Revista Nos Disparan desde el Campanario Año IV Nro. 59 SOCIOLOGÍA La sociedad del miedo y del odio… por Byung Chul-Han
A la globalización le es inherente
una violencia que hace que todo resulte intercambiable, comparable y, por ende,
igual. La comparación igualatoria total conduce, en último término, a una
pérdida de sentido. El sentido es algo incomparable. Lo monetario no otorga por
sí mismo sentido ni identidad. La violencia de lo global como violencia de lo
igual destruye esa negatividad de lo distinto, de lo singular, de lo
incomparable que dificulta la circulación de información, comunicación y
capital. Donde dicha circulación alcanza su velocidad máxima es precisamente
donde lo igual topa con lo igual.
Ese violento poder de lo global que
todo lo nivela reduciéndolo a lo igual y que erige un infierno de lo igual,
genera una contrafuerza destructiva. Jean Baudrillard señaló que la vesania de
la globalización engendra terroristas a modo de dementes. Según eso, el penal
de Guantánamo sería el equivalente a los manicomios y las cárceles de aquella
sociedad disciplinaria y represiva que, por su parte, engendra delincuentes y psicópatas.
Con el terrorismo ha sucedido algo
que, yendo más allá de la intención inmediata de los actores, apunta a unas
convulsiones sistemáticas. Lo que mueve a los hombres al terrorismo no es lo
religioso en sí, sino más bien la resistencia del singular frente al violento
poder de lo global. Por eso, esa lucha contra el terrorismo que se centra en
determinadas regiones y en determinados grupos de personas es una desesperada
acción sustitutiva. Incluso la expulsión del enemigo encubre el verdadero problema,
que tiene una causa sistemática. Lo que engendra el terrorismo es el terror de
lo global mismo. El violento poder de lo global barre todas las
singularidades que no se someten al intercambio general. El terrorismo es el
terror del singular enfrentándose al terror de lo global. La muerte, que no se
somete a ningún intercambio, es lo singular por antonomasia. Con el terrorismo,
la muerte irrumpe brutalmente en el sistema, en el cual la vida se totaliza
como producción y rendimiento. La muerte es el final de la producción. La
glorificación de la muerte por parte de los terroristas y esa actual histeria
con la salud que trata de prolongar la vida como mera vida a cualquier precio
se suscitan mutuamente. Sobre esta conexión sistemática repara la sentencia de
AlQaeda: «Vosotros amáis la vida, nosotros amamos la muerte». Baudrillard
señala la peculiaridad arquitectónica de las Torres Gemelas, que ya en 1993
fueron el objetivo de atentados terroristas islámicos. Mientras que los
rascacielos del Rockefeller Center reflejan la ciudad y el cielo sobre sus
fachadas de vidrio y acero, las Torres Gemelas no implicaban ninguna referencia
externa, ninguna relación con lo otro. Los dos edificios gemelos, iguales entre
sí y que se reflejan mutuamente, constituyen un sistema cerrado en sí mismo.
Imponen lo igual, excluyendo por completo lo distinto. El atentado terrorista
abrió brechas en este sistema global de lo igual. El nacionalismo que hoy
vuelve a despertar, la nueva derecha o el movimiento identitario son asimismo
reacciones reflejas al dominio de lo global. Por eso no es casualidad que los
seguidores de la nueva derecha no solo sean xenófobos, sino también críticos
del capitalismo. Tanto esa alabanza nacionalista y romántica de la frontera
como el terrorismo islámico obedecen al mismo esquema de reacción en vista de
lo global.
El neoliberalismo engendra una
injusticia masiva de orden global. La explotación y la exclusión son
constitutivas de él. Construye un «apóptico», una construcción basada en una
«óptica excluyente» que identifica como indeseadas y excluye por tales a las
personas enemigas del sistema o no aptas para él. El panóptico sirve para el
disciplinamiento, mientras que el apóptico se encarga de la seguridad. Incluso
dentro de la zona de bienestar occidental el neoliberalismo recrudece la
desigualdad social. En último término, elimina la economía de mercado
social.
Alexander Rüstow, quien acuñó el
concepto de «neoliberalismo», constató que si la sociedad se encomienda
únicamente a la ley mercantil neoliberal se deshumaniza cada vez más y genera
convulsiones sociales. Por eso señala que hay que completar el neoliberalismo
con una «política vital» que siembre solidaridad y civismo. Sin esta
rectificación del neoliberalismo a cargo de la «política vital» surgen unas
masas inseguras, que actúan movidas por el miedo y que se dejan captar
fácilmente por fuerzas nacionalistas étnicas. El miedo por el futuro
propio se trueca aquí en xenofobia. El miedo por sí mismo no solo se manifiesta
como xenofobia, sino también como odio a sí mismo. La sociedad del miedo y la
sociedad del odio se promueven mutuamente. Las inseguridades sociales,
unidas a la desesperación y a un futuro sin perspectivas, constituyen el caldo
de cultivo para las fuerzas terroristas. El sistema neoliberal cultiva
directamente estos elementos destructivos, que solo a primera vista parecen
opuestos a él. En realidad, el terrorista islámico y el nacionalista étnico no
son enemigos, están hermanados, pues comparten una genealogía común. El
dinero es un mal transmisor de identidad. Sin embargo, puede reemplazarla, pues
el dinero proporciona a quien lo posee al menos una sensación de seguridad y de
tranquilidad. Por el contrario, quien ni siquiera tiene un poco de dinero no
tiene nada: ni identidad ni seguridad. Así, forzosamente se evade a lo
imaginario, por ejemplo a la idiosincrasia de un pueblo, la cual pone
rápidamente a disposición una identidad. Al mismo tiempo se inventa un enemigo,
por ejemplo el islam. Es decir, a través de unos canales imaginarios levanta
unas inmunidades para alcanzar una identidad que otorga sentido. El miedo por
sí mismo hace que inconscientemente se provoque la nostalgia de un enemigo. El
enemigo es, aunque de forma imaginaria, un proveedor de identidad: El enemigo es
nuestra propia pregunta como figura. Por este motivo tengo que confrontarme con
él combatiendo, para así obtener mi medida propia, mi frontera propia, mi
figura propia. Lo imaginario compensa una carencia en la realidad. También los
terroristas habitan lo imaginario. Lo global hace que surjan unos espacios
imaginarios que promueven una violencia real. El violento poder de lo
global debilita al mismo tiempo las defensas inmunitarias, pues estas estorban
la circulación global acelerada de información y de capital. Precisamente ahí
donde los umbrales inmunitarios son muy bajos el capital fluye mucho más
rápido. Dentro de ese orden de lo global que hoy es hegemónico y que
totaliza lo igual en realidad solo existen más iguales u otros que son iguales.
No es en esas vallas fronterizas que se han levantado recientemente donde se
despierta la imaginación creadora de fantasías referidas a otros. Ante tales
vallas, la imaginación se queda estupefacta y sin habla. En realidad, los
inmigrantes y los refugiados no nos resultan distintos, no nos resultan ajenos,
no son unos extraños a causa de los cuales se sienta una amenaza real, un
verdadero miedo. Ese miedo solo existe en la imaginación. Los inmigrantes y los
refugiados se perciben más bien como una carga. Lo que se siente hacia ellos
cuando se los considera como posibles vecinos es resentimiento y envidia, unos
sentimientos que, a diferencia del temor, el miedo y el asco no son una
auténtica reacción inmunológica. Las masas xenófobas están contra los norteafricanos,
pero luego pasan las vacaciones con todos los gastos pagados en sus
países. Para Baudrillard, la violencia de lo global es carcinomatosa. Se
propaga como «células cancerígenas […] a través de una proliferación inacabable
de pólipos y de metástasis». Baudrillard explica lo global con ayuda del modelo
inmunológico: «No es casualidad que hoy se hable tanto de inmunidad, de
anticuerpos, de trasplante y de rechazo». El virulento poder de lo global es
una «violencia viral, la violencia de las redes y de lo virtual». La
virtualidad es viral. Resulta problemática esta descripción inmunológica de la
interconexión. Las inmunidades ocluyen la circulación de información y
comunicación. El «me gusta» no es una reacción inmunológica. El virulento poder
de lo global, en cuanto violencia de la positividad, es posinmunológico.
Baudrillard no se da cuenta de este cambio de paradigma constitutivo del orden
digital y neoliberal. Las inmunidades forman parte del orden terrenal. La
sentencia de Jenny Holzer «protegedme de aquello que quiero» hace ver
justamente el carácter posinmunológico de la violencia de la positividad.
El «contagio», la «implantación», la «expectoración» y los «anticuerpos» no
explican el exceso actual de la hipercomunicación y de información. La demasía
de lo igual puede provocar vómitos, pero la regurgitación no proviene de una
sensación de asco que se refiera al distinto, al extraño. El asco es un «estado
de excepción, una crisis aguda de autoafirmación frente a una alteridad
inasimilable ». Es precisamente la falta de negatividad de lo distinto lo que
provoca síntomas como la bulimia, los «atracones de series» o la «sobreingesta
compulsiva». No son virales. Más bien se explican en función de esa violencia
de la positividad que es inasequible a toda defensa inmunitaria.
El neoliberalismo es cualquier cosa
menos el punto final de la Ilustración. No lo guía la razón. Precisamente su
vesania provoca unas tensiones destructivas que se descargan en forma de
terrorismo y nacionalismo. La libertad de la que hace gala el neoliberalismo es
propaganda. Lo global acapara hoy para sí incluso valores universales. Así,
incluso se explota la libertad. Uno se explota voluntariamente a sí mismo
figurándose que se está realizando. Lo que maximiza la productividad y la
eficiencia no es la opresión de la libertad, sino su explotación. Esa es la
pérfida lógica fundamental del neoliberalismo. En vista del virulento
poder de lo global se trata de proteger lo universal para que no quede
acaparado por lo global. Por eso es necesario hallar un orden universal que
también se abra a lo singular. Aquello singular que irrumpe con violencia en el
sistema de lo global no es el otro distinto, el cual permitiría un diálogo. En
esa imposibilidad de dialogar que constituye el terrorismo radica su carácter
diabólico. Lo singular renunciaría a su carácter diabólico únicamente en un
estado reconciliado en el que lo lejano y distinto se quedara en una cercanía
otorgada. La «paz perpetua» de la que habla Kant no es otra cosa que un
estado de reconciliación. Se basa en valores universales que la razón se asigna
a sí misma. Según Kant, se puede forzar a instaurar la paz también mediante
aquel «espíritu comercial» que «es incompatible con la guerra y que, más tarde
o más temprano, se acaba apoderando de todo pueblo .Pero tiene un plazo fijado
y no es eterno. Lo único que por sí mismo puede forzar a instaurar la paz es el
«poder del dinero». Pero el comercio global es una guerra con otros medios. Ya
en el Fausto de Goethe se dice: «Preciso fuera que nada supiese yo de
navegación: / guerra, comercio y piratería son tres cosas en una, / imposibles
de separar». El virulento poder de lo global provoca que haya muertos y
refugiados como si fuera una auténtica guerra mundial. Esa paz que el espíritu
comercial fuerza a instaurar no solo tiene fijado un plazo, también está
delimitada espacialmente. La zona de bienestar, es más, la isla de bienestar,
siendo un apóptico o una construcción basada en una óptica excluyente, está
rodeada de vallas fronterizas, de campos de refugiados y de escenarios bélicos.
Kant no se dio cuenta del carácter diabólico, de la irracionalidad del espíritu
comercial. Su enjuiciamiento resultó tenue. Suponía que dicho espíritu
comercial instauraría una paz «prolongada». Pero esta paz no es más que una
apariencia. El espíritu comercial solo está dotado de un entendimiento
calculador. Carece de toda razón. Por eso es irracional aquel sistema al que
solo domina el espíritu comercial y el poder del dinero.
Precisamente la actual crisis de los
refugiados revela que la Unión Europea no es más que una unión económica
comercial que busca el provecho propio. La Unión Europea como zona europea de
libre comercio, como comunidad contractual entre los gobiernos con sus
respectivos intereses estatales y nacionales, no sería para Kant una
construcción racional, una «alianza de los pueblos» guiada por la razón que se
comprometiera a defender valores universales como la dignidad humana.
La idea kantiana de una paz perpetua
fundada por la razón alcanza su punto culminante con la exigencia de una
«hospitalidad» sin condiciones. Con arreglo a eso, todo extranjero tiene
derecho de estancia en otro país. Puede pasar un tiempo ahí sin sufrir
reacciones xenófobas «mientras se comporte pacíficamente en su sitio». Según
Kant, nadie tiene «más derecho que otro a estar en un lugar de la Tierra». La
hospitalidad no es una noción utópica, sino una idea vinculante de la razón:
Como en los artículos anteriores, aquí no se está hablando de filantropía, sino
de derecho, y entonces hospitalidad (ser acogedor) significa el derecho que un
extranjero tiene a que los demás no lo traten xenófobamente por el hecho de
haber llegado a sus tierras. La hospitalidad no es una manera fantasiosa ni
exagerada de imaginarse el derecho, sino una aportación necesaria que viene del
código no escrito para completar tanto el derecho estatal como el derecho
internacional convirtiéndolos en derecho humano público, para de este modo
instaurar la paz perpetua, y solo bajo esta condición uno puede gloriarse de
hallarse en una continua aproximación a ella. La hospitalidad es la máxima
expresión de una razón universal que ha tomado conciencia de sí misma. La razón
no ejerce un poder homogeneizador. Gracias a su amabilidad está en condiciones
de reconocer al otro en su alteridad y de darle la bienvenida. Amabilidad
significa libertad. La idea de hospitalidad ostenta también algo
universal más allá de la razón. Para Nietzsche es expresión del alma
«sobreabundante». Está en condiciones de albergar en sí todas las
singularidades: ¡Y que aquí me sea bienvenido todo lo que está en devenir, lo
que anda errante, lo que va buscando, lo que es fugaz! De ahora en adelante la
hospitalidad será mi única amistad. La hospitalidad promete
reconciliación. Estéticamente, se manifiesta como belleza: Siempre acabaremos
siendo recompensados por nuestra buena voluntad, por nuestra paciencia, por
nuestra equidad, por nuestra ternura hacia lo extraño, despojándose lo extraño
lentamente de su velo y presentándose como una nueva belleza indecible: ese es
su agradecimiento por nuestra hospitalidad. La política de lo bello es la
política de la hospitalidad. La xenofobia es odio y es fea. Es expresión de la
falta de razón universal, un indicio de que la sociedad todavía se encuentra en
un estado irreconciliado. El grado civilizatorio de una sociedad se puede medir
justamente en función de su hospitalidad, es más, en función de su amabilidad.
Reconciliación significa amabilidad.
Fuente: Bloghemia
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