Revista Nos Disparan desde el Campanario Año IV Nro. 55… PSICOLOGÍA SOCIAL ... Pensamos junto a Erich Fromm
El Ser Humano: ¿Lobo o Cordero?
Hay muchos que creen que los hombres son
corderos; hay otros que creen que los hombres son lobos. Las dos partes pueden
acumular buenos argumentos a favor de sus respectivas posiciones. Los que dicen
que los hombres son corderos no tienen más que señalar el hecho de que a los
hombres se les induce fácilmente a hacer lo que se les dice, aunque sea
perjudicial para ellos mismos; que siguieron a sus líderes en guerras que no
les produjeron más que destrucción; que creyeron toda suerte de insensateces
sólo con que se expusieran con vigor suficiente y las apoyara la fuerza, desde
las broncas amenazas de los sacerdotes y de los reyes hasta las suaves voces de
los inductores ocultos y no tan ocultos. Parece que la mayoría de los hombres
son niños sugestionables y despiertos a medias, dispuestos a rendir su voluntad
a cualquiera que hable con voz suficientemente amenazadora o dulce para
persuadirlos. Realmente, quien tiene una convicción bastante fuerte para
resistir la oposición de la multitud es la excepción y no la regla, excepción
con frecuencia admirada siglos más tarde y de la que, por lo general, se
burlaron sus contemporáneos.
Sobre este supuesto de que los hombres son
corderos erigieron sus sistemas los grandes inquisidores y los dictadores. Más
aún, esta creencia de que los hombres son corderos y que, por lo tanto,
necesitan jefes que tomen decisiones por ellos, ha dado con frecuencia a los
jefes el convencimiento sincero de que estaban cumpliendo un deber moral
—aunque un deber trágico— si daban al hombre lo que éste quería, si eran jefes
que lo libraban de la responsabilidad y la libertad. Pero si la mayor
parte de los hombres fueron corderos, ¿por qué la vida del hombre es tan
diferente de la del cordero? Su historia se escribió con sangre; es una
historia de violencia constante, en la que la fuerza se usó casi
invariablemente para doblegar su voluntad.
¿Exterminó Talaat Pachá por sí solo millones
de armenios? ¿Exterminó Hitler por sí solo millones de judíos? ¿Exterminó
Stalin por sí solo millones de enemigos políticos? Esos hombres no estaban
solos. Contaban con miles de hombres que mataban por ellos, y que lo hacían no
sólo voluntariamente, sino con placer. ¿No vemos por todas partes la
inhumanidad del hombre para el hombre, en guerras despiadadas, en asesinatos y
violaciones, en la explotación despiadada del débil por el fuerte, y en el
hecho de que el espectáculo de las criaturas torturadas y dolientes haya caído
con tanta frecuencia en oídos Sordos y en corazones duros? Todos estos hechos
han llevado a pensadores como Hobbes a la conclusión de que homo homini lupus
(el hombre es un lobo para el hombre); y a muchos de nosotros nos ha llevado
hoy a suponer que el hombre es maligno y destructor por naturaleza, que es un
homicida que solo por el miedo a homicidas más fuertes puede abstenerse de su
pasatiempo favorito.
Pero los argumentos de las dos partes nos
dejan desconcertados. Es cierto que podemos conocer personalmente algunos
asesinos y sádicos potenciales y manifiestos tan despiadados como lo fueron
Stalin y Hitler; pero éstas son las excepciones y no la regla. ¿Supondríamos
que tú y yo y la mayor parte de los hombres corrientes son lobos disfrazados de
corderos, y que nuestra «verdadera naturaleza» se manifestara una vez que nos
libremos de las inhibiciones que nos han impedido hasta ahora obrar como
bestias? Este supuesto es difícil de refutar, pero no es enteramente
convincente. Hay numerosas oportunidades para la crueldad y el sadismo en la
vida diaria en las que las gentes podrían permitírselos sin miedo a
represalias; pero mucha gente no lo hace; en realidad, muchos reaccionan con
cierto sentimiento de repugnancia cuando presencian actos de crueldad y de
sadismo.
¿Hay, pues, otra explicación quizá mejor para
la desconcertante contradicción que estamos tratando? ¿Supondremos que la
respuesta más sencilla es que hay una minoría de lobos que viven entre una
mayoría de corderos? Los lobos desean matar; los corderos quieren imitarlos. De
ahí que los lobos pongan a los corderos a matar, asesinar y estrangular, y los
corderos obedecen no porque gocen con ello, sino porque quieren imitar; y aun
entonces los matadores tienen que inventar historias sobre la nobleza de su
causa, sobre la defensa, sobre las amenazas a la libertad, sobre la venganza de
niños muertos a bayonetazos, de mujeres violadas, del honor mancillado, para
hacer que la mayoría de los corderos actúen como lobos. Esta explicación parece
admisible, pero aún deja muchas dudas. ¿No implica que hay dos razas humanas,
por así decirlo, la de los lobos y la de los corderos? Además, ¿cómo es que los
corderos pueden ser tan fácilmente inducidos a obrar como lobos si no estuviera
en su naturaleza hacerlo, aun estipulando que se les presente la violencia como
un deber sagrado? Nuestro supuesto relativo a lobos y corderos quizá no es
sostenible. ¿Quizá es cierto, después de todo, que los lobos no hacen sino
representar la cualidad esencial de la naturaleza humana de manera más franca
que la inmensa mayoría? O, después de todo, quizá es erróneo todo el dilema.
¿Quizá el hombre es a la vez lobo y cordero, o ni lobo ni cordero?
La respuesta a estas preguntas es hoy de
importancia decisiva, cuando las naciones piensan en usar las fuerzas más
destructoras para exterminar a sus «enemigos» y no parece disuadirlas ni
siquiera la posibilidad de que ellas mismas perezcan en el holocausto. Si
estamos convencidos de que la naturaleza humana es intrínsecamente propicia a
destruir, que está arraigada en ella la necesidad de usar la fuerza y la
violencia, nuestra resistencia a la brutalización creciente será cada vez más
débil. ¿Por qué hacer resistencia a los lobos si todos somos lobos, aunque unos
más que otros?
La cuestión de si el hombre es lobo o cordero
no es más que una formulación especial de una cuestión que, en sus aspectos más
amplios y más generales, fue uno de los problemas más fundamentales del
pensamiento teológico y filosófico occidental:
¿Es el hombre fundamentalmente malo y
corrompido, o es fundamentalmente bueno y perfectible? El Antiguo Testamento no
toma la posición de la corrupción fundamental del hombre. La desobediencia de
Adán y Eva a Dios no se llama pecado; en ningún lugar hay un indicio de que esa
desobediencia haya corrompido al hombre. Por el contrario, la desobediencia es
la condición para el conocimiento de sí mismo por parte del hombre, por su
capacidad de elegir, y así, en último análisis, ese primer acto de desobediencia
es el primer paso del hombre hacia la libertad. Parece que su desobediencia
hasta estaba en el plan de Dios; porque, según el pensamiento profético,
precisamente porque fue expulsado del Paraíso es capaz el hombre de hacer su
propia historia, de desarrollar sus potencias humanas y de alcanzar una armonía
nueva con el hombre y la naturaleza como individuo plenamente desarrollado, en
vez de la armonía anterior en que todavía no era un individuo. El concepto
mesiánico de los profetas implica, ciertamente, que el hombre no está
corrompido fundamentalmente, que se le puede salvar sin ningún acto especial de
la gracia de Dios. Pero no implica que esa capacidad para el bien prevalezca
necesariamente. Si el hombre hace el mal, se hace más malo. Así, el corazón del
faraón «se endurece» porque persiste en hacer el mal; se endurece hasta un
punto en que no es posible el cambio ni el arrepentimiento. El Antiguo
Testamento ofrece por lo menos tantos ejemplos de hacer el mal como de hacer el
bien, y no exime ni aun a figuras glorificadas como el rey David de la lista de
los hacedores del mal. La posición del Antiguo Testamento es que el hombre
tiene las dos capacidades —la del bien y la del mal— y que tiene que elegir
entre el bien y el mal, entre la bienaventuranza y la execración, entre la vida
y la muerte. Dios no interviene en su elección; presta ayuda enviando sus
mensajeros, los profetas, a enseñar las normas que conducen a distinguir la
bondad, a identificar el mal, y a amonestar y protestar. Pero hecho eso, se le
deja solo al hombre con sus «dos fuerzas», la fuerza para el bien y la fuerza
para el mal, y la decisión es suya únicamente.
La actitud cristiana fue diferente. En el
curso del desarrollo de la Iglesia cristiana, la desobediencia de Adán fue
considerada pecado. En realidad, un pecado tan grave que corrompió su
naturaleza y con ella la de todos sus descendientes, y así el hombre no podría
nunca por su propio esfuerzo librarse de dicha corrupción. Sólo el acto de
gracia de Dios, la aparición de Cristo, que murió por el hombre, podría
extinguir la corrupción humana y ofrecer la salvación a quienes reconociesen a
Cristo. Pero el dogma del pecado original no dejó, de ningún modo, de
encontrar oposición en la Iglesia. Pelagio lo atacó, pero fue vencido. Los humanistas
del Renacimiento pertenecientes a la Iglesia procuraron debilitarlo, aunque no
podían atacarlo ni negarlo directamente, mientras lo hicieron muchos herejes.
Si algo tuvo Lutero, fue una opinión aún más radical de la maldad y la
corrupción innatas del hombre, mientras que los pensadores del Renacimiento, y
posteriormente de la Ilustración, dieron un paso decisivo en la dirección
contraria. Sostenían estos últimos que toda la maldad del hombre no era más que
el resultado de las circunstancias, y por ende que el hombre no tenía en
realidad que elegir. Cámbiense las circunstancias que producen el mal —así
pensaban—, y se manifestará casi automáticamente la bondad original del hombre.
Esta opinión también coloreó el pensamiento de Marx y de sus sucesores. La creencia
en la bondad del hombre fue resultado de la nueva confianza del hombre en sí
mismo, adquirida como consecuencia del enorme progreso económico y político que
empezó con el Renacimiento. Por el contrario, la bancarrota moral de Occidente,
que empezó con la primera Guerra Mundial y llevó, más allá de Hitler y Stalin,
de Coventry y Hiroshima, a la preparación actual para el exterminio universal,
puso de manifiesto una vez más la insistencia tradicional sobre la
predisposición del hombre al mal. Esta nueva insistencia fue un saludable
antídoto para la subestimación del potencial intrínseco de maldad que hay en el
hombre; pero sirvió también con frecuencia para burlarse de quienes no habían
perdido la fe en el hombre, en ocasiones interpretando erróneamente, o hasta
deformando, su posición.
Por haber sido desfiguradas con frecuencia mis
opiniones, haciéndolas subestimar la capacidad para el mal que hay en el
hombre, deseo subrayar que ese optimismo sentimental no es el tono de mi
pensamiento. Realmente, sería difícil, para quien haya tenido una larga
experiencia clínica como psicoanalista, subestimar las fuerzas destructoras que
hay en el hombre. En pacientes gravemente enfermos ve funcionar esas fuerzas y
experimenta la enorme dificultad de detenerlas o de canalizar su energía en
direcciones constructivas. Sería igualmente difícil para cualquier persona que
presenció el estallido explosivo de maldad y de instinto destructor desde los
comienzos de la primera Guerra Mundial, no ver la potencia y la intensidad de
la capacidad destructora humana. Pero existe el peligro de que la sensación de
impotencia de que hoy es presa la gente —los intelectuales lo mismo que el
individuo ordinario— cada vez en mayor grado, la induzca a aceptar una versión
nueva de la corrupción y del pecado original que sirva de racionalización a la
opinión derrotista de que no puede evitarse la guerra porque es consecuencia de
la capacidad destructora de la naturaleza humana. Semejante opinión, que en
ocasiones se jacta de su exquisito realismo, es irrealista por dos razones. En
primer lugar, la intensidad de las tendencias destructoras no implica de
ninguna manera que sean invencibles o ni aun dominantes. La segunda falacia de
esta opinión está en la premisa de que las guerras son primordialmente
consecuencia de fuerzas psicológicas. No es necesario detenerse sobre esta
falacia del «psicologismo» en la comprensión de los fenómenos sociales y
políticos. Las guerras son consecuencia de la decisión de desencadenarlas de
líderes políticos, militares y de los negocios para adquirir territorio,
recursos naturales, ventajas comerciales; para la defensa contra amenazas
reales o supuestas a la seguridad de su país por otra potencia; o por la razón
de reforzar su prestigio y gloria personales. Esos hombres no son diferentes
del hombre ordinario: son egoístas, con poca capacidad para renunciar a las
ventajas personales en beneficio de otros; pero no son crueles ni malignos.
Cuando tales hombres —que en la vida ordinaria probablemente harían más bien
que mal— llegan a puestos de poder desde los que mandan a millones de hombres y
controlan las armas más destructoras, pueden causar daños inmensos. En la vida
civil podrían haber destruido a un competidor; en nuestro mundo de Estados
poderosos y soberanos («soberano» significa no sometido a ninguna ley moral que
restrinja la acción del Estado soberano), pueden destruir a la especie humana.
El hombre ordinario con poder extraordinario es el principal peligro para la
humanidad, y no el malvado o el sádico. Pero así como se necesitan armas para
hacer la guerra, se necesitan las pasiones del odio, de la indignación, de la
destrucción y del miedo para hacer que millones de hombres arriesguen la vida y
se conviertan en asesinos. Esas pasiones son condiciones necesarias para
desencadenar la guerra; no son sus causas, como tampoco lo son los cañones y
las bombas por sí mismos. Muchos observadores han comentado que la guerra
nuclear difiere en este respecto de la guerra tradicional. El individuo que
oprime los botones que dispararán proyectiles con cargas nucleares, uno solo de
los cuales puede matar a centenares de miles de personas, difícilmente tendrá
la sensación de matar a alguien en el sentido en que un soldado tuvo esa
sensación cuando empleó su bayoneta o su ametralladora. Pero, aun cuando el
acto de disparar armas nucleares no es, conscientemente, más que obediencia
fiel a una orden, queda en pie la cuestión de saber si en los estratos más
profundos de la personalidad existe o no una profunda indiferencia para la vida,
ya que no impulsos destructores, que haga posibles tales actos.
Escogeré tres fenómenos que, en mi opinión,
constituyen la base de la forma más maligna y peligrosa de la orientación
humana; son el amor a la muerte, el narcisismo maligno y la fijación simbiótico-incestuosa.
Las tres orientaciones, cuando se combinan, forman el «síndrome de decadencia»,
el que mueve al hombre a destruir por el gusto de destrucción, y a odiar por el
gusto de odiar. En oposición al «síndrome de decadencia» describiré el «síndrome
de crecimiento», que consiste en el amor a la vida (en cuanto opuesto al amor a
la muerte), el amor al hombre (opuesto al narcisismo) y la independencia
(opuesta a la fijación simbiótico-incestuosa). Sólo en una minoría de
individuos aparece plenamente desarrollado uno u otro de los dos síndromes.
Pero es innegable que cada individuo avanza en la dirección que ha elegido: la
de la vida o la de la muerte, la del bien o la del mal.
2- La Necesidad de Sobrevivir
A fin de comprender plenamente la circunstancia
humana y las posibles elecciones que el hombre enfrenta, debemos estudiar otro
tipo de conflicto fundamental inherente a la existencia humana. Por cuanto que
el ser humano tiene un cuerpo y necesidades corporales, las mismas
esencialmente que las del animal, tiene también un impulso intrínseco a
sobrevivir físicamente, aun cuando los métodos que emplea no poseen el carácter
instintivo y reflejo que está más desarrollado en el animal. El cuerpo del
hombre lo hace querer sobrevivir sin importar las circunstancias, aun las
relacionadas con la felicidad o con la infelicidad, con la esclavitud o la
libertad. Consecuencia de esto es que el hombre debe trabajar u obligar a otros
a que trabajen para él. En el pasado, el hombre invirtió la mayor parte de su
tiempo en la recolección de alimentos. Utilizo aquí la expresión
"recolección de alimentos" en un sentido muy amplio. En el animal,
esto quiere decir esencialmente recoger el alimento en la cantidad y la calidad
que su aparato instintivo le indica. En el hombre hay una flexibilidad mucho
mayor en cuanto al tipo de alimento que puede elegir; pero, por encima de esto,
el hombre, una vez que ha comenzado el proceso de la civilización, trabaja no
sólo para reunir alimento, sino para vestirse, para construir refugios y, en
las culturas más avanzadas, para producir las variadas cosas que, sin ser
estrictamente necesarias para su supervivencia física, se han desplegado como
necesidades reales formando la base material de una vida que permite el
desarrollo de la cultura.
Si el hombre estuviera satisfecho con gastar
su vida cuidando de su subsistencia, no habría problema. Aunque no tiene el
instinto de la hormiga, podría soportar perfectamente una existencia de
hormiga. Sin embargo, forma parte de la condición humana el que el hombre no
esté satisfecho con ser una hormiga, el que al lado de esta esfera de la
supervivencia biológica o material haya una esfera característica del hombre,
que podemos llamar transutilitaria o de la trans-supervivencia.
¿Qué significa esto? Pues que precisamente
porque el hombre tiene conciencia e imaginación y el poder de ser libre, tiende
connaturalmente a no ser, como Einstein dijo una vez, un "dado que se
arroja del cubilete". El quiere no sólo saber lo que se necesita para sobrevivir,
sino comprender qué es la vida humana. Constituye entre los seres vivos el
único caso que tiene consciencia de sí mismo. Y quiere utilizar las facultades
que ha desarrollado en el proceso de la historia, las cuales le sirven más que
el proceso de la mera supervivencia biológica. El hambre y el sexo, en cuanto
fenómenos puramente fisiológicos, pertenecen a la esfera de la supervivencia.
(El sistema psicológico de Freud padece de este error definitivo que era parte
del materialismo mecanicista de su tiempo y que lo llevó a erigir una
psicología sobre esas pulsiones que están al servicio de la supervivencia.)
Pero el hombre tiene pasiones que son específicamente humanas y que trascienden
la función supervivencial.
Nadie ha expresado esto más claramente que
Marx: "La pasión es el esfuerzo de las facultades del hombre para obtener
su objeto." En este aserto, la pasión es considerada un concepto de
relación. El dinamismo de la naturaleza humana, en la medida en que es humano,
se halla arraigado primariamente en esta necesidad del hombre de expresar sus
facultades en relación con el mundo más que en la necesidad de usar al mundo
como un medio para satisfacer sus necesidades fisiológicas. Lo cual quiere
decir: dado que tengo ojos, tengo necesidad de ver; dado que tengo oídos, tengo
necesidad de oír; dado que tengo una mente, tengo la necesidad de pensar; y
dado que tengo corazón, tengo la necesidad de sentir. En una palabra, dado que
soy un hombre, tengo necesidad del hombre y del mundo. Marx escribió muy
claramente y con vehemencia lo que él quiere decir con "facultades
humanas" que relacionan con el mundo: "Todas sus relaciones humanas
con el mundo —ver, oír, oler, gustar, tocar, pensar, observar, sentir, desear,
actuar, amar—, en una palabra, todos los órganos de su individualidad son la...
apropiación (Betätigung) de la realidad humana. . . [En la práctica sólo puedo
relacionarme de una manera humana con una cosa cuando la cosa se
relaciona de una manera humana con el hombre.]"
Los impulsos del hombre, en cuanto son
transutilitarios, expresan una necesidad fundamental y específicamente humana:
la necesidad de relacionarse con el hombre y con la naturaleza y de afirmarse
en esta relación.
Ambas formas de existencia, la de colectar
alimento para sobrevivir, sea en un sentido amplio o estrecho, y la actividad
libre y espontánea, que es la expresión de las facultades del hombre y que
adquiere sentido más allá del trabajo utilitario, son inherentes al existir
humano. Cada sociedad y cada hombre tienen su propio ritmo peculiar en el que
estas dos formas de vida hacen su aparición. Lo que importa es la fuerza
relativa que cada una de ellas presenta y el que una domine a la otra. Tanto la
acción como el pensamiento participan de la doble naturaleza de esta polaridad.
La acción en el plano supervivencia) es lo que comúnmente llamamos trabajo. La
actividad en el plano trans-supervivencial es lo que se designa como juego, al
igual que todas aquellas actividades que se relacionan con el culto, los ritos
y el arte. El pensamiento también aparece en dos formas, una que se halla al
servicio de la función de sobrevivir y la otra al de la de conocer en el
sentido de comprender e intuir. Esta distinción entre el pensamiento
supervivencial y el trans-supervivencial es muy importante para comprender la
consciencia y el llamado inconsciente. Nuestro pensamiento consciente es ese
tipo de pensamiento, ligado al lenguaje, que sigue las categorías sociales de
pensamiento impresas en nuestra mente desde nuestros primeros años. Nuestra
consciencia consiste esencialmente en la advertencia de aquellos fenómenos que
el filtro social, compuesto de lenguaje, lógica y prohibiciones, nos permite
llegar a advertir. Todos los fenómenos que no pueden atravesar el filtro social
permanecen inconscientes o, hablando con más exactitud, nos pasa inadvertido
todo aquello que no puede penetrar en nuestra consciencia porque el filtro
social impide su entrada. Esta es la razón por la que la estructura de la
sociedad determina a la consciencia. Sin embargo, esta afirmación es únicamente
descriptiva. En tanto que el hombre tiene que trabajar dentro de una sociedad
dada, su necesidad de supervivencia lo hace aceptar, generalmente, las
conceptuaciones sociales y reprimir, por consiguiente, lo que advertiría si se
hubieran fijado otros esquemas en su consciencia. No es éste el lugar para dar
ejemplos de esta hipótesis, pero no será difícil para el lector que estudie
otras culturas hallar los suyos propios. Las categorías de pensamiento en la
era industrial son las de cuantificación, abstracción y comparación, las de
ganancias y pérdidas, las de eficiencia e ineficiencia. El miembro de una
sociedad de consumidores de nuestros días, por ejemplo, no necesita reprimir
sus deseos sexuales porque los esquemas de la sociedad industrial no proscriben
el sexo. El miembro de la clase media del siglo XIX, que estaba ocupado
acumulando capital e invirtiéndolo más bien que consumiendo, tenía que reprimir
sus deseos sexuales porque no encajaban en el espíritu adquisitivo y atesorador
de su sociedad o, dicho correctamente, de las clases medias. Y si pensamos en
la sociedad medieval o en la griega, o en culturas tales como la de los indios
pueblos, podemos reconocer fácilmente que fueron muy conscientes de diferentes
aspectos de la vida, cuya entrada a la consciencia estaba garantizada por el
respectivo filtro social, mientras que otros eran tabú.
La condición más notable en la que el hombre
no tiene que aceptar las categorías sociales de su sociedad ocurre durante el
sueño. El sueño es ese estado de la vida en el que el hombre se halla libre de
la necesidad de cuidar de su supervivencia. Cuando está despierto, lo determina
en considerable medida la función supervivencial; pero cuando está dormido, es
un ser libre. Como resultado, su pensamiento no está sujeto a las categorías de
pensamiento de su sociedad y exhibe esa peculiar creatividad que encontramos en
los sueños. El hombre, en el sueño, crea símbolos y tiene notables
penetraciones en la naturaleza de la vida y en la de su propia personalidad que
es incapaz de tener mientras es la criatura ocupada en recolectar el alimento y
en defenderse. Con frecuencia, en verdad, esta falta de contacto con la
realidad social puede llevarlo a tener experiencias y pensamientos arcaicos,
primitivos, malignos, pero que aun así son auténticos y lo representan mejor
que los patrones de pensamiento de su sociedad. En los sueños, el individuo
trasciende los estrechos límites de su sociedad y llega a ser plenamente
humano. He aquí por qué el descubrimiento de Freud de la interpretación
onírica, aun cuando él buscara básicamente los instintos sexuales reprimidos,
abrió el camino para comprender la humanidad no sujeta a censura que vive en
todos nosotros. (Algunas veces los niños, antes de que hayan sido suficientemente
indoctrinados por el proceso educativo, y los psicóticos que han roto toda
relación con el mundo social, muestran intuiciones y potencialidades artísticas
y creativas que el adulto adaptado no puede recuperar.)
Pero los sueños son sólo un caso especial de
esa vida trans-supervivencial del hombre. Su principal expresión se halla en
los rituales, los símbolos, la pintura, la poesía, el drama y la música.
Nuestro pensamiento utilitario, muy lógicamente, ha tratado de interpretar
todos estos fenómenos como dependientes de la función de supervivencia. (Un
difundido marxismo se ha unido en ocasiones en sustancia, aunque no en su
forma, a este tipo de materialismo.) Observadores más profundos, como Lewis
Mumford y otros, han puntualizado que las pinturas de las cavernas en Francia y
los ornamentos de la alfarería primitiva, al par que las formas más avanzadas
del arte, carecen de propósitos utilitarios. Podría decirse que su función es
contribuir a la supervivencia del espíritu del hombre, pero no a la de su cuerpo.
En esto consiste la conexión entre belleza y
verdad. La belleza no es lo contrario de lo "feo", sino de lo
"falso"; es la enunciación sensorial de una cosa o de una persona
como tales. Crear belleza presupone, según el pensamiento budista Zen, un
estado mental en el que uno se ha vaciado a fin de llenarse con lo que uno se
representa, de tal manera que se llegue a serlo. "Bello" y
"feo" son categorías meramente convencionales que varían de cultura a
cultura. Un buen ejemplo de nuestro fracaso en aprehender la belleza es la
tendencia de la persona media a mencionar la "puesta del sol" como
ejemplo de belleza, como si la lluvia o la neblina no fueran igualmente bellas,
aunque a veces resulten menos gratas al cuerpo.
Todo gran arte se halla, por su esencia misma,
en conflicto con la sociedad con la que coexiste. Expresa la verdad acerca de
la realidad, a despecho de que esta verdad favorezca o impida los esfuerzos por
sobrevivir de una sociedad dada. Todo gran arte es revolucionario porque se
refiere a la realidad del hombre y pone en duda la realidad de las diversas
formas transitorias de la sociedad humana. Hasta un artista que sea un
reaccionario políticamente es más revolucionario —si es un gran artista— que
los artistas del "realismo socialista", que se limitan a reproducir
la particular forma de su sociedad incluyendo sus contradicciones.
Es un hecho asombroso que el arte no haya sido
proscrito a lo largo de la historia por las distintas fuerzas que existieron y
que existen. Son varias tal vez las razones de esto. Una es que sin arte el ser
humano languidece y acaso ni siquiera sea útil para las finalidades prácticas
de su sociedad. Otra razón es que el gran artista por su particular forma y
perfección ha sido siempre un "extraño" y, en consecuencia, mientras
sólo estimula a la vida y la crea no resulta peligroso porque no traslada su
arte al terreno político. A más de esto, por lo general el arte estaba
únicamente al alcance de las clases cultas o políticamente menos peligrosas de
la sociedad. Los artistas han sido los bufones de la corte de toda historia
pasada. Les permitieron decir la verdad porque la representaban en una forma
artística propia de ellos, pero socialmente restringida.
La sociedad industrial de nuestros días se
enorgullece de que millones de personas tienen oportunidad, y en verdad que la
utilizan, de escuchar excelente música viva o en grabaciones, de ver arte en
los numerosos museos del país y de leer las obras maestras de la literatura
desde Platón hasta Russell en ediciones baratas y fáciles de adquirir. Sin duda
alguna, este encuentro con el arte y la literatura es para una pequeña minoría
una genuina experiencia. Para la vasta mayoría, en cambio, la
"cultura" es otro artículo de consumo y también un símbolo de status,
por cuanto que ver los cuadros "debidos", conocer la
"buena" música y leer los "buenos" libros indica tener una,
educación esmerada y resulta, por tanto, útil para ascender en la escala
social. Lo mejor del arte ha sido transformado en un artículo de consumo, o sea
que se reacciona ante él de una manera enajenada. La prueba es que muchas de
las mismas personas que van a conciertos, escuchan música clásica y compran una
edición barata de Platón miran sin disgusto los programas vulgares y sosos de
la televisión. Si su experiencia con el arte fuera genuina, apagarían sus
aparatos televisores cada vez que presentan "dramas" chabacanos y
triviales.
Sin embargo, el anhelo del hombre por lo
dramático, por lo que toca el fondo de la experiencia humana, no está muerto.
Mientras que la mayoría de los dramas del teatro o del cine no son más que
mercancías no artísticas o productos para consumo enajenado, el
"drama" moderno, cuando es auténtico, es primitivo y bárbaro.
El ansia de drama en estos tiempos se
manifiesta más genuinamente en la atracción por los accidentes, los crímenes y
la violencia reales o de ficción. Un accidente automovilístico o un incendio
atraerá una multitud de gente que observará con gran atención. ¿Por qué es así?
Simplemente porque la confrontación elemental con la vida y la muerte
resquebraja la experiencia convencional y fascina a la gente ansiosa de drama.
Por igual razón, nada vende más un periódico que las noticias de crímenes y de
violencia. El hecho es que mientras, superficialmente, se dispensa a la tragedia
griega o a las pinturas de Rembrandt la más alta estimación, sus verdaderos
sustitutos son el crimen, el asesinato y la violencia, sea que se desarrollen
directamente en la pantalla del televisor o que se los lea en los periódicos.
3- El Hastío Contemporáneo
Reflexionemos ahora un poco sobre la
concepción clásica de la actividad y pasividad tal como la encontramos en
Aristóteles, en Spinoza, en Goethe, en Marx o en muchos otros pensadores
occidentales de los últimos dos milenios. En ellos la actividad se
entiende como algo que da expresión a las fuerzas ínsitas en el hombre, que da
vida, que ayuda a la eclosión tanto de las capacidades corporales como de
las afectivas, tanto de las intelectuales como de las artísticas. Cuando
hablo de fuerzas ínsitas en el hombre, muchas personas quizás no
lo entiendan del todo, pues lo común es que existan
fuerzas, energías, en las máquinas, pero no en los hombres. Y en
la medida en que el hombre dispone de fuerzas, éstas sirven sobre todo a
la finalidad de inventar y manejar máquinas. Va aumentando nuestro asombro
ante la potencia de las máquinas, a la vez que disminuye nuestra percepción de
las maravillosas fuerzas que residen en el hombre.
La frase del poeta griego en la Antígona: «Hay muchas cosas asombrosas en
el mundo, pero nada es más asombroso que el hombre», ya no tiene para
nosotros auténtica significación. El cohete lunar nos parece con
frecuencia mucho más asombroso que el pequeño hombre, y en cierta manera
creemos que con nuestros inventos modernos hemos creado cosas mucho más
maravillosas que Dios cuando creó al hombre. Debemos cambiar de
perspectiva cuando dirigimos nuestro interés a la conciencia y al
despliegue de aquellas múltiples fuerzas que existen en potencia en el
hombre. Lo que está dado en el hombre y espera realizarse es no sólo la
capacidad de hablar y de pensar, sino también el lograr una
comprensión cada vez mayor, el desarrollar una progresiva madurez,
la fuerza del amor o de la expresión artística. La actividad, el
ser activo en el sentido de los autores que he mencionado, es justamente
eso, el desarrollo, la manifestación de esas fuerzas propias del hombre,
que en general permanecen ocultas o reprimidas. Incluiré aquí una cita de Karl
Marx. En verdad, veremos en seguida que se trata de un Marx totalmente
distinto del que se nos presenta en la universidad, en los periódicos o en
la propaganda, tanto de izquierda como de derecha. Tomo la cita de los
Ökonomisch philosophischen Manuskripten
(Manuscritos económico-filosóficos) (MEGA, I, 3, pág. 149): «Si
presuponemos al hombre como hombre y a su conducta respecto del mundo como
una conducta humana, sólo podremos cambiar amor por amor, confianza por
confianza, etc… Si queremos influir sobre otros hombres, debemos ser
hombres que actuamos sobre los demás de una manera realmente estimulante
y promocionante. Todas nuestras conductas respecto del hombre —y de la
Naturaleza— deben ser una manifestación cabal, correspondiente al objeto
perseguido, de nuestra vida real individual. Si amamos sin suscitar un amor
que nos corresponda, es decir, si nuestro amor como tal no produce un
correspondiente amor, si mediante nuestra exteriorización vital como
hombres amantes no nos volvemos hombres amados, ese amor es impotente, es
una desgracia». Vemos que Marx habla aquí del amor como una
actividad. El hombre contemporáneo no piensa realmente que con el
amor crea algo. Sólo le preocupa en general y casi exclusivamente ser
amado, no poder amar él mismo y, por lo tanto producir con su amor el amor
de los demás y dar así a luz en el mundoalgo nuevo, no existente con
anterioridad. Por ello opina que ser amado es una gran casualidad, o que
se lo logra comprando todo lo posible, lo que lleva presuntamente a obtener
el amor de los demás —desde el dentífrico correcto hasta un traje
elegante o el automóvil más caro—. Ahora bien, lo que pasa con el
dentífrico o el traje no lo sé muy bien, pero es lamentablemente un hecho
que muchos hombres son amados debido al magnífico automóvil que poseen.
Debemos añadir que también hay muchos hombres que se interesan más por
el auto que por su mujer. Y entonces todo vuelve aparentemente a
estar en orden —salvo que ambos en poco tiempo llegan a hastiarse e
inclusive a odiarse, porque se han engañado mutuamente o se sienten defraudados—.
Creían ser amados, mientras que en
realidad mantenían una ficción pero no practicaban ningún amor activo. Igualmente,
se entiende por pasividad en el sentido clásico, no que alguien esté
sentado ahí, reflexione, medite o contemple la Naturaleza, sino el mero reaccionar
a algo o el mero ser impulsado. El mero reaccionar: no hay que
olvidar que en la mayoría de los casos somos activos en el sentido de que
reaccionamos ante estímulos, excitaciones, situaciones, que
habitualmente nos exigen hacer algo al recibir la correspondiente señal.
El perro de Pavlov reacciona mostrando apetito cuando oye la campana
que en una oportunidad asoció con el alimento. Luego, cuando come de su
escudilla está naturalmente muy «activo». Pero esta actividad no es sino
una reacción a un estímulo. El animal funciona como una máquina. La
actual psicología del comportamiento se ocupa precisamente de
este proceso: el hombre es un ser que reacciona, si se lo somete a un
estímulo se sigue de inmediato una reacción. Esto se puede hacer con ratas, ratones,
monos, hombres, y hasta con gatos, aunque eso resulta un poco más difícil. En
el caso de los hombres, es lamentablemente muy sencillo.
Se cree que todo comportamiento humano se basa en gran medida en el
principio de la recompensa y el castigo. Recompensar y
castigar constituyen los dos grandes estímulos, y se espera que
el hombre se comporte a este respecto como cualquier animal, en
tanto tenderá a hacer aquello por lo que recibe elogios, y a no hacer lo
que puede acarrearle un castigo. Ni siquiera es necesario que el castigo
sea efectivo, bastará con la amenaza misma. Aunque es necesario que en
algún caso se castigue en forma ejemplar a un par de hombres, de modo que
la amenaza no parezca totalmente vacía. Y ahora el ser impulsado:
observemos a un borracho. Generalmente se muestra muy «activo», grita y
gesticula. O pensemos en un hombre en el estado psicótico que se llama manía.
Tal hombre es superactivo, se cree capaz de ayudar al mundo, pronuncia
discursos, telegrafía, se preocupa por mantener una incesante actividad. Ofrece
la imagen de una monstruosa actividad. Pero sabemos que el motor de
tal actividad reside en un caso en el alcohol y en el otro, el del
enfermo maníaco, en algún desorden electroquímico de su cerebro. Sin embargo,
sus manifestaciones externas son de una extrema actividad. La «actividad»
como mera reacción a un estímulo o como ser impulsado, en la forma de una
pasión, es en el fondo una pasividad, pese a todo el ajetreo que lleve consigo.
La palabra pasión se relaciona con «padecer». Cuando se habla de
un hombre muy apasionado, estamos utilizando una expresión muy
contradictoria. Schleiermacher dijo una vez: «Los celos son una pasión,
pues se busca con afán lo que produce sufrimiento». Esto vale no sólo respecto de
los celos, sino de toda pasión por la que el hombre se sienta impulsado:
la búsqueda de honores, de dinero, de poder, de alimentos para ingerir. Todas
las búsquedas son pasiones que producen sufrimientos. Son pasividades. La
palabra latina «passio» coincide con nuestra palabra «pasión». Nuestro uso
actual es, en este punto, un poco confuso, porque con la palabra pasión se
entienden cosas totalmente distintas. Pero aquí no quiero profundizar este
punto. Si observamos la actividad del hombre que meramente reacciona o es
impulsado a actuar, es decir, del hombre pasivo en el sentido clásico,
vemos que su reacción nunca produce algo nuevo. Es mera rutina. La
reacción vuelve a realizar siempre lo mismo: al mismo estímulo sigue la
misma reacción. Sabemos perfectamente lo que pasará. Todo es calculable. En
este caso no hay ninguna individualidad, no se despliegan potencias, todo
parece programado: a un mismo estímulo corresponde un mismo efecto. Sucede
lo que se observa en las ratas en el laboratorio de psicología animal.
También en la psicología del comportamiento, que considera
fundamentalmente al hombre como un mecanismo, rige el principio de que
éste reacciona a determinados estímulos con determinadas respuestas.
Comprender este proceso, investigarlo y derivar de él recetas, eso se
llama ciencia. Quizás eso sea ciencia, ¡pero humana, no! En efecto, el
hombre viviente no reacciona nunca de la misma manera. A cada momento es otro
hombre. Aunque jamás sea totalmente otro, en todo caso nunca es
el mismo. Heráclito lo expresó así «Es imposible entrar dos veces al mismo
río». Lo cual equivale a: «Todo fluye». Yo diría: la psicología del
comportamiento puede ser una ciencia, pero no es ninguna ciencia del
hombre alienado con métodos alienados, realizada por investigadores alienados.
Está por cierto en condiciones de poner de relieve ciertos aspectos
del hombre, pero justamente lo vivo, lo específicamente humano, ni lo
roza. Querría presentar un ejemplo respecto de la diferencia
entre actividad y pasividad. Ha desempeñado un gran papel en
la psicología industrial norteamericana. El profesor Elton
Mayo realizó el siguiente experimento cuando la Western
Electric Company le solicitó que averiguara cómo se podía mejorar
la productividad de obreras, por lo demás no calificadas, en
los talleres Hawthorne de Chicago. Se pensaba entonces que quizás
trabajarían mejor si se les daban diez minutos libres por la mañana
y quizás otros diez minutos como descanso para el café, etcétera. Esas
operarías no calificadas debían realizar una tarea que era muy monótona:
devanar bobinas. Eso no requiere ningún arte, ningún esfuerzo, es lo más
pasivo y monótono que se pueda imaginar. Entonces Elton Mayo les explicó su
experimento y estableció al comienzo la pausa para el café a medianoche.
En seguida resultó un aumento de la productividad. Eso era espléndido,
porque se demostraba qué bien funcionaba el método. Luego agregó la pausa
de la mañana, y volvió a aumentar la productividad. Otras
ventajas concedidas produjeron también una mayor productividad,
de modo que los cálculos resultaron exactos. Un profesor común habría
terminado en este punto y habría aconsejado a los directivos de la Western
Electric Company que obtuvieran una mayor productividad mediante la
concesión de un tiempo de descanso de veinte minutos. Elton Mayo, que era un
hombre muy ingenioso, procedió de otra manera. Se había preguntado qué
ocurriría si suprimía el beneficio concedido. Entonces comenzó por eliminar la
pausa para el café —y prosiguió él aumento de productividad—.
Luego suprimió la pausa matutina —prosiguió el aumento de productividad—.
Y así sucesivamente. Quizás en este punto algunos eruditos profesores
afirmarían encogiéndose de hombros: «Claro, lo que se ve es que el experimento
no es concluyente…». Pero en nuestro caso surge en seguida esta reflexión:
quizás las operarías no calificadas sintieron interés, por primera vez en
su vida, en lo que hacían en la fábrica. El trabajo de bobinar
siguió siendo tedioso y monótono como siempre, pero durante el experimento
cayeron en la cuenta — y así lo sentían— de que estaban contribuyendo en
algo que era significativo no sólo para la ganancia del empresario
anónimo, sino para todos los trabajadores. Mayo pudo probar que lo que
aumentó la productividad del trabajo fue este inesperado interés, el hecho de
ser tenido en cuenta, y no, por ejemplo, las pausas matutinas o vespertinas.
Esto fue causa y estímulo para llegar a un nuevo enfoque: que el motivo de
la productividad residía más en el interés en el trabajo mismo que en
las pausas, en las expectativas de aumento salarial y de condiciones de
trabajo más favorables. Volveré sobre este punto más adelante. Sólo
quería destacar aquí la diferencia tajante que existe entre actividad y
pasividad. Mientras las operarias no tenían ningún interés, se mostraron
pasivas. En el momento en que se las hizo participar en el
experimento, despertó en ellas un sentimiento de colaboración, se
volvieron activas y cambiaron fundamentalmente de actitud. Tomemos ahora
otro caso, mucho más simple. Pensemos en un turista que llega a algún
lugar —naturalmente con una cámara fotográfica en la mano— y ve delante de
sí una montaña, el mar, un castillo o una exhibición. Pero no los ve
en verdad en forma directa, sino que los percibe de entrada teniendo en
vista la foto que va a tomar. La realidad importante para él es la
retenida y poseída, no la situada ante él. El segundo paso, la imagen, viene
del primero, del ver mismo. Si tiene la imagen en el bolsillo la puede
mostrar a sus amigos, como si él mismo hubiera creado ese trozo de mundo
que ha captado, o puede acordarse diez años más tarde de dónde estaba
entonces, etcétera. Como quiera que sea, la foto, es decir, la percepción
artística, ha pasado a ocupar el lugar de la percepción original. Hay muchos
turistas que nunca empiezan por mirar; agarran en seguida la cámara,
mientras que el buen fotógrafo acoge primero en sí mismo lo que luego
capta con la cámara y, por ende comienza poniéndose en relación con
lo que luego fotografía. Este acto previo de ver es algo
activo. Esta diferencia no se puede medir experimentalmente.
Pero quizás la percibamos en la expresión del rostro: uno se
alegra de haber visto algo hermoso. Luego puede fotografiarlo,
o quizás no. Hay también (por cierto pocos) hombres que prescinden de las
fotos, porque la imagen arruina el recuerdo. Con ayuda de la imagen uno
no ve nada más que un recuerdo. Pero si intentamos recordar un paisaje sin
valernos de imagen alguna, éste revivirá en nosotros. El paisaje vuelve a
presentarse, hasta que lo tenemos tan vivo ante nosotros como es
en realidad. No es simplemente un recuerdo que vuelve otra vez, como
cuando alguien recuerda verbalizando. Nosotros mismos creamos de nuevo el
paisaje, nosotros mismos producimos esa impresión. Esta clase de actividad
refresca, expande y fortalece la energía vital, mientras que toda
pasividad desanima y deprime, y en algunos casos hasta llena de odio
a quien la experimenta. Pensemos en una reunión social a la que hemos sido
invitados. Sabemos exactamente lo que dirá ésta o aquella persona, lo que
contestaremos nosotros, y lo que replicarán ellos. Lo que cada uno dice
está claramente regulado, como en el mundo de las máquinas. Todos tienen su
opinión, su modo de ver. No pasa nada, y cuando volvemos a casa sentimos,
en lo más profundo de nosotros, un cansancio mortal. Pese a ello, mientras
estábamos en la reunión producíamos una aparente impresión de alegría y
actividad: nuestro lenguaje era similar al de nuestro vecino, y quizás
hasta nos hayamos sentido estimulados; pero se trataba sin embargo de una
relación de total pasividad, en tanto mi interlocutor y yo aparecíamos
siempre vinculados en forma de estímulo y reacción, sin que
surgiera nada nuevo, sino siempre el mismo disco gastado y
agotado: puro hastío. Ahora bien, es un hecho notable en nuestra cultura
que los hombres no se aprecien suficientemente o, digamos más
bien, no estén suficientemente conscientes de cuán penoso es
el hastío. Cuando alguien se encuentra aislado, e incluso cuando por
algún motivo no sabe qué hacer con su vida, si no tiene en sí los medios
para hacer algo vital, para producir algo o para recobrarse, sentirá el
hastío como un peso, como una carga, como una parálisis que él no podrá
aclarar por sí solo. El hastío es una de las peores torturas. Es un mal
muy actual y que se va propagando. El hombre víctima del hastío,
sin medios para defenderse de él, se siente como un ser muy deprimido. Se
podría muy bien preguntar: ¿por qué la mayoría de los hombres no nota eso,
la clase de mal que es el hastío, cuán penoso es? Me parece que la
respuesta es simple: en la actualidad producimos muchas cosas que se
pueden obtener y con cuya ayuda logramos eludir el hastío. Se ingieren
píldoras tranquilizantes, o se bebe, o se va de un cóctel a otro o
se pelea con el cónyuge o uno se distrae con los medios masivos o se
entrega a actividades sexuales, todo con el fin de ocultar el hastío.
Muchas de nuestras actividades son intentos destinados a impedir que el hastío
llegue al nivel de la conciencia. Pero no olvidemos la desagradable
sensación que tenemos con frecuencia cuando hemos visto una película
estúpida o por cualquier otro motivo hemos tenido que reprimir
nuestro hastío, el malestar que sentimos al notar que eso era en verdad
mortalmente aburrido, y que no hemos utilizado nuestro tiempo, sino que lo
hemos matado. Es extraordinario lo que ocurre en nuestra cultura: hacemos
de todo para no perder tiempo, para ahorrarlo, y cuando hemos logrado
salvarlo o ahorrarlo lo matamos, porque no sabemos qué hacer con él.
4- La libertad como problema psicológico
La historia moderna, europea y americana, se
halla centrada en torno al esfuerzo que tiende a romper las cadenas económicas,
políticas y espirituales que aprisionan a los hombres. Las luchas por la
libertad fueron sostenidas por los oprimidos, por aquellos que buscaban nuevas
libertades en oposición con los que tenían privilegios que defender. Al luchar
una clase por su propia liberación del dominio ajeno creía hacerlo por la
libertad humana como tal y, por consiguiente, podía invocar un ideal y expresar
aquella aspiración a la libertad que se halla arraigada en todos los oprimidos.
Sin embargo, en las largas y virtualmente incesantes batallas por la libertad,
las clases que en una determinada etapa habían combatido contra la opresión, se
alineaban junto a los enemigos de la libertad cuando ésta había sido ganada y
les era preciso defender los privilegios recién adquiridos. A pesar de los
muchos descalabros sufridos, la libertad ha ganado sus
batallas. Muchos perecieron en ellas con la convicción de que era
preferible morir en la lucha contra la opresión a vivir sin libertad. Esa
muerte era la más alta afirmación de su individualidad. La historia parecía
probar que al hombre le era posible gobernarse por sí mismo, tomar sus propias
decisiones y pensar y sentir como lo creyera conveniente. La plena expresión de
las potencialidades del hombre parecía ser la meta a la que el desarrollo
social se iba acercando rápidamente. Los principios del liberalismo económico,
de la democracia política, de la autonomía religiosa y del individualismo en la
vida personal, dieron expresión al anhelo de libertad y al mismo tiempo
parecieron aproximar la humanidad de su plena realización. Una a una fueron
quebradas las cadenas. El hombre había vencido la dominación de la naturaleza,
adueñándose de ella; había sacudido la dominación de la Iglesia y del Estado
absolutista. La abolición de la dominación exterior parecía ser una condición
no sólo necesaria, sino también suficiente para alcanzar el objetivo
acariciado: la libertad del individuo. La guerra mundial fue considerada
por muchos como la última guerra; su terminación, como la victoria definitiva
de la libertad. Las democracias ya existentes parecieron adquirir nuevas
fuerzas, y al mismo tiempo nuevas democracias surgieron para reemplazar a las
viejas monarquías. Pero tan sólo habían transcurridos pocos años cuando
nacieron otros sistemas que negaban todo aquello en que los hombres habían
creído y cuyo logro costara tantos siglos de lucha. Porque la esencia de tales
sistemas, que se apoderaron de una manera efectiva e integral de la vida social
y personal del hombre, era la sumisión de todos los individuos, excepto un
puñado de ellos, a una autoridad sobre la cual no ejercían vigilancia alguna.
En un principio, muchos hallaban algún aliento en la creencia de que la
victoria del sistema autoritario se debía a la locura de unos cuantos
individuos y que, a su debido tiempo, esa locura los conduciría al derrumbe.
Otros se satisfacían con pensar que al pueblo italiano, o al alemán, les
faltaba una práctica suficiente de la democracia, y que, por lo tanto, se podía
esperar sin ninguna preocupación el momento en que esos pueblos alcanzaran la
madurez política de las democracias occidentales. Otra ilusión común,
quizá la más peligrosa de todas, era el considerar que hombres como
Hitler habían logrado apoderarse del vasto aparato del Estado sólo con astucias
y engaños; que ellos y sus satélites gobernaban únicamente por la fuerza
desnuda y que el resto de la población oficiaba de víctima involuntaria de la
traición y del terror. En los años que han transcurrido desde entonces, el
error de estos argumentos se ha vuelto evidente. Hemos debido reconocer que
millones de personas, en Alemania, estaban tan ansiosas de entregar su libertad
como sus padres lo estuvieron de combatir por ella; que en lugar de desear la
libertad buscaban caminos para rehuirla; que otros millones de individuos
permanecían indiferentes y no creían que valiera la pena luchar o morir en su
defensa. También reconocemos que la crisis de la democracia no es un problema
peculiar de Italia o Alemania, sino que se plantea en todo Estado moderno. Bien
poco interesan los símbolos bajo los cuales se cobijan los enemigos de la
libertad humana: ella no está menos amenazada si se la ataca en nombre del
antifascismo o en el del fascismo desembozado. Esta verdad ha sido formulada
con tanta eficacia por John Dewey, que quiero expresarla con sus mismas
palabras: "La amenaza más seria para nuestra democracia — afirma—, no es la
existencia de los Estados totalitarios extranjeros. Es la existencia en
nuestras propias actitudes personales y en nuestras propias instituciones, de
aquellos mismos factores que en esos países han otorgado la victoria a la
autoridad exterior y estructurada la disciplina, la uniformidad y la confianza
en el 'líder'. Por lo tanto, el campo de batalla está también aquí —en nosotros
mismos y en nuestras instituciones". Si queremos combatir el
fascismo debemos entenderlo. El pensamiento que se deje engañar a sí mismo,
guiándose por el deseo, no nos ayudará. Y el reclamar fórmulas optimistas
resultará anticuado e inútil como lo es una danza india para provocar la
lluvia. Al lado del problema de las condiciones económicas y sociales que han
originado el fascismo se halla el problema humano, que precisa ser entendido. Debemos
analizar aquellos factores dinámicos existentes en la estructura del carácter
del hombre moderno, que le hicieron desear el abandono de la libertad en los
países fascistas, y que de manera tan amplia prevalecen entre millones de
personas de nuestro propio pueblo. Las cuestiones fundamentales que surgen
cuando se considera el aspecto humano de la libertad, el ansia de sumisión y el
apetito del poder, son éstas: ¿Qué es la libertad como experiencia humana? ¿Es
el deseo de libertad algo inherente a la naturaleza de los hombres? ¿Se trata
de una experiencia idéntica, cualquiera que sea el tipo de cultura a la cual
una persona pertenece, o se trata de algo que varía de acuerdo con el grado de
individualismo alcanzado en una sociedad dada? ¿Es la libertad solamente
ausencia de presión exterior o es también presencia de algo? Y, siendo así,
¿qué es ese algo? ¿Cuáles son los factores económicos y sociales que llevan a
luchar por la libertad? ¿Puede la libertad volverse una carga demasiado pesada
para el hombre, al punto que trate de eludirla? ¿Cómo ocurre entonces que la
libertad resulta para muchos una meta ansiada, mientras que para otros no es
más que una amenaza? ¿No existirá tal vez, junto a un deseo innato de libertad,
un anhelo instintivo de sumisión? Y si esto no existe, ¿cómo podemos explicar
la atracción que sobre tantas personas ejerce actualmente el sometimiento al
"líder"? ¿El sometimiento se dará siempre con respecto a una autoridad
exterior, o existe también en relación con autoridades que se han
internalizado, tales como el deber, o la conciencia, o con respecto a la
coerción ejercida por íntimos impulsos, o frente a autoridades anónimas, como
la opinión pública? ¿Hay acaso una satisfacción oculta en el sometimiento? Y si
la hay, ¿en qué consiste? ¿Qué es lo que origina en el hombre un insaciable
apetito de poder? ¿Es el impulso de su energía vital o es alguna debilidad
fundamental y la incapacidad de experimentar la vida de una manera espontánea y
amable? ¿Cuáles son las condiciones psicológicas que originan la fuerza de esta
codicia? ¿Cuáles las condiciones sociales sobre que se fundan a su vez dichas
condiciones psicológicas?
El análisis del aspecto humano de la libertad
y de las fuerzas autoritarias nos obliga a considerar un problema general, a
saber: el que se refiere a la función que cumplen los factores psicológicos
como fuerzas activas en el proceso social; y esto nos puede conducir al
problema de la interacción que los factores psicológicos, económicos e
ideológicos ejercen en aquel proceso. Todo intento por comprender la atracción
que el fascismo ejerce sobre grandes pueblos nos obliga a reconocer la
importancia de los factores psicológicos. Pues estamos tratando aquí acerca de
un sistema político que, en su esencia, no se dirige a las fuerzas racionales
del autointerés, sino que despierta y moviliza aquellas fuerzas diabólicas del
hombre que creíamos inexistentes o, por lo menos, desaparecidas hace tiempo. La
imagen familiar del hombre, durante los últimos siglos, había sido la de un ser
racional cuyas acciones se hallaban determinadas por el autointerés y por la
capacidad de obrar en consecuencia. Hasta escritores como Hobbes, que
consideraban la voluntad de poder y la hostilidad como las fuerzas motrices del
hombre, explicaban la existencia de tales fuerzas como el lógico resultado del
autointerés: puesto que los hombres son iguales y tienen, por lo tanto,
el mismo deseo de felicidad, y dado que no existen bienes suficientes para satisfacer
a todos por igual, necesariamente deben combatirse los unos a los otros y
buscar el poder con el fin de asegurarse el goce futuro de lo que poseen en el
presente. Pero la imagen de Hobbes pasó de moda. Cuanto mayor era el éxito
alcanzado por la clase media en el quebrantamiento del poder de los antiguos
dirigentes políticos y religiosos, cuanto mayor se hacía el dominio de los
hombres sobre la naturaleza, y cuanto mayor era el número de individuos que se
independizaban económicamente, tanto más se veían inducidos a tener fe en un
mundo sometido a la razón y en el hombre como ser esencialmente racional.
Las oscuras y diabólicas fuerzas de la
naturaleza humana eran relegadas a la Edad Media y a períodos históricos aún
más antiguos, y sus causas eran atribuidas a la ignorancia o a los designios
astutos de falaces reyes y sacerdotes. Se miraban esos períodos del modo como
se podría mirar un volcán que desde largo tiempo ha dejado de constituir una
amenaza. Se sentía la seguridad y la confianza de que las realizaciones de la
democracia moderna habían barrido todas las fuerzas siniestras; el mundo
parecía brillante y seguro, al modo de las calles bien iluminadas de una ciudad
moderna. Se suponía que las guerras eran los últimos restos de los viejos tiempos,
y tan sólo parecía necesaria una guerra más para acabar con todas ellas; las
crisis económicas eran consideradas meros accidentes, aun cuando tales
accidentes siguieran aconteciendo con cierta regularidad. Cuando el fascismo
llegó al poder la mayoría de la gente se hallaba desprevenida tanto desde el
punto de vista práctico como teórico. Era incapaz de creer que el hombre
llegara a mostrar tamaña propensión al mal, un apetito tal de poder, semejante
desprecio por los derechos de los débiles o parecido anhelo de sumisión. Tan
sólo unos pocos se habían percatado de ese sordo retumbar del volcán que
precede a la erupción. Nietzsche había perturbado el complaciente optimismo del
siglo XIX; lo mismo había hecho Marx, aun cuando de una manera distinta. Otra advertencia
había llegado, algo más tarde, por obra de Freud. Por cierto que éste y la
mayoría de sus discípulos sólo tenían una concepción muy ingenua de lo que
ocurre en la sociedad, y la mayor parte de las aplicaciones de su psicología a
los problemas sociales eran construcciones erróneas; y, sin embargo, al dedicar
su interés a los fenómenos de los trastornos emocionales y mentales del
individuo, ellos nos condujeron hasta la cima del volcán y nos hicieron mirar
dentro del hirviente cráter. Freud avanzó más allá de todos al tender hacia la
observación y el análisis de las fuerzas irracionales e inconscientes que
determinan parte de la conducta humana. Junto con sus discípulos, dentro de la
psicología moderna, no solamente puso en descubierto el sector irracional e
inconsciente de la naturaleza humana, cuya existencia había sido desdeñada por
el racionalismo moderno, sino que también mostró cómo estos fenómenos
irracionales se hallan sujetos a ciertas leyes y, por tanto, pueden ser
comprendidos racionalmente. Nos enseñó a comprender el lenguaje de los sueños y
de los síntomas somáticos, así como las irracionalidades de la conducta humana,
Descubrió que tales irracionalidades y del mismo modo toda la estructura del
carácter de un individuo, constituían reacciones frente a las influencias
ejercidas por el mundo exterior y, en modo especial, frente a las
experimentadas durante la primera infancia. Pero Freud estaba tan imbuido del
espíritu de la cultura a que pertenecía, que no podía ir más allá de los
límites impuestos por esa cultura misma. Esos límites se convirtieron en vallas
que llegaban hasta a impedirle la comprensión del individuo normal y de los
fenómenos irracionales que operan en la vida social. Subrayamos la importancia
de los factores psicológicos en todo el proceso social y como el presente
análisis se asienta sobre algunos de los descubrimientos fundamentales de
Freud, especialmente en los que conciernen a la acción de las fuerzas
inconscientes en el carácter del hombre y su dependencia de los influjos
externos, creo que constituirá una ayuda para el lector conocer ahora algunos
de los principios generales de nuestro punto de vista, así como también las
principales diferencias existentes entre nuestra concepción y los conceptos
freudianos clásicos . Freud aceptaba la creencia tradicional en una dicotomía
básica entre hombre y sociedad, así como la antigua doctrina de la maldad de la
naturaleza humana. El hombre, según él, es un ser fundamentalmente antisocial.
La sociedad debe domesticarlo, concederle unas cuantas satisfacciones directas
de aquellos impulsos que, por ser biológicos, no pueden extirparse; pero, en
general, la sociedad debe purificar y moderar hábilmente los impulsos básicos
del hombre. Como consecuencia de tal represión de los impulsos naturales por
parte de la sociedad, ocurre algo milagroso: los impulsos se transforman en
tendencias que poseen un valor cultural y que, por lo tanto, llegan a
constituir la base humana de la cultura. Freud eligió el término sublimación
para señalar esta extraña transformación que conduce de la represión a la
conducta civilizada. Si el volumen de la represión es mayor que la capacidad de
sublimación, los individuos se tornan neuróticos y entonces se hace preciso
conceder una merma en la represión. Generalmente existe una relación inversa
entre la satisfacción de los impulsos humanos y la cultura: a mayor represión
mayor cultura (y mayor peligro de trastornos neuróticos). La relación del
individuo con la sociedad, en la teoría de Freud, es en esencia de carácter
estático: el individuo permanece virtualmente el mismo, y tan sólo sufre
cambios en la medida en que la sociedad ejerce una mayor presión sobre sus
impulsos naturales (obligándolo así a una mayor sublimación) o bien le concede
mayor satisfacción (sacrificando de este modo la cultura). La concepción
freudiana de la naturaleza humana consistía, sobre todo, en un reflejo de los
impulsos más importantes observables en el hombre moderno, análogos a los
llamados instintos básicos que habían sido aceptados por los psicólogos
anteriores. Para Freud, el individuo perteneciente a su cultura representaba el
"hombre" en general, y aquellas pasiones y angustias que son
características del hombre en la sociedad moderna eran consideradas como
fuerzas eternas arraigadas en la constitución biológica humana. Si bien se
podrían citar muchos casos en apoyo de nuestra interpretación (como, por
ejemplo, la base social de la hostilidad que predomina hoy en el hombre
moderno, el complejo de Edipo y el llamado complejo de castración en las
mujeres), quiero limitarme a un solo caso que es especialmente importante,
porque se refiere a toda la concepción del hombre como ser social. Freud
estudia siempre al individuo en sus relaciones con los demás. Sin embargo, esas
relaciones, tal como Freud las concibe, son similares a las de orden económico,
características del individuo en una sociedad capitalista. Cada persona trabaja
ante todo para sí misma, de un modo individualista, a su propio riesgo, y no en
cooperación con los demás. Pero el individuo no es un Robinson Crusoe; necesita
de los otros, como clientes, como empleados, como patrones. Debe comprar y
vender, dar y tomar. El mercado, ya sea de bienes o de trabajo, regula tales
relaciones. Así el individuo, solo y autosuficiente, entra en relaciones
económicas con el prójimo, en tanto éste constituye un medio con vista a un
fin: vender y comprar. El concepto freudiano de las relaciones humanas es
esencialmente el mismo: el individuo aparece ya plenamente dotado con todos sus
impulsos de carácter biológico que deben ser satisfechos. Con este fin entra en
relación con otros "objetos". Así, los otros individuos constituyen
siempre un medio para el fin propio, la satisfacción de tendencias que, en sí
mismas, se originan en el individuo antes que éste tenga contactos con los
demás. El campo de las relaciones humanas, en el sentido de Freud, es similar
al mercado; es un intercambio de satisfacciones de necesidades biológicas, en
el cual la relación con los otros individuos es un medio para un fin y nunca un
fin en sí mismo. Contrariamente al punto de vista de Freud, el análisis que se
ofrece en este libro se funda sobre el supuesto de que el problema central de
la psicología es el que se refiere al tipo específico de conexión del individuo
con el mundo, y no el de la satisfacción o frustración de una u otra necesidad
instintiva per se; y además, sobre el otro supuesto de que la relación entre
individuo y sociedad no es de carácter estático. No acontece como si tuviéramos
por un lado al individuo dotado por la naturaleza de ciertos impulsos, y por el
otro a la sociedad que, como algo separado de él, satisface o frustra aquellas
tendencias innatas. Aunque hay ciertas necesidades comunes a todos, tales como
el hambre, la sed, el apetito sexual, aquellos impulsos que contribuyen a
establecer las diferencias entre los caracteres de los hombres, como el amor,
el odio, el deseo de poder y el anhelo de sumisión, el goce de los placeres
sexuales y el miedo de este goce, todos ellos son resultantes del proceso
social. Las inclinaciones humanas más bellas, así como las más
repugnantes, no forman parte de una naturaleza humana fija y biológicamente
dada, sino que resultan del proceso social que crea al hombre. En otras
palabras, la sociedad no ejerce solamente una función de represión — aunque no
deja de tenerla—, sino que posee también una función creadora. La naturaleza
del hombre, sus pasiones y angustias son un producto cultural; en realidad el
hombre mismo es la creación más importante y la mayor hazaña de ese incesante
esfuerzo humano cuyo registro llamamos historia. La tarea propia de la
psicología social es la de comprender este proceso en el que se lleva a cabo la
creación del hombre en la historia. ¿Por qué se verifican ciertos cambios
definidos en la estructura del carácter humano de una época histórica a otra?
¿Por qué es distinto el espíritu del Renacimiento del de la Edad Media? ¿Por
qué es diferente la estructura del carácter humano durante el período del
capitalismo monopolista de la que corresponde al siglo XIX? La psicología
social debe explicar por qué surgen nuevas aptitudes y nuevas pasiones, buenas
o malas. Así descubrimos, por ejemplo, que desde el Renacimiento hasta nuestros
días los hombres han ido adquiriendo una ardorosa ambición de fama que, aun
cuando hoy nos parece muy natural, casi no existía en el hombre de la sociedad
medieval . En el mismo período los hombres desarrollaron un sentimiento de la
belleza natural que antes no poseían. Aún más, en los países del norte de
Europa, desde el siglo XVI en adelante, el individuo experimentó un obsesivo
afán de trabajo, del que habían carecido los hombres libres de períodos
anteriores. Pero no solamente el hombre es producto de la historia, sino que
también la historia es producto del hombre. La solución de esta contradicción
aparente constituye el campo de la psicología social. Su tarea no es solamente
la de mostrar cómo cambian y se desarrollan pasiones, deseos y angustias, en
tanto constituyeron resultados del proceso social, sino también cómo las
energías humanas, así modeladas en formas específicas, se tornan a su vez
fuerzas productivas que forjan el proceso social. Así, por ejemplo, el ardiente
deseo de fama y éxito y la tendencia compulsiva hacia el trabajo son fuerzas
sin las cuales el capitalismo moderno no hubiera podido desarrollarse; sin
ellas, y sin un cierto número de otras fuerzas humanas, el hombre hubiera
carecido del impulso necesario para obrar de acuerdo con los requerimientos
sociales y económicos del moderno sistema comercial e industrial. De todo
lo dicho se sigue que el punto de vista sustentado en este libro difiere del de
Freud en tanto rechaza netamente su interpretación de la historia como el
resultado de fuerzas psicológicas que, en sí mismas, no se hallan socialmente
condicionadas. Con igual claridad rechaza aquellas teorías que desprecian el
papel del factor humano como uno de los elementos dinámicos del proceso social.
Esta crítica no se dirige solamente contra las doctrinas sociológicas que
tienden a eliminar explícitamente los problemas psicológicos de la sociología
(como las de Durkheim y su escuela), sino también contra las teorías más o
menos matizadas con conceptos inspirados en la psicología behaviorista. El
supuesto común de todas estas doctrinas es que la naturaleza humana no posee un
dinamismo propio, y que los cambios psicológicos deben ser entendidos en
términos de desarrollo de nuevos "hábitos", como adaptaciones a
nuevas formas culturales. Tales teorías, aunque admiten un factor psicológico,
lo reducen al mismo tiempo a una mera sombra de las formas culturales {cultural
patterns). Tan sólo la psicología dinámica, cuyos fundamentos han sido
formulados por Freud, puede ir más allá de un simple reconocimiento verbal del
factor humano. Aun cuando no exista una naturaleza humana prefijada, no podemos
considerar dicha naturaleza como infinitamente maleable y capaz de adaptarse a
toda clase de condiciones sin desarrollar un dinamismo psicológico propio. La
naturaleza humana, aun cuando es producto de la evolución histórica, posee
ciertos mecanismos y leyes inherentes, cuyo descubrimiento constituye la tarea
de la psicología. Llegados a este punto es menester discutir la noción de
adaptación, con el fin de asegurar la plena comprensión de todo lo ya expuesto
y también de lo que habrá de seguir. Esta discusión ofrecerá, al mismo tiempo,
un ejemplo de lo que entendemos por leyes y mecanismos psicológicos. Nos parece
útil distinguir entre la adaptación "estática" y la
"dinámica". Por la primera entendemos una forma de adaptación a las
normas que deje inalterada toda la estructura del carácter e implique
simplemente la adopción de un nuevo hábito. Un ejemplo de este tipo de
adaptación lo constituye el abandono de la costumbre china en las maneras de
comer, a cambio de la europea que requiere el uso de tenedor y cuchillo. Un
chino que llegue a América se adaptará a esta nueva norma, pero tal adaptación
tendrá en sí misma un débil efecto sobre su personalidad; no ocasiona el
surgimiento de nuevas tendencias o nuevos rasgos del carácter. Por adaptación
dinámica entendemos aquella especie de adaptación que ocurre, por ejemplo,
cuando un niño, sometiéndose a las órdenes de un padre severo y amenazador —
porque lo teme demasiado para proceder de otra manera—, se transforma en un
"buen" chico. Al tiempo que se adapta a las necesidades de la
situación, hay algo que le ocurre dentro de sí mismo. Puede desarrollar una
intensa hostilidad hacia su padre, y reprimirla, puesto que sería demasiado
peligroso expresarla o aun tener conciencia de ella. Tal hostilidad reprimida,
sin embargo, constituye un factor dinámico de la estructura de su carácter.
Puede crear una nueva angustia y conducir así a una sumisión aún más profunda;
puede hacer surgir una vaga actitud de desafío, no dirigida hacia nadie en
particular, sino más bien hacia la vida en general. Aunque aquí también, como
en el primer ejemplo, el individuo se adapta a ciertas circunstancias
exteriores, en este caso la adaptación crea algo nuevo en él; hace surgir
nuevos impulsos coercitivos (drive) y nuevas angustias. Toda neurosis es un
ejemplo de este tipo de adaptación dinámica; ella consiste esencialmente en
adaptarse a ciertas condiciones externas — especialmente las de la primera
infancia—, que son en sí mismas irracionales y, además, hablando en términos
generales, desfavorables al crecimiento y al desarrollo del niño. Análogamente,
aquellos fenómenos sociopsicológicos, comparables a los fenómenos neuróticos
(el porqué no han de ser llamados neuróticos lo veremos luego), tales como la
presencia de fuertes impulsos destructivos o sádicos en los grupos sociales,
ofrecen un ejemplo de adaptación dinámica a condiciones externas —especialmente
las de la primera— sociales irracionales y dañosas para el desarrollo de los
hombres. Además de la cuestión referente a la especie de adaptación que se
produce, debe responderse a otras preguntas: ¿Qué es lo que obliga a los
hombres a adaptarse a casi todas las condiciones vitales que pueden concebirse
y cuáles son los límites de su adaptabilidad? Al dar respuesta a estas
cuestiones, el primer fenómeno que debemos discutir es el hecho de que existen
ciertos sectores de la naturaleza humana que son más flexibles y adaptables que
otros. Aquellas tendencias y rasgos del carácter por los cuales los hombres
difieren entre sí muestran un alto grado de elasticidad y maleabilidad: amor,
propensión a destruir sadismo, tendencia a someterse, apetito de poder,
indiferencia, deseo de grandeza personal, pasión por la economía, goce de
placeres sensuales y miedo a la sensualidad. Estas y muchas otras tendencias y
angustias que pueden hallarse en los hombres se desarrollan como reacción
frente a ciertas condiciones vitales; ellas no son particularmente flexibles,
puesto que, una vez introducidas como parte integrante del carácter de una
persona, no desaparecen fácilmente ni se transforman en alguna otra tendencia.
Pero sí lo son en el sentido de que los individuos, en especial modo durante su
niñez, pueden desarrollar una u otra, según el modo de existencia total que les
toque vivir. Ninguna de tales necesidades es fija y rígida, como ocurriría si
se tratara de una parte innata de la naturaleza humana que se desarrolla y debe
ser satisfecha en todas las circunstancias. En contraste con estas tendencias
hay otras que constituyen una parte indispensable de la naturaleza humana y que
han de hallar satisfacción de manera imperativa. Se trata de aquellas
necesidades que se encuentran arraigadas en la organización fisiológica del
hombre, como el hambre, la sed, el sueño, etc. Para cada una de ellas existe un
determinado umbral más allá del cual es imposible soportar la falta de
satisfacción; cuando se produce este caso, la tendencia a satisfacer la
necesidad asume el carácter de un impulso todopoderoso. Todas estas necesidades
fisiológicamente condicionadas pueden resumirse en la noción de una necesidad
de autoconservación. Ésta constituye aquella parte de la naturaleza humana que
debe satisfacerse en todas las circunstancias y que forma, por lo tanto, el
motivo primario de la conducta humana. Para expresar lo anterior con una
fórmula sencilla, podría mos decir: el hombre debe comer, beber, dormir,
protegerse de los enemigos, etc. Para hacer todo esto debe trabajar y producir.
El "trabajo", por otra parte, no es algo general o abstracto. El
trabajo es siempre concreto, es decir, un tipo específico de trabajo dentro de
un tipo específico de sistema económico. Una persona puede trabajar como
esclavo dentro de un sistema feudal, como campesino en un pueblo indio, como
hombre de negocios independiente en la sociedad capitalista, como vendedor en
una tienda moderna, como operario ante la cinta sinfín de una gran fábrica.
Estas diversas especies de trabajo requieren rasgos de carácter completamente
distintos y contribuyen a integrar diferentes formas de conexión con los demás.
Cuando nace un hombre se le fija un escenario. Debe comer y beber y, por ende,
trabajar; ello significa que le será preciso trabajar en aquellas condiciones
especiales y en aquellas determinadas formas que le impone el tipo de sociedad
en la cual ha nacido. Ambos factores, su necesidad de vivir y el sistema
social, no pueden ser alterados por él en tanto individuo, siendo ellos los que
determinan el desarrollo de aquellos rasgos que muestran una plasticidad mayor.
Así el modo de vida, tal como se halla predeterminado para el individuo por
obra de las características peculiares de un sistema económico, llega a ser el
factor primordial en la determinación de toda la estructura de su carácter, por
cuanto la imperiosa necesidad de autoconservación lo obliga a aceptar las
condiciones en las cuales debe vivir. Ello no significa que no pueda intentar,
juntamente con otros individuos, la realización de ciertos cambios políticos y
económicos; no obstante, su personalidad es moldeada esencialmente por obra del
tipo de existencia especial que le ha tocado en suerte, puesto que ya desde
niño ha tenido que enfrentarlo a través del medio familiar, medio que expresa
todas las características típicas de una sociedad o clase determinada. Las
necesidades fisiológicamente condicionadas no constituyen la única parte de la
naturaleza humana que posee carácter ineludible. Hay otra parte que es
igualmente compulsiva, una parte que no se halla arraigada en los procesos
corporales, pero sí en la esencia misma de la vida humana, en su forma y en su
práctica: la necesidad de relacionarse con el mundo exterior, la necesidad de
evitar el aislamiento. Sentirse completamente aislado y solitario conduce a la
desintegración mental, del mismo modo que la inanición conduce a la muerte.
Esta conexión con los otros nada tiene que ver con el contacto físico. Un
individuo puede estar solo en el sentido físico durante muchos años y, sin
embargo, estar relacionado con ideas, valores o, por lo menos, normas sociales
que le proporcionan un sentimiento de comunión y "pertenencia" Por
otra parte, puede vivir entre la gente y no obstante dejarse vencer por un
sentimiento de aislamiento total, cuyo resultado será, una vez excedidos
ciertos límites, aquel estado de insania expresado por los trastornos
esquizofrénicos. Esta falta de conexión con valores, símbolos o normas, que
podríamos llamar soledad moral, es tan intolerable como la soledad física; o,
más bien, la soledad física se vuelve intolerable tan sólo si implica también
soledad moral. La conexión espiritual con el mundo puede asumir distintas
formas; en sus respectivas celdas, el monje que cree en Dios y el misionero
político aislado de todos los demás, pero que se siente unido con sus
compañeros de lucha, no están moralmente solos. Ni lo está el inglés que viste
su smoking en el ambiente más exótico, ni el pequeño burgués que, aun cuando se
halla profundamente aislado de los otros hombres, se siente unido a su nación y
a sus símbolos. El tipo de conexión con el mundo puede ser noble o trivial,
pero aun cuando se relacione con la forma más baja y ruin de la estructura
social, es, de todos modos, mil veces preferible a la soledad. La religión y el
nacionalismo, así como cualquier otra costumbre o creencia, por más que sean
absurdas o degradantes, siempre que logren unir al individuo con los demás
constituyen refugios contra lo que el hombre teme con mayor intensidad: el
aislamiento. Esta necesidad compulsiva de evitar el aislamiento moral ha sido
descrita con mucha eficacia por Balzac en el siguiente fragmento de Los
sufrimientos del inventor: Pero debes aprender una cosa, imprimirla en tu mente
todavía maleable: el hombre tiene horror a la soledad. Y de todas las especies
de soledad, la soledad moral es la más terrible. Los primeros ermitaños vivían
con Dios. Habitaban en el más poblado de los mundos: el mundo de los
espíritus. El primer pensamiento del hombre, sea un leproso o un
prisionero, un pecador o un inválido, es éste: tener un compañero en su desgracia.
Para satisfacer este impulso, que es la vida misma, emplea toda su fuerza, todo
su poder, las energías de toda su vida. ¿Hubiera encontrado compañeros Satanás,
sin ese deseo todopoderoso? Sobre este tema se podría escribir todo un poema
épico, que sería el prólogo del Paraíso Perdido, porque el Paraíso Perdido no
es más que la apología de la rebelión. Todo intento de contestar por qué
el miedo al aislamiento es tan poderoso en el hombre nos alejaría mucho del
tema principal de este libro. Sin embargo, para mostrar al lector que esa
necesidad de sentirse unido a los otros no posee ninguna calidad misteriosa,
deseo señalar la dirección en la cual, según mi opinión, puede hallarse la
respuesta. Un elemento importante lo constituye el hecho de que los hombres no
pueden vivir si carecen de formas de mutua cooperación. En cualquier tipo
posible de cultura el hombre necesita de la cooperación de los demás si quiere
sobrevivir; debe cooperar ya sea para defenderse de los enemigos o de los
peligros naturales, ya sea para poder trabajar y producir. Hasta Robinson
Crusoe se hallaba acompañado por su servidor viernes; sin éste probablemente no
sólo hubiera enloquecido, sino que hubiera muerto. Cada uno de nosotros ha
experimentado en la niñez, de una manera muy severa, esta necesidad de ayuda
ajena. A causa de la incapacidad material, por parte del niño, de cuidarse por
sí mismo en lo concerniente a las funciones de fundamental importancia, la
comunicación con los otros es para él una cuestión de vida o muerte. La posibilidad
de ser abandonado a sí mismo es necesariamente la amenaza más seria a toda la
existencia del niño. Hay, sin embargo, otro elemento que hace de la
"pertenencia" (need to belong) una necesidad tan compulsiva: el hecho
de la autoconciencia subjetiva, de la facultad mental por cuyo medio el hombre
tiene conciencia de sí mismo como de una entidad individual, distinta de la
naturaleza exterior y de las otras personas. Aunque el grado de autoconciencia
varía, como será puesto de relieve en el próximo capítulo, su existencia le
plantea al hombre un problema que es esencialmente humano: al tener conciencia
de sí mismo como de algo distinto a la naturaleza y a los demás individuos, al
tener conciencia —aun oscuramente— de la muerte, la enfermedad y la vejez, el individuo
debe sentir necesariamente su insignificancia y pequeñez en comparación con el
universo y con todos los demás que no sean "él". A menos que
pertenezca a algo, a menos que su vida posea algún significado y dirección, se
sentirá como una partícula de polvo y se verá aplastado por la insignificancia
de su individualidad. No será capaz de relacionarse con algún sistema que
proporcione significado y dirección a su vida, estará henchido de duda, y ésta,
con el tiempo, llegará a paralizar su capacidad de obrar, es decir, su vida.
Antes de continuar, es conveniente resumir lo que hemos señalado con respecto a
nuestro punto de vista general sobre los problemas de la psicología social. La
naturaleza humana no es ni la suma total de impulsos innatos fijados por la
biología, ni tampoco la sombra sin vida de formas culturales a las cuales se
adapta de una manera uniforme y fácil; es el producto de la evolución humana,
pero posee también ciertos mecanismos y leyes que le son inherentes. Hay
ciertos factores en la naturaleza del hombre que aparecen fijos e inmutables:
la necesidad de satisfacer los impulsos biológicos y la necesidad de evitar el
aislamiento y la soledad moral. Hemos visto que el individuo debe aceptar el
modo de vida arraigado en el sistema de producción y de distribución propio de
cada sociedad determinada. En el proceso de la adaptación dinámica a la
cultura se desarrolla un cierto número de impulsos poderosos que motivan las
acciones y los sentimientos del individuo. Éste puede o no tener conciencia de
tales impulsos, pero, en todos los casos ellos son enérgicos y exigen ser
satisfechos una vez que se han desarrollado. Se transforman así en fuerzas
poderosas que a su vez contribuyen de una manera efectiva a forjar el proceso
social. Más tarde, al analizar la Reforma y el fascismo , nos ocuparemos del
modo de interacción que existe entre los factores económicos, psicológicos e
ideológicos y se discutirán las conclusiones generales a que se puede llegar
con respecto a tal interacción. Esta discusión se hallará siempre enfocada
hacia el tema central del libro: el hombre, cuanto más gana en libertad, en el
sentido de su emergencia de la primitiva unidad indistinta con los demás y la
naturaleza, y cuanto más se transforma en "individuo", tanto más se
ve en la disyuntiva de unirse al mundo en la espontaneidad del amor y del
trabajo creador o bien de buscar alguna forma de seguridad que acuda a vínculos
tales que destruirán su libertad y la integridad de su yo individual .
Fuente: Bloghemia
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