Revista Nos Disparan desde el Campanario Año IV Nro. 57 Consumismo… por Zygmunt Bauman y Alonso Núñez del Prado Simons
Fuente: Bloghemia
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1- De la ética del trabajo a la estética
del consumo
"Todas las medidas emprendidas
en nombre del «rescate de la economía» se convierten, como tocadas por una
varita mágica, en medidas que sirven para enriquecer a los ricos y empobrecer a
los pobres”.- Zygmunt Bauman
Texto
publicado en su libro: "Work,
consumerism and the new poor"
1- La nuestra es una sociedad de
consumidores.
Todos sabemos, a grandes rasgos, qué
significa ser «consumidor»: usar las cosas, comerlas, vestirse con ellas,
utilizarlas para jugar y, en general, satisfacer —a través de ellas— nuestras
necesidades y deseos. Puesto que el dinero (en la mayoría de los casos y en
casi todo el mundo) «media» entre el deseo y su satisfacción, ser consumidor
también significa —y este es su significado habitual— apropiarse de las cosas
destinadas al consumo: comprarlas, pagar por ellas y de este modo convertirlas
en algo de nuestra exclusiva propiedad, impidiendo que los otros las usen sin
nuestro consentimiento. Consumir significa, también, destruir. A medida
que las consumimos, las cosas dejan de existir, literal o espiritualmente, A
veces, se las «agota» hasta su aniquilación total (como cuando comemos algo o
gastamos la ropa); otras, se las despoja de su encanto hasta que dejan de
despertar nuestros deseos y pierden la capacidad de satisfacer nuestros
apetitos: un juguete con el que hemos jugado muchas veces, o un disco que hemos
escuchado demasiado. Esas cosas ya dejan de ser aptas para el consumo.
Esto es ser consumidor; pero ¿a qué
nos referimos cuando hablamos de una sociedad de consumo? ¿Qué tiene de
específico esto de formar parte de una comunidad de consumidores? Y además, ¿no
son sociedades de consumo, en mayor o menor medida, todas las comunidades
humanas conocidas hasta ahora? Las características apuntadas en el párrafo
anterior —salvo, quizás, la necesidad de entregar dinero a cambio de los
objetos que vamos a consumir— se encuentran en cualquier tipo de sociedad.
Desde luego, las cosas que consideramos en condiciones de ser consumidas, así
como el modo como lo hacemos, varían de época en época y de un lugar a otro;
pero nadie, en ningún tiempo o lugar, pudo sobrevivir sin consumir algo.
Por eso, cuando decimos que la
nuestra es una sociedad de consumo debemos considerar algo más que el hecho
trivial, común y poco diferenciador, de que todos consumimos. La nuestra es
«una comunidad de consumidores» en el mismo sentido en que la sociedad de
nuestros abuelos (la moderna sociedad que vio nacer a la industria y que hemos
descrito en el capítulo anterior) merecía el nombre de «sociedad de
productores». Aunque la humanidad venga produciendo desde la lejana prehistoria
y vaya a hacerlo siempre, la razón para llamar «comunidad de productores» a la
primera forma de la sociedad moderna se basa en el hecho de que sus miembros se
dedicaron principalmente a la producción; el modo como tal sociedad formaba a
sus integrantes estaba determinado por la necesidad de desempeñar el papel de
productores, y la norma impuesta a sus miembros era la de adquirir la capacidad
y la voluntad de producir. En su etapa presente de modernidad tardía —esta
segunda modernidad, o posmodernidad—, la sociedad humana impone a sus miembros
(otra vez, principalmente) la obligación de ser consumidores. La forma en que
esta sociedad moldea a sus integrantes está regida, ante todo y en primer
lugar, por la necesidad de desempeñar ese papel; la norma que les impone, la de
tener capacidad y voluntad de consumir.
Pero el paso que va de una sociedad a
otra no es tajante; no todos los integrantes de la comunidad tuvieron que
abandonar un papel para asumir otro. Ninguna de las dos sociedades mencionadas
pudo haberse sostenido sin que algunos de sus miembros, al menos, tuvieran a su
cargo la producción de cosas para ser consumidas; todos ellos, por supuesto,
también consumen. La diferencia reside en el énfasis que se ponga en cada
sociedad; ese cambio de énfasis marca una enorme diferencia casi en todos los
aspectos de esa sociedad, en su cultura y en el destino individual de cada uno
de sus miembros. Las diferencias son tan profundas y universales que justifican
plenamente el hablar de la sociedad actual como de una comunidad totalmente
diferente de la anterior: una sociedad de consumo.
El paso de aquella sociedad de
productores a esta del consumo significó múltiples y profundos cambios; el
primero es, probablemente, el modo como se prepara y educa a la gente para
satisfacer las condiciones impuestas por su identidad social (es decir, la
forma en que se «integra» a hombres y mujeres al nuevo orden para adjudicarles
un lugar en él). Las clásicas instituciones que moldeaban individuos — las
instituciones panópticas, que resultaron fundamentales en la primera etapa de
la sociedad industrial— cayeron en desuso. Con la rápida disminución de los
empleos, con el reemplazo del servicio militar obligatorio por ejércitos
pequeños integrados por profesionales voluntarios, es difícil que el grueso de
la población recíba la influencia de aquellas instituciones. El progreso
tecnológico llegó al punto en que la productividad crece en forma inversamente
proporcional a la disminución de los empleos. Ahora se reduce el número de
obreros industriales; el nuevo principio de la modernización es el downsizing
[el «achicamiento» o reducción de personal]. Según los cálculos de Martin Wolf,
director del Financial Times, la gente empleada en la industria se redujo en
los países de la Comunidad Europea, entre 1970 y 1994, de un 30 a un 20%, y de
un 28 a un 16% en los Estados Unidos. Durante el mismo período, la
productividad industrial aumentó, en promedio, un 2,5% anual.
El tipo de entrenamiento en que las
instituciones panópticas se destacaron no sirve para la formación de los nuevos
consumidores. Aquellas moldeaban a la gente para un comportamiento rutinario y
monótono, y lo lograban limitando o eliminando por completo toda posibilidad de
elección; sin embargo, la ausencia de rutina y un estado de elección permanente
constituyen las virtudes esenciales y los requisitos indispensables para
convertirse en auténtico consumidor. Por eso, además de ver reducido su papel
en el mundo posindustrial posterior al servicio militar obligatorio, el
adiestramiento blindado por las instituciones panópticas resulta inconciliable
con una sociedad de consumo. El temperamento y las actitudes de vida moldeados
por ellas son contraproducentes para la creación de los nuevos consumidores.
Idealmente, los hábitos adquiridos deberán descansar sobre los hombros de los
consumidores, del mismo modo que las vocaciones inspiradas en la religión o en
la ética (así como las apasionadas ambiciones de otros tiempos) se apoyaron
—tal como dijo Max Weber repitiendo palabras de Baxter— sobre los hombros del
santo protestante: «como un manto liviano, listo para ser arrojado a un lado en
cualquier momento ». Es que los hábitos son dejados de lado a la primera
oportunidad y nunca llegan a alcanzar la solidez de los barrotes de una jaula.
En forma ideal, por eso, un consumidor no debería aferrarse a nada, no debería
comprometerse con nada, jamás debería considerar satisfecha una necesidad y ni
uno solo de sus deseos podría ser considerado el último. A cualquier juramento
de lealtad o compromiso se debería agregar esta condición: «Hasta nuevo aviso».
En adelante, importará sólo la fugacidad y el carácter provisional de todo
compromiso, que no durará más que el tiempo necesario para consumir el objeto
del deseo (o para hacer desaparecer el deseo del objeto). Toda forma de consumo
lleva su tiempo: esta es la maldición que arrastra nuestra sociedad de
consumidores y la principal fuente de preocupación para quienes comercian con
bienes de consumo.
La satisfacción del consumidor
debería ser instantánea en un doble sentido: los bienes consumidos deberían
satisfacer de forma inmediata, sin imponer demoras, aprendizajes o prolongadas
preparaciones; pero esa satisfacción debería terminar en el preciso momento en
que concluyera el tiempo necesario para el consumo, tiempo que debería reducirse
a su vez a su mínima expresión. La mejor manera de lograr esta reducción es
cuando los consumidores no pueden mantener su atención en un objeto, ni
focalizar sus deseos por demasiado tiempo; cuando son impacientes, impetuosos e
inquietos y, sobre todo, fáciles de entusiasmar e igualmente inclinados a
perder su interés en las cosas. Cuando el deseo es apartado de la espera, y la
espera se separa del deseo, la capacidad de consumo puede extenderse mucho más
allá de los límites impuestos por las necesidades naturales o adquiridas, o por
la duración misma de los objetos del deseo. La relación tradicional entre las
necesidades y su satisfacción queda entonces revertida: la promesa y la
esperanza de satisfacción preceden a la necesidad y son siempre mayores que la
necesidad preexistente, aunque no tanto que impidan desear los productos
ofrecidos por aquella promesa. En realidad, la promesa resultará mucho más
atractiva cuanto menos conocida resulte la necesidad en cuestión: vivir una
experiencia que estaba disponible, y de la cual hasta se ignoraba su
existencia, es siempre más seductor. El entusiasmo provocado por la sensación
novedosa y sin precedentes constituye el meollo en el proceso del consumo. Como
dicen Mark C. Taylor y Esa Saarinen, «el deseo no desea la satisfacción. Por el
contrario, el deseo desea el deseo »; en todo caso, así funciona el deseo de un
consumidor ideal. La perspectiva de que el deseo se disipe y nada parezca estar
en condiciones de resucitarlo, o el panorama de un mundo en el que nada sea
digno de ser deseado, conforman la más siniestra pesadilla del consumidor
ideal. Para aumentar su capacidad de consumo, no se debe dar descanso a los
consumidores. Es necesario exponerlos siempre a nuevas tentaciones
manteniéndolos en un estado de ebullición continua, de permanente excitación y,
en verdad, de sospecha y recelo. Los anzuelos para captar la atención deben
confirmar la sospecha y disipar todo recelo: «¿Crees haberlo visto todo? ¡Pues
no viste nada todavía!».
A menudo se dice que el mercado de
consumo seduce a los consumidores. Para hacerlo, ha de contar con consumidores
dispuestos a ser seducidos y con ganas de serlo (así como el patrón, para
dirigir a sus obreros, necesitaba trabajadores con hábitos de disciplina y
obediencia firmemente arraigados). En una sociedad de consumo bien engrasada,
los consumidores buscan activamente la seducción. Van de una atracción a otra,
pasan de tentación en tentación, dejan un anzuelo para picar en otro.
Cada nueva atracción, tentación o
carnada es, en cierto modo, diferente —y quizá más fuerte— que la anterior.
Algo parecido, aunque también diferente, a lo que sucedía con sus antepasados
productores: su vida era pasar de una vuelta de cinta transportadora a otra
vuelta exactamente igual a la anterior. Para los consumidores maduros y
expertos, actuar de ese modo es una compulsión, una obligación impuesta; sin
embargo, esa «obligación» internalizada, esa imposibilidad de vivir su propia
vida de cualquier otra forma posible, se les presenta como un libre ejercicio
de voluntad. El mercado puede haberlos preparado para ser consumidores al
impedirles desoír las tentaciones ofrecidas; pero en cada nueva visita al
mercado tendrán, otra vez, la entera sensación de que son ellos quienes mandan,
juzgan, critican y eligen. Después de todo, entre las infinitas alternativas
que se les ofrecen no le deben fidelidad a ninguna. Pero lo que no pueden es
rehusarse a elegir entre ellas. Los caminos para llegar a la propia identidad,
a ocupar un lugar en la sociedad humana y a vivir una vida que se reconozca
como significativa exigen visitas diarias al mercado.
En la etapa industrial de la
modernidad había un hecho incuestionable: antes que cualquier otra cosa, todos
debían ser ante todo productores, En esta «segunda modernidad», en esta
modernidad de consumidores, la primera e imperiosa obligación es ser consumidor;
después, pensar en convertirse en cualquier otra cosa.
2 - La miseria del consumismo
Por Alonso Núñez
del Prado Simons Abogado MBA
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