Revista Nos Disparan desde el Campanario Año IV Nro. 57 POLÍTICA Un viaje hacia el antiperonismo: Entre la leyenda satánica y el elitismo programático… por Judith Podlubne
La «pesadilla» peronista
A fines de 1955, pocos días después
de la autodenominada Revolución Libertadora, Jorge Luis Borges, que para
entonces ya había escrito con Adolfo Bioy Casares el relato emblemático del
antiperonismo monstruoso y festivo, aspira a completar esa imaginación con la
epopeya jubilosa de los triunfos que acaban de derrocar al gobierno de Perón.
Su aspiración revive la nostalgia de
aquel destino épico que cumplieron sus antepasados militares en las guerras de
la independencia y es esa nostalgia, exaltada por las victorias recientes, la
que lo impulsa a identificar sin escrúpulos ni cautelas el período peronista
con los gobiernos de Rosas, y a Rojas y Aramburu, con los soldados patriotas.
«Antes de la historia —escribe en una de las notas sobre Sarmiento que publica en
esos años— está el mito y por ese
crepúsculo andan formas que, incomprensiblemente, son otras».
Igual que el coronel Francisco Borges, aunque casi un siglo después, los
«hombres de la Libertadora» —para Borges, siempre se tratan de hombres, de individuos con
nombres propios, antes que de funcionarios del Ejército Argentino. La épica, se
sabe, requiere del héroe: de un hombre o de unos pocos que oficien de modelo
para el resto— tienen a su cargo defender
y restablecer una línea de frontera. La «reciente dictadura» o la «segunda
tiranía», para mencionar sólo dos de las varias fórmulas oprobiosas con que
designa la democracia destituida, muestra que la barbarie denunciada en el
Facundo no es un rasgo pintoresco y pretérito sino un peligro actual, un riesgo
inmediato. Desde mil novecientos cuarenta y tantos —le gusta repetir— somos contemporáneos de Sarmiento. El
gaucho ha sido reemplazado por colonos y obreros, la barbarie está presente en
la plebe de las grandes ciudades. Como la batalla de Caseros, el alzamiento
militar de septiembre viene a terminar con ese nuevo «malevaje» para devolverle
a la ciudad su vida propia. Fin y recomienzo armonizan en ese «día glorioso
(...) de recuperación de la patria».
El entusiasmo, la exultación, que los
acontecimientos le producen redunda en una elocuencia incontinente e
ignominiosa que lo lleva a definir, apenas instaurado el gobierno de facto, la
visión de lo sucedido que lo acompañará el resto de su vida. En una entrevista
publicada en la revista Propósitos, en noviembre de 1955, declara:
La revolución tiene que traer un renacimiento en nuestra cultura. No es
un hecho exclusivamente político–militar. Es un proceso que se ha realizado en
cada uno de nosotros; un proceso emocional. Los escritores tienen una magnífica
oportunidad para dejar de retrotraerse a la figura del gaucho que no han tenido
ocasión de analizar, o al ambiente del arrabal que no han vivido. Ahora viven
instantes que cobrarán con el tiempo carácter de mito. Esto siempre sucede al
margen del proceso histórico. Pueden alcanzar una literatura épica, y lo pueden
lograr sin esfuerzo, espontáneamente.
Aunque probablemente nadie se
permitió tanto como augurar una transmutación mítica del golpe del 55, no sólo
para Borges estos sucesos excedieron las determinaciones políticas, militares y
sociales del hecho histórico para transformarse en un asunto a la vez personal
y compartido, en un «proceso emocional», cuyos efectos perdurarían en la
memoria colectiva de muchos argentinos. El emblemático número 237 que la
revista Sur publica en noviembre–diciembre de ese mismo año, bajo el lema «Por
la reconstrucción nacional», reúne en su mayoría testimonios de autores que
condenan los abusos y atropellos que habrían caracterizado la «dictadura» de
los últimos doce años, al tiempo que ponderan el restablecimiento de valores,
«la restitución de la verdad», que no dudan les deparará el nuevo régimen.
También para ellos, fin y recomienzo confluyen en un presente que acuerdan en
describir atravesado por la auspiciosa superposición de otras épocas: los días
de mayo y la gloria de 1852. El tono y el sentido general del número lo dictan
los artículos de Victoria Ocampo con que
se abre y se cierra el volumen: una suerte de crónica de la prisión, narrada en
dos tiempos, a partir de la cual la directora de la revista traza una imagen
demoníaca y autocrática de la administración depuesta, que deriva en un
fervoroso agradecimiento hacia el heroísmo redentor de la hazaña «libertadora».
La breve experiencia de los veintisiete días de arresto injustificado sufridos
en la cárcel de mujeres del Buen Pastor, a mediados de 1953, le revela a Ocampo
la auténtica dimensión del peronismo. Como es propio de su estilo, el recuerdo
o la anécdota privada predetermina el significado general de los
acontecimientos que le interesa contar: la cárcel se convierte de ese modo en
el emblema privilegiado de los gobiernos peronistas. El relato autobiográfico
de esa experiencia, un relato que reaparece en muchos de sus testimonios
posteriores, entrelaza la denuncia de las arbitrariedades y violaciones que
definen la «pesadilla» o el «mal sueño» peronista, con una serie de episodios
personales y detalles minúsculos que, aunque buscan dotar de dramatismo a su
padecimiento, lo muestran a menudo bastante candoroso. Una sensación de
encierro y vigilancia continuos, el temor de un peligro inminente, describe
para Ocampo, y para la mayoría de los colaboradores de la revista, la vida de
los argentinos en esos años. «Cualquier violencia, cualquier venganza,
cualquier horror era posible» —sostiene Carmen Gándara—. La convicción de que
todo «era censura y zonas prohibidas», una convicción desmesurada si se
considera que ni la revista ni la editorial sufrieron ningún intento de cierre,
resulta el signo distintivo del período. «Puede
decirse sin exagerar —afirma Ocampo— que
vivíamos en un estado de perpetua violación. Todo era violado, la
correspondencia, la ley, la libertad de pensamiento, la persona humana. (...)
Moralmente, bajo la dictadura uno se sentía más libre en la cárcel que en la
calle. Y se sentía uno más libre porque allí se vivía más cerca de la verdad»
. Podría conjeturarse que, habituada como estaba a los enemigos frontales y
virulentos que desde la década anterior distinguían a Sur como antagonista
privilegiada en su implacable relectura de la tradición liberal, enemigos que,
como dice Enrique Pezzoni, fueron la otra gran obra de Ocampo. Victoria no
aceptó nunca no ser reconocida por el peronismo como un contrincante central y
directo de sus políticas ideológicas y culturales. Se ha establecido ya que
Perón no estaba demasiado interesado en la cultura de élite. A diferencia de lo
que ocurría con los medios de comunicación masiva como la prensa y la radio,
que sí fueron intervenidos y a los que el peronismo les impuso una censura
estricta, Sur no representó una amenaza considerable para su gobierno. De allí
que identificar los años del peronismo con un régimen generalizado de
intimidación solapada, una suerte de estado de sitio omnímodo y delirante, tal
vez no sólo haya sido una caracterización exagerada de su parte, resultado
inmediato de una memoria reciente imbuida de prejuicios ideológicos, sino
también el modo de conferirse a sí misma el lugar anhelado, arrogándose el
traje de víctima ilustre de un enemigo todopoderoso. Tiene razón Cristina
Iglesia cuando afirma que la cárcel se convierte para Ocampo en un nuevo
privilegio. La cárcel, el peronismo en general es, en cierto sentido, un
episodio más de su extensa autobiografía, un episodio central: el que la
convence definitivamente de la necesidad de escribirla. No obstante esta
circunstancia personal, la identificación del régimen con un movimiento
omnipotente y despótico, resultó también la condición necesaria para presentarlo,
además de como un gobierno policíaco y autoritario, como un estado engañoso,
ilegítimo e inverosímil. A la historia de índole criminal, hecha de cárceles y
torturas, que contaron los testimonios de Ocampo, Borges sumó la historia de
las ficciones escénicas del peronismo, una historia «hecha de necedades y
fábulas para consumo de patanes». Las colaboraciones de ambos definieron para
los lectores de Sur los capítulos principales de esa saga del peronismo
satánico, que ellos y otros miembros del grupo difundirían durante años. Los
procedimientos y estilos narrativos fueron sin dudas muy diferentes, pero los
temas y argumentos, a menudo los mismos. Compuesto básicamente de anacronismos
deliberados y analogías descomedidas, ninguna explicación podía esperarse de un
relato movilizado por el interés excluyente en demonizar al adversario. «Si el peronismo ha sido la encarnación del
Mal absoluto —reclamaba con vehemencia el joven Massota, desde la revista
Contorno — al menos es necesario explicar
en qué consistía y porqué era absoluto (...) estamos seguros de ganar muy poco
asignando por decreto la maldad intrínseca a un régimen, salvo, eso sí,
justificar todas las maldades del régimen que lo ha seguido». Más allá de
las «bienintencionadas» declaraciones de Ocampo «Nada sólido y nada grande
puede construirse sin hacer voto de verdad» y de su llamado a construir un
orden que superara las mentiras de la «dictadura», ni sus escritos ni los de
Borges trazaron un análisis certero de esos años. Sí consiguieron, en cambio,
afianzar la trama tendenciosa de esa mitología rudimentaria del antiperonismo
furioso, con la que intervenir de un modo eficaz y persuasivo, en la guerra de
mitos que, en un primer momento, signó la discusión entre las facciones. Una
discusión más interesada en ganar los votos vacantes de las masas peronistas
que en comprender el fenómeno político al que estaban irredimiblemente
asociadas. La reiteración irreflexiva e incontrolada de algunas analogías, ya
recurrentes desde la década anterior no sólo entre los escritores de Sur sino
entre todos los miembros de la intelectualidad opositora, consolidó esa
leyenda, que, en sus coordenadas principales, tal como lo habían presentado los
cuentos de Borges y Bioy, se redujo a la rehabilitación extemporánea de la
disyuntiva sarmientina entre civilización y barbarie. Los términos de la
comparación fueron, en el ámbito vernáculo, previsiblemente, el rosismo y, en
el ámbito internacional, los totalitarismos europeos: el fascismo, el nazismo y
también el comunismo. Ambas equivalencias se sustentaron, por un lado, en la
condena moral de los atropellos y arbitrariedades que toda forma de tiranía
ejercía contra los valores del espíritu y la inteligencia y, por otro, en la
crítica al uso abusivo que las dictaduras hacían de los recursos técnicos que
les proporcionaba el aparato propagandístico. Es decir, exactamente los mismos
núcleos ideológicos a partir de los que Sur (y la intelectualidad liberal en
general) habían fundamentado dos décadas atrás, en los años de entreguerras, su
oposición al avance de las masas y de las ideologías autoritarias y su defensa
de la responsabilidad de las élites intelectuales en el mantenimiento de la
cultura. La diferencia central aunque resistida, completamente negada, entre
los miembros del grupo, radicaba en que en la nueva coyuntura estos argumentos
recaían sobre un gobierno que además de haber sido democráticamente elegido,
contaba todavía con un masivo apoyo popular. La continuidad de estos
argumentos, convertidos en ideologemas vacíos, sin ninguna capacidad
interpretativa, aunque dotados de ímpetu regresivo y conservador, fue exhibida
por Victoria Ocampo, como prueba incontrastable de la línea de conducta
sostenida por la revista a lo largo de los años. «A Sur —escribió en la nota agregada que introdujo «La hora de la
verdad»— le bastaría repetir hoy, lo que
ya declaró en agosto de 1937, hace exactamente 18 años, contestando a lo que de
nuestra revista opinaba, censurándola, cierta publicación católica»). La
nota aludía al editorial «Posición de Sur» aparecido en respuesta a los ataques
que la revista Criterio le había dirigido en el inicio de la Guerra Civil
Española y recordaba, pocas líneas más adelante, la reedición que, bajo el
título «Nuestra actitud», Sur había hecho de ese mismo editorial, en 1939,
cuando se declaró la Segunda Guerra Mundial. Como apunta María Celia Vázquez,
el armado de la serie no sólo resumía la historia de las intervenciones de la
revista, sino que servía de paso para acentuar la insidiosa yuxtaposición de
los nombres de Franco, Hitler y Perón. El hecho de que en la crítica al
peronismo la revista no dijese prácticamente nada nuevo o distinto a lo que
había afirmado las décadas anteriores obedecía —concluye Vázquez— a que para
Sur el ciclo de los totalitarismos que en Europa, al menos parcialmente, había
culminado con la guerra en 1945, en la Argentina recién se cerraría diez años
después, con el golpe que derroca a Perón. Con una maestría retórica
particular, en la que la virulencia del ultraje se conjuga con cierta
displicencia aristocrática en la sintaxis, el texto de Borges, «L’illusion
comique», fue el único de la revista que supo explorar con éxito las
posibilidades literarias que ofrecía esa yuxtaposición. La irrealidad, la
inverosimilitud, que pocos años antes había caracterizado, para Borges, al
nazismo, redundaba en la impostura y la sobreactuación del régimen peronista. «Durante años de oprobio y de bobería, los
métodos de la propaganda comercial y de la litérature pour concierges fueron
aplicados al gobierno de la república»). Como el nazismo, el peronismo no había
sido más que una fábula burda y banal, que no podía ser creída y sin embargo lo
era. Antes que la rudeza del auditorio, la willing suspension of disbelif que
definía para Coledrige la fe poética daba la clave para resolver esta
contradicción «las mentiras de la dictadura no eran creídas o descreídas;
pertenecían a un plano intermedio y su propósito era encubrir o justificar sórdidas
o atroces realidades».
El argumento apuntaba sin dudas a
quitarle consistencia a los acontecimientos históricos, a desrealizar las
multitudinarias manifestaciones populares de adhesión al peronismo: el 17 de
octubre no había existido, la renuncia de Perón había sido un fraude. Se
trataba de un argumento frecuente entre los adversarios del régimen, quienes
intentaban socavar la legitimidad del gobierno surgido de elecciones libres
mediante el cuestionamiento directo del apoyo masivo con el que contaba el
peronismo: «la procuración popular fue un
simulacro y nunca pudo ocultar bajo esa máscara su carácter de autocracia
personalista llevada a delirio patológico» —escribía Guillermo de Torre ,
en «La planificación de la masas por la propaganda», un artículo, cuya primera
parte puede leerse como un tedioso desarrollo expositivo de «L´illusion
comique»—. El texto de Borges reescribía un tópico común a todos los
colaboradores de Sur, dotándolo de una entonación singular, concentrada,
distante, predominantemente paratáctica, por momentos epigramática, siempre
rotunda y taxativa, que contrastaba con la notable debilidad de ese pensamiento
insuficiente e injurioso, cuyo sentido se resolvía en la homología imperfecta
entre sistemas dispares. De ese contraste, de esa discordancia evidente entre
el modus y el dictum de la narración, procedía, por un lado, el efecto irónico
del texto y, por otro, la certera impresión de que, como los partidarios del
«dictador», el propio Borges había condescendido al agrado de sus ficciones. «La irrealidad borgeana que había carcomido
al peronismo —acierta Panesi —
terminaría por devorarlo a él». Sólo el influjo prolongado y persistente de
la fe poética pudo haberlo persuadido de que una prueba cabal del éxito de la
revolución era que la gente se iba olvidando de la pesadilla anterior
La tarea de «reconstrucción nacional»
Ciega, ofuscada y brutal, la opinión
de Borges daba la pauta de hasta qué punto la mentada coherencia ideológica que
Ocampo atribuía con orgullo a los integrantes de la revista podía constituirse
en índice preciso de las limitaciones y el grado de encierro con que Sur
evaluaría tanto el derrocamiento del peronismo como la transición
posrevolucionaria y los cambios políticos e intelectuales de la década
siguiente. Sin salirse de los márgenes del amplio arco opositor, el número
dedicado a celebrar la caída del régimen manifestaba cierta disposición inicial
a pensar la coyuntura, invitando a colaboradores de distintos ámbitos y
procedencias. Junto a las intervenciones de los miembros habituales, cuyos
escritos integraron por lo general la serie de textos que abonaban los mitos
del antiperonismo descomedido (además de en los textos de Ocampo y Borges,
pienso en los artículos de Carmen Gándara, Eduardo González Lanuza, Carlos
Mastronardi, en los poemas de Silvina Ocampo y Alberto Girri y en el testimonio
de Ernesto Sábato), el volumen reunía una serie de artículos de filósofos,
pedagogos, juristas, sacerdotes, historiadores y ensayistas —«la república del
espíritu, en suma», ironizó Altamirano — que por momentos intentaba superar la
condena de lo sucedido. Si bien muchos de estos escritos se limitaban a
prolongar la saga antiperonista, tal el caso de los artículos de Héctor Pozzi,
Aldo Prior, Víctor Massuh, Norberto Rodríguez Bustamante, otros, en cambio,
trascendían las críticas al régimen anterior para ocuparse de temas específicos
del apremiante escenario político y social, como eran la cuestión educativa, la
universidad, el rol del sindicalismo, el papel de la iglesia, para mencionar a
los más relevantes. La incorporación de estos últimos artículos acentuaba, como
advirtió Vázquez, el carácter excepcional que el número tenía en la historia de
las intervenciones políticas de la revista: por primera vez, después de
veinticinco años, Sur se pronunciaba de un modo directo e inmediato sobre los
asuntos del debate público nacional.
Durante la década peronista las
críticas al gobierno habían sido siempre laterales, alusivas, y se habían
concentrado, según la tradición de la revista, y probablemente también por
razones de supervivencia institucional, en temas culturales.
El derrocamiento del régimen
interpelaba a sus miembros de un modo muy particular, como ningún otro
acontecimiento político de la vida del país lo había hecho hasta ese momento,
pero la respuesta mayoritaria que los integrantes de Sur daban a esa
interpelación se resolvía a partir de los mismos tópicos ideológicos que los
había guiado en coyunturas anteriores. Entre los miembros del grupo, la caída
del peronismo reanimaba las expectativas de ejercer el magisterio intelectual y
espiritual que Sur había predicado con mayor ascendiente durante su primera
década, en los años anteriores a los de los gobiernos de Perón. El
antiperonismo de la revista libraba ante todo una disputa de índole intelectual
orientada a preservar y revitalizar su lugar en el campo cultural. La
«Revolución Libertadora», que todos sin excepciones acordaban en valorar como
un acontecimiento histórico de alcances morales trascendentes —paradójicamente
Sur y la oposición en general apoyaban el gobierno de facto en nombre de
principios democráticos y republicanos, como la defensa de los derechos civiles
y las libertades públicas— inauguraba una coyuntura inestimable para realizar
esas expectativas. Con un marcado ímpetu restaurador, cuyo referente deba buscarse
tal vez en las improbables virtudes de una imaginaria república del espíritu
antes que en el desarrollo concreto de alguno de los gobiernos anteriores, el
lema de la revista invitaba a reconstruir la nación, a reencauzarla en el orden
democrático de libertad y justicia, interrumpido por la «tiranía», y la mayoría
de los artículos refrendaban la propuesta con fórmulas emparentadas: restituir
la verdad, rescatar la cordura, recobrar la conciencia, reordenar el caos. En
esta dirección, y retomando las consignas bendianas que la inspiraban desde los
años treinta, Victoria Ocampo definía el lugar que debían ocupar los
intelectuales en las nuevas circunstancias: La
tarea de conducir al mayor número posible de hombres «al reconocimiento, no
sólo en palabras, sino también en actos, de la importancia fundamental de eso
que prima sobre todo y que sin embargo es constantemente olvidado: la verdad»
es una tarea que nos incumbe. Es la
tarea de los intelectuales, de los educadores. Los intereses de clase, de
partido, de naciones, no deben jamás obstaculizar el cumplimiento de tan
sagrada misión. Conforme a uno de los tópicos principales en que se
sustentaba el programa general de la revista desde sus inicios, el que sostenía
que la misión de las élites residía justamente en preservar y difundir los
valores espirituales frente a los avatares del cambio social, su definición
insistía en la tarea esclarecedora, pedagógica, que debían realizar los
intelectuales en ese momento. Se trataba para Ocampo, como para muchos de los
colaboradores del número, de reorientar el rumbo equivocado en el que habían
sido arrastradas las incautas mayorías nacionales. Con el paternalismo propio
de esta concepción y en un estilo que acentuaba las aristas espirituales de la
tarea, su ensayo proponía «extirpar las mentiras de los corazones ingenuos
donde habían anclado», redimir a los pecadores del mal al que habían sucumbido
candorosamente. En el mismo sentido, De Torre advertía que la única forma
perdurable y segura de contrarrestar los efectos de la propaganda totalitaria
era «la educación de las masas». «Contra
el gregarismo, reafirmación de la persona; contra la fanatización obtusa de los
espíritus, desfanatización lúcida». Quedaba claro que «educar a las masas para el civismo», según la fórmula de Víctor Massuh,
comprometía ante todo rectificar los efectos negativos de la masificación, esto
era, desagregar las multitudes, desmasificarlas, desperonizarlas, para decirlo
con el término de la época. Esa desperonización equivalía básicamente a rescatarlas
del «entontecimiento multitudinario
planificado» en que las había sumido la propaganda partidaria. Desde la
óptica de la revista, el cumplimiento de esta tarea requería que, como en otras
pocas circunstancias en la historia de Sur, los intelectuales incursionaran en
la arena política (es significativo que varios artículos advirtieran la
necesidad de apartarse del ideal esteticista de la «torre de marfil»), pero esa
incursión debía hacerse, tal como predicaban Gandhi y el propio Julien Benda, a
quienes Ocampo invocaba en sus escritos, teniendo como punto de partida el
dominio espiritual. Para los miembros del grupo, el restablecimiento de los
valores morales e intelectuales que la «dictadura» había avasallado y
pervertido exigía y justificaba la participación de los escritores en el debate
cívico que se abría con la «Revolución Libertadora». En el mismo sentido, la
profundización y consolidación de los logros alcanzados a partir del
levantamiento militar requerían del apoyo y la probidad intelectual de las
minorías culturales. No sorprende entonces que De Torre, un acérrimo partidario
de la actitud desinteresada de los “clercs”
(especialistas, intelectuales), afirmara que en esa oportunidad que «en un momento u otro, todos estamos
obligados a reflexionar sobre ciertos problemas ideológicos, ciertas cuestiones
públicas, que debieran ser estrictamente privativas de los correspondientes
especialistas». Algo más difícil de explicar apelando sólo a razones de
esta índole es sin dudas el hecho de que varios de los integrantes principales
de Sur renunciaran a la distancia por ellos mismos recomendada para abordar los
asuntos temporales y asumieran cargos públicos: Borges fue nombrado Director de
la Biblioteca Nacional y profesor titular de la cátedra de Literatura Inglesa
en la Universidad de Buenos Aires; Victoria Ocampo ejerció la presidencia del
Fondo Nacional de las Artes; Eduardo Mallea fue embajador ante la UNESCO,
Adolfo Bioy Casares obtuvo un cargo de asesor en una Embajada y Ernesto Sábato
asumió como interventor del diario Mundo argentino. El declamado apoliticismo
de Sur, cuyos límites, como advirtió Gramuglio, ya eran evidentes a mediados de
los años treinta, encontró en el respaldo activo al gobierno de facto su forma
más recalcitrante. Complementaria de la imagen que hacía del peronismo un
régimen demagógico, ilegítimo y engañoso, la idea de que se debía emprender una
tarea de recuperación o reorientación moral e intelectual de los sectores
mayoritarios se hizo evidente en las colaboraciones que examinaron de modo
directo algunos de las asuntos públicos más apremiantes de ese momento.
Los artículos dedicados a la cuestión
educativa, tanto los relativos a la universidad como a la enseñanza media,
fueron previsiblemente ejemplares en este sentido y caracterizaron, en una
dirección congruente con la de Ocampo, las «nuevas responsabilidades» que les
incumbían a los docentes en la etapa que se iniciaba. Sumada a la preocupación
por revertir o corregir lo que advertían como «deficiencias y desvíos» propios
de la masificación, aparecía la inquietud y el interés por articular medidas
que ayudaran a prever e impedir una recaída en regímenes «totalitarios». En «La
formación del hombre libre», Juan Mantovani, el conocido pedagogo, miembro del
Colegio Libre de Estudios Superiores e integrante del consejo de redacción de
la revista Imago Mundi, instituciones representativas de la intelectualidad
opositora, sintetizaba el espíritu general, fuertemente personalista, que debía
impulsar la educación argentina en adelante. En este artículo, que recogía las
«Palabras leídas el 29 de octubre de ese año en la Facultad de Humanidades de
la Universidad Nacional de La Plata», Mantovani, que igual que Francisco Romero
y Vicente Fatone eran profesores cesanteados de esa universidad durante los
años peronistas, avanzaba sobre el futuro de la educación a partir de un
diagnóstico general, que luego precisaría en «Apariencia y realidad del
régimen», el texto publicado pocos meses más tarde en el número 239 de Sur.
Ambos ensayos centraban la finalidad de la educación democrática en la
formación del individuo para la libertad. Mientras la masa era considerada el
origen indiscutible de las tiranías modernas, los principios encarnados en la
idea de «persona humana» remitían de manera directa a los valores de libertad y
democracia. «La afirmación del ideal de
personalidad plena e integrada equivalía a la muerte del individualismo
anárquico y al rechazo de la masificación». Un ánimo similar alentaba las
consideraciones de Romero y Fatone sobre la universidad y los cambios que Hugo
Cowes apuntaba para la enseñanza secundaria. Todas estas intervenciones se
inspiraban en las alternativas propias del humanismo liberal y personalista,
que nutría el pensamiento de la revista desde mediados de los años treinta, lo
que determinaba que en líneas generales sus propuestas se diluyeran en una
reiterada declaración de principios que muy pocas veces trascendía la condena
del peronismo. En la amplísima mayoría de las colaboraciones que integraron el
número (tal vez la única excepción significativa sea el ensayo de Tulio
Halperín Donghi, que presentó un recorrido crítico por el estado de la cuestión
de la historiografía argentina hasta ese momento), el consenso unánime que se
estableció en torno a los males del régimen determinó que el análisis y la
discusión sobre el pasado inmediato quedara sustituido por afirmaciones
declamatorias y apelaciones vagas, encendidas, cuando no, totalmente
desafortunadas. Muy pocos colaboradores plantearon alguna preocupación por
indagar las causas que explicaran la irrupción del peronismo y sólo en un par
de casos esa preocupación avanzó más allá del enfático requerimiento de un
examen de conciencia colectivo o del reconocimiento de culpas compartidas que
proclamaban Eduardo González Lanuza, Ernesto Sábato y Norberto Rodríguez
Bustamante. Los escritos de Jorge Paitta y Carlos Peralta introdujeron, como señaló
Jorge Cernadas, un matiz disonante en el tono general del número. Ambos
partieron del diagnóstico de que la «dictadura» era el resultado de las
condiciones de desigualdad socioeconómica y cultural en que vivía un amplio
sector de la población nacional antes del gobierno de Perón; ambos reconocieron
además que los sectores más acomodados tenían parte de responsabilidad en esa
situación. «La dictadura —escribió
Paitta— fue engendrada por cierto estado
de cosas; mientras éste subsista, el sitial del despotismo permanece vacante.
Perón no es todo el mal. Fue una consecuencia, una hipótesis del mal que lo
precedía y ahora lo sucede, porque él no lo remedió». «La causa eficiente de la
dictadura —agregaba Peralta — fue la
irresponsabilidad de nuestras clases mejor educadas con respecto a las peor
educadas». Los argumentos de Paitta buscaban situarse a una distancia
equidistante de la «demagogia dictatorial» y de la incomprensión que la clase
media, de cuño liberal, había manifestado hacia los sectores obreros durante el
último gobierno. Su posición se enunciaba fundamentalmente contra quienes
alentaban la ilusión de negar los últimos diez años para iniciar sin más un
período antiperonista (entre los miembros de la revista, Borges era sin dudas quien
suscribía a este anhelo con mayor determinación) pero, lejos de la apertura que
este gesto prometía, el final de su ensayo se cerraba apelando a razones
aristocráticas, tributarias del liberalismo del ochenta. Más allá del tímido
matiz que tanto sus consideraciones como las de Peralta agregaban al número de
Sur, la alternativa que ambos proponían para la nueva coyuntura coincidía
plenamente con la tarea pedagógica, propia de las minorías intelectuales, a la
que suscribían los miembros de la revista.
«Reeducar [a los sectores vencidos], reconquistarlos para la vida cívica es
nuestra misión — afirmaba Paitta—» y,
en términos más rudos, Peralta sostenía que «el sector culto de nuestro pueblo debe proyectar su cultura sobre la
zona inculta, (...) ser para ella la proa de la nave y no una isla». Considerada
fundamentalmente un ejercicio de redención espiritual con consecuencias
directas sobre la formación cívica de los ciudadanos, la acción cultural y
educativa constituía la respuesta compartida (y a esa altura ya, muy débil y
nada convincente) que la mayoría de los participantes del número ofrecían a la
pregunta lanzada por el artículo de Bernardo Canal Feijóo desde el título « ¿Qué
hacer?».
La salida pedagógica. Divergencias y matices internos
Además de constituir una vieja de
opción del liberalismo autóctono, cuyos orígenes se remontan a la primera mitad
del siglo XIX, la salida pedagógica de los problemas acarreados por los
movimientos de masa era una alternativa que excedía los límites de una
respuesta local ante la nueva coyuntura y se correspondía con las soluciones
que los intelectuales europeos, de tendencia liberal y anticomunista, proponían
en el contexto de la marcada polarización del período de la Guerra Fría. El
extenso ensayo de Denis De Rougemont, «Las libertades que podemos perder», con
que se abría el número siguiente de Sur, explicitaba el marco más amplio y
general en el que se debía interpretar esta respuesta. El punto de partida de
De Rougemont, un viejo colaborador de Sur, amigo de sus integrantes
principales, era el antagonismo categórico que vertebraba la óptica liberal en
esos años. «El mundo está dividido en dos
partidos que sólo pueden definirse claramente con relación a la libertad. Por
una parte, los pueblos que se dicen libres y se proponen seguir siéndolo; por
la otra, los que viven bajo un régimen totalitario y carecen de nuestras libertades,
que juzgan engañosas». La alternativa frente a este antagonismo —el mismo,
está claro, a partir del que Sur había leído los gobiernos de Perón— derivaba
para De Rougemont de la vía educativa, más que de las reformas sociales que
preveía y consideraba necesarias. El «tratamiento esencial» que debía
impartirse sobre lo que De Rougemont caracterizaba como «la tentación
totalitaria», el impulso psicológico por el cual el hombre moderno renunciaba a
su libertad en nombre de una disciplina que lo liberaba de la obligación de
elegir por sí mismo, era, según enfatizaba, «una cuestión de educación» (las
cursivas le pertenecen). Los argumentos de De Rougemont, como los de los
colaboradores del número «Por la reconstrucción nacional», se articulaban a
partir de la equiparación interesada de dos oposiciones igualmente tendenciosas
y por entonces completamente trasnochadas: dictadura frente a libertad y masa
frente a individuo. La réplica inmediata y decidida que Massota dirigió a la
convocatoria del número 237 advirtió con indignación manifiesta que la salida
del peronismo que Sur proponía invocaba los tópicos y argumentos que
sustentaban la postura de la revista en el plano internacional. Su célebre
ensayo «Sur o el antiperonismo colonialista», publicado en el número 7/8 de
Contorno, en julio de 1956, resultó un cuestionamiento directo a las opciones
que la revista defendía y a la parcialidad con que se las propugnaba. Desde el
editorial «Peronismo y (...) ¿lo otro?», Contorno proponía desechar las
expresiones que esquematizaban lo sucedido reduciéndolo a «perfiles de un
simplismo interesado y desvirtuado», para razonar «desde adentro» sobre lo que
había pasado. El número se situaba en una instancia superadora de la
controversia entre peronismo y antiperonismo y enfrentaba el riesgo de decir
«esto del peronismo, sí; esto del peronismo, no». Si bien las intervenciones
reunidas presentaban algunas tensiones y discrepancias internas, en líneas
generales, podían distinguirse en ellas dos propósitos diferentes aunque
relacionados: por un lado, se intentaba comprender y explicar la emergencia del
peronismo en el contexto político de esos años y, por otro, se revisaban y
cuestionaban las posiciones asumidas por los intelectuales liberales y los
distintos sectores opositores, incluida la izquierda tradicional. El estilo
denuncialista y polémico, característico de la «nueva generación», impregnaba
todo el volumen y encontraba su adversario privilegiado en las llamadas «clases
morales», una categoría lábil e imprecisa que, como señaló Altamirano, «amalgamaba en un solo conjunto a las clases
medias y las élites intelectuales y políticas del liberalismo». El ensayo
de Massota prolongaba el cargo certero y categórico que la mayoría de los
artículos de la revista dirigían contra las élites: el esquematismo
espiritualista, la falta de sentido histórico, con que abordaban un fenómeno
que los jóvenes ya percibían como «complejo y discutible». El desarrollo de
este reclamo, que devolvía al peronismo el espesor problemático que las élites
les habían negado y abría el camino necesario hacia su revisión crítica, se
resolvía, en la lectura de Massota, a partir de una serie de razonamientos
cuasi silogísticos, cuyas premisas denotaban una aplicación esquemática de los
motivos más difundidos de las retóricas sartreana y marxista. Esos
razonamientos, que la exaltada sintaxis del ensayista tornaba por momentos algo
gravosos y enmarañados, se dirimían en las siguientes alternativas: si Victoria
Ocampo no está con y por el proletariado, ella está en y por la burguesía (las
cursivas le pertenecen). Si Victoria Ocampo es burguesa, los colaboradores de
su revista y su revista misma también lo son. Sur defiende y expresa los
intereses de esa clase. Por tanto, cuando Sur propone educar, llevar la cultura
a las masas, lo que hace es imponer a las clases proletarias una cultura
burguesa, es decir, una cultura que no sólo no les pertenece sino que los
aliena impidiéndoles reconocer su propia verdad. «la cultura hoy —concluía
Massota— parece no poder colocarse en otro lado que en la vereda opuesta a todo
intento de liberación». Su impugnación final recuperaba los motivos de la época
y derivaba de la cadena de reducciones que tramaban sus razonamientos sobre
este asunto. La rotunda invectiva en que se resolvía su lectura tornaba
evidente que «a través de la cuestión peronista, los jóvenes de Contorno
proseguían su combate contra las élites culturales reinantes». Junto a las
diferencias políticas, que se acentuarían en los años inmediatamente
posteriores a los de la Revolución Libertadora, los denuncialistas disputaban
la primacía del campo cultural e intelectual. En ese combate, se enfrentaban dos
élites intelectuales con voluntades pedagógicas distintas: mientras Sur pretendía
educar al individuo en los valores universales de la persona humana y la
cultura occidental, en la voz de Massota, Contorno proponía contribuir a la
liberación de los proletarios mediante el desenmascaramiento de las ideologías
burguesas. El ánimo combativo que impulsaba las conclusiones de Massota simplificaba
la acción cultural de Sur a pretensiones colonialistas, al tiempo que
desconocían los argumentos con que, en el número anterior de Contorno, Ramón
Alcalde discutía las tesis de Crisis y resurrección de la literatura argentina,
de Jorge Abelardo Ramos, en su artículo «Imperialismo, cultura y literatura
nacional». El sesgo pedagógico con que Ocampo distinguió la responsabilidad de
las élites en la conferencia «La misión del intelectual en la comunidad
mundial», publicada en el número 246 de Sur, un texto que se leyó como un
manifiesto retrospectivo de la tarea cultural sostenida por la revista desde el
comienzo, acusaba todavía los ecos de las expectativas que la caída del
peronismo había despertado entre los miembros del grupo. Cuando Victoria se
enorgullecía de que Sur hubiese «dado prioridad a la lucha contra el otro
analfabetismo, el de los que pueden leer y no saben leer» estaba defendiendo la
importancia que su pensamiento le atribuía a la misión de formar un tipo de
lectores, sin dudas minoritario (la «élite futura»), capaz de apreciar y
difundir las grandes obras literarias de la actualidad, en momentos de intensa
masificación de la cultura. La formación de esos lectores, de esos «pocos, a
quienes tanto suelen deber los muchos», contrarrestaría, desde su punto de
vista, el empobrecimiento y la degradación cultural que acarreaban las
sociedades de masas. La alternativa resultaba completamente extemporánea y se
tornaba cada vez más desafortunada. El antiperonismo de Ocampo se sustentaba en
un elitismo programático, elaborado a partir de la convergencia de distintas
fuentes ideológicas y ligeramente reformulado a través de los años en alguno de
sus rasgos principales. A diferencia de Ocampo, Borges contaba, como observó
Panesi, con una enciclopedia apta para comprender la complejidad de la cultura
de masas y de los mitos que había engendrado el peronismo. «Su trabajo en revistas
y diarios (había dirigido el suplemento literario de un diario populachero como
Crítica), su pasión por el cine (...), su atracción por el tango y también por
la infamia, la misma infamia delincuente de sus primeros ensayos narrativos,
teóricamente lo colocaban en una posición que le permitiría cierta flexibilidad
en los juicios culturales». Sin embargo, por motivos que habría que buscar
antes entre los afectos que entre las razones, su oposición al régimen resultó
mucho más rencorosa, virulenta e irreflexiva que la de la directora de Sur.
El antiperonismo de Borges se componía fundamentalmente de bajas pasiones
y destilaba un odio primario y obsceno, cuya brutalidad se manifestaba en una
adhesión incondicional al gobierno de facto, sobre todo después del desalojo de
Eduardo Lonardi al frente de la presidencia.
Mientras a Ocampo la inspiraba una
confianza espiritualista e irrenunciable en la redención del hombre, la
confianza autocelebratoria en que se fundaba su concepción del intelectual, a Borges, en cambio, lo impulsaba un
rechazo visceral hacia el otro, un desprecio básico y militante, característico
de aquel que se resiste a revisar sus posiciones, seguro de contar con una
legitimidad de la que los demás carecen. Entre la redención y el rechazo, la
diferencia que esta alternativa establecía era la que se abría entre una
integración condicionada y restrictiva de quienes habían sucumbido al engaño
del régimen y el deseo indisimulado y atroz de la eliminación absoluta del
peronismo («Habría que fusilar a toda esa gente» —afirma Borges, en Bioy
Casares—).
En septiembre de 1956, cuando la
política represiva y antipopular de Aramburu–Rojas era un hecho consumado,
Borges y Bioy Casares impulsaron y redactaron un manifiesto en el que
ratificaban su «plena confianza» en el gobierno. Quizás no sea un dato del todo
indiferente que el nombre de Victoria Ocampo no figurara en la lista de los
posibles firmantes que ambos aventuraron, ni acompañará luego la publicación
del manifiesto en La Nación y La Prensa. Tampoco que, pasado el entusiasmo
inicial que había despertado la caída del peronismo, en el momento en el que
comenzaron a acentuarse los matices y disidencias entre los escritores de Sur,
fuese Borges (y en menor medida Victoria Ocampo) quien ocupara el centro de las
discusiones en el grupo. La
incondicionalidad, el ánimo pendenciero con que Borges se jactaba de su
adhesión, sumado al papel de escritor oficial que había elegido desempeñar lo
convertían en un actor privilegiado de todas las controversias. Las polémicas
que entabló con Ezequiel Martínez Estrada y Ernesto Sábato, entre la segunda
mitad de 1956 y la primera de 1957, expusieron, como señaló Oscar Terán, las
primeras diferencias en el hasta entonces imperturbable antiperonismo liberal.
Nota publicada en El hilo de la fábula. Revista anual del Centro de Estudios
Comparados (14), 45–60.
Judith Podlubne • Universidad Nacional de Rosario – CONICET.. • Doctora
en Letras por la Universidad de Buenos Aires e Investigadora Adjunta de
CONICET. Profesora titular de la cátedra de Análisis del Texto y Directora de
la Maestría en Literatura Argentina de la Universidad Nacional de Rosario.
Autora de Escritores de Sur. Los inicios literarios de José Bianco y Silvina
Ocampo, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2011. Publicó artículos sobre
literatura y crítica literaria argentina en libros y revistas nacionales e
internacionales.
Fuente AHIRA AQUÍ
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