Revista Nos Disparan desde el Campanario Año IV Nro. 55 FILOSOFÍA Friedrich Nietzsche y la necesidad de creer que posee el ser humano para lograr prosperar
Fuente: Bloghemia
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"Quien con monstruos lucha cuide de convertirse a su vez en
monstruo.
Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de
ti.".
Texto del filósofo
alemán Friedrich Nietzsche del siglo XIX conocido por su crítica radical a
la moral tradicional, la religión y la metafísica
El grado de fuerza de un individuo (o
de debilidad, por decirlo más claramente) se manifiesta en la necesidad que
tiene de creer para prosperar, de contar con un elemento «estable» lo más
sólido posible para apoyarse en él. Me parece que en Europa el cristianismo
sigue siendo hoy necesario para la mayoría, porque en él se encuentran todavía
creencias. Así es el hombre; si necesita un artículo de fe, aunque se lo
desmientan de mil maneras, no dejará de considerarlo «verdadero», de acuerdo
con aquella célebre «prueba de fuerza» de la que habla la Biblia. Algunos
siguen necesitando la metafísica; pero está también ese impetuoso deseo de
certeza que hoy estalla en las masas, bajo la forma científico positivista, ese
deseo de querer poseer algo absolutamente estable (mientras que con el calor de
ese deseo preocupa muy poco contar con argumentos propios para fundar la
certeza). Todo esto manifiesta igualmente la necesidad de apoyo, de sostén, de
ese instinto de debilidad que, en definitiva, no da origen a las religiones, a
las metafísicas, a las convicciones de todas clases, pero las conserva. Por
otra parte, todos estos sistemas positivistas están envueltos en humaredas de
un negro pesimismo, que tienen algo de cansancio, de fatalismo, de desilusión,
de miedo a una nueva desilusión, o manifiestan visiblemente también
resentimiento, malhumor, anarquismo exasperado, junto a todos los otros
síntomas o disfraces del sentimiento de debilidad.
Incluso es siempre una muestra de la
necesidad de una creencia, de un apoyo, de un asidero, de un sostén, la
violencia con la que nuestros más inteligentes contemporáneos se pierden en
miserables sectas como el patrioterismo (por designar lo que hoy en Francia
llaman chauvinisme, en Alemania deutsch) o en las doctrinas de grupos
estéticos, como el naturalisme parisién (que no pone en evidencia más que el
aspecto de la naturaleza que inspira asco y estupor —a este aspecto se lo llama
hoy la verdad verdadera; o en el nihilismo según el modelo de San Petersburgo,
es decir, en la creencia en la virtud de la falta, llevada hasta el martirio—).
La creencia es siempre anhelada con más urgencia cuando falta la voluntad, pues
la voluntad como pasión de mando representa el signo distintivo de la soberanía
y de la fuerza. Es así cuando menos se sabe mandar y más se experimenta con
urgencia el deseo de una realidad, de un ser o de una autoridad que ordene con
energía, ya sea un dios, un príncipe, un estado social, un médico, un confesor,
un dogma o una conciencia de partido. De este modo, es lícito concluir que las
dos religiones universales, el budismo y el cristianismo, podrían deber su
nacimiento y su rápida propagación a un extraordinario agotamiento de la
voluntad. Y así ha sido en realidad, si estimamos que las dos religiones
mostraron el deseo de un «debes» exaltado desesperadamente hasta el absurdo por
la enfermedad de la voluntad. Al predicar el fanatismo en los tiempos del
debilitamiento de la voluntad, ofrecieron a innumerables almas un sostén, una
nueva posibilidad de querer, un placer en el ejercicio de la voluntad. Pues el
fanatismo es la única «fuerza de voluntad» a la que pueden tener acceso también
los débiles y los inseguros; en la medida en que hipnotiza de algún modo la
totalidad del sistema intelectual que descansa en la percepción del mundo
sensible, provoca la hipertrofia de un punto de vista conceptual y afectivo
particular que predomina en adelante; el cristianismo lo llamará su fe. En
cuanto un hombre llega al convencimiento extremo de que ha de recibir una
orden, se convierte en creyente. Por el contrario, se podría concebir una
autodeterminación alegre y fuerte, una libertad en el querer, ante la cual un
espíritu desecharía toda creencia y todo deseo de certeza, por haberse
ejercitado manteniendo el equilibrio sobre el ligero alambre de la posibilidad,
incluso bailando al borde del abismo.
Un espíritu así sería el espíritu
libre por excelencia.
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