Revista Nos Disparan desde el Campanario Año IV Nro. 56 HISTORIA Intelectuales en democracia, entre Renovación y Cambio y el Peronismo Renovador… por Martina Garategaray

 

Martina Garategaray CONICET, Centro de Historia Intelectual de la UNQ, UBA… Politóloga y doctora en Ciencias Sociales (ambos títulos por la Universidad de Buenos Aires) y magister en Historia por la Universidad Torcuato Di Tella. Es Investigadora Adjunta del CONICET y Jefa de trabajos prácticos de Pensamiento Argentino y Latinoamericano en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.

Ha obtenido una beca DAAD para realizar una estadía en el Instituto Iberoamericano de Berlín (2016) y una beca Fulbright para realizar una estadía en Stanford University (2013). 

Ha participado en eventos académicos nacionales e internacionales. Es autora del libro Unidos, la revista peronista de los ochenta (2018) y ha publicado varios artículos sobre revistas, intelectuales, democracia y peronismo en las décadas del ´70 y el ´80.

Sus líneas de investigación se desprenden de su preocupación por el lenguaje político en los años de la transición democrática latinoamericana desde una perspectiva que se ubica en el cruce de la nueva historia intelectual y la teoría política posfundacional. En esta línea se inscriben sus temáticas sobre los problemas de la historia política Argentina reciente (fundamentalmente el proceso de transición a la democracia y las transformaciones del peronismo), y el estudio de las revistas político-culturales entre 1970 y 1990 en el Cono Sur.

 

 

 

Entre las décadas del sesenta y setenta, tuvo lugar el compromiso más fuerte de los intelectuales con la política bajo el prisma de la revolución. La violencia permeó todas las significaciones y se convirtió en el fundamento del orden social, ya sea como control del conflicto o como respuesta legítima a la violencia desde arriba, y hasta fue justificada por un sector de la Iglesia, los curas tercermundistas. Las verdades de aquellos años se sostenían en la politización de la cultura, en la revolución violenta como vía al socialismo, y en la reivindicación de la lucha armada; todos estos imaginarios se correspondían con un tipo de intelectual comprometido y orgánico. Entre la intelectualidad de izquierda, peronista o socialista, la idea de que la revolución era un hecho inminente marcó las acciones y las apuestas de muchos por la lucha armada como la opción más válida de compromiso político. Lo que los llevó a la militancia y a un amplio debate sobre la identidad del intelectual (en muchos casos al desarrollo de actitudes anti intelectualistas).

La “vuelta a la democracia” trajo aparejada una fuerte crítica, en términos “autocríticos”, del rol del intelectual en las décadas anteriores, y puso en cuestión su vínculo con la política. Fundamentalmente su subordinación a los proyectos revolucionarios y la politización de la cultura. En estas páginas revistaremos las posiciones de los intelectuales de “izquierda” a partir de dos revistas emblemáticas de los años ochenta y representantes de los imaginarios peronista y socialista: Unidos y Punto de Vista.

Hemos optado por explorar las posiciones político-intelectuales en revistas por entender que las mismas son un espacio privilegiado de la intelectualidad argentina ya que las ideas y los debates de una época tienen un espacio de expresión y constitución en las publicaciones. Es nuestra hipótesis que en las páginas de Unidos y Punto de Vista quedaron las marcas de ciertas operaciones político-ideológicas que supusieron un nuevo compromiso por parte de estos intelectuales con la política.

Los 23 números de la revista Unidos salieron entre mayo de 1983 y agosto de 1991. Dirigida por Carlos A. Álvarez, en su consejo de redacción reunía a políticos e intelectuales peronistas que buscaban desatar un debate en el plano de las ideas para discutir y reponer al peronismo en el nuevo contexto democrático. En su primer editorial titulado “Quienes somos”, se presentaba tanto a la publicación y su proyecto, como a sus miembros: Esta publicación es el resultado del encuentro de un conjunto de militantes peronistas que, desde diferentes opciones coyunturales, acordamos contribuir al proceso de institucionalizar la lucha por las ideas. …la revista no es la expresión de una línea, sector o agrupamiento sino vehículo de la diversidad de matices que conforman un mismo sistema de pensamiento. (…) Lo que se escriba será punto de partida para una profundización que creemos imprescindible, fundamentalmente cuando la alternativa del poder gubernamental desafía la vigencia de la Revolución Peronista. Más allá de la insuperable obra doctrinaria que nos legara la relación entre el General Perón y su pueblo, el pensamiento justicialista, se enriquece a partir de los aportes que conducen a hacer de la idea, uno de los principales instrumentos de la lucha política. Las ideas, junto a la organización, ayudan a vencer al tiempo, sino también le oponen un muro infranqueable al oportunismo o la desviación. De este modo Unidos se ubicaba entre las ideas y la acción política; como una revista de “militantes peronistas” que buscaban “institucionalizar la lucha por la idea” trazaba un camino que no era ni común ni fácil teniendo en cuenta el lugar que los intelectuales solían tener para la tradición peronista. Más allá del llamado a hacer de sus páginas un espacio del debate intelectual, la revista claramente acompañó las desventuras del peronismo hasta su último número en agosto de 1991. Primero, apoyó las candidaturas de Lúder y Bittel (Álvarez se había desempeñado como asesor de Bittel), después de la derrota electoral impulsó la emergencia del proyecto renovador frente a los denominados “ortodoxos”, identificados con lo viejo del peronismo, con el peronismo no democrático, y dentro de este heterogéneo grupo, se pronunció por el ala cafierista (el propio Álvarez colaboró en la redacción de los discursos del Frente Renovador).

Frente a la victoria de Menem en las internas partidarias de 1988 y su desembarco en el ejecutivo nacional en 1989, la revista propició la ruptura partidaria y acompaño el surgimiento del bloque opositor peronista: “el grupo de los ocho” integrado, entre otros, por “Chacho” Álvarez. La revista se ocupó de los avatares internos del peronismo, las internas entre los sectores renovadores y ortodoxos en los Congresos partidarios del Odeón, Río Hondo y La Pampa y de su performance electoral en las elecciones legislativas de 1985, legislativas y de gobernadores en 1987, la interna justicialista de 1988 y las elecciones nacionales de 1989. Pero también se registraron en sus páginas las opiniones concernientes al alfonsinismo, al liberalismo y la modernidad y las posiciones de sus miembros en torno a los conflictos bélicos, los alzamientos militares y la crisis económica. Podemos decir que Unidos intervenía hacia adentro del peronismo, buscando construir al “verdadero peronismo”, y hacia afuera disputándole los sentidos políticos al radicalismo alfonsinista, y lo hacía en tiempo presente y pasado. Al paso que abordaba las temáticas que hacían a las problemáticas de la transición democrática argentina y al gobierno de Alfonsín, resignificaba el pasado reciente del peronismo.

Punto de Vista comenzó a salir en 1978 y nucleaba a intelectuales de la izquierda argentina frente al desafío, en pleno Proceso de Reorganización Nacional, de debate crítico. Dirigida por Beatriz Sarlo hasta su último número de abril de 2008, por su consejo de redacción pasaron personalidades como Carlos Altamirano, María Teresa Gramuglio, Hilda Sábato, Hugo Vezzetti, José Aricó y Juan Carlos Portantiero, entre otros. Más allá de la heterogeneidad de figuras, los miembros de Punto de Vista también reconocían un pasado compartido, si para Unidos era “la militancia peronista”, para Punto de Vista era la “intelectualidad de izquierda” que articulaba experiencias como la militancia política en el Partido Comunista y la experiencias editorial de Los Libros de cuyo comité Beatriz Sarlo, Carlos Altamirano y Ricardo Piglia habían formado parte. Si bien la revista enmarcaba su pertenencia al mundo de las letras y a un proyecto literario, no tardó en asumir posiciones que la ubicaron en el terreno cultural, cerca de la cultura política. En el período que va, desde que Punto de Vista sale hasta 1991, podemos establecer un corte en 1983 y otro con la emergencia del menemismo en 1989. La revista surge de modo oposicional a la dictadura militar, sus primeros números estaban escritos entre líneas y firmados con seudónimos y esta práctica se abandona en el número, de julio-octubre de 1981, frente a la distensión del régimen militar en el que aparece el Consejo de Dirección y Jorge Sevilla cede el lugar a Beatriz Sarlo en la dirección. La segunda etapa se inicia con la incorporación al grupo original, en 1983, de José Aricó, Juan Carlos Portantiero, Oscar Terán y Emilio de Ípola. Con ellos tendrá lugar un giro hacia la teoría política, las relaciones entre democracia y socialismo, y la revisión del pensamiento marxista. Una etapa fuertemente vinculada al alfonsinismo y la participación de todos los miembros del comité de redacción de la revista, en el Club de Cultura Socialista que podemos decir que culmina con la crisis del gobierno radical y la emergencia del menemismo. Una vez instalado Menem en el ejecutivo nacional, la revista será critica a su gestión y a su estilo político, manifestando su disconformidad con lo que consideraban, “una derecha populista” lejos del pueblo. Esta mirada la situaba, a pesar del tono crítico de Beatriz Sarlo con respecto a la tradición peronista en su conjunto, cerca de las posiciones de Unidos con respecto al menemismo. En estas páginas revisaremos, al compás de los valores de la naciente democracia, las posiciones de estas revistas con respecto al vínculo de los intelectuales con su pasado reciente y con la política en los años ochenta, al paso que iremos trazando un diálogo común entre las constelaciones ideológicas peronista y socialista.

 

Intelectuales y Política

 

En febrero de 1983 la revista El Porteño, que se definía como “una revista cultural que desde el comienzo se insertó en los aspectos cruciales de la realidad argentina”, abrió el debate en torno al intelectual. En el apartado destinado a discutir estas cuestiones podía leerse que “mientras la implantación del régimen militar significó la desarticulación de las variadas formas de vinculación entre políticos e intelectuales, la disolución de este régimen reabrió progresivamente la posibilidad y necesidad de establecer nuevas vinculaciones.” Y por ello Ford, Sarlo y Muraro eran convocados para pensar estas nuevas vinculaciones. La pluma de Beatriz Sarlo, frente a la “apertura” ponía la discusión en estos términos: Me parece que, en la etapa que se abre, el intelectual estará enfrentado a una doble tarea cuya resolución condicionará de manera más o menos fuerte el futuro. La reconstrucción por un lado de su propio campo, fragmentado por el exilio. La reconstrucción, por otro lado, de la trama de relaciones que, en la historia política argentina, vinculó a la capa intelectual, en sus facciones de izquierda o peronistas, con los sectores populares”. (…) Creo que durante mucho tiempo nos esforzamos por pensar, actuar y polemizar desde lugares que no eran los que estábamos ocupando realmente. Y entonces pensábamos y actuábamos en nombre de, ya sea, la clase obrera, el partido, el líder, etc… (…) …reivindicar la legitimidad de ser un intelectual en la sociedad argentina; pero no implica ni comodidad ni falta de obligaciones. Supone deberes, supone responsabilidades; pero supone al mismo tiempo derechos, es decir el derecho a la propia identidad. (…) Para decirlo con la jerga de la literatura, un nuevo argumento necesita de nuevos personajes. Para decirlo con la de las ciencias sociales, una nueva trama democrática necesita nuevos actores.

Con estas palabras Sarlo sintetizaba los temas que suponían una ruptura con décadas anteriores y trazaba los lineamientos de lo que consideramos las claves de los ochenta con respecto al intelectual: ¿cómo se define la identidad del intelectual? ¿Cómo asume su singularidad? ¿Cómo se vincula con los sujetos populares? En este sentido, se ubicaba lejos de otras pretensiones como la de la revista Crear que se había propuesto fijar el camino de los intelectuales nacionales y populares como “el proyecto político cultural de la liberación nacional”. Y se ubicaba lejos también de las miradas omnicomprensivas que Sigal pone en estos términos: “Quienes se habían inscripto, con las armas o las palabras, en proyectos revolucionarios, encontraban ahora la posibilidad de hablar en nombre propio y no ya, como en el pasado, como portavoces de otras entidades: Pueblo, Nación o Revolución. En el debate sobre la democracia la intelectualidad podía asumir, y asumió, una intervención en primera persona, en nombre de valores que eran ahora los suyos: la Ley, los Derechos Humanos, la Conciencia”. Sigal evidencia el surgimiento de nuevas tramas conceptuales, desvinculadas de los grandes relatos y las nociones totalizadoras, que tuvieron su peso en la definición de la acción política, sostenidas en valores como el disenso, el debate, el pluralismo, la racionalidad y el respeto. Si estos conceptos nutrieron al pensamiento intelectual de los años de la transición, resulta interesante, sin embargo, señalar que el pasaje de sustantivos con mayúsculas a otros sustantivos, también con mayúsculas, deja entrever la persistencia de conceptos universales en la cultura de los años ochenta. En otras palabras, pone de relieve la tensión latente en esos años entre los viejos y nuevos lenguajes ya que creemos que si bien los conceptos son otros, no hay nada “propio” en los Derechos Humanos o la Conciencia frente al Pueblo o la Nación.

Sin embargo, esta operación de apropiación ciudadana, tal como la detalla Sigal, resultaba un proceso indispensable para la consolidación del lenguaje democrático. En la tarea de definir estos nuevos lenguajes y a sus nuevos actores, a los que convocaba Sarlo, se encontraban los intelectuales de Punto de Vista que frente a la apertura democrática afirmaban: Para que un proceso de democratización efectiva pueda abrirse paso (…) la Argentina tiene que transformarse. La democracia podrá arraigar como hábito, como cultura política, únicamente si esa transformación no es concebida como tarea de elites. (…) Las reconstrucciones de la cultura argentina, de sus instituciones y de sus redes, de todo aquello que ha sido degradado material e ideológicamente, constituirá un desafío para los intelectuales. Porque esa reconstrucción exigirá debate y espíritu crítico, pero también nuevas ideas. Y los intelectuales no deben participar de ella con mentalidad de preceptores o de profetas, sino como ciudadanos. Estas palabras remitían a un nuevo rol de los intelectuales, lejos de la tradición socialista que consideraba que el pueblo debía ser guiado y los intelectuales desempeñaban en ese camino una función educadora. Pero, también lejos de la “constelación ideológica populismo nacionalista” que fue “el polo de referencia para una fracción cada vez más numerosa de intelectuales provenientes de las capas medias progresistas”.

Puede inferirse que era un modo de saldar el tipo de vínculo que habían estimulado en el pasado reciente y que ahora era cuestionado; y era un modo también de trazar la singularidad socialista frente al denostado peronismo y a sus comportamientos anacrónicos como la quema del cajón fúnebre con las siglas R.A. q.e.p.d en el acto de cierra de campaña por parte de Herminio Iglesias.

En el número 19 de Punto de Vista, frente a la victoria electoral de Alfonsín se daba forma al programa intelectual que se desplegaría en sus páginas y que, mediado por cierto apoyo al alfonsinismo, era el de “reexaminar críticamente nuestro pasado más reciente, condición indispensable para la producción de una izquierda que no sucumba a la doble y deformante tensión hacia el populismo o el dogmatismo”. A ello colaboraba el corte que las teorías transicionistas y las ciencias sociales habían establecido entre el autoritarismo y la democracia (y que Alfonsín había asumido como parte integral de su programa político demonizando el pasado). El pasado se convertía en límite de la identidad intelectual en democracia, y se teñía de una fuerte autocrítica: Estamos hoy enfrentados a todo nuestro pasado y se sabe, allí no todas las condenas ni todas las acusaciones pueden tener a los militares como objeto. Nuestra autobiografía tiene un lugar abierto para nuestras responsabilidades… (la) soberbia nos hizo creer…que en la claridad de la revolución futura nos habíamos convertido en los amos de la historia. Sarlo sostenía que los presupuestos del pasado debían transformarse: Estaba en primer lugar, la certidumbre de que el discurso de los intelectuales debía ser significativo para la sociedad, y especialmente, para los sectores populares. Por lo tanto que debía plantear articulaciones generales con los que se consideraban grandes problemas del momento, moverse desde las cuestiones parciales y específicas hacia las perspectivas globales: instalarse, en consecuencia, en la esfera pública y colocarlos en relación con la política. En segundo lugar, cabía revisar el interlocutor imaginario de los intelectuales, el pueblo, la nación, la clase, el partido como apuntamos con Sigal. Todas creencias que para la directora de Punto de Vista habían estado destinadas a la búsqueda de mayor visibilidad por parte de los intelectuales. Es así que se cruzaron en el pasado, la lógica intelectual y la lógica política, con la consecuente “rendición de la lógica intelectual”. Ni en el peronismo ni en los partidos de la izquierda revolucionaria se podía actuar y pensar al mismo tiempo. Entonces la acción comenzó a devorar a la razón crítica sobre la que, de algún modo, se había fundado este movimiento vasto de incorporación de intelectuales y artistas a la política. (…) la política se convirtió en criterio de verdad y aseguró un fundamento único a todas las prácticas.26 Si bien la politización era criticada, debía evitar caerse en la despolitización. La crítica de Sarlo descansaba en que frente al inconformismo revolucionario de los setenta, no debía erigirse el conformismo, frente a la mimesis tampoco debía adoptarse la escisión. La intelectualidad estaba destinada a navegar en esos espacios del pensamiento, por lo que llamaba a revisar ese pasado y a trabajar sobre esos límites. En sus palabras, “trabajar sobre nuestro encierro corporativo, en el reconocimiento de que también el lugar de los intelectuales y su función pueden ser transformados”. Se trataba de recuperar ese lugar de intervención pública de los intelectuales. En diciembre de 1985, Unidos organizó una mesa redonda sobre un difícil matrimonio: el intelectual y la política en el pasaje de la década del ´60 a la del ´80. Se dieron cita Ariel Bignami (columnista director de Cuadernos de Cultura), Sergio Bufano (narrador y periodista miembro del Club de Cultura Socialista), Luis Gregorich (radical, crítico literario y presidente de EUDEBA), Aníbal Ford (peronista, narrador y ensayista), Nicolás Casullo y Horacio González, colaboradores de la revista. Gregorich comenzó el diálogo afirmando que en la historia hubo dos posiciones extremas, la del intelectual independiente del poder y la del intelectual comprometido, posiciones que siguen latiendo en los dos horizontes de interpretación del papel del intelectual en la sociedad de masas. Son los enfoques de Antonio Gramsci (defensor del intelectual orgánico y comprometido) y Karl Mannheim (quien sostenía que el intelectual debía ser autónomo con respecto al poder y la política). Entre las posiciones intermedias menciona a Sartre y las concepciones de la sociología de los intelectuales como la de Raymond Williams en las que sigue operando el tema de la independencia y el compromiso con el poder. Para Gregorich, en el plano nacional estos enfoques se indentificarían con las concepciones de los ´60 ´70 y la relación del intelectual con la revolución (“en esa discusión estábamos los que estamos acá”) y en los ´80 en la relación entre el intelectual y la democracia. En algún punto lo que plantea Gregorich es la posibilidad de desarmar este esquema de interpretación situando la discusión en un plano en el que lo que se cuestiona no es el compromiso con la violencia revolucionaria, criticado ampliamente, sino con el poder. El desencanto del intelectual con la política y sus posibilidades de cambio social es, para Casullo, lo que permite la emergencia de nuevas disidencias intelectuales, de nuevos cuestionamientos al orden vigente y al esquema de poder. En este momento asoma de nuevo la idea del intelectual como sujeto vinculado al pensamiento del desorden. (…) reivindicar la figura del intelectual como “conciencia crítica, solitaria, humanística que apunta a ser testigo de la sociedad, de manera abierta, señalando los espacios de desorden necesarios, los momentos en los que despuntan muevas disidencias.

En este clima podemos leer también la intervención de la revista Debates en la sociedad y la Cultura que publicó 4 números entre septiembre de 1984 a octubre noviembre de 1985. Con Jorge Balán como director y un comité editorial integrado por Beatriz Sarlo, Heriberto Muraro, José Aricó, Gelly Casas, Marcelo Cavarozzi y Oscar Landi, la revista buscaba estimular las discusiones para generar una sociedad abierta y democrática. Sus intenciones eran especificadas en su primera editorial: Debates quiere constituirse en un medio para ampliar espacios de discusión sobre nuestra sociedad, su cultura y las políticas relevantes a ella. Escribimos aquí fundamentalmente especialistas en las Ciencias Sociales conscientes de que un amplio espectro del público ha visto restringido el acceso a la información y a la reflexión sobre los temas sociales y políticos, pero no exclusivamente, debido a la coerción y la amenaza. Queremos la especialización profesional pero sin que sea ella base para una pretendida neutralidad. Aceptamos el compromiso político sin identificarlo necesariamente con el partidismo. Y creemos en la necesidad de un espacio de debate pluralista, lo que implica confrontar y no mantener en compartimientos separados visiones diferentes de los problemas de la sociedad y la cultura. Porque finalmente estamos convencidos de la responsabilidad colectiva por la construcción y afianzamiento de una sociedad realmente democrática. Una presentación en la que la revista se afirmaba como actor político-intelectual, y no sólo como espacio para ese vínculo. Debates afirmaba las ideas rectoras de los ochenta (pluralismo, compromiso ciudadano, discusión) y una labor intelectual vinculada a los “cientistas sociales” en tanto especialistas. En su último número bajo el título “Intelectuales y Política en Argentina” se publican las posiciones de cuatro investigadores del CEDES: Adolfo Canitrot, Marcelo Cavarozzi, Roberto Frenkel y Oscar Landi. La nota partía de cierta premisa: la desconfianza de la sociedad civil y el Estado sobre la función de los intelectuales en la política, y de los mismos intelectuales hacia los espacios políticos. Landi, que participaba de la redacción de Unidos y colaboraba con los discursos de Antonio Cafiero, ensaya “una clasificación de los distintos tipos de configuraciones político-culturales dentro de las cuales se definía cierto perfil de intelectual” y se detiene en el tercer modelo: que en este momento es el que personalmente más me interesa, es el intelectual popular nacional, como el de FORJA, que tuvo una compleja relación con el sistema político, incluso con los políticos a los que le otorgaban su simpatía. Una actitud permanente del intelectual-crítico-popular es la oscilación entre un contacto directo con la política y la marginalidad.

La vocación crítica y un vínculo con lo popular parecen ser las coordenadas que definirían para Landi, la labor intelectual. Si bien su descripción es histórica y se vincula a la experiencia forjista no es menor que el autor aclare que en estos momentos es el perfil intelectual que más le interesa. En estas definiciones de intelectual-crítico-popular, podemos encontrar ciertos puentes con la mirada desarrollada por Arturo Armada en las páginas de Unidos. Para salvar todas las dicotomías y contrasentidos de la oposición “intelectuales-militantes”…me parece útil retornar a una propuesta vital y a los conceptos que la fundamentan: el compromiso El compromiso significa asumir la responsabilidad de una obra a realizarse en el futuro, obra colectiva para un destino también colectivo. (…) Por lo cual, no podemos comprometernos sin algún tipo de participación en ese juego de fuerzas, que es lo que habitualmente llamamos “la política”. Nunca ha sido posible…elegir entre ideologías y valores abstractos, incontaminados y coherentes, sino entre fuerzas, entre movimientos reales que están cargados de pasados controvertidos y equívocos y que son los vehículos existentes para la construcción del porvenir. Por la conciencia de la imperfección, conciencia inquieta y constante, se introduce el componente crítico que debe acompañar el compromiso. La revisión crítica de nuestra propia fuerza política debe ser un elemento esencial del compromiso asumido con ella.

Unidos parece formular la necesidad de un compromiso pero que, lejos de la militancia revolucionaria de los setenta, se formule de un modo responsable. Se proponía saldar la tensión intelectuales-política por medio de una militancia que recuperara el espíritu de los setenta con la responsabilidad de los ochenta y que asumiera el compromiso con las opciones políticas, pero de modo cuestionador. Dejaba entrever una mirada crítica, muy vigente en esos años, a la cúpula de Montoneros y a su manejo irresponsable de las juventudes como también a la conducción del peronismo responsabilizada de la derrota electoral. En esta línea de compromiso intelectual puede leerse la renuncia de 26 intelectuales peronistas, muchos de ellos miembros de Unidos, al Partido Justicialista. El 19 de agosto de 1985 se publicó el documento “Por qué nos vamos” marcando una identificación de los intelectuales con el peronismo, y profundizando la crítica a la estructura partidaria y sindical, acusándolas de no adaptarse a los nuevos aires democráticos. El diagnóstico, en plena disputa entre el sector “ortodoxo” y el “renovador”, era la crisis y descomposición del Movimiento desde “la frustración revolucionaria del ´73”. Afirmaban la necesidad de recuperar la esperanza política de esos años, “los sentidos profundos que engarzaron ese tiempo de los ´70 con antiguos tiempos de la política popular argentina”. Por ello era que: Ratificamos nuestra identidad peronista; porque eso fuimos, porque eso somos, porque inscriptos en esa tradición política hemos transitado momentos fundamentales del país y de nuestras vidas. Pero también nos declaramos abiertos a la confluencia con aquellas propuestas nacionales que aspiren a la renovación de la cultura política argentina en el marco de una democracia participativa y social.

Si por un lado asumían el “desgarramiento” de romper, presentado como el desenlace necesario del camino transitado por el peronismo, por el otro, reconocían la posibilidad de transitar nuevos caminos, aquellos signados por la confluencia con otras propuestas que reconocieran la cultura democrática y participativa del peronismo. Y una vez más, el pasado de luchas, los años setenta, aparecía como una marca indeleble en esta generación. Si la construcción del intelectual, tal como venimos afirmando, supuso una relectura de su compromiso en el pasado, no todas las relecturas fueron iguales. Sarlo supo afirmar la necesidad de no enterrar el pasado, sin embargo tampoco formuló algún tipo de rescate del mismo. Para Feinmann, eso respondía a que “está de moda pensar contra los setenta”, es “la convicción (consciente o no) de muchos: todo lo que se pensó en los setenta estuvo mal pensado. Condujo al desastre; en consecuencia: no servía”. En su mirada, la derrota de los proyectos revolucionarios habría provocado el desprestigio de los ideales de esos años. Y esa marca, fuerte y traumática, ponía coto a cualquier intento de revisión entendido como una recuperación. En este marco podemos introducir un nuevo espacio de debate que tuvo lugar entre el 5 y el 8 de noviembre de 1986 en la Comuna de Puerto Gral. San Martín en la Provincia de Santa Fe: El Congreso Nacional de Filosofía y Ciencias Sociales.

Dos particularidades se dieron cita. Era una Comuna gobernada por sectores del peronismo renovador desde 1983, y en los debates no sólo confluyeron “personas vinculadas notoriamente a las diferentes corrientes de pensamiento filosófico y político que caracterizan la actual discusión de ideas en la Argentina” sino también revistas. En palabras de Leis y Forster “a pesar de todos los participantes pertenecer a instituciones académicas públicas y privadas, los referentes secundarios de muchos expositores no eran estas instituciones sino algunas revistas político culturales (Unidos, Punto de Vista y La Ciudad Futura)”. En los paneles se partió de la crisis de esa generación, de izquierda socialista y peronista, como una crisis de sus creencias. Mientras Oscar Terán afirmaba en tono autocrítico que la crisis descansaba en que el compromiso adoptado por toda una franja de intelectuales con la política había culminado en la muerte, para Álvarez, la crisis era la crisis de “nuestras viejas certezas”, de los ideales. Pero creo que la discusión fundante es cómo salir de esa situación de crisis, no pensada como metáfora de la muerte, sino como capacidad de reinvención, capacidad de repensar nuevamente la política. De esto creo que es buen ejemplo lo que nos pasó en los ´70”. (…) recogimos bien, o enlazamos bien la historia de la revolución con nuestra propia historia y fue el momento más fecundo de la historia política argentina de los últimos años. Esa fecundidad fue el entrelazamiento de dos tradiciones, la tradición revolucionaria europea y tercerista, tercermundista, y la tradición revolucionaria, libertaria, anarquista, izquierdista-peronista a nivel nacional. Así, entrelazamos memorias y luchas, entrelazamos ideas y vida popular. Fue el momento más rico, dónde una generación intentó construir un sistema de pensamiento y al mismo tiempo se mezcló absolutamente en los destinos y en los compromisos del mundo de la vida popular, del mundo de la vida del pueblo”. (…) Así, como alguna vez tuvimos la originalidad de los años setenta, que estuvo centrada en un gran relato épico e histórico, hay una idea de modernidad a rescatar, hay una idea de lo nacional-popular a rediscutir, y creo que hay una forma de dialogar con nuestros viejos mitos que no deben ser clausurados o cerrados en lo que fueron, sino abiertos a una nueva contemporaneidad. En esta larga cita Álvarez borraba, con cierta melancolía y añoranza del pasado reciente, las críticas que apuntamos con Sarlo o la autocrítica de Terán. La crisis se abría como posibilidad en su intervención, como un camino sinuoso entre ese pasado de luchas y el presente y que podía ser recuperado en su sentido épico y mítico. Políticamente era una apuesta a un nuevo peronismo (a la renovación peronista de la que participaba redactando discursos) capaz de recuperar la empresa que Perón dejó inconclusa con su muerte y de la que, en tanto militantes que habían roto con la Tendencia manifestándose leales al General, se sentían auténticos herederos. En este sentido, la forma de aprehender el pasado difiere en las distintas tradiciones de izquierda, pero, lo que resulta común, como marca intelectual de los ochenta, es ese tránsito confuso y contradictorio entre tiempos y entre espacios. Estas palabras de Brocato en La Ciudad Futura, resultan esclarecedoras: Me interesa en cambio, o apuesto a él, ese lugar errático, en los bordes (tal vez otra ilusión) en que deambula una franja de argentinos jóvenes y maduros que busca una reflexión desdogmatizada, un pensar sin garantías fiduciarias. Emergentes de los remezones y desajustes de los setenta, reconocen las incertidumbres como tierra propicia para la reflexión teórica y no disimulan ni se disimulan la precariedad y provisionalidad de ese lugar.

El rol del intelectual en democracia estuvo atravesado por un tránsito en los límites o los bordes, entre la mimesis y la escisión para Sarlo, entre lo liberal y nacional popular para Altamirano, entre la militancia y la intelectualidad para Armada, entre las certezas y las incertezas para Casullo. Este lugar incómodo de la labor propia de un intelectual, fue suspendido en las décadas del ´60/´70 bajo los pliegues de un fuerte compromiso con las certezas rectoras de esos años, sin embargo, era recuperado en los ´80, como un valor irrenunciable y con cierta positividad.

 

La Intelligentzia

 

Muchos intelectuales acompañaron, de diversas formas, los proyectos políticos en la “vuelta a la democracia”, en la mayoría de los casos se acercaron a Alfonsín y al proyecto de Renovación y Cambio y, en menor medida, al peronismo renovador. Oscar Landi organizaba el Club de los sábados en el CEDES, integraba el Comité Editorial de Debates y se desempeñaba como asesor de Antonio Cafiero, Carlos “Chacho” Álvarez que militaba políticamente en Unidad Básica de Gurruchaga y colaboraba en la redacción de los discursos del Frente Renovador. Las revistas Unidos, El Despertador, Cuadernos de la Comuna también acompañaron el derrotero de la Renovación. Asumiendo su labor en una clave técnico-política, fueron muchos los intelectuales que se acercaron al gobierno de Raúl Alfonsín, entre ellos los nucleados en el Grupo Esmeralda como Juan Carlos Portantiero y Emilio de Ípola, en el IDES, las revistas Plural y La Ciudad Futura, y el Club de Cultura Socialista. Pero además había otros intelectuales que estaban cerca del gobierno como Eliseo Verón y Francisco Delich, que participaba en el gobierno como rector de la Universidad de Buenos Aires y luego de la de Córdoba. En el caso del sociólogo Juan Carlos Torre, colaboraba tanto en el equipo de Juan Sourrouille en el Ministerio de Economía, como asesorando a los miembros del Grupo Esmeralda en cuestiones económicas. Del grupo originario del CISEA (Centro de Investigaciones Sociales sobre el Estado y la Administración) salieron dos ministros, Dante Caputo que ocupó la cartera de Relaciones Exteriores y Jorge Federico Sábato, la de Educación, ya avanzado el gobierno radical. Pero no eran los únicos miembros del grupo que se incorporaron al nuevo gobierno. Jorge Roulet fue nombrado Secretario de la Función Pública y Enrique Groisman Subsecretario de la Función Pública. Si el acercamiento de los intelectuales socialistas con el gobierno había llevado a La Ciudad Futura a aclarar que “No somos alfonsinistas, ni radicales, ni socialdemócratas. Somos simplemente socialistas que tenemos una convicción compartida”, estas palabras de Sarlo en la misma revista ponen en evidencia que los límites no eran tan claros: Habíamos sido opositores a la dictadura militar y en ese carácter nuestra identidad se resumía más o menos sencillamente: ellos y nosotros (…) de pronto ese sistema binario simple se disgregó. Ellos, los militares seguían siendo ellos. Pero, ¿cómo volvíamos a definir el nosotros? El gobierno radical no es simplemente un “ellos” frente al cual pueda entablarse una relación de exterioridad total y oposición. Pero tampoco es un nosotros en el que podamos sumergirnos los intelectuales de izquierda (…) La democracia nos legaliza en la vida académica, el periodismo, los medios de comunicación de masas, pero al mismo tiempo volvía caduca esa fuerte identidad oposicional que había caracterizado a la izquierda durante la dictadura (…) Frente al radicalismo que incorpora cuadros a sus filas y ha ampliado, al parecer, su base tradicional de capas medias, frente a las iniciativas políticas presidenciales, algunas de las cuales parecen sintonizar zonas de nuestras preocupaciones, ¿qué cosas diferentes tenemos que decir? El desafío parecía ser, “diseñar un conjunto de temas, alternativas y modos de acción que sean distintos a las consignas blindadas de la izquierda partidaria (…) y que expongan nuestras diferencias con el programa radical juzgado a partir de sus realizaciones y de sus patentes límites. Si bien Sarlo esbozaba un vínculo entre los intelectuales de izquierda socialista con el gobierno de Alfonsín, nos interesa precisar que aunque esto no era nuevo en la política argentina, las condiciones bajo las cuales tuvo lugar ese vínculo y la aparición de una nueva modalidad de intelectual, sí lo era. Como venimos argumentando, este cambio respondía no sólo a las secuelas de la traumática experiencia pasada, que llevaron a la revalorización democrática y al desprestigio de las interpretaciones de los sesenta y setenta, sino a un cambio de paradigma a nivel internacional resultado del nuevo rol de los medios de comunicación y de la técnica en política, la compartimentación y especialización del saber en desmedro de las visiones totalizadoras y omnicomprensivas de los comportamientos sociales junto a la dilución del componente antagónico y las contradicciones en la sociedad que los intelectuales reconocían y explicaban, en el pasado. En palabras de Altamirano, se puede hablar de “cierta tendencia a la institucionalización académica del intelectual, reconocido como experto”, aquellos a los que González caracterizaba como: “intelectuales de Instituto y Lengua Básica Común, de Modelo de Investigación Controlado y Carrera de Investigador, de Gabinete de Asesoría y Comunidad Científica Establecida”. Como también de “otra forma de institucionalización, que podríamos llamar estatal o, más genéricamente, política”, de intelectuales en funciones de gobierno, y un último tipo dado por la presencia de los intelectuales en los mass media. Sin embargo, si bien no son criticadas abiertamente, no son los caminos que se insinúan ni desde Punto de Vista ni desde Unidos. Con estas palabras Altamirano apunta a resaltar otro tipo de intelectualidad: Si la modernidad no ha de ser únicamente una cultura de la eficiencia y la razón instrumental, si la democracia no ha de ser sólo preservación del estado de derecho y ritualización de la competencia política, siempre aparecerán, más allá del poder y de los que aspiran al poder, más allá de la institucionalización académica o estatal, intelectuales que hagan preguntas impertinentes, reinterpreten el conflicto, lo hagan aparecer y legitimen cuestiones que no figuran en la agenda pública ni merecen la atención de los media. En este punto las objeciones se entremezclaban con las posiciones presentadas en Unidos que, sin despreciar el vínculo de los intelectuales con la política criticaba que los intelectuales devinieran meros técnicos. Mientras para Casullo “el papel del intelectual político cobra sentido si se desacopla de las castas que lo buscan como técnico de las incertezas y de las nuevas certezas”, para Horacio González: (en el peronismo) más que en otro lado, se precisa esa autonomía crítica, tanto para los que creen que deben aceptar responsabilidades en los momentos de vorágine….como para los que creemos que hay espacios mudos e insalvables entre ciertas actividades vinculadas a la crítica cultural y el ejercicio de la política tal como hoy se hace entre nosotros.

La victoria del peronismo en 1989 trasladaba estas preocupaciones, antes propias de los socialistas que se vincularon al radicalismo alfonsinista, a los intelectuales nacionales y populares. En El Despertador podía leerse: “Esta es la hora de optar por un compromiso serio y definitivo…un compromiso que no deberá evitar el debate interno…No se puede optar…por ser francotiradores neuróticos que eligen ser oposición, porque es el único oficio que conocen. No se puede…dejar de dar todo el apoyo militante al gobierno peronista elegido por ocho millones de voluntades esperanzadas. En esa tarea estamos. En esta tarea estará comprometida esta revista que ha servido como instrumento de circulación de ideas y propuestas para la Nación en su conjunto. En esta tarea estarán muchos de nuestros colaboradores que han sido designados para ocupar puestos de gobierno”.

El Despertador claramente anulaba las tensiones del lado del compromiso y reconocía a la crítica como una opción que, llegado el movimiento nacional al gobierno, no construía. En otras palabras, la crítica era una opción siempre que se estuviera en la vereda de la oposición política. La experiencia de Cuadernos de la Comuna, buscó instalarse también en esos límites difusos. La revista buscaba “contribuir al debate y a la crítica política, una propuesta de vinculación de un organismo municipal con la vida cultural e intelectual del país”. En palabras de su director, Horacio González, los cuadernos eran “una contribución a la discusión política argentina que quiere ser amplia, comprometida y rigurosa. Pero sabiendo que la información y la formación política no se contraponen, sino que son complementarias con la razón crítica”. El vínculo de los Cuadernos con las autoridades de la Comuna era explícito, y se justificaba porque aquellos políticos eran considerados intelectuales. Sin embargo, con el correr de los números el modo de precisar el vínculo terminó haciendo de la revista un espacio para “mostrar las ideas de nuestro intendente, Lorenzo Domínguez, su concepción de gobierno y su anhelo por la formación de una sociedad democrática”. En su descargo puede afirmarse que para los Cuadernos no ser menemista, es decir no ser oficialistas, era la credencial que les permitía mantenerse, a pesar del vínculo con el gobierno local, en la vereda de la crítica. Como corolario de este difícil maridaje puede mencionarse la aparición de la revista El Ojo Mocho, originada en el aula 310 de la Facultad de Ciencias Sociales, como supieron afirmar sus editores, como un espacio, ya en los años noventa, que se propuso no sólo recuperar el debate en torno a los intelectuales, el rol de las Ciencias Sociales y la profesionalización, sino darle “otra textura ética y científica a las Ciencias Sociales” en un momento en el que “la pasión de la crítica está en retirada”. Si bien los debates en esta revista se corresponden más con aquellos de los años noventa que de los ochenta, el pedido por una “crítica participativa”, puede ser enunciada como una de las marcas que aún perviven con respecto a la función del intelectual en democracia. A modo de conclusión podemos afirmar que tanto los miembros de Unidos como los intelectuales nucleados en Punto de Vista se pronunciaban por mantener la “autonomía crítica” y la distancia entre la política y la crítica cultural. Pero, debe reconocerse que mantenerse en esos bordes, como apuntamos con Brocato, no era fácil. Si bien el “compromiso crítico” parecía ser la fórmula que mejor saldaba el pasado reciente en los años ochenta, y la que les permitía a los intelectuales moverse con cierta soltura entre la política y la cultura, esta definición no resolvía las tensiones. Creemos que estas posiciones independientes aunque a veces de apoyo permitieron que Punto de Vista apoyara al gobierno de Alfonsín hasta las leyes de Punto Final y Obediencia Debida y a Unidos justificar, a partir de la consolidación menemista, la ruptura con el peronismo. En palabras de Wainfeld: quien asume la dura (desde el ángulo pragmático, sentimental o ideológico) decisión de escindirse de una identidad que lo albergó por años necesariamente debe extremar sus posiciones, forzar al máximo sus argumentos y sus críticas para autoconvencerse, para convencer a los afines, para poder bancar la siempre difícil actitud de “romper”. Unidos dejó de salir llamando a extremar las críticas y los argumentos para encarar la ruptura con las estructuras partidarias, pero no con la política. Quizás su propio derrotero fue símbolo de esta particular articulación de los años ochenta. Los intelectuales “unidos” se ubicaron en el difícil sitio entre la política y la cultura, entre el pasado y el presente, entre el compromiso y la crítica, pero, como exploramos, no estaban solos. Como venimos desarrollando, el intelectual esta tensionado por ambos tipos de motivaciones, políticas e intelectuales, por lo que la supresión de la tensión sólo podía llevar al paso del intelectual al profesional, al especialista. Buscando escapar a esta suerte tanto en las páginas de Unidos como de Punto de Vista quedaron las marcas de una apuesta por la crítica como una forma de construir un legado para otras generaciones.

 

TRAYECTORIAS SINGULARES, VOCES PLURALES: INTELECTUALES EN LA ARGENTINA. SIGLOS XIX-XX. Mariano Di Pasquale y Marcelo Summo (compiladores). Sáenz Peña: UNTREF, 2015. ISBN 978-987-1889-58-7



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