Revista Nos Disparan desde el Campanario Año IV Nro. 55… PSICOLOGÍA SOCIAL ... Pensamos junto a Erich Fromm

 

 

El Ser Humano: ¿Lobo o Cordero?

 

Hay muchos que creen que los hombres son corderos; hay otros que creen que los hombres son lobos. Las dos partes pueden acumular buenos argumentos a favor de sus respectivas posiciones. Los que dicen que los hombres son corderos no tienen más que señalar el hecho de que a los hombres se les induce fácilmente a hacer lo que se les dice, aunque sea perjudicial para ellos mismos; que siguieron a sus líderes en guerras que no les produjeron más que destrucción; que creyeron toda suerte de insensateces sólo con que se expusieran con vigor suficiente y las apoyara la fuerza, desde las broncas amenazas de los sacerdotes y de los reyes hasta las suaves voces de los inductores ocultos y no tan ocultos. Parece que la mayoría de los hombres son niños sugestionables y despiertos a medias, dispuestos a rendir su voluntad a cualquiera que hable con voz suficientemente amenazadora o dulce para persuadirlos. Realmente, quien tiene una convicción bastante fuerte para resistir la oposición de la multitud es la excepción y no la regla, excepción con frecuencia admirada siglos más tarde y de la que, por lo general, se burlaron sus contemporáneos.

Sobre este supuesto de que los hombres son corderos erigieron sus sistemas los grandes inquisidores y los dictadores. Más aún, esta creencia de que los hombres son corderos y que, por lo tanto, necesitan jefes que tomen decisiones por ellos, ha dado con frecuencia a los jefes el convencimiento sincero de que estaban cumpliendo un deber moral —aunque un deber trágico— si daban al hombre lo que éste quería, si eran jefes que lo libraban de la responsabilidad y la libertad. Pero si la mayor parte de los hombres fueron corderos, ¿por qué la vida del hombre es tan diferente de la del cordero? Su historia se escribió con sangre; es una historia de violencia constante, en la que la fuerza se usó casi invariablemente para doblegar su voluntad. 

¿Exterminó Talaat Pachá por sí solo millones de armenios? ¿Exterminó Hitler por sí solo millones de judíos? ¿Exterminó Stalin por sí solo millones de enemigos políticos? Esos hombres no estaban solos. Contaban con miles de hombres que mataban por ellos, y que lo hacían no sólo voluntariamente, sino con placer. ¿No vemos por todas partes la inhumanidad del hombre para el hombre, en guerras despiadadas, en asesinatos y violaciones, en la explotación despiadada del débil por el fuerte, y en el hecho de que el espectáculo de las criaturas torturadas y dolientes haya caído con tanta frecuencia en oídos Sordos y en corazones duros? Todos estos hechos han llevado a pensadores como Hobbes a la conclusión de que homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre); y a muchos de nosotros nos ha llevado hoy a suponer que el hombre es maligno y destructor por naturaleza, que es un homicida que solo por el miedo a homicidas más fuertes puede abstenerse de su pasatiempo favorito. 

Pero los argumentos de las dos partes nos dejan desconcertados. Es cierto que podemos conocer personalmente algunos asesinos y sádicos potenciales y manifiestos tan despiadados como lo fueron Stalin y Hitler; pero éstas son las excepciones y no la regla. ¿Supondríamos que tú y yo y la mayor parte de los hombres corrientes son lobos disfrazados de corderos, y que nuestra «verdadera naturaleza» se manifestara una vez que nos libremos de las inhibiciones que nos han impedido hasta ahora obrar como bestias? Este supuesto es difícil de refutar, pero no es enteramente convincente. Hay numerosas oportunidades para la crueldad y el sadismo en la vida diaria en las que las gentes podrían permitírselos sin miedo a represalias; pero mucha gente no lo hace; en realidad, muchos reaccionan con cierto sentimiento de repugnancia cuando presencian actos de crueldad y de sadismo. 

¿Hay, pues, otra explicación quizá mejor para la desconcertante contradicción que estamos tratando? ¿Supondremos que la respuesta más sencilla es que hay una minoría de lobos que viven entre una mayoría de corderos? Los lobos desean matar; los corderos quieren imitarlos. De ahí que los lobos pongan a los corderos a matar, asesinar y estrangular, y los corderos obedecen no porque gocen con ello, sino porque quieren imitar; y aun entonces los matadores tienen que inventar historias sobre la nobleza de su causa, sobre la defensa, sobre las amenazas a la libertad, sobre la venganza de niños muertos a bayonetazos, de mujeres violadas, del honor mancillado, para hacer que la mayoría de los corderos actúen como lobos. Esta explicación parece admisible, pero aún deja muchas dudas. ¿No implica que hay dos razas humanas, por así decirlo, la de los lobos y la de los corderos? Además, ¿cómo es que los corderos pueden ser tan fácilmente inducidos a obrar como lobos si no estuviera en su naturaleza hacerlo, aun estipulando que se les presente la violencia como un deber sagrado? Nuestro supuesto relativo a lobos y corderos quizá no es sostenible. ¿Quizá es cierto, después de todo, que los lobos no hacen sino representar la cualidad esencial de la naturaleza humana de manera más franca que la inmensa mayoría? O, después de todo, quizá es erróneo todo el dilema. ¿Quizá el hombre es a la vez lobo y cordero, o ni lobo ni cordero? 

La respuesta a estas preguntas es hoy de importancia decisiva, cuando las naciones piensan en usar las fuerzas más destructoras para exterminar a sus «enemigos» y no parece disuadirlas ni siquiera la posibilidad de que ellas mismas perezcan en el holocausto. Si estamos convencidos de que la naturaleza humana es intrínsecamente propicia a destruir, que está arraigada en ella la necesidad de usar la fuerza y la violencia, nuestra resistencia a la brutalización creciente será cada vez más débil. ¿Por qué hacer resistencia a los lobos si todos somos lobos, aunque unos más que otros? 

La cuestión de si el hombre es lobo o cordero no es más que una formulación especial de una cuestión que, en sus aspectos más amplios y más generales, fue uno  de los problemas más fundamentales del pensamiento teológico y filosófico occidental: 

¿Es el hombre fundamentalmente malo y corrompido, o es fundamentalmente bueno y perfectible? El Antiguo Testamento no toma la posición de la corrupción fundamental del hombre. La desobediencia de Adán y Eva a Dios no se llama pecado; en ningún lugar hay un indicio de que esa desobediencia haya corrompido al hombre. Por el contrario, la desobediencia es la condición para el conocimiento de sí mismo por parte del hombre, por su capacidad de elegir, y así, en último análisis, ese primer acto de desobediencia es el primer paso del hombre hacia la libertad. Parece que su desobediencia hasta estaba en el plan de Dios; porque, según el pensamiento profético, precisamente porque fue expulsado del Paraíso es capaz el hombre de hacer su propia historia, de desarrollar sus potencias humanas y de alcanzar una armonía nueva con el hombre y la naturaleza como individuo plenamente desarrollado, en vez de la armonía anterior en que todavía no era un individuo. El concepto mesiánico de los profetas implica, ciertamente, que el hombre no está corrompido fundamentalmente, que se le puede salvar sin ningún acto especial de la gracia de Dios. Pero no implica que esa capacidad para el bien prevalezca necesariamente. Si el hombre hace el mal, se hace más malo. Así, el corazón del faraón «se endurece» porque persiste en hacer el mal; se endurece hasta un punto en que no es posible el cambio ni el arrepentimiento. El Antiguo Testamento ofrece por lo menos tantos ejemplos de hacer el mal como de hacer el bien, y no exime ni aun a figuras glorificadas como el rey David de la lista de los hacedores del mal. La posición del Antiguo Testamento es que el hombre tiene las dos capacidades —la del bien y la del mal— y que tiene que elegir entre el bien y el mal, entre la bienaventuranza y la execración, entre la vida y la muerte. Dios no interviene en su elección; presta ayuda enviando sus mensajeros, los profetas, a enseñar las normas que conducen a distinguir la bondad, a identificar el mal, y a amonestar y protestar. Pero hecho eso, se le deja solo al hombre con sus «dos fuerzas», la fuerza para el bien y la fuerza para el mal, y la decisión es suya únicamente. 

La actitud cristiana fue diferente. En el curso del desarrollo de la Iglesia cristiana, la desobediencia de Adán fue considerada pecado. En realidad, un pecado tan grave que corrompió su naturaleza y con ella la de todos sus descendientes, y así el hombre no podría nunca por su propio esfuerzo librarse de dicha corrupción. Sólo el acto de gracia de Dios, la aparición de Cristo, que murió por el hombre, podría extinguir la corrupción humana y ofrecer la salvación a quienes reconociesen a Cristo. Pero el dogma del pecado original no dejó, de ningún modo, de encontrar oposición en la Iglesia. Pelagio lo atacó, pero fue vencido. Los humanistas del Renacimiento pertenecientes a la Iglesia procuraron debilitarlo, aunque no podían atacarlo ni negarlo directamente, mientras lo hicieron muchos herejes. Si algo tuvo Lutero, fue una opinión aún más radical de la maldad y la corrupción innatas del hombre, mientras que los pensadores del Renacimiento, y posteriormente de la Ilustración, dieron un paso decisivo en la dirección contraria. Sostenían estos últimos que toda la maldad del hombre no era más que el resultado de las circunstancias, y por ende que el hombre no tenía en realidad que elegir. Cámbiense las circunstancias que producen el mal —así pensaban—, y se manifestará casi automáticamente la bondad original del hombre. Esta opinión también coloreó el pensamiento de Marx y de sus sucesores. La creencia en la bondad del hombre fue resultado de la nueva confianza del hombre en sí mismo, adquirida como consecuencia del enorme progreso económico y político que empezó con el Renacimiento. Por el contrario, la bancarrota moral de Occidente, que empezó con la primera Guerra Mundial y llevó, más allá de Hitler y Stalin, de Coventry y Hiroshima, a la preparación actual para el exterminio universal, puso de manifiesto una vez más la insistencia tradicional sobre la predisposición del hombre al mal. Esta nueva insistencia fue un saludable antídoto para la subestimación del potencial intrínseco de maldad que hay en el hombre; pero sirvió también con frecuencia para burlarse de quienes no habían perdido la fe en el hombre, en ocasiones interpretando erróneamente, o hasta deformando, su posición. 

Por haber sido desfiguradas con frecuencia mis opiniones, haciéndolas subestimar la capacidad para el mal que hay en el hombre, deseo subrayar que ese optimismo sentimental no es el tono de mi pensamiento. Realmente, sería difícil, para quien haya tenido una larga experiencia clínica como psicoanalista, subestimar las fuerzas destructoras que hay en el hombre. En pacientes gravemente enfermos ve funcionar esas fuerzas y experimenta la enorme dificultad de detenerlas o de canalizar su energía en direcciones constructivas. Sería igualmente difícil para cualquier persona que presenció el estallido explosivo de maldad y de instinto destructor desde los comienzos de la primera Guerra Mundial, no ver la potencia y la intensidad de la capacidad destructora humana. Pero existe el peligro de que la sensación de impotencia de que hoy es presa la gente —los intelectuales lo mismo que el individuo ordinario— cada vez en mayor grado, la induzca a aceptar una versión nueva de la corrupción y del pecado original que sirva de racionalización a la opinión derrotista de que no puede evitarse la guerra porque es consecuencia de la capacidad destructora de la naturaleza humana. Semejante opinión, que en ocasiones se jacta de su exquisito realismo, es irrealista por dos razones. En primer lugar, la intensidad de las tendencias destructoras no implica de ninguna manera que sean invencibles o ni aun dominantes. La segunda falacia de esta opinión está en la premisa de que las guerras son primordialmente consecuencia de fuerzas psicológicas. No es necesario detenerse sobre esta falacia del «psicologismo» en la comprensión de los fenómenos sociales y políticos. Las guerras son consecuencia de la decisión de desencadenarlas de líderes políticos, militares y de los negocios para adquirir territorio, recursos naturales, ventajas comerciales; para la defensa contra amenazas reales o supuestas a la seguridad de su país por otra potencia; o por la razón de reforzar su prestigio y gloria personales. Esos hombres no son diferentes del hombre ordinario: son egoístas, con poca capacidad para renunciar a las ventajas personales en beneficio de otros; pero no son crueles ni malignos. Cuando tales hombres —que en la vida ordinaria probablemente harían más bien que mal— llegan a puestos de poder desde los que mandan a millones de hombres y controlan las armas más destructoras, pueden causar daños inmensos. En la vida civil podrían haber destruido a un competidor; en nuestro mundo de Estados poderosos y soberanos («soberano» significa no sometido a ninguna ley moral que restrinja la acción del Estado soberano), pueden destruir a la especie humana. El hombre ordinario con poder extraordinario es el principal peligro para la humanidad, y no el malvado o el sádico. Pero así como se necesitan armas para hacer la guerra, se necesitan las pasiones del odio, de la indignación, de la destrucción y del miedo para hacer que millones de hombres arriesguen la vida y se conviertan en asesinos. Esas pasiones son condiciones necesarias para desencadenar la guerra; no son sus causas, como tampoco lo son los cañones y las bombas por sí mismos. Muchos observadores han comentado que la guerra nuclear difiere en este respecto de la guerra tradicional. El individuo que oprime los botones que dispararán proyectiles con cargas nucleares, uno solo de los cuales puede matar a centenares de miles de personas, difícilmente tendrá la sensación de matar a alguien en el sentido en que un soldado tuvo esa sensación cuando empleó su bayoneta o su ametralladora. Pero, aun cuando el acto de disparar armas nucleares no es, conscientemente, más que obediencia fiel a una orden, queda en pie la cuestión de saber si en los estratos más profundos de la personalidad existe o no una profunda indiferencia para la vida, ya que no impulsos destructores, que haga posibles tales actos. 

Escogeré tres fenómenos que, en mi opinión, constituyen la base de la forma más maligna y peligrosa de la orientación humana; son el amor a la muerte, el narcisismo maligno y la fijación simbiótico-incestuosa. Las tres orientaciones, cuando se combinan, forman el «síndrome de decadencia», el que mueve al hombre a destruir por el gusto de destrucción, y a odiar por el gusto de odiar. En oposición al «síndrome de decadencia» describiré el «síndrome de crecimiento», que consiste en el amor a la vida (en cuanto opuesto al amor a la muerte), el amor al hombre (opuesto al narcisismo) y la independencia (opuesta a la fijación simbiótico-incestuosa). Sólo en una minoría de individuos aparece plenamente desarrollado uno u otro de los dos síndromes. Pero es innegable que cada individuo avanza en la dirección que ha elegido: la de la vida o la de la muerte, la del bien o la del mal.

 

 

2- La Necesidad de Sobrevivir

 

A fin de comprender plenamente la circunstancia humana y las posibles elecciones que el hombre enfrenta, debemos estudiar otro tipo de conflicto fundamental inherente a la existencia humana. Por cuanto que el ser humano tiene un cuerpo y necesidades corporales, las mismas esencialmente que las del animal, tiene también un impulso intrínseco a sobrevivir físicamente, aun cuando los métodos que emplea no poseen el carácter instintivo y reflejo que está más desarrollado en el animal. El cuerpo del hombre lo hace querer sobrevivir sin importar las circunstancias, aun las relacionadas con la felicidad o con la infelicidad, con la esclavitud o la libertad. Consecuencia de esto es que el hombre debe trabajar u obligar a otros a que trabajen para él. En el pasado, el hombre invirtió la mayor parte de su tiempo en la recolección de alimentos. Utilizo aquí la expresión "recolección de alimentos" en un sentido muy amplio. En el animal, esto quiere decir esencialmente recoger el alimento en la cantidad y la calidad que su aparato instintivo le indica. En el hombre hay una flexibilidad mucho mayor en cuanto al tipo de alimento que puede elegir; pero, por encima de esto, el hombre, una vez que ha comenzado el proceso de la civilización, trabaja no sólo para reunir alimento, sino para vestirse, para construir refugios y, en las culturas más avanzadas, para producir las variadas cosas que, sin ser estrictamente necesarias para su supervivencia física, se han desplegado como necesidades reales formando la base material de una vida que permite el desarrollo de la cultura.

Si el hombre estuviera satisfecho con gastar su vida cuidando de su subsistencia, no habría problema. Aunque no tiene el instinto de la hormiga, podría soportar perfectamente una existencia de hormiga. Sin embargo, forma parte de la condición humana el que el hombre no esté satisfecho con ser una hormiga, el que al lado de esta esfera de la supervivencia biológica o material haya una esfera característica del hombre, que podemos llamar transutilitaria o de la trans-supervivencia.

¿Qué significa esto? Pues que precisamente porque el hombre tiene conciencia e imaginación y el poder de ser libre, tiende connaturalmente a no ser, como Einstein dijo una vez, un "dado que se arroja del cubilete". El quiere no sólo saber lo que se necesita para sobrevivir, sino comprender qué es la vida humana. Constituye entre los seres vivos el único caso que tiene consciencia de sí mismo. Y quiere utilizar las facultades que ha desarrollado en el proceso de la historia, las cuales le sirven más que el proceso de la mera supervivencia biológica. El hambre y el sexo, en cuanto fenómenos puramente fisiológicos, pertenecen a la esfera de la supervivencia. (El sistema psicológico de Freud padece de este error definitivo que era parte del materialismo mecanicista de su tiempo y que lo llevó a erigir una psicología sobre esas pulsiones que están al servicio de la supervivencia.) Pero el hombre tiene pasiones que son específicamente humanas y que trascienden la función supervivencial.

Nadie ha expresado esto más claramente que Marx: "La pasión es el esfuerzo de las facultades del hombre para obtener su objeto." En este aserto, la pasión es considerada un concepto de relación. El dinamismo de la naturaleza humana, en la medida en que es humano, se halla arraigado primariamente en esta necesidad del hombre de expresar sus facultades en relación con el mundo más que en la necesidad de usar al mundo como un medio para satisfacer sus necesidades fisiológicas. Lo cual quiere decir: dado que tengo ojos, tengo necesidad de ver; dado que tengo oídos, tengo necesidad de oír; dado que tengo una mente, tengo la necesidad de pensar; y dado que tengo corazón, tengo la necesidad de sentir. En una palabra, dado que soy un hombre, tengo necesidad del hombre y del mundo. Marx escribió muy claramente y con vehemencia lo que él quiere decir con "facultades humanas" que relacionan con el mundo: "Todas sus relaciones humanas con el mundo —ver, oír, oler, gustar, tocar, pensar, observar, sentir, desear, actuar, amar—, en una palabra, todos los órganos de su individualidad son la... apropiación (Betätigung) de la realidad humana. . . [En la práctica sólo puedo relacionarme de una manera humana con una  cosa cuando la cosa se relaciona de una manera humana con el hombre.]"

Los impulsos del hombre, en cuanto son transutilitarios, expresan una necesidad fundamental y específicamente humana: la necesidad de relacionarse con el hombre y con la naturaleza y de afirmarse en esta relación.

Ambas formas de existencia, la de colectar alimento para sobrevivir, sea en un sentido amplio o estrecho, y la actividad libre y espontánea, que es la expresión de las facultades del hombre y que adquiere sentido más allá del trabajo utilitario, son inherentes al existir humano. Cada sociedad y cada hombre tienen su propio ritmo peculiar en el que estas dos formas de vida hacen su aparición. Lo que importa es la fuerza relativa que cada una de ellas presenta y el que una domine a la otra. Tanto la acción como el pensamiento participan de la doble naturaleza de esta polaridad. La acción en el plano supervivencia) es lo que comúnmente llamamos trabajo. La actividad en el plano trans-supervivencial es lo que se designa como juego, al igual que todas aquellas actividades que se relacionan con el culto, los ritos y el arte. El pensamiento también aparece en dos formas, una que se halla al servicio de la función de sobrevivir y la otra al de la de conocer en el sentido de comprender e intuir. Esta distinción entre el pensamiento supervivencial y el trans-supervivencial es muy importante para comprender la consciencia y el llamado inconsciente. Nuestro pensamiento consciente es ese tipo de pensamiento, ligado al lenguaje, que sigue las categorías sociales de pensamiento impresas en nuestra mente desde nuestros primeros años. Nuestra consciencia consiste esencialmente en la advertencia de aquellos fenómenos que el filtro social, compuesto de lenguaje, lógica y prohibiciones, nos permite llegar a advertir. Todos los fenómenos que no pueden atravesar el filtro social permanecen inconscientes o, hablando con más exactitud, nos pasa inadvertido todo aquello que no puede penetrar en nuestra consciencia porque el filtro social impide su entrada. Esta es la razón por la que la estructura de la sociedad determina a la consciencia. Sin embargo, esta afirmación es únicamente descriptiva. En tanto que el hombre tiene que trabajar dentro de una sociedad dada, su necesidad de supervivencia lo hace aceptar, generalmente, las conceptuaciones sociales y reprimir, por consiguiente, lo que advertiría si se hubieran fijado otros esquemas en su consciencia. No es éste el lugar para dar ejemplos de esta hipótesis, pero no será difícil para el lector que estudie otras culturas hallar los suyos propios. Las categorías de pensamiento en la era industrial son las de cuantificación, abstracción y comparación, las de ganancias y pérdidas, las de eficiencia e ineficiencia. El miembro de una sociedad de consumidores de nuestros días, por ejemplo, no necesita reprimir sus deseos sexuales porque los esquemas de la sociedad industrial no proscriben el sexo. El miembro de la clase media del siglo XIX, que estaba ocupado acumulando capital e invirtiéndolo más bien que consumiendo, tenía que reprimir sus deseos sexuales porque no encajaban en el espíritu adquisitivo y atesorador de su sociedad o, dicho correctamente, de las clases medias. Y si pensamos en la sociedad medieval o en la griega, o en culturas tales como la de los indios pueblos, podemos reconocer fácilmente que fueron muy conscientes de diferentes aspectos de la vida, cuya entrada a la consciencia estaba garantizada por el respectivo filtro social, mientras que otros eran tabú.

La condición más notable en la que el hombre no tiene que aceptar las categorías sociales de su sociedad ocurre durante el sueño. El sueño es ese estado de la vida en el que el hombre se halla libre de la necesidad de cuidar de su supervivencia. Cuando está despierto, lo determina en considerable medida la función supervivencial; pero cuando está dormido, es un ser libre. Como resultado, su pensamiento no está sujeto a las categorías de pensamiento de su sociedad y exhibe esa peculiar creatividad que encontramos en los sueños. El hombre, en el sueño, crea símbolos y tiene notables penetraciones en la naturaleza de la vida y en la de su propia personalidad que es incapaz de tener mientras es la criatura ocupada en recolectar el alimento y en defenderse. Con frecuencia, en verdad, esta falta de contacto con la realidad social puede llevarlo a tener experiencias y pensamientos arcaicos, primitivos, malignos, pero que aun así son auténticos y lo representan mejor que los patrones de pensamiento de su sociedad. En los sueños, el individuo trasciende los estrechos límites de su sociedad y llega a ser plenamente humano. He aquí por qué el descubrimiento de Freud de la interpretación onírica, aun cuando él buscara básicamente los instintos sexuales reprimidos, abrió el camino para comprender la humanidad no sujeta a censura que vive en todos nosotros. (Algunas veces los niños, antes de que hayan sido suficientemente indoctrinados por el proceso educativo, y los psicóticos que han roto toda relación con el mundo social, muestran intuiciones y potencialidades artísticas y creativas que el adulto adaptado no puede recuperar.)

Pero los sueños son sólo un caso especial de esa vida trans-supervivencial del hombre. Su principal expresión se halla en los rituales, los símbolos, la pintura, la poesía, el drama y la música. Nuestro pensamiento utilitario, muy lógicamente, ha tratado de interpretar todos estos fenómenos como dependientes de la función de supervivencia. (Un difundido marxismo se ha unido en ocasiones en sustancia, aunque no en su forma, a este tipo de materialismo.) Observadores más profundos, como Lewis Mumford y otros, han puntualizado que las pinturas de las cavernas en Francia y los ornamentos de la alfarería primitiva, al par que las formas más avanzadas del arte, carecen de propósitos utilitarios. Podría decirse que su función es contribuir a la supervivencia del espíritu del hombre, pero no a la de su cuerpo.

En esto consiste la conexión entre belleza y verdad. La belleza no es lo contrario de lo "feo", sino de lo "falso"; es la enunciación sensorial de una cosa o de una persona como tales. Crear belleza presupone, según el pensamiento budista Zen, un estado mental en el que uno se ha vaciado a fin de llenarse con lo que uno se representa, de tal manera que se llegue a serlo. "Bello" y "feo" son categorías meramente convencionales que varían de cultura a cultura. Un buen ejemplo de nuestro fracaso en aprehender la belleza es la tendencia de la persona media a mencionar la "puesta del sol" como ejemplo de belleza, como si la lluvia o la neblina no fueran igualmente bellas, aunque a veces resulten menos gratas al cuerpo.

Todo gran arte se halla, por su esencia misma, en conflicto con la sociedad con la que coexiste. Expresa la verdad acerca de la realidad, a despecho de que esta verdad favorezca o impida los esfuerzos por sobrevivir de una sociedad dada. Todo gran arte es revolucionario porque se refiere a la realidad del hombre y pone en duda la realidad de las diversas formas transitorias de la sociedad humana. Hasta un artista que sea un reaccionario políticamente es más revolucionario —si es un gran artista— que los artistas del "realismo socialista", que se limitan a reproducir la particular forma de su sociedad incluyendo sus contradicciones.

Es un hecho asombroso que el arte no haya sido proscrito a lo largo de la historia por las distintas fuerzas que existieron y que existen. Son varias tal vez las razones de esto. Una es que sin arte el ser humano languidece y acaso ni siquiera sea útil para las finalidades prácticas de su sociedad. Otra razón es que el gran artista por su particular forma y perfección ha sido siempre un "extraño" y, en consecuencia, mientras sólo estimula a la vida y la crea no resulta peligroso porque no traslada su arte al terreno político. A más de esto, por lo general el arte estaba únicamente al alcance de las clases cultas o políticamente menos peligrosas de la sociedad. Los artistas han sido los bufones de la corte de toda historia pasada. Les permitieron decir la verdad porque la representaban en una forma artística propia de ellos, pero socialmente restringida.

La sociedad industrial de nuestros días se enorgullece de que millones de personas tienen oportunidad, y en verdad que la utilizan, de escuchar excelente música viva o en grabaciones, de ver arte en los numerosos museos del país y de leer las obras maestras de la literatura desde Platón hasta Russell en ediciones baratas y fáciles de adquirir. Sin duda alguna, este encuentro con el arte y la literatura es para una pequeña minoría una genuina experiencia. Para la vasta mayoría, en cambio, la "cultura" es otro artículo de consumo y también un símbolo de status, por cuanto que ver los cuadros "debidos", conocer la "buena" música y leer los "buenos" libros indica tener una, educación esmerada y resulta, por tanto, útil para ascender en la escala social. Lo mejor del arte ha sido transformado en un artículo de consumo, o sea que se reacciona ante él de una manera enajenada. La prueba es que muchas de las mismas personas que van a conciertos, escuchan música clásica y compran una edición barata de Platón miran sin disgusto los programas vulgares y sosos de la televisión. Si su experiencia con el arte fuera genuina, apagarían sus aparatos televisores cada vez que presentan "dramas" chabacanos y triviales.

Sin embargo, el anhelo del hombre por lo dramático, por lo que toca el fondo de la experiencia humana, no está muerto. Mientras que la mayoría de los dramas del teatro o del cine no son más que mercancías no artísticas o productos para consumo enajenado, el "drama" moderno, cuando es auténtico, es primitivo y bárbaro.

El ansia de drama en estos tiempos se manifiesta más genuinamente en la atracción por los accidentes, los crímenes y la violencia reales o de ficción. Un accidente automovilístico o un incendio atraerá una multitud de gente que observará con gran atención. ¿Por qué es así? Simplemente porque la confrontación elemental con la vida y la muerte resquebraja la experiencia convencional y fascina a la gente ansiosa de drama. Por igual razón, nada vende más un periódico que las noticias de crímenes y de violencia. El hecho es que mientras, superficialmente, se dispensa a la tragedia griega o a las pinturas de Rembrandt la más alta estimación, sus verdaderos sustitutos son el crimen, el asesinato y la violencia, sea que se desarrollen directamente en la pantalla del televisor o que se los lea en los periódicos.

 

3- El Hastío Contemporáneo

 

Reflexionemos ahora un poco sobre la concepción clásica de la actividad y pasividad tal como la encontramos en Aristóteles, en Spinoza, en Goethe, en Marx o en muchos otros pensadores occidentales de los últimos dos milenios. En ellos la actividad se entiende como algo que da expresión a las fuerzas ínsitas en el hombre, que da vida, que ayuda a la eclosión tanto de las capacidades corporales como de las afectivas, tanto de las intelectuales como de las artísticas. Cuando hablo de fuerzas ínsitas en el hombre, muchas personas quizás no lo entiendan del todo, pues lo común es que existan fuerzas, energías, en las máquinas, pero no en los hombres. Y en la medida en que el hombre dispone de fuerzas, éstas sirven sobre todo a la finalidad de inventar y manejar máquinas. Va aumentando nuestro asombro ante la potencia de las máquinas, a la vez que disminuye nuestra percepción de las maravillosas fuerzas que residen en el hombre. 
La frase del poeta griego en la Antígona: «Hay muchas cosas asombrosas en el mundo, pero nada es más asombroso que el hombre», ya no tiene para nosotros auténtica significación. El cohete lunar nos parece con frecuencia mucho más asombroso que el pequeño hombre, y en cierta manera creemos que con nuestros inventos modernos hemos creado cosas mucho más maravillosas que Dios cuando creó al hombre. Debemos cambiar de perspectiva cuando dirigimos nuestro interés a la conciencia y al despliegue de aquellas múltiples fuerzas que existen en potencia en el hombre. Lo que está dado en el hombre y espera realizarse es no sólo la capacidad de hablar y de pensar, sino también el lograr una comprensión cada vez mayor, el desarrollar una progresiva madurez, la fuerza del amor o de la expresión artística. La actividad, el ser activo en el sentido de los autores que he mencionado, es justamente eso, el desarrollo, la manifestación de esas fuerzas propias del hombre, que en general permanecen ocultas o reprimidas. Incluiré aquí una cita de Karl Marx. En verdad, veremos en seguida que se trata de un Marx totalmente distinto del que se nos presenta en la universidad, en los periódicos o en la propaganda, tanto de izquierda como de derecha. Tomo la cita de los Ökonomisch philosophischen Manuskripten (Manuscritos económico-filosóficos) (MEGA, I, 3, pág. 149): «Si presuponemos al hombre como hombre y a su conducta respecto del mundo como una conducta humana, sólo podremos cambiar amor por amor, confianza por confianza, etc… Si queremos influir sobre otros hombres, debemos ser hombres que actuamos sobre los demás de una manera realmente estimulante y promocionante. Todas nuestras conductas respecto del hombre —y de la Naturaleza— deben ser una manifestación cabal, correspondiente al objeto perseguido, de nuestra vida real individual. Si amamos sin suscitar un amor que nos corresponda, es decir, si nuestro amor como tal no produce un correspondiente amor, si mediante nuestra exteriorización vital como hombres amantes no nos volvemos hombres amados, ese amor es impotente, es una desgracia». Vemos que Marx habla aquí del amor como una actividad.  El hombre contemporáneo no piensa realmente que con el amor crea algo. Sólo le preocupa en general y casi exclusivamente ser amado, no poder amar él mismo y, por lo tanto producir con su amor el amor de los demás y dar así a luz en el mundoalgo nuevo, no existente con anterioridad. Por ello opina que ser amado es una gran casualidad, o que se lo logra comprando todo lo posible, lo que lleva presuntamente a obtener el  amor de los demás —desde el dentífrico correcto hasta un traje elegante o el automóvil más caro—. Ahora bien, lo que pasa con el dentífrico o el traje no lo sé muy bien, pero es lamentablemente un hecho que muchos hombres son amados debido al magnífico automóvil que poseen. Debemos añadir que también hay muchos hombres que se interesan más por el auto que por su mujer. Y entonces todo vuelve aparentemente a estar en orden —salvo que ambos en poco tiempo llegan a hastiarse e inclusive a odiarse, porque se han engañado mutuamente o se sienten defraudados—.

Creían ser amados, mientras que en realidad mantenían una ficción pero no practicaban ningún amor activo. Igualmente, se entiende por pasividad en el sentido clásico, no que alguien esté sentado ahí, reflexione, medite o contemple la Naturaleza, sino el mero reaccionar a algo o el mero ser impulsado. El mero reaccionar: no hay que olvidar que en la mayoría de los casos somos activos en el sentido de que reaccionamos ante estímulos, excitaciones, situaciones, que habitualmente nos exigen hacer algo al recibir la correspondiente señal. El perro de Pavlov reacciona mostrando apetito cuando oye la campana que en una oportunidad asoció con el alimento. Luego, cuando come de su escudilla está naturalmente muy «activo». Pero esta actividad no es sino una reacción a un estímulo. El animal funciona como una máquina. La actual psicología del comportamiento se ocupa precisamente de este proceso: el hombre es un ser que reacciona, si se lo somete a un estímulo se sigue de inmediato una reacción. Esto se puede hacer con ratas, ratones, monos, hombres, y hasta con gatos, aunque eso resulta un poco más difícil. En el caso de los hombres, es lamentablemente muy sencillo. 
Se cree que todo comportamiento humano se basa en gran medida en el principio de la recompensa y el castigo. Recompensar y castigar constituyen los dos grandes estímulos, y se espera que el  hombre se comporte a este respecto como cualquier animal, en tanto tenderá a hacer aquello por lo que recibe elogios, y a no hacer lo que puede acarrearle un castigo. Ni siquiera es necesario que el castigo sea efectivo, bastará con la amenaza misma. Aunque es necesario que en algún caso se castigue en forma ejemplar a un par de hombres, de modo que la amenaza no parezca totalmente vacía. Y ahora el ser impulsado: observemos a un borracho. Generalmente se muestra muy «activo», grita y gesticula. O pensemos en un hombre en el estado psicótico que se llama manía. Tal hombre es superactivo, se cree capaz de ayudar al mundo, pronuncia discursos, telegrafía, se preocupa por mantener una incesante actividad. Ofrece la imagen de una monstruosa actividad.  Pero sabemos que el motor de tal actividad reside en un caso en el alcohol y en el otro, el del enfermo maníaco, en algún desorden electroquímico de su cerebro. Sin embargo, sus manifestaciones externas son de una extrema actividad. La «actividad» como mera reacción a un estímulo o como ser impulsado, en la forma de una pasión, es en el fondo una pasividad, pese a todo el ajetreo que lleve consigo. La palabra pasión se relaciona con «padecer». Cuando se habla de un hombre muy apasionado, estamos utilizando una expresión muy contradictoria. Schleiermacher dijo una vez: «Los celos son una pasión, pues se busca con afán lo que produce sufrimiento». Esto vale no sólo respecto de los celos, sino de toda pasión por la que el hombre se sienta impulsado: la búsqueda de honores, de dinero, de poder, de alimentos para ingerir. Todas las búsquedas son pasiones que producen sufrimientos. Son pasividades. La palabra latina «passio» coincide con nuestra palabra «pasión». Nuestro uso actual es, en este punto, un poco confuso, porque con la palabra pasión se entienden cosas totalmente distintas. Pero aquí no quiero profundizar este punto. Si observamos la actividad del hombre que meramente reacciona o es impulsado a actuar, es decir, del hombre pasivo en el sentido clásico, vemos que su reacción nunca produce algo nuevo. Es mera rutina. La reacción vuelve a realizar siempre lo mismo: al mismo estímulo sigue la misma reacción. Sabemos perfectamente lo que pasará. Todo es calculable. En este caso no hay ninguna individualidad, no se despliegan potencias, todo parece programado: a un mismo estímulo corresponde un mismo efecto. Sucede lo que se observa en las ratas en el laboratorio de psicología animal. También en la psicología del comportamiento, que considera fundamentalmente al hombre como un mecanismo, rige el principio de que éste reacciona a determinados estímulos con determinadas respuestas. Comprender este proceso, investigarlo y derivar de él recetas, eso se llama ciencia. Quizás eso sea ciencia, ¡pero humana, no! En efecto, el hombre viviente no reacciona nunca de la misma manera. A cada momento es otro hombre. Aunque jamás sea totalmente otro, en todo caso nunca es el mismo. Heráclito lo expresó así «Es imposible entrar dos veces al mismo río». Lo cual equivale a: «Todo fluye». Yo diría: la psicología del comportamiento puede ser una ciencia, pero no es ninguna ciencia del hombre alienado con métodos alienados, realizada por investigadores alienados. Está por cierto en condiciones de poner de relieve ciertos aspectos del hombre, pero justamente lo vivo, lo específicamente humano, ni lo roza. Querría presentar un ejemplo respecto de la diferencia entre actividad y pasividad. Ha desempeñado un gran papel en la psicología industrial norteamericana. El profesor Elton Mayo realizó el siguiente experimento cuando la Western Electric Company le solicitó que averiguara cómo se podía mejorar la productividad de obreras, por lo demás no calificadas, en los talleres Hawthorne de Chicago. Se pensaba entonces que quizás trabajarían mejor si se les daban diez minutos libres por la  mañana y quizás otros diez minutos como descanso para el café, etcétera. Esas operarías no calificadas debían realizar una tarea que era muy monótona: devanar bobinas. Eso no requiere ningún arte, ningún esfuerzo, es lo más pasivo y monótono que se pueda imaginar. Entonces Elton Mayo les explicó su experimento y estableció al comienzo la pausa para el café a medianoche. En seguida resultó un aumento de la productividad. Eso era espléndido, porque se demostraba qué bien funcionaba el método. Luego agregó la pausa de la mañana, y volvió a aumentar la productividad. Otras ventajas concedidas produjeron también una mayor productividad, de modo que los cálculos resultaron exactos. Un profesor común habría terminado en este punto y habría aconsejado a los directivos de la Western Electric Company que obtuvieran una mayor productividad mediante la concesión de un tiempo de descanso de veinte minutos. Elton Mayo, que era un hombre muy ingenioso, procedió de otra manera. Se había preguntado qué ocurriría si suprimía el beneficio concedido. Entonces comenzó por eliminar la pausa para el café —y prosiguió él aumento de productividad—. Luego suprimió la pausa matutina —prosiguió el aumento de productividad—. Y así sucesivamente. Quizás en este punto algunos eruditos profesores afirmarían encogiéndose de hombros: «Claro, lo que se ve es que el experimento no es concluyente…». Pero en nuestro caso surge en seguida esta reflexión: quizás las operarías no calificadas sintieron interés, por primera vez en su vida, en lo que hacían en la fábrica.  El trabajo de bobinar siguió siendo tedioso y monótono como siempre, pero durante el experimento cayeron en la cuenta — y así lo sentían— de que estaban contribuyendo en algo que era significativo no sólo para la ganancia del empresario anónimo, sino para todos los trabajadores. Mayo pudo probar que lo que aumentó la productividad del trabajo fue este inesperado interés, el hecho de ser tenido en cuenta, y no, por ejemplo, las pausas matutinas o vespertinas. Esto fue causa y estímulo para llegar a un nuevo enfoque: que el motivo de la productividad residía más en el interés en el trabajo mismo que en las pausas, en las expectativas de aumento salarial y de condiciones de trabajo más favorables. Volveré sobre este punto más adelante. Sólo quería destacar aquí la diferencia tajante que existe entre actividad y pasividad. Mientras las operarias no tenían ningún interés, se mostraron pasivas. En el momento en que se las hizo participar en el experimento, despertó en ellas un sentimiento de colaboración, se volvieron activas y cambiaron fundamentalmente de actitud. Tomemos ahora otro caso, mucho más simple. Pensemos en un turista que llega a algún lugar —naturalmente con una cámara fotográfica en la mano— y ve delante de sí una montaña, el mar, un castillo o una exhibición. Pero no los ve en verdad en forma directa, sino que los percibe de entrada teniendo en vista la foto que va a tomar. La realidad importante para él es la retenida y poseída, no la situada ante él. El segundo paso, la imagen, viene del primero, del ver mismo. Si tiene la imagen en el bolsillo la puede mostrar a sus amigos, como si él mismo hubiera creado ese trozo de mundo que ha captado, o puede acordarse diez años más tarde de dónde estaba entonces, etcétera. Como quiera que sea, la foto, es decir, la percepción artística, ha pasado a ocupar el lugar de la percepción original. Hay muchos turistas que nunca empiezan por mirar; agarran en seguida la cámara, mientras que el buen fotógrafo acoge primero en sí mismo lo que luego capta con la cámara y, por ende comienza poniéndose en relación con lo que luego fotografía. Este acto previo de ver es algo activo.  Esta diferencia no se puede medir experimentalmente. Pero quizás la percibamos en la expresión del rostro: uno se alegra de haber visto algo hermoso. Luego puede fotografiarlo, o quizás no. Hay también (por cierto pocos) hombres que prescinden de las fotos, porque la imagen arruina el recuerdo.  Con ayuda de la imagen uno no ve nada más que un recuerdo. Pero si intentamos recordar un paisaje sin valernos de imagen alguna, éste revivirá en nosotros. El paisaje vuelve a presentarse, hasta que lo tenemos tan vivo ante nosotros como es en realidad. No es simplemente un recuerdo que vuelve otra vez, como cuando alguien recuerda verbalizando. Nosotros mismos creamos de nuevo el paisaje, nosotros mismos producimos esa impresión. Esta clase de actividad refresca, expande y fortalece la energía vital, mientras que toda pasividad desanima y deprime, y en algunos casos hasta llena de odio a quien la experimenta. Pensemos en una reunión social a la que hemos sido invitados. Sabemos exactamente lo que dirá ésta o aquella persona, lo que contestaremos nosotros, y lo que replicarán ellos. Lo que cada uno dice está claramente regulado, como en el mundo de las máquinas. Todos tienen su opinión, su modo de ver. No pasa nada, y cuando volvemos a casa sentimos, en lo más profundo de nosotros, un cansancio mortal. Pese a ello, mientras estábamos en la reunión producíamos una aparente impresión de alegría y actividad: nuestro lenguaje era similar al de nuestro vecino, y quizás hasta nos hayamos sentido estimulados; pero se trataba sin embargo de una relación de total pasividad, en tanto mi interlocutor y yo aparecíamos siempre vinculados en forma de estímulo y reacción, sin que surgiera nada nuevo, sino siempre el mismo disco gastado y agotado: puro hastío. Ahora bien, es un hecho notable en nuestra cultura que los hombres no se aprecien suficientemente o, digamos más bien, no estén suficientemente conscientes de cuán penoso es el hastío. Cuando alguien se encuentra aislado, e incluso cuando por algún motivo no sabe qué hacer con su vida, si no tiene en sí los medios para hacer algo vital, para producir algo o para recobrarse, sentirá el hastío como un peso, como una carga, como una parálisis que él no podrá aclarar por sí solo.  El hastío es una de las peores torturas. Es un mal muy actual y que se va propagando. El hombre víctima del hastío, sin medios para defenderse de él, se siente como un ser muy deprimido. Se podría muy bien preguntar: ¿por qué la mayoría de los hombres no nota eso, la clase de mal que es el hastío, cuán penoso es? Me parece que la respuesta es simple: en la actualidad producimos muchas cosas que se pueden obtener y con cuya ayuda logramos eludir el hastío. Se ingieren píldoras tranquilizantes, o se bebe, o se va de un cóctel a otro o se pelea con el cónyuge o uno se distrae con los medios masivos o se entrega a actividades sexuales, todo con el fin de ocultar el hastío. Muchas de nuestras actividades son intentos destinados a impedir que el hastío llegue al nivel de la conciencia. Pero no olvidemos la desagradable sensación que tenemos con frecuencia cuando hemos visto una película estúpida o por cualquier otro motivo hemos tenido que reprimir nuestro hastío, el malestar que sentimos al notar que eso era en verdad mortalmente aburrido, y que no hemos utilizado nuestro tiempo, sino que lo hemos matado. Es extraordinario lo que ocurre en nuestra cultura: hacemos de todo para no perder tiempo, para ahorrarlo, y cuando hemos logrado salvarlo o ahorrarlo lo matamos, porque no sabemos qué hacer con él. 

 

4- La libertad como problema psicológico

 

La historia moderna, europea y americana, se halla centrada en torno al esfuerzo que tiende a romper las cadenas económicas, políticas y espirituales que aprisionan a los hombres. Las luchas por la libertad fueron sostenidas por los oprimidos, por aquellos que buscaban nuevas libertades en oposición con los que tenían privilegios que defender. Al luchar una clase por su propia liberación del dominio ajeno creía hacerlo por la libertad humana como tal y, por consiguiente, podía invocar un ideal y expresar aquella aspiración a la libertad que se halla arraigada en todos los oprimidos. Sin embargo, en las largas y virtualmente incesantes batallas por la libertad, las clases que en una determinada etapa habían combatido contra la opresión, se alineaban junto a los enemigos de la libertad cuando ésta había sido ganada y les era preciso defender los privilegios recién adquiridos. A pesar de los muchos descalabros sufridos, la libertad ha ganado sus batallas.  Muchos perecieron en ellas con la convicción de que era preferible morir en la lucha contra la opresión a vivir sin libertad. Esa muerte era la más alta afirmación de su individualidad. La historia parecía probar que al hombre le era posible gobernarse por sí mismo, tomar sus propias decisiones y pensar y sentir como lo creyera conveniente. La plena expresión de las potencialidades del hombre parecía ser la meta a la que el desarrollo social se iba acercando rápidamente. Los principios del liberalismo económico, de la democracia política, de la autonomía religiosa y del individualismo en la vida personal, dieron expresión al anhelo de libertad y al mismo tiempo parecieron aproximar la humanidad de su plena realización. Una a una fueron quebradas las cadenas. El hombre había vencido la dominación de la naturaleza, adueñándose de ella; había sacudido la dominación de la Iglesia y del Estado absolutista. La abolición de la dominación exterior parecía ser una condición no sólo necesaria, sino también suficiente para alcanzar el objetivo acariciado: la libertad del individuo.  La guerra mundial fue considerada por muchos como la última guerra; su terminación, como la victoria definitiva de la libertad. Las democracias ya existentes parecieron adquirir nuevas fuerzas, y al mismo tiempo nuevas democracias surgieron para reemplazar a las viejas monarquías. Pero tan sólo habían transcurridos pocos años cuando nacieron otros sistemas que negaban todo aquello en que los hombres habían creído y cuyo logro costara tantos siglos de lucha. Porque la esencia de tales sistemas, que se apoderaron de una manera efectiva e integral de la vida social y personal del hombre, era la sumisión de todos los individuos, excepto un puñado de ellos, a una autoridad sobre la cual no ejercían vigilancia alguna. En un principio, muchos hallaban algún aliento en la creencia de que la victoria del sistema autoritario se debía a la locura de unos cuantos individuos y que, a su debido tiempo, esa locura los conduciría al derrumbe. Otros se satisfacían con pensar que al pueblo italiano, o al alemán, les faltaba una práctica suficiente de la democracia, y que, por lo tanto, se podía esperar sin ninguna preocupación el momento en que esos pueblos alcanzaran la madurez política de las democracias occidentales.  Otra ilusión común, quizá la más peligrosa  de todas, era el considerar que hombres como Hitler habían logrado apoderarse del vasto aparato del Estado sólo con astucias y engaños; que ellos y sus satélites gobernaban únicamente por la fuerza desnuda y que el resto de la población oficiaba de víctima involuntaria de la traición y del terror. En los años que han transcurrido desde entonces, el error de estos argumentos se ha vuelto evidente. Hemos debido reconocer que millones de personas, en Alemania, estaban tan ansiosas de entregar su libertad como sus padres lo estuvieron de combatir por ella; que en lugar de desear la libertad buscaban caminos para rehuirla; que otros millones de individuos permanecían indiferentes y no creían que valiera la pena luchar o morir en su defensa. También reconocemos que la crisis de la democracia no es un problema peculiar de Italia o Alemania, sino que se plantea en todo Estado moderno. Bien poco interesan los símbolos bajo los cuales se cobijan los enemigos de la libertad humana: ella no está menos amenazada si se la ataca en nombre del antifascismo o en el del fascismo desembozado. Esta verdad ha sido formulada con tanta eficacia por John Dewey, que quiero expresarla con sus mismas palabras: "La amenaza más seria para nuestra democracia — afirma—, no es la existencia de los Estados totalitarios extranjeros. Es la existencia en nuestras propias actitudes personales y en nuestras propias instituciones, de aquellos mismos factores que en esos países han otorgado la victoria a la autoridad exterior y estructurada la disciplina, la uniformidad y la confianza en el 'líder'. Por lo tanto, el campo de batalla está también aquí —en nosotros mismos y en nuestras instituciones".  Si queremos combatir el fascismo debemos entenderlo. El pensamiento que se deje engañar a sí mismo, guiándose por el deseo, no nos ayudará. Y el reclamar fórmulas optimistas resultará anticuado e inútil como lo es una danza india para provocar la lluvia. Al lado del problema de las condiciones económicas y sociales que han originado el fascismo se halla el problema humano, que precisa ser entendido. Debemos analizar aquellos factores dinámicos existentes en la estructura del carácter del hombre moderno, que le hicieron desear el abandono de la libertad en los países fascistas, y que de manera tan amplia prevalecen entre millones de personas de nuestro propio pueblo. Las cuestiones fundamentales que surgen cuando se considera el aspecto humano de la libertad, el ansia de sumisión y el apetito del poder, son éstas: ¿Qué es la libertad como experiencia humana? ¿Es el deseo de libertad algo inherente a la naturaleza de los hombres? ¿Se trata de una experiencia idéntica, cualquiera que sea el tipo de cultura a la cual una persona pertenece, o se trata de algo que varía de acuerdo con el grado de individualismo alcanzado en una sociedad dada? ¿Es la libertad solamente ausencia de presión exterior o es también presencia de algo? Y, siendo así, ¿qué es ese algo? ¿Cuáles son los factores económicos y sociales que llevan a luchar por la libertad? ¿Puede la libertad volverse una carga demasiado pesada para el hombre, al punto que trate de eludirla? ¿Cómo ocurre entonces que la libertad resulta para muchos una meta ansiada, mientras que para otros no es más que una amenaza? ¿No existirá tal vez, junto a un deseo innato de libertad, un anhelo instintivo de sumisión? Y si esto no existe, ¿cómo podemos explicar la atracción que sobre tantas personas ejerce actualmente el sometimiento al "líder"? ¿El sometimiento se dará siempre con respecto a una autoridad exterior, o existe también en relación con autoridades que se han internalizado, tales como el deber, o la conciencia, o con respecto a la coerción ejercida por íntimos impulsos, o frente a autoridades anónimas, como la opinión pública? ¿Hay acaso una satisfacción oculta en el sometimiento? Y si la hay, ¿en qué consiste? ¿Qué es lo que origina en el hombre un insaciable apetito de poder? ¿Es el impulso de su energía vital o es alguna debilidad fundamental y la incapacidad de experimentar la vida de una manera espontánea y amable? ¿Cuáles son las condiciones psicológicas que originan la fuerza de esta codicia? ¿Cuáles las condiciones sociales sobre que se fundan a su vez dichas condiciones psicológicas? 

El análisis del aspecto humano de la libertad y de las fuerzas autoritarias nos obliga a considerar un problema general, a saber: el que se refiere a la función que cumplen los factores psicológicos como fuerzas activas en el proceso social; y esto nos puede conducir al problema de la interacción que los factores psicológicos, económicos e ideológicos ejercen en aquel proceso. Todo intento por comprender la atracción que el fascismo ejerce sobre grandes pueblos nos obliga a reconocer la importancia de los factores psicológicos. Pues estamos tratando aquí acerca de un sistema político que, en su esencia, no se dirige a las fuerzas racionales del autointerés, sino que despierta y moviliza aquellas fuerzas diabólicas del hombre que creíamos inexistentes o, por lo menos, desaparecidas hace tiempo. La imagen familiar del hombre, durante los últimos siglos, había sido la de un ser racional cuyas acciones se hallaban determinadas por el autointerés y por la capacidad de obrar en consecuencia. Hasta escritores como Hobbes, que consideraban la voluntad de poder y la hostilidad como las fuerzas motrices del hombre, explicaban la existencia de tales fuerzas como el lógico resultado del autointerés: puesto que  los hombres son iguales y tienen, por lo tanto, el mismo deseo de felicidad, y dado que no existen bienes suficientes para satisfacer a todos por igual, necesariamente deben combatirse los unos a los otros y buscar el poder con el fin de asegurarse el goce futuro de lo que poseen en el presente. Pero la imagen de Hobbes pasó de moda. Cuanto mayor era el éxito alcanzado por la clase media en el quebrantamiento del poder de los antiguos dirigentes políticos y religiosos, cuanto mayor se hacía el dominio de los hombres sobre la naturaleza, y cuanto mayor era el número de individuos que se independizaban económicamente, tanto más se veían inducidos a tener fe en un mundo sometido a la razón y en el hombre como ser esencialmente racional. 

Las oscuras y diabólicas fuerzas de la naturaleza humana eran relegadas a la Edad Media y a períodos históricos aún más antiguos, y sus causas eran atribuidas a la ignorancia o a los designios astutos de falaces reyes y sacerdotes. Se miraban esos períodos del modo como se podría mirar un volcán que desde largo tiempo ha dejado de constituir una amenaza. Se sentía la seguridad y la confianza de que las realizaciones de la democracia moderna habían barrido todas las fuerzas siniestras; el mundo parecía brillante y seguro, al modo de las calles bien iluminadas de una ciudad moderna. Se suponía que las guerras eran los últimos restos de los viejos tiempos, y tan sólo parecía necesaria una guerra más para acabar con todas ellas; las crisis económicas eran consideradas meros accidentes, aun cuando tales accidentes siguieran aconteciendo con cierta regularidad. Cuando el fascismo llegó al poder la mayoría de la gente se hallaba desprevenida tanto desde el punto de vista práctico como teórico. Era incapaz de creer que el hombre llegara a mostrar tamaña propensión al mal, un apetito tal de poder, semejante desprecio por los derechos de los débiles o parecido anhelo de sumisión. Tan sólo unos pocos se habían percatado de ese sordo retumbar del volcán que precede a la erupción. Nietzsche había perturbado el complaciente optimismo del siglo XIX; lo mismo había hecho Marx, aun cuando de una manera distinta. Otra advertencia había llegado, algo más tarde, por obra de Freud. Por cierto que éste y la mayoría de sus discípulos sólo tenían una concepción muy ingenua de lo que ocurre en la sociedad, y la mayor parte de las aplicaciones de su psicología a los problemas sociales eran construcciones erróneas; y, sin embargo, al dedicar su interés a los fenómenos de los trastornos emocionales y mentales del individuo, ellos nos condujeron hasta la cima del volcán y nos hicieron mirar dentro del hirviente cráter. Freud avanzó más allá de todos al tender hacia la observación y el análisis de las fuerzas irracionales e inconscientes que determinan parte de la conducta humana. Junto con sus discípulos, dentro de la psicología moderna, no solamente puso en descubierto el sector irracional e inconsciente de la naturaleza humana, cuya existencia había sido desdeñada por el racionalismo moderno, sino que también mostró cómo estos fenómenos irracionales se hallan sujetos a ciertas leyes y, por tanto, pueden ser comprendidos racionalmente. Nos enseñó a comprender el lenguaje de los sueños y de los síntomas somáticos, así como las irracionalidades de la conducta humana, Descubrió que tales irracionalidades y del mismo modo toda la estructura del carácter de un individuo, constituían reacciones frente a las influencias ejercidas por el mundo exterior y, en modo especial, frente a las experimentadas durante la primera infancia. Pero Freud estaba tan imbuido del espíritu de la cultura a que pertenecía, que no podía ir más allá de los límites impuestos por esa cultura misma. Esos límites se convirtieron en vallas que llegaban hasta a impedirle la comprensión del individuo normal y de los fenómenos irracionales que operan en la vida social. Subrayamos la importancia de los factores psicológicos en todo el proceso social y como el presente análisis se asienta sobre algunos de los descubrimientos fundamentales de Freud, especialmente en los que conciernen a la acción de las fuerzas inconscientes en el carácter del hombre y su dependencia de los influjos externos, creo que constituirá una ayuda para el lector conocer ahora algunos de los principios generales de nuestro punto de vista, así como también las principales diferencias existentes entre nuestra concepción y los conceptos freudianos clásicos . Freud aceptaba la creencia tradicional en una dicotomía básica entre hombre y sociedad, así como la antigua doctrina de la maldad de la naturaleza humana. El hombre, según él, es un ser fundamentalmente antisocial. La sociedad debe domesticarlo, concederle unas cuantas satisfacciones directas de aquellos impulsos que, por ser biológicos, no pueden extirparse; pero, en general, la sociedad debe purificar y moderar hábilmente los impulsos básicos del hombre. Como consecuencia de tal represión de los impulsos naturales por parte de la sociedad, ocurre algo milagroso: los impulsos se transforman en tendencias que poseen un valor cultural y que, por lo tanto, llegan a constituir la base humana de la cultura. Freud eligió el término sublimación para señalar esta extraña transformación que conduce de la represión a la conducta civilizada. Si el volumen de la represión es mayor que la capacidad de sublimación, los individuos se tornan neuróticos y entonces se hace preciso conceder una merma en la represión. Generalmente existe una relación inversa entre la satisfacción de los impulsos humanos y la cultura: a mayor represión mayor cultura (y mayor peligro de trastornos neuróticos).  La relación del individuo con la sociedad, en la teoría de Freud, es en esencia de carácter estático: el individuo permanece virtualmente el mismo, y tan sólo sufre cambios en la medida en que la sociedad ejerce una mayor presión sobre sus impulsos naturales (obligándolo así a una mayor sublimación) o bien le concede mayor satisfacción (sacrificando de este modo la cultura). La concepción freudiana de la naturaleza humana consistía, sobre todo, en un reflejo de los impulsos más importantes observables en el hombre moderno, análogos a los llamados instintos básicos que habían sido aceptados por los psicólogos anteriores. Para Freud, el individuo perteneciente a su cultura representaba el "hombre" en general, y aquellas pasiones y angustias que son características del hombre en la sociedad moderna eran consideradas como fuerzas eternas arraigadas en la constitución biológica humana. Si bien se podrían citar muchos casos en apoyo de nuestra interpretación (como, por ejemplo, la base social de la hostilidad que predomina hoy en el hombre moderno, el complejo de Edipo y el llamado complejo de castración en las mujeres), quiero limitarme a un solo caso que es especialmente importante, porque se refiere a toda la concepción del hombre como ser social. Freud estudia siempre al individuo en sus relaciones con los demás. Sin embargo, esas relaciones, tal como Freud las concibe, son similares a las de orden económico, características del individuo en una sociedad capitalista. Cada persona trabaja ante todo para sí misma, de un modo individualista, a su propio riesgo, y no en cooperación con los demás. Pero el individuo no es un Robinson Crusoe; necesita de los otros, como clientes, como empleados, como patrones. Debe comprar y vender, dar y tomar. El mercado, ya sea de bienes o de trabajo, regula tales relaciones. Así el individuo, solo y autosuficiente, entra en relaciones económicas con el prójimo, en tanto éste constituye un medio con vista a un fin: vender y comprar.  El concepto freudiano de las relaciones humanas es esencialmente el mismo: el individuo aparece ya plenamente dotado con todos sus impulsos de carácter biológico que deben ser satisfechos. Con este fin entra en relación con otros "objetos". Así, los otros individuos constituyen siempre un medio para el fin propio, la satisfacción de tendencias que, en sí mismas, se originan en el individuo antes que éste tenga contactos con los demás. El campo de las relaciones humanas, en el sentido de Freud, es similar al mercado; es un intercambio de satisfacciones de necesidades biológicas, en el cual la relación con los otros individuos es un medio para un fin y nunca un fin en sí mismo. Contrariamente al punto de vista de Freud, el análisis que se ofrece en este libro se funda sobre el supuesto de que el problema central de la psicología es el que se refiere al tipo específico de conexión del individuo con el mundo, y no el de la satisfacción o frustración de una u otra necesidad instintiva per se; y además, sobre el otro supuesto de que la relación entre individuo y sociedad no es de carácter estático. No acontece como si tuviéramos por un lado al individuo dotado por la naturaleza de ciertos impulsos, y por el otro a la sociedad que, como algo separado de él, satisface o frustra aquellas tendencias innatas. Aunque hay ciertas necesidades comunes a todos, tales como el hambre, la sed, el apetito sexual, aquellos impulsos que contribuyen a establecer las diferencias entre los caracteres de los hombres, como el amor, el odio, el deseo de poder y el anhelo de sumisión, el goce de los placeres sexuales y el miedo de este goce, todos ellos son resultantes del proceso social.  Las inclinaciones humanas más bellas, así como las más repugnantes, no forman parte de una naturaleza humana fija y biológicamente dada, sino que resultan del proceso social que crea al hombre. En otras palabras, la sociedad no ejerce solamente una función de represión — aunque no deja de tenerla—, sino que posee también una función creadora. La naturaleza del hombre, sus pasiones y angustias son un producto cultural; en realidad el hombre mismo es la creación más importante y la mayor hazaña de ese incesante esfuerzo humano cuyo registro llamamos historia. La tarea propia de la psicología social es la de comprender este proceso en el que se lleva a cabo la creación del hombre en la historia. ¿Por qué se verifican ciertos cambios definidos en la estructura del carácter humano de una época histórica a otra? ¿Por qué es distinto el espíritu del Renacimiento del de la Edad Media? ¿Por qué es diferente la estructura del carácter humano durante el período del capitalismo monopolista de la que corresponde al siglo XIX? La psicología social debe explicar por qué surgen nuevas aptitudes y nuevas pasiones, buenas o malas. Así descubrimos, por ejemplo, que desde el Renacimiento hasta nuestros días los hombres han ido adquiriendo una ardorosa ambición de fama que, aun cuando hoy nos parece muy natural, casi no existía en el hombre de la sociedad medieval . En el mismo período los hombres desarrollaron un sentimiento de la belleza natural que antes no poseían. Aún más, en los países del norte de Europa, desde el siglo XVI en adelante, el individuo experimentó un obsesivo afán de trabajo, del que habían carecido los hombres libres de períodos anteriores. Pero no solamente el hombre es producto de la historia, sino que también la historia es producto del hombre. La solución de esta contradicción aparente constituye el campo de la psicología social. Su tarea no es solamente la de mostrar cómo cambian y se desarrollan pasiones, deseos y angustias, en tanto constituyeron resultados del proceso social, sino también cómo las energías humanas, así modeladas en formas específicas, se tornan a su vez fuerzas productivas que forjan el proceso social. Así, por ejemplo, el ardiente deseo de fama y éxito y la tendencia compulsiva hacia el trabajo son fuerzas sin las cuales el capitalismo moderno no hubiera podido desarrollarse; sin ellas, y sin un cierto número de otras fuerzas humanas, el hombre hubiera carecido del impulso necesario para obrar de acuerdo con los requerimientos sociales y económicos del moderno sistema comercial e industrial. De todo lo dicho se sigue que el punto de vista sustentado en este libro difiere del de Freud en tanto rechaza netamente su interpretación de la historia como el resultado de fuerzas psicológicas que, en sí mismas, no se hallan socialmente condicionadas. Con igual claridad rechaza aquellas teorías que desprecian el papel del factor humano como uno de los elementos dinámicos del proceso social. Esta crítica no se dirige solamente contra las doctrinas sociológicas que tienden a eliminar explícitamente los problemas psicológicos de la sociología (como las de Durkheim y su escuela), sino también contra las teorías más o menos matizadas con conceptos inspirados en la psicología behaviorista. El supuesto común de todas estas doctrinas es que la naturaleza humana no posee un dinamismo propio, y que los cambios psicológicos deben ser entendidos en términos de desarrollo de nuevos "hábitos", como adaptaciones a nuevas formas culturales. Tales teorías, aunque admiten un factor psicológico, lo reducen al mismo tiempo a una mera sombra de las formas culturales {cultural patterns). Tan sólo la psicología dinámica, cuyos fundamentos han sido formulados por Freud, puede ir más allá de un simple reconocimiento verbal del factor humano. Aun cuando no exista una naturaleza humana prefijada, no podemos considerar dicha naturaleza como infinitamente maleable y capaz de adaptarse a toda clase de condiciones sin desarrollar un dinamismo psicológico propio. La naturaleza humana, aun cuando es producto de la evolución histórica, posee ciertos mecanismos y leyes inherentes, cuyo descubrimiento constituye la tarea de la psicología. Llegados a este punto es menester discutir la noción de adaptación, con el fin de asegurar la plena comprensión de todo lo ya expuesto y también de lo que habrá de seguir. Esta discusión ofrecerá, al mismo tiempo, un ejemplo de lo que entendemos por leyes y mecanismos psicológicos. Nos parece útil distinguir entre la adaptación "estática" y la "dinámica". Por la primera entendemos una forma de adaptación a las normas que deje inalterada toda la estructura del carácter e implique simplemente la adopción de un nuevo hábito. Un ejemplo de este tipo de adaptación lo constituye el abandono de la costumbre china en las maneras de comer, a cambio de la europea que requiere el uso de tenedor y cuchillo. Un chino que llegue a América se adaptará a esta nueva norma, pero tal adaptación tendrá en sí misma un débil efecto sobre su personalidad; no ocasiona el surgimiento de nuevas tendencias o nuevos rasgos del carácter. Por adaptación dinámica entendemos aquella especie de adaptación que ocurre, por ejemplo, cuando un niño, sometiéndose a las órdenes de un padre severo y amenazador — porque lo teme demasiado para proceder de otra manera—, se transforma en un "buen" chico. Al tiempo que se adapta a las necesidades de la situación, hay algo que le ocurre dentro de sí mismo. Puede desarrollar una intensa hostilidad hacia su padre, y reprimirla, puesto que sería demasiado peligroso expresarla o aun tener conciencia de ella. Tal hostilidad reprimida, sin embargo, constituye un factor dinámico de la estructura de su carácter. Puede crear una nueva angustia y conducir así a una sumisión aún más profunda; puede hacer surgir una vaga actitud de desafío, no dirigida hacia nadie en particular, sino más bien hacia la vida en general. Aunque aquí también, como en el primer ejemplo, el individuo se adapta a ciertas circunstancias exteriores, en este caso la adaptación crea algo nuevo en él; hace surgir nuevos impulsos coercitivos (drive) y nuevas angustias. Toda neurosis es un ejemplo de este tipo de adaptación dinámica; ella consiste esencialmente en adaptarse a ciertas condiciones externas — especialmente las de la primera infancia—, que son en sí mismas irracionales y, además, hablando en términos generales, desfavorables al crecimiento y al desarrollo del niño. Análogamente, aquellos fenómenos sociopsicológicos, comparables a los fenómenos neuróticos (el porqué no han de ser llamados neuróticos lo veremos luego), tales como la presencia de fuertes impulsos destructivos o sádicos en los grupos sociales, ofrecen un ejemplo de adaptación dinámica a condiciones externas —especialmente las de la primera— sociales irracionales y dañosas para el desarrollo de los hombres. Además de la cuestión referente a la especie de adaptación que se produce, debe responderse a otras preguntas: ¿Qué es lo que obliga a los hombres a adaptarse a casi todas las condiciones vitales que pueden concebirse y cuáles son los límites de su adaptabilidad? Al dar respuesta a estas cuestiones, el primer fenómeno que debemos discutir es el hecho de que existen ciertos sectores de la naturaleza humana que son más flexibles y adaptables que otros.  Aquellas tendencias y rasgos del carácter por los cuales los hombres difieren entre sí muestran un alto grado de elasticidad y maleabilidad: amor, propensión a destruir sadismo, tendencia a someterse, apetito de poder, indiferencia, deseo de grandeza personal, pasión por la economía, goce de placeres sensuales y miedo a la sensualidad. Estas y muchas otras tendencias y angustias que pueden hallarse en los hombres se desarrollan como reacción frente a ciertas condiciones vitales; ellas no son particularmente flexibles, puesto que, una vez introducidas como parte integrante del carácter de una persona, no desaparecen fácilmente ni se transforman en alguna otra tendencia. Pero sí lo son en el sentido de que los individuos, en especial modo durante su niñez, pueden desarrollar una u otra, según el modo de existencia total que les toque vivir. Ninguna de tales necesidades es fija y rígida, como ocurriría si se tratara de una parte innata de la naturaleza humana que se desarrolla y debe ser satisfecha en todas las circunstancias. En contraste con estas tendencias hay otras que constituyen una parte indispensable de la naturaleza humana y que han de hallar satisfacción de manera imperativa. Se trata de aquellas necesidades que se encuentran arraigadas en la organización fisiológica del hombre, como el hambre, la sed, el sueño, etc. Para cada una de ellas existe un determinado umbral más allá del cual es imposible soportar la falta de satisfacción; cuando se produce este caso, la tendencia a satisfacer la necesidad asume el carácter de un impulso todopoderoso. Todas estas necesidades fisiológicamente condicionadas pueden resumirse en la noción de una necesidad de autoconservación. Ésta constituye aquella parte de la naturaleza humana que debe satisfacerse en todas las circunstancias y que forma, por lo tanto, el motivo primario de la conducta humana. Para expresar lo anterior con una fórmula sencilla, podría mos decir: el hombre debe comer, beber, dormir, protegerse de los enemigos, etc. Para hacer todo esto debe trabajar y producir. El "trabajo", por otra parte, no es algo general o abstracto. El trabajo es siempre concreto, es decir, un tipo específico de trabajo dentro de un tipo específico de sistema económico. Una persona puede trabajar como esclavo dentro de un sistema feudal, como campesino en un pueblo indio, como hombre de negocios independiente en la sociedad capitalista, como vendedor en una tienda moderna, como operario ante la cinta sinfín de una gran fábrica. Estas diversas especies de trabajo requieren rasgos de carácter completamente distintos y contribuyen a integrar diferentes formas de conexión con los demás. Cuando nace un hombre se le fija un escenario. Debe comer y beber y, por ende, trabajar; ello significa que le será preciso trabajar en aquellas condiciones especiales y en aquellas determinadas formas que le impone el tipo de sociedad en la cual ha nacido. Ambos factores, su necesidad de vivir y el sistema social, no pueden ser alterados por él en tanto individuo, siendo ellos los que determinan el desarrollo de aquellos rasgos que muestran una plasticidad mayor. Así el modo de vida, tal como se halla predeterminado para el individuo por obra de las características peculiares de un sistema económico, llega a ser el factor primordial en la determinación de toda la estructura de su carácter, por cuanto la imperiosa necesidad de autoconservación lo obliga a aceptar las condiciones en las cuales debe vivir. Ello no significa que no pueda intentar, juntamente con otros individuos, la realización de ciertos cambios políticos y económicos; no obstante, su personalidad es moldeada esencialmente por obra del tipo de existencia especial que le ha tocado en suerte, puesto que ya desde niño ha tenido que enfrentarlo a través del medio familiar, medio que expresa todas las características típicas de una sociedad o clase determinada. Las necesidades fisiológicamente condicionadas no constituyen la única parte de la naturaleza humana que posee carácter ineludible. Hay otra parte que es igualmente compulsiva, una parte que no se halla arraigada en los procesos corporales, pero sí en la esencia misma de la vida humana, en su forma y en su práctica: la necesidad de relacionarse con el mundo exterior, la necesidad de evitar el aislamiento. Sentirse completamente aislado y solitario conduce a la desintegración mental, del mismo modo que la inanición conduce a la muerte. Esta conexión con los otros nada tiene que ver con el contacto físico.  Un individuo puede estar solo en el sentido físico durante muchos años y, sin embargo, estar relacionado con ideas, valores o, por lo menos, normas sociales que le proporcionan un sentimiento de comunión y "pertenencia" Por otra parte, puede vivir entre la gente y no obstante dejarse vencer por un sentimiento de aislamiento total, cuyo resultado será, una vez excedidos ciertos límites, aquel estado de insania expresado por los trastornos esquizofrénicos. Esta falta de conexión con valores, símbolos o normas, que podríamos llamar soledad moral, es tan intolerable como la soledad física; o, más bien, la soledad física se vuelve intolerable tan sólo si implica también soledad moral. La conexión espiritual con el mundo puede asumir distintas formas; en sus respectivas celdas, el monje que cree en Dios y el misionero político aislado de todos los demás, pero que se siente unido con sus compañeros de lucha, no están moralmente solos. Ni lo está el inglés que viste su smoking en el ambiente más exótico, ni el pequeño burgués que, aun cuando se halla profundamente aislado de los otros hombres, se siente unido a su nación y a sus símbolos. El tipo de conexión con el mundo puede ser noble o trivial, pero aun cuando se relacione con la forma más baja y ruin de la estructura social, es, de todos modos, mil veces preferible a la soledad. La religión y el nacionalismo, así como cualquier otra costumbre o creencia, por más que sean absurdas o degradantes, siempre que logren unir al individuo con los demás constituyen refugios contra lo que el hombre teme con mayor intensidad: el aislamiento. Esta necesidad compulsiva de evitar el aislamiento moral ha sido descrita con mucha eficacia por Balzac en el siguiente fragmento de Los sufrimientos del inventor: Pero debes aprender una cosa, imprimirla en tu mente todavía maleable: el hombre tiene horror a la soledad. Y de todas las especies de soledad, la soledad moral es la más terrible. Los primeros ermitaños vivían con Dios. Habitaban en el más poblado de los mundos: el mundo de los espíritus. El primer pensamiento del hombre, sea un leproso o un prisionero, un pecador o un inválido, es éste: tener un compañero en su desgracia. Para satisfacer este impulso, que es la vida misma, emplea toda su fuerza, todo su poder, las energías de toda su vida. ¿Hubiera encontrado compañeros Satanás, sin ese deseo todopoderoso? Sobre este tema se podría escribir todo un poema épico, que sería el prólogo del Paraíso Perdido, porque el Paraíso Perdido no es más que la apología de la rebelión.  Todo intento de contestar por qué el miedo al aislamiento es tan poderoso en el hombre nos alejaría mucho del tema principal de este libro. Sin embargo, para mostrar al lector que esa necesidad de sentirse unido a los otros no posee ninguna calidad misteriosa, deseo señalar la dirección en la cual, según mi opinión, puede hallarse la respuesta. Un elemento importante lo constituye el hecho de que los hombres no pueden vivir si carecen de formas de mutua cooperación. En cualquier tipo posible de cultura el hombre necesita de la cooperación de los demás si quiere sobrevivir; debe cooperar ya sea para defenderse de los enemigos o de los peligros naturales, ya sea para poder trabajar y producir. Hasta Robinson Crusoe se hallaba acompañado por su servidor viernes; sin éste probablemente no sólo hubiera enloquecido, sino que hubiera muerto. Cada uno de nosotros ha experimentado en la niñez, de una manera muy severa, esta necesidad de ayuda ajena. A causa de la incapacidad material, por parte del niño, de cuidarse por sí mismo en lo concerniente a las funciones de fundamental importancia, la comunicación con los otros es para él una cuestión de vida o muerte. La posibilidad de ser abandonado a sí mismo es necesariamente la amenaza más seria a toda la existencia del niño. Hay, sin embargo, otro elemento que hace de la "pertenencia" (need to belong) una necesidad tan compulsiva: el hecho de la autoconciencia subjetiva, de la facultad mental por cuyo medio el hombre tiene conciencia de sí mismo como de una entidad individual, distinta de la naturaleza exterior y de las otras personas. Aunque el grado de autoconciencia varía, como será puesto de relieve en el próximo capítulo, su existencia le plantea al hombre un problema que es esencialmente humano: al tener conciencia de sí mismo como de algo distinto a la naturaleza y a los demás individuos, al tener conciencia —aun oscuramente— de la muerte, la enfermedad y la vejez, el individuo debe sentir necesariamente su insignificancia y pequeñez en comparación con el universo y con todos los demás que no sean "él". A menos que pertenezca a algo, a menos que su vida posea algún significado y dirección, se sentirá como una partícula de polvo y se verá aplastado por la insignificancia de su individualidad. No será capaz de relacionarse con algún sistema que proporcione significado y dirección a su vida, estará henchido de duda, y ésta, con el tiempo, llegará a paralizar su capacidad de obrar, es decir, su vida. Antes de continuar, es conveniente resumir lo que hemos señalado con respecto a nuestro punto de vista general sobre los problemas de la psicología social. La naturaleza humana no es ni la suma total de impulsos innatos fijados por la biología, ni tampoco la sombra sin vida de formas culturales a las cuales se adapta de una manera uniforme y fácil; es el producto de la evolución humana, pero posee también ciertos mecanismos y leyes que le son inherentes. Hay ciertos factores en la naturaleza del hombre que aparecen fijos e inmutables: la necesidad de satisfacer los impulsos biológicos y la necesidad de evitar el aislamiento y la soledad moral. Hemos visto que el individuo debe aceptar el modo de vida arraigado en el sistema de producción y de distribución propio de cada sociedad determinada.  En el proceso de la adaptación dinámica a la cultura se desarrolla un cierto número de impulsos poderosos que motivan las acciones y los sentimientos del individuo. Éste puede o no tener conciencia de tales impulsos, pero, en todos los casos ellos son enérgicos y exigen ser satisfechos una vez que se han desarrollado. Se transforman así en fuerzas poderosas que a su vez contribuyen de una manera efectiva a forjar el proceso social. Más tarde, al analizar la Reforma y el fascismo , nos ocuparemos del modo de interacción que existe entre los factores económicos, psicológicos e ideológicos y se discutirán las conclusiones generales a que se puede llegar con respecto a tal interacción. Esta discusión se hallará siempre enfocada hacia el tema central del libro: el hombre, cuanto más gana en libertad, en el sentido de su emergencia de la primitiva unidad indistinta con los demás y la naturaleza, y cuanto más se transforma en "individuo", tanto más se ve en la disyuntiva de unirse al mundo en la espontaneidad del amor y del trabajo creador o bien de buscar alguna forma de seguridad que acuda a vínculos tales que destruirán su libertad y la integridad de su yo individual . 

 

 *Erich Seligmann Fromm (1900-1980) psicoanalista, psicólogo social y filósofo humanista


Fuente: Bloghemia

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