homer tenía otro listado
similar de cuestionamientos, pero en su caso, a poco de comenzar a deconstruir
la obra, el obituario se asentaba como género literario más allá de su poética
voluntad. Su estadía de dos años en la Argentina literaria de los ochenta, la
Argentina oculta y admirable, lo había nutrido mucho y bien en la tarea. Estaba
convencido que no existía ese lugar subjetivo, ideal y seleccionado para morir,
como describía al detalle el relato de un amigo titulado Los Frutales y el Feng
Shui, aunque en sus fueros íntimos no descartaba la idea de sitios en donde la
finitud era tratada afectuosa y cálidamente. Dicho de otro modo, uno nunca
elige, siempre es escogido, hasta cuando selecciona. Se consideraba un mecano
inconcluso, un rompecabezas desarmado a partir de su necrópolis natal, acertijo
al cual se le habían perdido demasiadas piezas como para emprender la tarea
constructiva y constructora que se había prometido. No era consumidor de
simulacros, el camino hacia la felicidad lo reconocía complejo e incierto, por
eso asumía comprensible que las mayorías optasen, sin una previa labor erudita,
por el atajo del egoísmo. Pero hete aquí la sorpresa, es un atajo espurio,
falsario, debido a que no induce hacia el destino anhelado. La trampa cardinal
está dada en que solo lo revela al arribo. Y tuvo razón aquel Hombre que fue Jueves
de Chesterton, aunque su misión no era serlo, no podía ser como el resto de los
días hábiles incluido el sábado inglés, debía ser domingo, y sobre todo a la
hora del crepúsculo.
Raptis se definía como una
promesa tal cual consignaba el significado etimológico de su nombre, pero una
ofrenda con mesura; su ancestral apellido definía y completaba de ese modo un
heráldico silogismo. Los griegos de la llanura de Tesalia, originarios de
Farsala, agricultores por excelencia, en el caso de los Raptis de legumbres,
fortalecían sus vínculos a través del legado de sus nombres, cada quien trataba
de honrar los debates y las concordias patronímicas de sus predecesores de modo
que a poco de superar la niñez cada joven, más allá del género, poseía un
patrimonio intangible que debía atesorar. Como buen estoico entendía que todo descontrol de los hechos,
los bienes y las pasiones perturbaban la vida y conspiraban en contra de la
felicidad. Abrazó el estoicismo luego de haber leído, durante su adolescencia,
los doce libros que componen las Meditaciones de Marco Aurelio, escritas entre
los años 170 y 180 de nuestra era, lectura que por cierto me recomendó con suma
insistencia. Acaso el más culto emperador romano, cuya doctrina humanística,
política, social y económica la fundamentó en ese texto, hoy universal, a
partir de las ideas filosóficas del griego Panecio de Rodas, de Crísipo de
Solos y por supuesto de Séneca, todos discípulos del maestro Zenón de Citio,
creador de la escuela en el siglo III antes de Cristo.
Del
libro II escogió como máxima de vida la meditación catorce: “Aunque debieras vivir tres mil años y
otras tantas veces diez mil, no obstante recuerda que nadie pierde otra vida
que la que vive, ni vive otra que la que pierde. En consecuencia, lo más largo
y lo más corto confluyen en un mismo punto. El presente, en efecto, es igual
para todos, lo que se pierde es también igual, y lo que se separa es,
evidentemente, un simple instante. Luego ni el pasado ni el futuro se podría
perder, porque lo que no se tiene, ¿cómo nos lo podría arrebatar alguien? Ten
siempre presente, por tanto, esas dos cosas: una, que todo, desde siempre, se
presenta de forma igual y describe los mismos círculos, y nada importa que se
contemple lo mismo durante cien años, doscientos o un tiempo indefinido; la
otra, que el que ha vivido más tiempo y el que morirá más prematuramente,
sufren idéntica pérdida. Porque sólo se nos puede privar del presente, puesto
que éste sólo posees, y lo que uno no posee, no lo puede perder”. Y del libro cuatro, para el final sucio del
sendero, la meditación cinco: “La muerte,
como el nacimiento, es un misterio de la naturaleza, combinación de ciertos
elementos (y disolución) en ellos mismos. Y en suma, nada se da en ella por lo
que uno podría sentir vergüenza, pues no es la muerte contraria a la condición
de un ser inteligente ni tampoco a la lógica de su constitución”.
En esa madrugada de ese
primer jueves santo del nuevo siglo Homer decidió que su tiempo vital había
finalizado y que era necesario comenzar con el recorrido por el sendero hacia
el extremo sucio y final. Desde ya deseaba poner a prueba la finitud lo más
sano posible, sin permitirse dejar inciso postergado u olvidado. El cuerpo le
tenía que responder de manera estoica, tanto en las vísperas como en la velada
en sí propia, y para ello nada mejor que desnudo y descalzo…
Se cerraba el candado y con
él, la cava, el cofre. Dentro descansarán por siempre las cenizas del poeta,
las cenizas de los poemas escritos por el poeta y la llave del cofre. Fue
confesión, y secreta voluntad. Fui el encargado de la encomienda y como fiel
amante que la amó, cumplo. En este tiempo de descuento que el poeta me obsequió
solo hay espacio para encender mi pira. Los sabios dicen que es difícil engañar
a un poeta, en todo caso, si estás convencido de haberlo logrado es sólo porque
él quiso piadosamente que así lo creas.
Partió sin avisar
de su partida, sin banales y formales despedidas, sabio de su no retorno, solo
el olvido exhibió melancolía…
Bajo su
inspiración y consejo escribí en una de esas tarde-noches porteñas plenas de
smog, en mi mono-ambiente vista al huerco, orientación a la depresión:
Tal
vez el día que no esté alguien destape un libro que haya escrito dándome por
vivo. Es probable que por un instante vuelva a percibir, amar, resistir;
intuirme menos muerto. Por ahora no hay alivio. Distanciado de mis deseos
persisto, sólo persisto; deslucido, apagado, vulgar estado de regreso con
espacios ilusorios, espectros silentes que abusan de mi espalda, moralmente
enamorada de la eternidad y su néctar de finitud. Tal vez el día que no esté
alguien descubra un libro que yo haya escrito dándome por vivo, observando que
deseo sin gozar que deseo, como aquellos que con dicha disimulan vivir
olvidando discernir. Juego, le concedo recreo a la tragedia haciendo que vivo,
dado que la muerte me es ajena, extranjera de mí y del sitio en que nací, luego
de mi primera muerte, primer dolor, llanto fundacional.
De
modo que cumplo con todos los requisitos para afrontar la finitud; sigo vivo,
respirando simulacros...
Era leído y admirado, era
amado por sus pares. Incluso había sitios en los más importantes foros culturales
en donde se analizaban sus textos, se promovían congresos, selectos eventos se
realizaban en todas las latitudes cada vez que una nueva obra aparecía en
las distinguidas librerías de Londres,
París, Dublín, Estocolmo, Edimburgo, San Petersburgo y Norwich, siendo estas
ciudades consideradas como los siete centros de mayor excelencia literaria en
Europa.
“Partió sin avisar de su partida, sin banales
y formales despedidas, sabio de su no retorno, solo el olvido exhibió
melancolía”… Nunca supe que
fue de su ventura luego de aquel correo electrónico que me enviara desde el
puerto tesálico de Volos. En su homenaje imagine la travesía con música de
fondo de Vangelis, natural de la zona, como un poemario, en donde el amor,
descalzo y desnudo, finalmente, le daba buen cobijo a la finitud…
Las
revelaciones, casuales y no casuales, que nos depara el tiempo nos confirman
que aquellos que fuimos catalogados injustamente de fraudulentos no lo éramos
tanto y aquellos impolutos plagados de superioridad moral que nos acusaron de
fraude en realidad lo eran en primera persona, solo había que saber esperar por
la desnudez de la verdad para poder liberarse definitivamente de tamaña carga.
La verdad es una vieja solterona y fea que muy pocos respetan, aprecian y menos
desean ver desnuda. Yo hoy le agradezco enormemente su presencia en mi vida,
así de desnuda, así de fea, así de solterona...
Del libro: La Chacra Suazo y otros
cuentos – Artes Gráficas Líber – Año 2021
*Gustavo Marcelo Sala. Editor. Escritor
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