Revista Nos Disparan desde el Campanario Año IV Nro. 57 CUANDO EL ARTE EDITORIALIZA … escriben: Barrett, Papini, Koestler y Sylvester…
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El Odio de Rafael Barrett
Hay odios que no son más que amor.
Cuando Zola, en el primer arranque de su talento titánico, escribió el famoso
artículo Mes haines, que es una fulmínea imprecación a los imbéciles y a
los hipócritas, demostró heroico amor a la ciencia y a la sinceridad. Benvenuto
Cellini discutía escultura a puñaladas en las calles de Florencia. Su puñal
estaba tan enamorado al defender la belleza, como su cincel al retratarla.
Delante de Napoleón no había enemigos que aniquilar, ni aborrecimientos que
estrangular, sino problemas que resolver. “Para un espíritu superior, decía el
sublime combinador de batallas, no existen más que hechos”. Napoleón amaba la
guerra sin odiar a nadie. Los grandes ambiciosos, nacidos del pueblo para
apoderarse del pueblo, fueron grandes amantes de sí mismos. Su vitalidad
desbocada engendró el sueño insolente de la gloria, y con fanatismo profético
transfiguraron su destino en leyendas deslumbradoras. ¿Quién cuenta las
víctimas anónimas del tirano que funda naciones? Su mano ensangrentada es venerable.
Su espada y su látigo son reliquias. Sólo el amor arraiga y procrea.
Los fuertes no pueden odiar. Se odia
de abajo a arriba. La salud no odia, y el odio absoluto, la obsesión del mal
por el mal, el designio de la destrucción inútil es cosa de enfermos. La lucha
por la vida, con todas sus ferocidades, no es más que el santo amor a la vida.
De las decepciones que exageró sin soportarlas nuestro cerebro anémico, de las
humillaciones merecidas que nuestra cobardía y nuestra debilidad hicieron
fáciles y no dejó castigadas, se amasa nuestro odio. Los que apenas tienen
fuerzas para no ser aplastados las emplean únicamente en odiar, y destilan la
última defensa de los organismos inferiores: veneno.
El odio y la corrupción juntos.
“Compadezco al demonio, exclamaba Santa Teresa, porque le está prohibido amar”.
El amor se queda a la puerta donde Dante leyó la inscripción terrible. El
Infierno es el lugar del odio eterno. Si en los instantes de dolor y de
angustia, cuando nos rodean las tinieblas y la maldad humana, somos aún capaces
de amar, de combatir sin odio, estamos salvados. Si odiamos, estamos perdidos.
Cuando los romanos empezaron a odiarse y a delatarse bajamente, comenzó la
agonía de Roma. No eran los emperadores crueles, sino viles los ciudadanos. Llegó
un día en que los cristianos odiaron también, y se hicieron católicos. Los
instrumentos de tortura que el odio inquisidor imaginó en España asesinaron por
segunda vez a Cristo, y Cristo no resucitó. La religión española, deshonrada
desde entonces, se ha convertido en un materialismo grosero. Así mueren los
cultos, alma de las razas, y así mueren las almas de los hombres. Odiar es
obedecer a la muerte.
“No es al amor a quien hay que pintar
ciego. Es el odio el que no ve ni comprende. Las ideas se aman, y sólo se odian
las personas. El odio es mezquino como su objeto. Toda la ilusión del que odia
consiste en herir la miserable envoltura ya condenada por leyes fatales a
desvanecerse. ¿Cuál será tu triunfo, odio que caminas con los ojos bajos,
buscando un arma que se clave, un alfiler que pinche, un pedazo de lodo que
manche? Desgarrar unas entrañas: ahí concluye tu obra. El amor las fecunda, y
su obra no tiene fin.
Odiamos demasiado. Al despojarse del
prestigio que le daban los tradicionales factores históricos, semi-anulados hoy
por la democracia, el odio social se ha desnudado de cuanto lo volvía
interesante y casi poético. Ha sido, como tantas otras cosas, reducido a su
verdadero tamaño por el positivismo del siglo XIX. Se ha revelado individual,
vulgar y monótono. Ha descubierto netamente su repugnante raíz, la envidia, y
su procedimiento habitual, la calumnia. De gigante que dislocaba fronteras se
mudó en microbio que infecciona el hogar y hace irrespirable la política”.
Pero la trágica cuestión económica tornará
a organizarlo bastamente. La humanidad se ha dividido en Caín y Abel; el rico y
el pobre. Los desniveles de dinero, en vez de producir energía matriz, como
todos los desniveles mecánicos, producen odio mortal. La estúpida y salvaje
dinamita había de ser el verbo de ese odio. El trabajo es un tormento, el afán
de libertad, sed de venganza, y el progreso, crimen. Emponzoñada en sus fuentes
vivas, la civilización se siente más en peligro que cuando el Asia volcó sobre
Europa el mar furioso de sus hordas innumerables. Hasta a la Naturaleza
odiamos. Nuestras horrendas construcciones profanan los suaves y profundos
paisajes que hubiéramos cantado en otro tiempo. Esclavos del oro, cotizamos los
encantos del planeta, explotándolo sin compasión. Nuestra admiración es
industrial. Hemos olvidado el virgiliano amor a la tierra madre. No es ya el
secular arado quien abre con ternura su vientre para preparar la venida de la
simiente misteriosa. Encontramos mayor placer en hendirlo a golpes de explosivo
para saquearlo. Y también nos odiará la tierra. Vagaremos hambrientos sobre su
seno destrozado y estéril. Temblará de ira formidable, y hará desplomarse
nuestras fútiles torres de Babel.
La Compra de la República de Giovanni
Papini
En este mes he comprado una República.
Capricho costoso que no tendrá continuaciones. Era un deseo que tenía desde
hace mucho tiempo y del que he querido librarme. Me imaginaba que eso de ser el
amo de un país daba más gusto. La ocasión era buena y el negocio quedó
concluido en pocos días. Al presidente le llegaba el agua hasta el cuello: su
ministerio, compuesto por paniaguados suyos, estaba en peligro. Las arcas
de la República estaban vacías; imponer nuevos impuestos hubiera sido la señal
para el derrocamiento de todo el clan que asumía el poder, tal vez de una
revolución. Ya había un general que armaba bandas de rebeldes y prometía cargos
y empleos al primero que llegaba. Un agente norteamericano que estaba allí me
advirtió. El ministro de Hacienda corrió a Nueva York: en cuatro días nos
pusimos de acuerdo. Anticipé algunos millones de dólares a la República y
además asigné al presidente, a todos los ministros y a sus secretarios unos
estipendios dobles que los que recibían del Estado. Me han dado en prenda -sin
que lo sepa el pueblo- las aduanas y los monopolios. Además, el presidente y
los ministros han firmado un convenio secreto que, prácticamente, me da el
control sobre toda la vida de la República. Aunque yo parezca, cuando voy allí,
un simple huésped de paso, soy, en realidad, el amo casi absoluto del país. En
estos días he tenido que dar una nueva subvención, bastante fuerte, para la
renovación del material del ejército y me he asegurado, a cambio de ello,
nuevos privilegios. El espectáculo, para mí, es bastante divertido. Las cámaras
continúan legislando, en apariencia libremente; los ciudadanos siguen
imaginándose que la República es autónoma e independiente y que de su voluntad
depende el curso de los acontecimientos. No saben que todo lo que ellos creen
poseer -vida, bienes, derechos civiles- penden, en última instancia, de un
extranjero desconocido para ellos, es decir, de mí. Mañana puedo ordenar la
clausura del Parlamento, una reforma de la Constitución, el aumento de las
tarifas de aduanas, la expulsión de los inmigrantes. Podría, si quisiese,
revelar los acuerdos secretos de la camarilla ahora dominante y derribar con
ello al Gobierno, desde el presidente hasta el último secretario. No me sería
imposible empujar al país que tengo en mis manos a declarar la guerra a una de
las repúblicas limítrofes. Este poder oculto, pero ilimitado, me ha hecho pasar
algunas horas agradables. Sufrir todas las molestias y servidumbre de la
comedia política es una fatiga tremenda; pero ser el titiritero que, tras el
telón, puede solazarse tirando de los hilos de los fantoches obedientes a sus
movimientos es un oficio voluptuoso. Mi desprecio por los hombres encuentra
aquí un sabroso alimento y miles de confirmaciones. Yo no soy más que el rey de
incógnito de una pequeña República en desorden, pero la facilidad con que he
conseguido adueñármela y el evidente interés de todos los enterados en
conservar el secreto, me hace pensar que otras naciones, y bastante más grandes
e importantes que mi República, viven, sin darse cuenta, bajo una análoga dependencia
de misteriosos soberanos extranjeros. Siendo necesario mucho más dinero para su
adquisición, se tratará, en vez de un solo dueño, como en mi caso, de un trust,
de un sindicato de negocios, de un grupo restringido de capitalistas o de
banqueros. Pero tengo fundadas sospechas de que otros países son efectivamente
gobernados por pequeños comités de reyes invisibles, conocidos solamente por
sus hombres de confianza, que continúan representando con naturalidad el papel
de jefes legítimos.
El verdugo de ARTHUR KOESTLER
Cuenta la historia que había una vez
un verdugo llamado Wang Lun, que vivía en el reino del segundo emperador de la
dinastía Ming. Era famoso por su habilidad y rapidez al decapitar a sus
víctimas, pero toda su vida había tenido una secreta aspiración jamás realizada
todavía: cortar tan rápidamente el cuello de una persona que la cabeza quedara
sobre el cuello, posada sobre él. Practicó y practicó y finalmente, en su año
sesenta y seis, realizó su ambición.
Era un atareado día de ejecuciones y
él despachaba cada hombre con graciosa velocidad; las cabezas rodaban en el
polvo. Llegó el duodécimo hombre, empezó a subir el patíbulo y Wang Lun, con un
golpe de su espada, lo decapitó con tal celeridad que la víctima continuó
subiendo. Cuando llegó arriba, se dirigió airadamente al verdugo:
-¿Por qué prolongas mi agonía? -le
preguntó-. ¡Habías sido tan misericordiosamente rápido con los otros!
Fue el gran momento de Wang Lun;
había coronado el trabajo de toda su vida. En su rostro apareció una serena
sonrisa; se volvió hacia su víctima y le dijo:
-Tenga la bondad de inclinar la
cabeza, por favor.
La muerte es provisoria de Santiago
Sylvester
La muerte es provisoria,
pero la vida está definitivamente aquí,
aunque todo indique lo contrario:
en el gusto que el café deja en la boca,
en la brasa que se consume sobre el cenicero,
en el rugido de los automóviles, más allá de la ventana,
y también en la memoria que gira en sentido contrario
a las agujas del reloj,
contradice a las aves migratorias, sube escalera abajo
y se salva de la destrucción.
Pero el misterio es éste:
lo que se rompe tiende a recomponerse,
lo disperso a juntarse
y a unirse lo que nunca ha tenido relación.
No se trata ya de la unidad,
sino de quién pega los pedazos:
como está la cicatriz en el centro de la herida,
el remiendo en el secreto de la tela,
o el sentido de este café, que no está en ninguna mesa
sino en el camarero que, al desplazarse, integra.
El misterio de la dispersión
consiste en que no hay dispersión:
cada uno, aún a su pesar, termina estando en su sitio.
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