Revista Nos Disparan desde el Campanario Año IV Nro. 55 SOCIEDAD “El Origen del Patriarcado” por Gerda Lerner
Gráfica: El País https://blogs.elpais.com/
Fuente: El Solar Artes
http://www.elsolardelasartes.com.ar/
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La Creación del Patriarcado
El patriarcado es una creación
histórica elaborada por hombres y mujeres en un proceso que tardó casi 2.500
años en completarse. La primera forma del patriarcado apareció en el estado
arcaico. La unidad básica de su organización era la familia patriarcal, que
expresaba y generaba constantemente sus normas y valores. Hemos visto de qué
manera tan profunda influyeron las definiciones del género en la formación del
estado. Ahora demos un breve repaso de la forma en que se creó, definió e
implantó el género. Las funciones y la conducta que se consideraba que eran las
apropiadas a cada sexo venían expresadas en los valores, las costumbres, las
leyes y los papeles sociales. También se hallaban representadas, y esto es muy
importante, en las principales metáforas que entraron a formar parte de la
construcción cultural y el sistema explicativo. La sexualidad de las mujeres,
es decir, sus capacidades y servicios sexuales y reproductivos, se convirtió en
una mercancía antes incluso de la creación de la civilización occidental. El
desarrollo de la agricultura durante el periodo neolítico impulsó el
«intercambio de mujeres» entre tribus, no sólo como una manera de evitar
guerras incesantes mediante la consolidación de alianzas matrimoniales, sino
también porque las sociedades con más mujeres podían reproducir más niños. A
diferencia de las necesidades económicas en las sociedades cazadoras y
recolectoras, los agricultores podían emplear mano de obra infantil para
incrementar la producción y estimular excedentes. El colectivo masculino tenía
unos derechos sobre las mujeres que el colectivo femenino no tenía sobre los
hombres. Las mismas mujeres se convirtieron en un recurso que los hombres
adquirían igual que se adueñaban de las tierras. Las mujeres eran
intercambiadas o compradas en matrimonio en provecho de su familia; más tarde
se las conquistaría o compraría como esclavas, con lo que las prestaciones
sexuales entrarían a formar parte de su trabajo y sus hijos serían propiedad de
sus amos. En cualquier sociedad conocida los primeros esclavos fueron las
mujeres de grupos conquistados, mientras que a los varones se les mataba. Sólo
después que los hombres hubieran aprendido a esclavizar a las mujeres de grupos
catalogados como extraños supieron cómo reducir a la esclavitud a los hombres
de esos grupos y, posteriormente, a los subordinados de su propia sociedad. De
esta manera la esclavitud de las mujeres, que combina racismo y sexismo a la
vez, precedió a la formación y a la opresión de clases. Las diferencias de
clase estaban en sus comienzos expresadas y constituidas en función de las
relaciones patriarcales. La clase no es una construcción aparte del género,
sino que más bien la clase se expresa en términos de género. Hacia el segundo
milenio a.C. en las sociedades mesopotámicas las hijas de los pobres eran
vendidas en matrimonio o para prostituirlas a fin de aumentar las posibilidades
económicas de su familia. Las hijas de hombres acaudalados podían exigir un
precio de la novia, que era pagado a su familia por la del novio, y que
frecuentemente permitía a la familia de ella concertar matrimonios
financieramente ventajosos a los hijos varones, lo que mejoraba la posición
económica de la familia. Si un marido o un padre no podían devolver una deuda,
podían dejar en fianza a su esposa e hijos que se convertían en esclavos por
deudas del acreedor. Estas condiciones estaban tan firmemente establecidas
hacia 1750 a.C. que la legislación hammurábica realizó una mejora decisiva en
la suerte de los esclavos por deudas al limitar su prestación de servicios a
tres años, mientras que hasta entonces había sido de por vida. Los hombres se
apropiaban del producto de ese valor de cambio dado a las mujeres: el precio de
la novia, el precio de venta y los niños. Puede perfectamente ser la primera
acumulación de propiedad privada. La reducción a la esclavitud de las mujeres
de tribus conquistadas no sólo se convirtió en un símbolo de estatus para los
nobles y los guerreros, sino que realmente permitía a los conquistadores
adquirir riquezas tangibles gracias a la venta o el comercio del producto del
trabajo de las esclavas y su producto reproductivo: niños en esclavitud. Claude
Lévi-Strauss, a quien debemos el concepto de «el intercambio de mujeres», habla
de la cosificación de las mujeres que se produjo a consecuencia de lo primero.
Pero lo que se cosifica y lo que se convierte en una mercancía no son las
mujeres. Lo que se trata así es su sexualidad y su capacidad reproductiva. La
distinción es importante. Las mujeres nunca se convirtieron en «cosas» ni se
las veía de esa manera. Las mujeres, y no importa cuán explotadas o cuánto se
haya abusado de ellas, conservaban su poder de actuación y de elección en el mismo
grado, aunque más limitado, que los hombres de su grupo. Pero ellas, desde
siempre y hasta nuestros días, tuvieron menos libertad que los hombres. Puesto
que su sexualidad, uno de los aspectos de su cuerpo, estaba controlada por
otros, las mujeres, además de estar en desventaja física, eran reprimidas
psicológicamente de una manera muy especial. Para ellas, al igual que para los
hombres de grupos subordinados y oprimidos, la historia consistió en la lucha
por la emancipación y en la liberación de la situación de necesidad. Pero las
mujeres lucharon contra otras formas de opresión y dominación distintas que las
de los hombres, y su lucha, hasta la actualidad, ha quedado por detrás de
ellos. El primer papel social de las mujeres definido según el género fue ser
las que eran intercambiadas en transacciones matrimoniales. El papel genérico
anverso para los hombres fue el de ser los que hacían el intercambio o que
definían sus términos. Otro papel femenino definido según el género fue el de
esposa «suplente», que se creó e institucionalizó para las mujeres de la elite.
Este papel les confería un poder y unos privilegios considerables pero dependía
de que estuvieran unidas a hombres de la elite como mínimo, en que cuando les
prestaran servicios sexuales y reproductivos lo hicieran de forma
satisfactoria. Si una mujer no cumplía esto que se pedía de ella, era
rápidamente sustituida, por lo que perdía todos sus privilegios y posición. El
papel de guerrero, definido según el género, hizo que los hombres lograran tener
poder sobre los hombres y las mujeres de las tribus conquistadas. Estas
conquistas motivadas por las guerras generalmente ocurrían con gentes que se
distinguían de los vencedores por la raza, por la etnia o simplemente
diferencias de tribu. En un principio, la «diferencia» como señal de distinción
entre los conquistados y los conquistadores estaba basada en la primera
diferencia clara observable, la existente entre sexos. Los hombres habían
aprendido a vindicar y ejercer el poder sobre personas algo distintas a ellos
con el intercambio primero de mujeres. Al hacerlo obtuvieron los conocimientos
necesarios para elevar cualquier clase de «diferencia» a criterio de
dominación. Desde sus inicios en la esclavitud, la dominación de clases adoptó
formas distintas en los hombres y las mujeres esclavizados: los hombres eran
explotados principalmente como trabajadores; las mujeres fueron siempre
explotadas como trabajadoras, como prestadoras de servicios sexuales y como
reproductoras. Los testimonios históricos de cualquier sociedad esclavista nos
aportan pruebas de esta generalización. Se puede observar la explotación sexual
de las mujeres de clase inferior por hombres de la clase alta en la antigüedad,
durante el feudalismo, en las familias burguesas de los siglos XIX y XX en
Europa y en las complejas relaciones de sexo/raza entre las mujeres de los
países colonizados y los colonizadores: es universal y penetra hasta lo más
hondo. La explotación sexual es la verdadera marca de la explotación de clase
en las mujeres. En cualquier momento de la historia cada «clase» ha estado
compuesta por otras dos clases distintas: los hombres y las mujeres. La
posición de clase de las mujeres se consolida y tiene una realidad a través de
sus relaciones sexuales. Siempre estuvo expresada por grados de falta de
libertad en una escala que va desde la esclava, con cuyos servicios sexuales y
reproductivos se comercia del mismo modo que con su persona; a la concubina
esclava, cuya prestación sexual podía suponerle subir de estatus o el de sus
hijos; y finalmente la esposa «libre», cuyos servicios sexuales y reproductivos
a un hombre de la clase superior la 'autorizaba' a tener propiedades y derechos
legales. Aunque cada uno de estos grupos tenga obligaciones y privilegios muy
diferente en lo que respecta a la propiedad, la ley y los recursos económicos,
comparten la falta de libertad que supone estar sexual y reproductivamente
controladas por hombres. Podemos expresar mejor la complejidad de los
diferentes niveles de dependencia y libertad femeninos si comparamos a cada
mujer con su hermano y pensamos en como difieren las vidas y oportunidades de
una y otro. Entre los hombres, la clase estaba y está basada en su relación con
los medios de producción: aquellos que poseían los medios de producción podían
dominar a quienes no los poseían. Los propietarios de los medios de producción
adquirían también la mercancía de cambio de los servicios sexuales femeninos,
tanto de mujeres de su misma clase como de las de clases subordinadas. En la
antigua Mesopotamia, en la antigüedad clásica y en las sociedades esclavistas,
los hombres dominantes adquirían también, en concepto de propiedad, el producto
de las capacidades reproductivas de las mujeres subordinadas: niños, que harían
trabajar, con los que comerciarían, a los que casarían o venderían como
esclavos, según viniera al caso. Respecto a las mujeres, la clase está
mediatizada por sus lazos sexuales con un hombre. A través de un hombre las
mujeres podían acceder o se les negaba el acceso a los medios de producción y
los recursos. A través de su conducta sexual se produce su pertenencia a una
clase. Las mujeres «respetables» pueden acceder a una clase gracias a sus
padres y maridos, pero romper con las normas sexuales puede hacer que pierdan
de repente la categoría social. La definición por género de «desviación» sexual
distingue a una mujer como «no respetable», lo que de hecho la asigna al
estatus más bajo posible. Las mujeres que no prestan servicios heterosexuales
(como las solteras, las monjas o las lesbianas) están vinculadas a un hombre
dominante de su familia de origen y a través de él pueden acceder a los
recursos. O, de lo contrario, pierden su categoría social. En algunos períodos
históricos, los conventos y otros enclaves para solteras crearon un cierto
espacio de refugio en el cual esas mujeres podían actuar y conservar su
respetabilidad. Pero la amplia mayoría de las mujeres solteras están, por
definición, al margen y dependen de la protección de sus parientes varones. Es
cierto en toda la historia hasta la mitad del siglo XX en el mundo occidental,
y hoy día todavía lo es en muchos de los países subdesarrollados. El grupo de
mujeres independientes y que se mantienen a sí mismas que existe en cada
sociedad es muy pequeño y, por lo general, muy vulnerable a los desastres
económicos. La opresión y la explotación económicas están tan basadas en dar un
valor de mercancía a la sexualidad femenina y en la apropiación por parte de
los hombres de la mano de obra de la mujer y su poder reproductivo, como en la
adquisición directa de recursos y personas. EI estado arcaico del antiguo
Próximo Oriente surgió en el segundo milenio a.C. de las dos raíces hermanas
del dominio sexual de los hombres sobre las mujeres y de la explotación de unos
hombres por otros. Desde su comienzo el estado arcaico estuvo organizado de tal
manera que la dependencia del cabeza de familia del rey o de la burocracia
estatal se veía compensada por la dominación que ejercía sobre su familia. Los
cabezas de familia distribuían los recursos de la sociedad entre su familia de
la misma manera que el estado les repartía a ellos los recursos de la sociedad.
El control de los cabeza de familia sobre sus parientes femeninas y sus hijos
menores era tan vital para la existencia del estado como el control del rey
sobre sus soldados. Ello está reflejado en las diversas recopilaciones
jurídicas mesopotámicas, especialmente en el gran número de leyes dedicadas a
la regulación de la sexualidad femenina. Desde el segundo milenio a.C. en
adelante el control de la conducta sexual de los ciudadanos ha sido una de las
grandes medidas de control social en cualquier sociedad estatal. A la inversa,
dentro de la familia la dominación sexual recrea constantemente la jerarquía de
clases. Independientemente de cuál sea el sistema político o económico, el tipo
de personalidad que puede funcionar en un sistema jerárquico está creado y
nutrido en el seno de la familia patriarcal. La familia patriarcal ha sido
extraordinariamente flexible y ha variado según la época y los lugares. El
patriarcado oriental incluía la poligamia y la reclusión de las mujeres en
harenes. El patriarcado en la antigüedad clásica y en su evolución europea está
basado en la monogamia, pero en cualquiera de sus formas formaba parte del
sistema el doble estándar sexual que iba en detrimento de la mujer. En los
modernos estados industriales, como por ejemplo los Estados Unidos, las
relaciones de propiedad en el interior de la familia se desarrollan dentro de
una línea más igualitaria que en aquellos donde el padre posee una autoridad
absoluta y, sin embargo, las relaciones de poder económicas y sexuales dentro
de la familia no cambian necesariamente. En algunos casos, las relaciones
sexuales son más igualitarias aunque las económicas sigan siendo patriarcales;
en otros, se produce la tendencia inversa. En todos ellos, no obstante, estos
cambios dentro de la familia no alteran el predominio masculino sobre la esfera
pública, las instituciones y el gobierno. La familia es el mero reflejo del
orden imperante en el estado y educa a sus hijos para que lo sigan, con lo que
crea y refuerza constantemente ese orden. Hay que señalar que cuando hablamos
de las mejoras relativas en el estatus femenino dentro de una sociedad
determinada, frecuentemente ello tan sólo significa que presenciamos unas
mejoras de grado, ya que su situación les ofrece la oportunidad de ejercer
cierta influencia sobre el sistema patriarcal. En aquellos lugares en que las
mujeres cuentan relativamente con un mayor poder económico, pueden tener algún
control más sobre sus vidas que en aquellas sociedades donde no lo tienen.
Asimismo, la existencia de grupos femeninos, asociaciones o redes económicas
sirve para incrementar la capacidad de las mujeres para contrarrestar los
dictámenes de su sistema patriarcal concreto. Algunos antropólogos e
historiadores han llamado «libertad» femenina a esta relativa mejora. Dicha
nominación es ilusoria e injustificada. Las reformas y los cambios legales,
aunque mejoren la condición de las mujeres y sean parte fundamental de su
proceso de emancipación, no van cambiar de raíz el patriarcado. Hay que
integrar estas reformas dentro de una vasta revolución cultural a fin de
transformar el patriarcado y abolirlo. El sistema patriarcal solo puede
funcionar gracias a la cooperación de las mujeres. Esta cooperación le viene
avalada de varias maneras: la inculcación de los géneros; la privación de la
enseñanza; la prohibición a las mujeres a que conozcan su propia historia; la
división entre ellas al definir la «respetabilidad» y la «desviación» a partir
de sus actividades sexuales; mediante la represión y la coerción total; por
medio de la discriminación en el acceso a los recursos económicos y el poder
político; y al recompensar con privilegios de clase a las mujeres que se
conforman. Durante casi cuatro mil años las mujeres han desarrollado sus vidas
y han actuado a la sombra del patriarcado, concretamente de una forma de
patriarcado que podría definirse mejor como dominación paternalista. El término
describe la relación entre un grupo dominante, al que se considera superior, y
un grupo subordinado, al que se considera inferior, en la que la dominación
queda mitigada por las obligaciones mutuas y los deberes recíprocos. El
dominado cambia sumisión por protección, trabajo no remunerado por manutención.
En la familia patriarcal, las responsabilidades y las obligaciones no están
distribuidas por un igual entre aquellos a quienes se protege: la subordinación
de los hijos varones a la dominación paterna es temporal; dura hasta que ellos
mismos pasan a ser cabezas de familia. La subordinación de las hijas y de la
esposa es para toda la vida. Las hijas únicamente podrán escapar a ella si se
convierten en esposas bajo el dominio/la protección de otro hombre. La base del
paternalismo es un contrato de intercambio no consignado por escrito: soporte
económico y protección que da el varón a cambio de la subordinación en
cualquier aspecto, los servicios sexuales y el trabajo doméstico no remunerado
de la mujer. Con frecuencia la relación continúa, de hecho y por derecho,
incluso cuando la parte masculina ha incumplido sus obligaciones. Fue una
elección racional por parte de las mujeres, en las condiciones de inexistencia
de un poder público y de dependencia económica, el escoger protectores fuertes
para sí y sus hijos. Las mujeres siempre compartieron los privilegios clasistas
de los hombres de la misma clase mientras se encontraran bajo la protección de
alguno. Para aquellas que no pertenecían a la clase baja, el «acuerdo mutuo»
funcionaba del siguiente modo: a cambio de vuestra subordinación sexual,
económica, política e intelectual a los hombres, podréis compartir el poder con
los de vuestra clase para explotar a los hombres y las mujeres de clase
inferior. Dentro de una sociedad de clases es difícil que las personas que
poseen cierto poder, por muy limitado y restringido que éste sea, se vean a sí
mismas privadas de algo y subordinadas. Los privilegios clasistas y raciales
sirven para minar la capacidad de las mujeres para sentirse parte de un
colectivo con una coherencia, algo que en verdad no son, pues de entre todos
los grupos oprimidos únicamente las mujeres están presentes en todos los
estratos de la sociedad. La formación de una conciencia femenina colectiva debe
desarrollarse por otras vías. Esta es la razón por la cual las formulaciones
teóricas que han sido de ayuda a otros grupos oprimidos sean tan inadecuadas
para explicar y conceptuar la subordinación de las mujeres. Las mujeres han
participado durante milenios en el proceso de su propia subordinación porque se
las ha moldeado psicológicamente para que interioricen la idea de su propia
inferioridad. La ignorancia de su misma historia de luchas y logros ha sido una
de las principales formas de mantenerlas subordinadas. La estrecha conexión de
las mujeres con las estructuras familiares hizo que cualquier intento de
solidaridad femenina y cohesión de grupo resultara extremadamente problemático.
Toda mujer estaba vinculada a los parientes masculinos de su familia de origen
a través de unos lazos que conllevaban unas obligaciones específicas. Su
adoctrinamiento, desde la primera infancia en adelante, subrayaba sus
obligaciones no sólo de hacer una contribución económica a sus parientes y
allegados, sino también de aceptar un compañero para casarse acorde con los
intereses familiares. Otra manera de explicarlo es decir que el control sexual
de la mujer estaba ligado a la protección paternalista y que, en las diferentes
etapas de su vida, ella cambiaba de protectores masculinos sin superar nunca la
etapa infantil de estar subordinada y protegida. Las condiciones reales de su
estatus de subordinación impulsaron a otras clases y a otros grupos oprimidos a
crear una conciencia colectiva. El esclavo y la esclava podían trazar
claramente una línea entre los intereses y los lazos con su familia y los
ligámenes de servidumbre/protección que le vinculaban a su amo. En realidad, la
protección de los padres esclavos de su familia frente al amo fue una de las
causas más importantes de la resistencia esclavista. Por otro lado, las mujeres
«libres» aprendieron pronto que sus parientes las expulsarían si alguna vez se
rebelaban contra su dominio. En las sociedades campesinas tradicionales se han
registrado muchos casos en los que miembros femeninos de una familia toleraban
o incluso participan en el castigo, las torturas, inclusive la muerte, de una
joven que ha transgredido el «honor» familiar. En tiempos bíblicos, la
comunidad entera se reunía para lapidar a la adultera hasta matarla. Prácticas
similares prevalecieron en Sicilia, Grecia, Albania hasta entrado el siglo XX.
Los padres y maridos de Bangladesh expulsaron a sus hijas y esposas que habían
sido violadas por los soldados invasores, arrojándolas a la prostitución. Así
pues, a menudo las mujeres se vieron forzadas a huir de un «protector» por
otro, y su «libertad» frecuentemente se definía sólo por su habilidad para
manipular a dichos protectores. El impedimento más importante al desarrollo de
una conciencia colectiva entre las mujeres fue la carencia de una tradición que
reafirmase su independencia y su autonomía en alguna época pasada. Por lo que
nosotras sabemos, nunca ha existido una mujer o un grupo de mujeres que hayan
vivido sin la protección masculina. Nunca ha habido un grupo de personas como
ellas que hubiera hecho algo importante por sí mismas. Las mujeres no tenían
historia, eso se les dijo y eso creyeron. Por tanto, en última instancia, la
hegemonía masculina dentro del sistema de símbolos fue lo que situó de forma
decisiva a las mujeres en una posición desventajosa. La hegemonía masculina en
el sistema de símbolos adoptó dos formas: la privación de educación a las
mujeres y el monopolio masculino de las definiciones. Lo primero sucedió de
forma inadvertida, más como una consecuencia de la dominación de clases y de la
llegada al poder de las elites militares. Durante toda la historia han existido
siempre vías de escape para las mujeres de las clases elitistas, cuyo acceso a
la educación fue uno de los principales aspectos de sus privilegios de clase.
Pero el dominio masculino de las definiciones ha sido deliberado y
generalizado, y la existencia de unas mujeres muy instruidas y creativas apenas
ha dejado huella después de cuatro mil años. Hemos presenciado cómo los hombres
se apropiaron y luego transformaron los principales símbolos de poder
femeninos: el poder de la diosa-madre y el de las diosas de la fertilidad.
Hemos visto que los hombres elaboraban teologías basadas en la metáfora irreal
del poder de procreación masculino y que redefinieron la existencia femenina de
una forma estricta y de dependencia sexual. Por último, hemos visto cómo las
metáforas del género han representado al varón como la norma y a la mujer como
la desviación; el varón como un ser completo y con poderes, la mujer como ser
inacabado, mutilado y sin autonomía. Conforme a estas construcciones
simbólicas, fijadas en la filosofía griega, las teologías judeocristianas y la
tradición jurídica sobre las que se levanta la civilización occidental, los
hombres han explicado el mundo con sus propios términos y han definido cuales
eran las cuestiones de importancia para convertirse así en el centro del
discurso. Al hacer que el término «hombre» incluya el de «mujer» y de este modo
se arrogue la representación de la humanidad, los hombres han dado origen en su
pensamiento a un error conceptual de vastas proporciones. Al tomar la mitad por
el todo, no sólo han perdido la esencia de lo que estaban describiendo, si no
que lo han distorsionado de tal manera que no pueden verlo con corrección.
Mientras los hombres creyeron que la tierra era plana no pudieron entender su
realidad, su función y la verdadera relación con los otros cuerpos celestes.
Mientras los hombres crean que sus experiencias, su punto de vista y sus ideas
representan toda la experiencia y todo el pensamiento humanos, no sólo serán
incapaces de definir correctamente lo abstracto, sino que no podrán ver la
realidad tal y como es. La falacia androcéntrica, elaborada en todas las
construcciones mentales de la civilización occidental, no puede ser rectificada
«añadiendo» simplemente a las mujeres. Para corregirla es necesaria una
reestructuración radical del pensamiento y el análisis, que de una vez por
todas acepte el hecho de que la humanidad está formada por hombres y mujeres en
partes iguales, y que las experiencias, los pensamientos y las ideas de ambos
sexos han de estar representados en cada una de las generalizaciones que se
haga sobre los seres humanos. EI desarrollo histórico ha creado hoy por primera
vez las condiciones necesarias gracias a las cuales grandes grupos de mujeres,
finalmente todas ellas, podrán emanciparse de la subordinación. Puesto que el
pensamiento femenino ha estado aprisionado dentro de un marco patriarcal
estrecho y erróneo, un prerrequisito necesario para cambiar es transformar la
conciencia que las mujeres tenemos de nosotras mismas y de nuestro pensamiento.
Hemos iniciado este libro con una discusión de la importancia que tiene la
historia en la concienciación y el bienestar psíquico humanos. La historia da
sentido a la vida humana y conecta cada existencia con la inmortalidad; pero la
historia tiene todavía otra función. Al conservar el pasado colectivo y
reinterpretarlo para el presente, los seres humanos definen su potencial y
exploran los límites de sus posibilidades. Aprendemos del pasado no sólo lo que
la gente que vivió antes que nosotros hizo, pensó y tuvo la intención de hacer,
sino que también en qué se equivocaron y en qué fallaron. Desde los días de las
listas de monarcas babilonios en adelante, el registro del pasado ha sido
escrito e interpretado por hombres y se ha centrado principalmente en los
actos, las acciones e intenciones de los varones. Con la aparición de la
escritura, el conocimiento humano empezó a avanzar a grandes saltos y a un
ritmo más rápido que antes. A pesar de que, como hemos observado, las mujeres
habían participado en el mantenimiento de la tradición oral y las funciones
religiosas y rituales durante el periodo preliterario hasta casi un milenio
después, la privación de educación y su arrinconamiento de los símbolos
tuvieron un profundo efecto en su futuro desarrollo. La brecha existente entre
la experiencia de aquellos que podían o podrían (en el caso de los hombres de
clase inferior) participar en la creación del sistema de símbolos y aquellas
que meramente actuaban pero que no interpretaban se fue haciendo cada vez más
grande. En su brillante obra El segundo sexo, Simone de Beauvoir se centraba en
el producto histórico final de este desarrollo. Describía al hombre como un ser
autónomo y trascendente, a la mujer como inmanente. Cuando explicaba «por qué
las mujeres carecen de medios concretos para organizarse y formar una unidad»
en defensa de sus intereses, declaraba con llaneza: «Ellas [las mujeres] no
tienen pasado, ni historia, ni religión que puedan llamar suyos». Beauvoir
tiene razón cuando observa que las mujeres no han «trascendido», si por
trascendencia se entiende la definición e interpretación del saber humano. Pero
se equivoca al pensar que por tanto la mujer no ha tenido una historia. Dos
décadas de estudios sobre Historia de las mujeres han rebatido esta falacia al
sacar a la luz una interminable lista de fuentes y desenterrar e interpretar la
historia oculta de las mujeres. Este proceso de crear una historia de las
mujeres está todavía en marcha y tendrá que continuar así durante mucho tiempo.
Sólo ahora empezamos a comprender lo que implica. El mito de que las mujeres
quedan al margen de la creación histórica y de la civilización ha influido
profundamente en la psicología femenina y masculina. Ha hecho que los hombres
se formaran una opinión parcial y completamente errónea de cuál es su lugar
dentro de la sociedad humana y el universo. A las mujeres, como se evidencia en
el caso de Simone de Beauvoir, que seguramente es una de las más instruidas de
su generación, les parecía que durante milenios la historia solo había ofrecido
lecciones negativas y ningún precedente de un acto importante, una heroicidad o
un ejemplo liberador. Lo más difícil de todo era la aparente ausencia de una
tradición que reafirmara la independencia y la autonomía femeninas. Era como si
nunca hubiera existido una mujer o grupo de mujeres que hubieran vivido sin la
protección masculina. Es significativo que todos los ejemplos de lo contrario
fueran expresados a través de mitos y fábulas: las amazonas, las asesinas de
dragones, mujeres con poderes mágicos. Pero en la vida real las mujeres no
tenían historia: eso se les dijo y así lo creyeron. Y como no tenían historia,
no tenían alternativas para el futuro. En cierto sentido, se puede describir la
lucha de clases como una lucha por el control de los sistemas simbólicos de una
sociedad concreta. El grupo oprimido, que comparte y participa en los
principales símbolos controlados por los dominadores, desarrolla también sus
propios símbolos. En la época de un cambio revolucionario esto se convierte en
una fuerza importante para la creación de alternativas. Otra forma de decirlo
es que sólo se pueden generar ideas revolucionarias cuando los oprimidos poseen
una alternativa al sistema de símbolos y significados de aquellos que les
dominan. De este modo, los esclavos que vivían en un medio controlado por los
amos y que físicamente estaban sujetos a su total control, pudieron conservar
su humanidad y a veces fijar límites al poder de un amo gracias a la
posibilidad de asirse a su propia «cultura». Dicha cultura la formaban los
recuerdos colectivos, cuidadosamente mantenidos con vida, de una etapa previa
de libertad y de alternativas a los ritos, símbolos y creencias de sus amos. Lo
que resulta decisivo para el individuo era la posibilidad de que él o ella
decidieran identificarse con un estado distinto al de esclavitud o
subordinación. De esta manera, todos los varones, tanto si eran esclavos como si
estaban económica o racialmente oprimidos, todavía podían identificarse con
aquellos -otros varones- que mostraban cualidades trascendentes, aunque
pertenecieran al sistema simbólico del amo. No importa cuánto se les hubiera
degradado, todo esclavo campesino eran iguales al amo en su relación con Dios.
No era así en el caso de las mujeres. Todo lo contrario; en la civilización
occidental y hasta la Reforma protestante, ninguna mujer, y no importan su
posición elevada ni sus privilegios, podía sentir que reforzaba y confirmaba su
humanidad imaginándose a personas como ella -otras mujeres- en puestos con
autoridad intelectual en relación directa con Dios. Allí donde no existe un
precedente no se pueden concebir alternativas a las condiciones existentes. Es
esta característica de la hegemonía masculina lo, que ha resultado más
perjudicial a las mujeres y ha asegurado su estatus de subordinación durante
milenios. La negación a las mujeres de su propia historia ha reforzado que
aceptasen la ideología del patriarcado y ha minado el sentimiento de autoestima
de cada mujer. La versión masculina de la historia, legitimada en concepto de
«verdad universal», las ha presentado al margen de la civilización y como
víctimas del proceso histórico. Verse presentada de esta manera y creérselo es
casi peor que ser del todo olvidada. La imagen es completamente falsa para
ambas partes, como ahora sabemos, pero el paso de las mujeres por la historia
ha estado marcado por su lucha en contra de esta distorsión mutiladora. Por
otra parte, durante más de 2.500 años, las mujeres se han encontrado en una
situación de desventaja educativa y se las ha privado de las condiciones para
crear un pensamiento abstracto. Obviamente, esto no depende del sexo; la
capacidad de pensar es inherente a la humanidad: puede alimentársela o
desanimarla, pero no se la puede reprimir. Esto es cierto, sin duda alguna, en
lo que respecta al pensamiento que genera la vida diaria y relacionado con
ella, el nivel de pensamiento en el que la mayoría de hombres y mujeres se
mueven toda la vida. Pero la generación de un pensamiento abstracto y de nuevos
modelos conceptuales -la formación de teorías- es otra cuestión. Esta actividad
depende de que el pensador haya sido educado en lo mejor de las tradiciones
existentes y de que le acepten un grupo de personas instruidas que, con sus
críticas y el intercambio de ideas, le darán un «espaldarazo cultural». Depende
de disponer de tiempo para uno. Por último, depende de que el pensador en
cuestión sea capaz de absorber esos conocimientos y dar luego el salto creativo
a un nuevo orden de ideas. Las mujeres, históricamente, no se han podido valer
de ninguno de estos prerrequisitos necesarios. La discriminación en la
enseñanza les ha impedido acceder a todos estos conocimientos; el «espaldarazo
cultural», institucionalizado en las cotas más altas de los sistemas religioso
y académico, no estaba a su alcance. De manera universal, las mujeres de
cualquier clase han dispuesto siempre de menos tiempo libre que los hombres y,
debido a que tienen que criar a sus hijos además de sus funciones de atender a
la familia, el tiempo libre que tenían por lo general no era para ellas. El
tiempo que necesitan los pensadores para sus trabajos y sus horas de estudio ha
sido respetado como algo privado desde los inicios de la filosofía griega.
Igual que los esclavos de Aristóteles, las mujeres, «que con sus cuerpos
atienden a las necesidades vitales», han sufrido durante más de 2.500 años las
desventajas de un tiempo fraccionado, constantemente interrumpido. Por último,
el tipo de formación del carácter que hace que una mente sea capaz de dar
nuevas conexiones y modelar un nuevo orden de abstracciones ha sido exactamente
el contrario al que se exigía de las mujeres, educadas para aceptar su posición
subordinada y destinadas a prestar servicios dentro de la sociedad. No
obstante, siempre ha existido una pequeña minoría de mujeres privilegiadas, por
lo general pertenecientes a la elite dirigente, que han tenido acceso al mismo
tipo de educación que sus hermanos. De entre sus filas han salido las
intelectuales, las pensadoras, las escritoras, las artistas. Son ellas quienes
en toda la historia nos han podido dar una perspectiva femenina, una
alternativa al pensamiento androcéntrico. Han pagado un precio muy alto por
ello y lo han hecho con enormes dificultades. Estas mujeres, que fueron
admitidas en el centro de la actividad intelectual de su época y en especial de
los últimos cien años, han tenido antes que aprender «a pensar como hombres».
Durante el proceso, muchas de ellas asumieron tanto esa enseñanza que perdieron
la capacidad de concebir alternativas. La manera para pensar en abstracto es
definir con exactitud, crear modelos mentales y generalizar a partir de ellos.
Ese pensamiento, nos han enseñado los hombres, ha de partir de la eliminación
de los sentimientos. Las mujeres, igual que los pobres, los subordinados, los
marginados, tienen un profundo conocimiento de la ambigüedad, de sentimientos
mezclados con ideas, de juicios de valor que colorean las abstracciones. Las
mujeres han experimentado desde siempre la realidad del individuo y la
comunidad, la han conocido y la han compartido. Sin embargo, al vivir en un
mundo en el que no se las valora, su experiencia arrastra el estigma de carecer
de importancia. Por consiguiente, han aprendido a dudar de sus experiencias y a
devaluarlas. ¿Qué sabiduría hay en la menstruación? ¿Qué fuente de saber en
unos pechos llenos de leche? ¿Qué alimento para la abstracción en la rutina de
cocinar y limpiar? El pensamiento patriarcal ha relegado estas experiencias
definidas por el género al reino de lo «natural», de lo intrascendente. El
conocimiento femenino es mera intuición, la conversación entre mujeres,
«cotilleo». Las mujeres se ocupan de lo perpetuamente concreto: experimentan la
realidad día a día, hora a hora, en sus funciones de servicios a otros
(preparando la comida y quitando la suciedad); en su tiempo continuamente
interrumpido; en su atención dividida. ¿Puede alguien generalizar cuando lo
concreto le está tirando de la manga? Él es quien fabrica símbolos y explica el
mundo y ella quien cuida de las necesidades físicas y vitales de él y sus
hijos: el abismo que media entre ambos es enorme. Históricamente, las
pensadoras han tenido que escoger entre vivir una existencia de mujer, con sus
alegrías, cotidianeidad e inmediatez, y vivir una existencia de hombre para así
poder dedicarse a pensar. Durante generaciones esta elección ha sido cruel y
muy costosa. Otras han optado deliberadamente por una existencia fuera del
sistema sexo-género, viviendo solas o con otras mujeres. Muchos de los avances
más importantes dentro del pensamiento femenino nos los dieron esas mujeres
cuya lucha personal por un modo de vida alternativo les sirvió de inspiración
para sus ideas. Pero esas mujeres, durante la mayor parte de la época
histórica, se han visto obligadas a vivir al margen de la sociedad; se las
consideraba «desviaciones» y por ello se hacía difícil generalizar a partir de
sus experiencias y lograr influencia y aprobación. ¿Por qué no ha habido
mujeres creadoras de sistemas? Porque no se puede pensar en lo universal cuando
ya se está excluida de lo genérico. Nunca se ha reconocido el costo social de
la exclusión femenina de la empresa de crear el pensamiento abstracto. Podemos
empezar a calcular lo que ha supuesto a las pensadoras si damos el nombre
exacto a lo que se nos ha hecho y describimos, no importa lo doloroso que
resulte, cómo hemos participado en dicha empresa. Hace tiempo que sabemos que
la violación ha sido una forma de aterrorizarnos y mantenernos sujetas. Ahora
sabemos también que hemos participado, aunque fuera inconscientemente, en la
violación de nuestras mentes. Las mujeres creativas, las escritoras y las
artistas, han luchado asimismo contra una realidad distorsionada. Un canon
literario que se define a partir de la Biblia, los clásicos griegos y Milton
ocultará necesariamente la importancia y el significado de los trabajos
literarios femeninos, del mismo modo que los historiadores hicieron desaparecer
las actividades de las mujeres. El esfuerzo por resucitar este significado y
revalorar la obra literaria y la poesía feministas nos han adentrado en la
lectura de una literatura femenina que muestra una visión del mundo oculta,
deliberadamente tendenciosa y sin embargo intensa. Gracias a las
reinterpretaciones que han realizado las críticas literarias feministas estamos
descubriendo entre las escritoras de los siglos XVIII y XIX un lenguaje
femenino repleto de metáforas, símbolos y mitos. Los temas son a menudo profundamente
subversivos ante la tradición masculina. Presentan críticas a la interpretación
bíblica de la caída de Adán; un rechazo a la dicotomía diosa/bruja; una
proyección o miedo ante la división de la personalidad. El aspecto intenso de
la creatividad masculina queda simbolizado en las heroínas dotadas con poderes
mágicos de bondad o en mujeres fuertes a las que se destierra en sótanos o a
vivir como «la loca del ático». Otras autoras escriben metáforas en las que se
concede un alto valor al diminuto espacio doméstico, convirtiéndolo en un
símbolo del mundo. Durante siglos encontramos en las obras literarias femeninas
una búsqueda patética, casi desesperada, de una Historia de las mujeres mucho
antes de que existieran esos estudios. Las escritoras decimonónicas leían con
avidez los trabajos de las novelistas del siglo XVIII; releían una y otra vez
las «vidas» de reinas, abadesas, poetizas, mujeres instruidas. Las primeras
«compiladoras» indagaban en la Biblia y en todas las fuentes históricas a las
que tenían acceso para crear tomos voluminosos repletos de heroínas femeninas.
Las voces literarias femeninas, que el sistema masculino dominante marginó y
trivializó con éxito, sobrevivieron a pesar de todo. Las voces de mujeres
anónimas estaban presentes, como una corriente sólida, en la tradición oral,
las canciones populares y las canciones infantiles, en los cuentos que hablan
de brujas poderosas y hadas buenas. A través del punto, el bordado y el tejido
de colchas la creatividad artística femenina expreso una visión alternativa en
las cartas, diarios, oraciones y canciones latía y pervivía la fuerza de la
creatividad femenina para generar símbolos. Todo este trabajo será el tema de
nuestra investigación en el próximo volumen. Cómo se las arreglaron las mujeres
para sobrevivir bajo la hegemonía cultural masculina; qué efecto e influencia
tuvieron sobre el sistema de símbolos patriarcal; cómo y en qué condiciones
lograron crear una visión alternativa, feminista, del mundo. Estas son las
cuestiones que examinaremos para seguir los derroteros del surgimiento de la
conciencia feminista como un fenómeno histórico. Las mujeres y los hombres han
ingresado en el proceso histórico en ocasiones diferentes y han pasado por él a
un ritmo distinto. Si el registro, la definición y la interpretación del pasado
señalan la entrada del hombre en la historia, ello ocurrió en el tercer milenio
a.C. En el caso de las mujeres (y sólo de algunas) sucedió, salvo notables
excepciones, en el siglo XIX. Hasta entonces toda la Historia era para las
mujeres prehistoria. La falta de conocimientos que tenemos de nuestra propia
historia de luchas y logros ha sido una de las principales maneras de
mantenernos subordinadas. Pero incluso a aquellas de nosotras que nos
consideramos pensadoras feministas y que estamos inmersas en el proceso de
criticar las ideas tradicionales, nos refrenan todavía los impedimentos cuya
existencia no admitimos y que están en el fondo de nuestra psique. La nueva
mujer afronta el reto de su definición de individuo. ¿Cómo puede su osado
pensamiento -que da un nombre a lo que hasta hace poco era innombrable, que
pregunta cuestiones que todas las autoridades catalogan de «inexistentes»-,
cómo puede ese pensamiento coexistir con su vida como mujer? Cuando sale de las
construcciones patriarcales afronta, como señaló Mary Daly, la «nada
existencial». Y, de un modo más inmediato, ella teme la amenaza de una pérdida
de comunicación, de la aprobación y del amor del hombre (o los hombres) de su
vida. La renuncia al amor y catalogar de «pervertidas» a las pensadoras han
sido, históricamente, los medios de desalentar el trabajo intelectual de las
mujeres. En el pasado y en el presente muchas mujeres nuevas han recurrido a
otras como objeto de su amor y reforzadoras de la personalidad. Las feministas
heterosexuales de cualquier época han sacado fuerzas de su amistad con mujeres,
de su celibato voluntario o de la separación entre amor y sexo. Ningún pensador
varón se ha visto amenazado en su persona y en su vida amorosa como precio a sus
ideas. No deberíamos subestimar la importancia de este aspecto del control del
género como una fuerza que impide a las mujeres participar de pleno en el
proceso de creación de sistemas de pensamiento. Afortunadamente para esta
generación de mujeres instruidas, la liberación ha supuesto la ruptura con ese
dominio emocional y el refuerzo consciente de nuestras personalidades gracias
al apoyo de otras mujeres. Tampoco es este el fin de nuestras dificultades.
Acorde con nuestros condicionamientos de género históricos, las mujeres han
aspirado a agradar y han evitado por todos los medios la desaprobación. No es
la preparación idónea para dar ese salto a lo desconocido que se exige a
quienes elaboran sistemas nuevos. Por otra parte, cualquier mujer nueva ha sido
educada dentro del pensamiento patriarcal. Todas tenemos al menos un gran
hombre en nuestra cabeza. La falta de conocimientos del pasado de las mujeres
nos ha privado de heroínas femeninas, una situación que sólo recientemente ha
empezado a corregirse con el desarrollo de la Historia de las mujeres. Por
tanto, y durante largo tiempo, las pensadoras han renovado sistemas ideológicos
creados por los hombres, entablando diálogo con las grandes mentes masculinas
que ocupan sus cabezas. Elizabeth Cady Stanton lo hizo con la Biblia, los
padres de la Iglesia; los fundadores de la república norteamericana; Kate
Millet debatió con Freud, Norman Mailer y el mundo literario liberal; Simone De
Beauvoir, con Sartre, Marx y Camus; todas las feministas marxistas dialogan con
Marx y Engels y algo también con Freud. En este diálogo la mujer simplemente
procura aceptar cualquier cosa que le sea útil del gran sistema del varón. Pero
en estos sistemas la mujer -como concepto, entidad colectiva, individuo- está
marginada o se la incluye en ellos. Al aceptar este diálogo, las pensadoras
permanecen más tiempo del debido en los territorios o el planteamiento de
cuestiones definidas por los «grandes hombres». Y durante todo el tiempo en que
lo hacen se secan las fuentes de nuevas ideas. El pensamiento revolucionario ha
estado siempre basado en conceder un valor más alto a la experiencia de los
oprimidos. El campesino tuvo que aprender a creerse la importancia de su
experiencia laboral antes de que pudiera atreverse a desafiar a los señores
feudales. El obrero industrial ha tenido que llegar a una «conciencia de clase»
y los negros a una «conciencia racial» antes que la liberación pudiera
concretarse en una teoría revolucionaria. Los oprimidos han creado y aprendido
al mismo tiempo: el proceso de llegar a ser una persona o un grupo recién
concienciado es en sí liberador. Lo mismo con las mujeres. El cambio de
conciencia que hemos de hacer nosotras se produce en dos pasos: hemos de poner
en el centro, al menos por un tiempo, a las mujeres. Hemos de aparcar, en la
medida de lo posible, el pensamiento patriarcal. Centrarse en las mujeres
significa: al preguntar si las mujeres están en el centro de este argumento,
¿cómo lo definiríamos? Significa ignorar cualquier testimonio de marginación femenina
porque, incluso cuando parece que las mujeres se hallan al margen, es
consecuencia de la intervención del patriarcado; y por lo general también eso
es mera apariencia. La asunción básica debería ser que es inconcebible que haya
ocurrido algo en el mundo sin que las mujeres no estuvieran implicadas, a menos
que por medio de la coerción o de la represión se les hubiera impedido
expresamente participar. Cuando se usen los métodos y los conceptos de los
sistemas de pensamiento tradicionales, habrá que hacerlo desde el punto de
vista de la centralidad de las mujeres. No se las puede colocar en los espacios
vacíos del pensamiento y los sistemas patriarcales: al situarse en el centro
transforman el sistema. Aparcar el sistema patriarcal significa: mostrarse
escépticas ante cualquier sistema de pensamiento conocido; ser críticas ante
cualquier supuesto, valor de orden y definición. Verificar una aseveración
fiándonos de nuestra propia experiencia femenina. Puesto que habitualmente se
ha trivializado o hecho caso omiso de esa experiencia, significa superar la
inculcada resistencia que hay en nosotras a aceptar nuestra valía y la validez
de nuestros conocimientos. Significa desembarazarse del gran hombre que hay en
nuestra cabeza y sustituirle por nosotras mismas, por nuestras hermanas, por
nuestras anónimas antepasadas. Mostrarse críticas ante nuestro propio
pensamiento que, después de todo, es un pensamiento formado dentro de la
tradición patriarcal. Por último, significa buscar el coraje intelectual, el
coraje para estar solas, el coraje para ir más allá de nuestra comprensión; el
coraje para arriesgarse a fracasar. Puede que el mayor desafío para las
pensadoras sea el de pasar del deseo de seguridad y aprobación a la cualidad
«menos femenina» de todas: la arrogancia intelectual, el supremo orgullo que da
derecho a reordenar el mundo. El orgullo de los creadores de Dios, el orgullo
de los que levantaron el sistema masculino. El sistema del patriarcado es una
costumbre histórica; tuvo un comienzo y tendrá un final. Parece que su época ya
toca fin; ya no es útil ni a hombres, ni a mujeres y con su vínculo inseparable
con el militarismo, la jerarquía y el racismo, amenaza la existencia de vida
sobre la tierra. Qué es lo que le seguirá, qué tipo de estructura será la base
a formas alternativas de organización social, todavía no lo podemos saber.
Vivimos en una época de cambios sin precedentes. Estamos en el proceso de
llegar a ser. Pero ahora al menos sabemos que la mente de la mujer, al fin
libre de trabas después de tantos milenios, participará en dar una visión, un
orden, soluciones. Las mujeres por fin están exigiendo, como lo hicieran los
hombres en el Renacimiento, el derecho a explicar, el derecho a definir. Las
mujeres, cuando piensan fuera del patriarcado, añaden ideas que transforman el
proceso de redefinición. Mientras que tanto hombres como mujeres consideren
«natural» la subordinación de la mitad de la raza humana a la otra mitad, será
imposible visionar una sociedad en la que las diferencias no connoten dominación
o subordinación. La crítica feminista del edificio de conocimientos
patriarcales está sentando las bases para un análisis correcto de la realidad,
en el que al menos pueda distinguirse entre el todo y la parte. La Historia de
las mujeres, la herramienta imprescindible para crear una conciencia feminista
entre las mujeres, está proporcionando el corpus de experiencias con el cual
pueda verificarse una nueva teoría, y la base sobre la que se puede apoyar la
visión femenina. Una visión feminista del mundo permitirá que mujeres y hombres
liberen sus mentes del pensamiento patriarcal y finalmente construyan un mundo
libre de dominaciones y jerarquías, un mundo que sea verdaderamente humano.
Ja Jaja Jajaja
ResponderEliminarPor ahí este artículo le causa más gracia... Nos place que la gente se entretenga y la pase fenomenal, creo que le va a gustar... Saludos
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