Revista Nos Disparan desde el Campanario Año IV Nro. 59 FILOSOFÍA La Vanidad de las Palabras … por el Barón Michel de Montaigne
Fuente: Bloghemia
Link de Origen: AQUÍ
“Pompeyo, César, Craso, Luculo, Lentulo y Metelo, encontraron en ella su
supremo apoyo para procurarse la autoridad y grandeza que alcanzaron; más se
sirvieron de la palabra que de las armas”
Decía un antiguo retórico que su
oficio consistía «en abultar las cosas haciendo ver grandes las que son
pequeñas»; algo así como un zapatero que acomodara unos zapatos grandes a un
pie chico. En Esparta hubieran azotado al tal retórico por profesar un arte tan
artificial y embustero. Arquidamo, rey de aquel Estado, oyó con extrañeza
grande la respuesta de Tucídides al informarle de quién era más fuerte en la
lucha, si Pericles o él: «Eso, dijo el historiador, no es fácil de saber, pues
cuando yo le derribo por tierra en la pelea, convence a los que le han visto caer
de que no ha habido tal cosa.» Los que disfrazan y adoban a las mujeres son
menos dañosos que los retóricos, porque al cabo no es cosa de gran monta dejar
de verlas al natural, mientras que aquéllos tienen por oficio engañar no a
nuestros ojos, sino a nuestra razón, bastardeando y estropeando la esencia de
la verdad. Las repúblicas que se mantuvieron mejor gobernadas, como las de
Creta y Lacedemonia, hicieron poco mérito de los oradores. Aristón define
cuerdamente la retórica: «Ciencia para persuadir al pueblo.» Sócrates y Platón
la llamaban: «Arte de engañar y adular»; los que niegan que esa sea su esencia,
corrobóranlo luego en sus preceptos. Al prescindir los mahometanos de la
instrucción para sus hijos por considerarla inútil, y al reflexionar los atenienses
que la influencia de la misma, que era omnímoda en su ciudad, resultaba
perniciosa, ordenaron la supresión de la parte principal de la retórica, que es
mover los afectos del ánimo: juntamente exordios y peroraciones. Es un
instrumento inventado para agitar y manejar las turbas indómitas y los pueblos
alborotados, que no se aplica más que a los Estados enfermos, como un
medicamento; en aquellos en que el vulgo o los ignorantes tuvieron todo el
poderío como en Atenas, Rodas y Roma; donde los negocios públicos estuvieron en
perpetua tormenta, allí afluyeron los oradores. Muy pocos personajes se ven en
esas otras repúblicas que gozaran de gran crédito sin el auxilio de la
elocuencia. Pompeyo, César, Craso, Luculo, Lentulo y Metelo, encontraron en
ella su supremo apoyo para procurarse la autoridad y grandeza que alcanzaron;
más se sirvieron de la palabra que de las armas; lo contrario aconteció en
tiempos más florecientes, pues hablando al pueblo L. Volumnio en favor de la
elección consular de Q. Fabio y P. Decio, decía: «Ambos son hombres nacidos
para la guerra, grandes para la acción; desacertados en la charla oratoria;
espíritus verdaderamente consulares por todas sus cualidades; oís que son
sutiles, elocuentes y sabios, no son aptos sino para la ciudad, para
administrar justicia en calidad de pretores.» La elocuencia floreció más en
Roma cuando el estado de los negocios públicos fue peor; cuando la tempestad de
las guerras civiles agitaba a la nación: del propio modo un campo que no se ha
roturado se cubre de más frondosos matorrales. Parece desprenderse de aquí que
los gobiernos que dependen de un monarca han menester menos de la elocuencia
que los otros, pues la torpeza y docilidad de la generalidad, impeliéndola a
ser manejada y moldeada por el oído al dulce son de aquella música, sin que
pueda pesar ni conocer la verdad de las cosas por la fuerza de la razón,
no se encuentra fácilmente en un solo hombre, siendo más viable librar al
pueblo por el buen gobierno y el buen consejo de la impresión de aquel veneno.
Macedonia y Persia no produjeron ningún orador de renombre.
Todo lo que precede me ha sido
sugerido por un italiano, con quien acabo de hablar, que sirvió de maestresala
al cardenal Caraffa, hasta la muerte del prelado; me ha referido aquél los deberes
de su cargo, endilgándome un discurso sobre la ciencia de la bucólica con
gravedad y continente magistrales, lo mismo que si me hubiese hablado de alguna
grave cuestión teológica; me ha enumerado menudamente la diferencia de
apetitos: el que se siente cuando se está en ayunas; el que se experimenta al
segundo o tercer plato; los medios que existen para satisfacerlo ligeramente o
para despertarlo y aguzarlo; la técnica de sus salsas, primero en general,
luego particularizando las cualidades de cada una; los ingredientes que las
forman y los efectos que producen en el paladar y en el estómago; la diferencia
de verduras conforme a las estaciones del año: cuáles han de servirse calientes
y cuáles deben comerse frías, y la manera de presentarlas para que sean más
gratas a la vista. Después de este discurso me ha hablado del orden con que
deben servirse los platos en la mesa, y sus reflexiones abundaban en puntos de
vista muy importantes y elevados
Nec minimo sano discrimine refert,
quo gestu lepores, et quo gallina secetur ;(1)
todo ello inflado con palabras
magníficas y ricas, las mismas que se emplean cuando se habla del gobierno de
un imperio. Tratándose de elocuencia he creído oportuno traer a colación a mi
hombre:
Hoc salsum est, hoc adustum est, hoc
lautum est parum
illud recte; iterum sic memento:
sedulo
moneo, quae possum, pro mea
sapientia.
Postremo, tamquam in speculum, in
patinas,Demea,
inspicere jubeo, et moneo, quid facto usus sit.(2)
Los griegos mismos alabaron grandemente la disposición y el orden que Paulo
Emilio observó en un banquete que dio en honor de aquéllos cuando volvieron de
Macedonia. Pero no hablo aquí de los efectos; hablo sólo de las palabras.
Yo no sé si a los demás les sucede lo
que a mí; yo no puedo precaverme, cuando oigo a nuestros arquitectos inflarse
con esos majestuosos términos de pilastras, arquitrabes, cornisas, orden
corintio o dórico y otros análogos de su jerga, mi imaginación va derecha al
palacio de Apolidón, y luego veo que todo ello no son más que las mezquinas
piezas de la puerta de mi cocina.
Al oír pronunciar los nombres de
metonimia, metáfora, alegoría y otros semejantes de la retórica, ¿no parece que
quiere significarse alguna forma de lenguaje rara y peregrina? pues en el fondo
todo ello no son más que palabras con las cuales se califica la forma del
discurso que vuestra criada emplea en su sencilla charla.
Artificio análogo a éste es el
distinguir los empleos de nuestro estado con nombres soberbios sacados de los
romanos, aunque no tengan con los antiguos ninguna semejanza, y todavía menos
autoridad y poderío. También constituye otro engaño, de que algún día se hará
justo cargo a nuestro siglo, el aplicar indignamente, a quien mejor se nos
antoja, los sobrenombres más gloriosos, que la antigüedad no concedió sino a
uno o dos personajes en cada siglo. Platón llevó el dictado de divino por
universal consentimiento, y nadie ha intentado disputárselo. Los italianos que
se vanaglorian, con motivo, de tener el espíritu más despierto y la razón más
sana que las demás naciones de su tiempo, acaban de gratificar al Aretino con
el mismo sobrenombre que a Platón acompaña. Ese escritor, salvo una forma
hinchada, en la que sin duda abundan los rasgos ingeniosos, pero que tienen
mucho de artificiales y rebuscados, y alguna elocuencia, no veo que sobrepase
en nada a los demás autores de su tiempo; ¡le falta tanto para alcanzar aquella
divinidad antigua! El calificativo de grandes se lo colgamos a príncipes que en
nada sobrepasan la grandeza popular.
1- No es una cosa baladí el modo de componérselas para trinchar una
liebre o una gallina. JUVENAL, Sat., v. 123. (N. del T.)
2- Eso está muy salado, esto quemado; eso no tiene el gusto bastante
fuerte, eso sabe muy bien: acordaos de prepararlo lo mismo en otra ocasión. Los
doy los mejores consejos que se me alcanzan, según mis modestas luces. En fin,
Demea, los invitó a mirarse en la vajilla como en un espejo, y los enseñó todo
cuanto de bueno tienen que hacer. TERENCIO, Adelfos, acto III, v, 71. (N. del
T.)
Comentarios
Publicar un comentario