Revista Nos Disparan desde el Campanario Año IV Nro. 55 FILOSOFÍA. Ensayos. Bertrand Russell, sobre El Conocimiento Inútil y sobre El Bien y el Mal

 

 

Fuente: Bloghemia

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El Conocimiento Inútil

 

Francis Bacon, hombre que llegó a ser eminente traicionando a sus amigos, afirmaba, sin duda como una de las maduras lecciones de la experiencia, que "el conocimiento es poder". Pero esto no es cierto respecto de todo conocimiento. Sir Thomas Browne quería saber qué canción cantaban las sirenas, pero si lo hubiera averiguado, ello no le hubiese bastado para ascender de magistrado a gobernador de su condado. La clase de conocimiento a que Bacon se refería es la que nosotros llamamos científica. Al subrayar la importancia de la ciencia, continuaba tardíamente la tradición de los árabes y de la Alta Edad Media, según la cual el conocimiento consistía principalmente en la astrología, la alquimia y la farmacología, todas ellas ramas de la ciencia. Era un sabio quien, tras dominar estos estudios, había adquirido poderes mágicos. A principios del siglo XI, y por la única razón de que leía libros, todo el mundo creía que el papa Silvestre II era un mago en tratos con el demonio. Próspero, que en los tiempos de Shakespeare era una mera fantasía, representaba lo que durante siglos había sido la concepción generalmente aceptada de un sabio, al menos por lo que se refiere a sus poderes de hechicería. Bacon creía -acertadamente, según ahora sabemos- que la ciencia podía proporcionar una varita mágica más poderosa que cualquier otra en que hubieran soñado los nigromantes de épocas anteriores. El Renacimiento, que estaba en su apogeo en Inglaterra en tiempos de Bacon, implicaba una rebelión contra el concepto utilitarista del conocimiento. Los griegos habían adquirido gran familiaridad con Homero, como nosotros con las canciones de los cafés cantantes, porque les gustaba, y ello sin darse cuenta de que estaban comprometidos en la búsqueda del conocimiento. Pero los hombres del siglo XVI no podían empezar a entenderlo sin asimilar primero una considerable cantidad de erudición lingüística. Admiraban a los griegos y no querían verse excluidos de sus placeres; por ello los imitaban, tanto leyendo los clásicos como de otras formas menos confesables. El saber, durante el Renacimiento, era parte de la joie de vivre, tanto como beber o hacer el amor. Y esto es cierto no solamente de la literatura, sino también de otros estudios más ásperos. Todo el mundo conoce la historia del primer contacto de Hobbes con Euclides: al abrir el libro, casualmente, en el teorema de Pitágoras, exclamó: "¡Por Dios! ¡Esto es imposible!", y comenzó a leer las demostraciones en sentido inverso hasta que, llegado que hubo a los axiomas, quedó convencido. Nadie puede dudar de que éste fue para él un momento voluptuoso, no mancillado por la idea de la utilidad de la geometría en la medición de terrenos. Cierto es que el Renacimiento dio con una utilidad práctica para las lenguas antiguas en relación con la teología. Uno de los primeros resultados de la nueva pasión por el latín clásico fue el descrédito de las decretales amañadas y de la donación de Constantino. Las inexactitudes descubiertas en la Vulgata y en la versión de los Setenta hicieron del griego y del hebreo una parte imprescindible del equipo de controversia de los teólogos protestantes. Las máximas republicanas de Grecia y Roma fueron invocadas para justificar la resistencia de los puritanos a los Estuardo y de los Jesuitas a los monarcas que habían negado obediencia al papa. Pero todo esto fue un efecto, más bien que una causa, del resurgimiento del saber clásico, que en Italia había sido plenamente cultivado durante casi un siglo antes de Lutero. El móvil principal del Renacimiento fue el goce intelectual, la restauración de cierta riqueza y libertad en el arte y en la especulación, que habían estado perdidas mientras la ignorancia y la superstición mantuvieron los ojos del espíritu entre anteojeras. Se descubrió que los griegos habían dedicado parte de su atención a temas no puramente literarios o artísticos, como la filosofía, la geometría y la astronomía. Estos estudios, por tanto, se consideraron respetables, pero otras ciencias quedaron más abiertas a la crítica. La medicina, es cierto, se hallaba dignificada por los nombres de Hipócrates y Galeno, pero en el período intermedio había quedado casi estrictamente limitada a los árabes y a los judíos, e inextricablemente entremezclada con la magia. De aquí la dudosa reputación de hombres como Paracelso. La química todavía tenía peor reputación, y comenzó a alcanzar con dificultades alguna respetabilidad en el siglo XVIII. Y de esta forma vino a resultar que el conocimiento del griego y del latín, con unas nociones superficiales de geometría y quizá de astronomía, fuera considerado como el equipo intelectual de un caballero. Los griegos desdeñaban las aplicaciones prácticas de la geometría, y solamente en su decadencia hallaron utilidad a la astronomía, a guisa de astrología. En los siglos XVI y XVII, principalmente, se estudiaron las matemáticas con desinterés helénico, y se tendió a ignorar las ciencias que habían sido degradadas por su conexión con la magia. Un cambio gradual hacia una concepción más amplia y práctica del conocimiento, que había ido produciéndose a lo largo de todo el XVIII, experimentó de pronto una aceleración al final de aquel período a causa de la Revolución francesa y del desarrollo del maquinismo: la primera dio un golpe a la cultura señorial, mientras el segundo ofrecía un nuevo y asombroso campo de acción para el ejercicio de las técnicas no señoriales. Durante los últimos ciento cincuenta años, los hombres se han venido cuestionando, cada vez más vigorosamente, el valor del conocimiento, y han llegado a creer, cada vez con más firmeza, que el único conocimiento que merece la pena adquirir es aquel que resulta aplicable en algún aspecto a la vida económica de la comunidad.

En países como Francia e Inglaterra, que tienen un sistema educacional tradicional, el aspecto utilitario del conocimiento ha prevalecido sólo parcialmente. Hay todavía, por ejemplo, en las universidades profesores de chino que leen los clásicos chinos, pero que no conocen las obras de Sun Yat-sén, que crearon la China moderna. Hay todavía personas que conocen la historia antigua en tanto fue relatada por autores de estilo depurado, es decir, hasta Alejandro en Grecia y Nerón en Roma, pero que se niegan a conocer la mucho más importante historia posterior en razón de la inferioridad literaria de los historiadores que la escribieron. Aun en Francia e Inglaterra, sin embargo, la vieja tradición está desapareciendo, y en países más actualizados, como Rusia y los Estados Unidos, se ha extinguido totalmente. En los Estados Unidos, por ejemplo, las comisiones de educación señalan que mil quinientas palabras son todas las que la mayor parte de la gente utiliza en la correspondencia comercial, y proponen, en consecuencia, que todas las demás se eviten en el programa escolar. El inglés básico, una invención británica, va todavía más allá y reduce el vocabulario necesario a ochocientas palabras. La concepción del lenguaje como algo capaz de valor estético está muriendo, y se está llegando a pensar que el único propósito de las palabras es proporcionar información práctica. En Rusia, la persecución de finalidades prácticas es todavía más intensa que en Norteamérica: todo lo que se enseña en las instituciones de educación tiende a servir a algún propósito evidente de carácter educacional o gubernamental. La única escapada la permite la teología: alguien tiene que estudiar las Sagradas Escrituras en el original alemán, y unos cuantos profesores tienen que aprender filosofía para defender el materialismo dialéctico contra la crítica de los metafísicos burgueses. Pero cuando la ortodoxia se establezca más firmemente, aun esta estrecha rendija se cerrará.

El saber está comenzando a ser considerado en todas partes, no como un bien en si mismo, sino como un medio. No crear una visión amplia y humana de la vida en general, sino tan sólo como un ingrediente de la preparación, ésto es parte de la mayor integración de la sociedad, aportada por la técnica científica y las necesidades militares. Hay más interdependencia económica y política que en el pasado y, por tanto, hay una mayor presión social, que obliga al hombre a vivir de una manera que sus convecinos estimen útil. Los establecimientos docentes, excepto los destinados a los muy ricos o (en Inglaterra) los que la antigüedad ha hecho invulnerables, no pueden gastar su dinero como quieren, sino que han de satisfacer los propósitos útiles del estado al que sirven, proporcionando preparación práctica e inculcando lealtad. Esto es parte sustancial del mismo movimiento que ha conducido al servicio militar obligatorio, a los exploradores, a la organización de partidos políticos y a la difusión de la pasión política por la prensa. Todos somos más conscientes de nuestros conciudadanos de lo que solíamos, estamos más deseosos, si somos virtuosos, de hacerles bien y, en todo caso, de obligarles a que nos hagan bien. No nos gusta pensar que alguien esté disfrutando de la vida pertinente, por muy refinada que pueda ser la calidad de su disfrute. Sentimos que todo el mundo debería estar haciendo algo para ayudar a la gran causa (cualquiera que ésta sea), tanto más por cuanto tantos malvados están trabajando en contra de ella y tienen que ser detenidos. No gozamos de descanso mental, por lo tanto, para adquirir ningún conocimiento, excepto los que puedan ayudarnos en la lucha por lo que quiera que sea que juzguemos importante. Hay mucho que decir en cuanto al estrecho criterio utilitarista de la educación. No hay tiempo de aprenderlo todo antes de empezar a crearse un medio de vida, y no hay duda de que el conocimiento "útil" es muy útil. Él ha hecho el mundo moderno. Sin él no tendríamos máquinas, ni automóviles, ni ferrocarriles, ni aeroplanos; debemos añadir que no tendríamos publicidad ni propaganda modernas. El conocimiento moderno ha dado lugar a un inmenso mejoramiento en el promedio de salud y, al mismo tiempo, ha revelado cómo exterminar grandes ciudades con gases venenosos. Todo lo que distingue nuestro mundo al compararlo con el de otros tiempos, tiene su origen en el conocimiento "útil". Ninguna comunidad se ha saciado todavía de él, y es indudable que la educación debe continuar promoviéndolo.

También tenemos que admitir que buena parte de la tradicional educación cultural era estúpida. Los jóvenes consumían muchos años aprendiendo gramática latina y griega, sin llegar a ser, finalmente, capaces de leer un autor griego o latino, ni a sentir siquiera el deseo de hacerlo (excepto en un pequeño porcentaje de los casos). Las lenguas modernas y la historia son preferibles, desde cualquier punto de vista, al latín y al griego. No solamente son más útiles, sino que proporcionan mucha más cultura en mucho menos tiempo. Para un italiano del siglo XV, dado que prácticamente todo lo que merecía la pena leer estaba escrito, si no en su propia lengua, en griego o en latín, estos idiomas eran indispensables llaves de la cultura. Pero desde aquellos tiempos se han desarrollado grandes literaturas en diversas lenguas modernas, y el proceso de la civilización ha sido tan rápido, que el conocimiento de la antigüedad se ha hecho mucho menos útil para la comprensión de nuestros problemas que el conocimiento de las naciones modernas y su historia comparativamente reciente. El punto de vista tradicional del maestro de escuela, admirable en los tiempos del resurgir cultural, se fue haciendo cada vez más totalmente estrecho, ya que ignoraba lo que el mundo ha hecho desde el siglo XV. Y no sólo la historia y las lenguas modernas, sino también la ciencia, cuando se enseña apropiadamente, contribuye a la cultura. Es posible, por tanto, sostener que la educación debe tener otras finalidades que la utilidad inmediata, sin defender el plan de estudios tradicional. Utilidad y cultura, cuando ambas se conciben con amplitud de miras, resultan menos incompatibles de lo que parecen a los fanáticos abogados de una y otra.

Aparte, no obstante, de los casos en que la cultura y la utilidad inmediata pueden combinarse, hay utilidad mediata, de varias clases distintas, en la posesión de conocimiento que no contribuye a la eficiencia técnica. Creo que algunos de los peores rasgos del mundo moderno podrían mejorarse con un mayor estímulo a tal conocimiento y una menos despiadada persecución de la mera competencia profesional.

Cuando la actividad consciente se concentra por entero en algún propósito definido, el resultado final, para la mayoría de la gente, es el desequilibrio, acompañado de alguna forma de alteración nerviosa. Los hombres que dirigían la política alemana durante la guerra cometieron equivocaciones en lo que se refiere, por ejemplo, a la campaña submarina, que llevó a los americanos al lado de los aliados, y que cualquier persona que hubiera tratado el tema con la mente despejada hubiera estimado imprudente, pero que ellos no pudieron juzgar cuerdamente a causa de la concentración mental y la falta de descanso. El mismo tipo, de situación se ve dondequiera que grupos de hombres, emprenden tareas que imponen un, prolongado esfuerzo sobre los impulsos espontáneos. Los imperialistas japoneses, los comunistas rusos, los nazis alemanes, todos viven en una especie de tenso fanatismo que procede del vivir demasiado exclusivamente en el mundo mental de determinadas tareas que deben realizarse. Cuando las tareas son tan importantes y tan realizables como suponen los fanáticos, el resultado puede ser magnífico; pero en la mayor parte de los casos la estrechez de miras ha determinado el olvido de alguna poderosa fuerza neutralizante o ha hecho que todas aquellas fuerzas semejen la obra del diablo, que ha de cumplirse por el castigo y el terror. Los hombres, como los niños, tienen necesidad de jugar, es decir, de períodos de actividad sin más propósito que el goce inmediato. Pero si el juego sirve su propósito, ha de ser posible hallar placer e interés en asuntos no relacionados con el trabajo. Las diversiones de los habitantes de las ciudades modernas tienden a ser cada vez más pasivas y colectivas, y a reducirse a la contemplación inactiva de las habilidosas actividades de otros. Sin duda, tales diversiones son mejores que ninguna, pero no son tan buenas como podrían serlo las de una población que tuviese, debido a la educación, un más amplio campo de intereses intelectuales conectados con el trabajo. Una mejor organización económica, que permitiera a la humanidad beneficiarse de la productividad de las máquinas, conduciría a un muy grande aumento del tiempo libre, y el mucho tiempo libre tiende a ser tedioso excepto para aquellos que tienen considerables intereses y actividades inteligentes. Para que una población ociosa sea feliz, tiene que ser población educada, y educada con miras al placer intelectual, así como a la utilidad directa del conocimiento técnico.

El elemento cultural en la adquisición de conocimientos, cuando es asimilado con éxito, conforma el carácter de los pensamientos y los deseos de un hombre, haciendo que se relacionen, al menos en parte, con grandes objetivos impersonales y no sólo con asuntos de importancia inmediata para él. Se ha aceptado demasiado a la ligera que, cuando un hombre ha adquirido determinadas capacidades por medio del conocimiento, las usará en forma socialmente beneficiosa. La concepción estrechamente utilitarista de la educación ignora la necesidad de disciplinar los propósitos de un hombre tanto como su práctica técnica. En la naturaleza humana no educada hay un considerable elemento de crueldad, que se muestra de muchas formas, importantes o insignificantes. Los niños en la escuela tienden a ser crueles con un nuevo niño, o con cualquiera cuyas ropas no sean totalmente convencionales. Muchas mujeres (y no pocos hombres) provocan todo el sufrimiento que pueden por medio de la murmuración maliciosa. Los españoles disfrutan con las corridas de toros; los ingleses disfrutan cazando. Los mismos crueles impulsos adquieren formas más serias en la caza de judíos en Alemania y de kulaks en Rusia. Todo imperialismo ofrece campo para tales impulsos, y en la guerra son santificados como la más elevada forma del deber público. De modo que se debe admitir que gente con un alto nivel de educación es a veces cruel; y creo que no puede haber duda de que esa gente es cruel mucho menos frecuentemente que aquella cuya mente se ha dejado en barbecho. El bravucón del colegio rara vez es un muchacho cuyo aprovechamiento en los estudios está por sobre el promedio. Cuando tiene lugar un linchamiento, los cabecillas son casi invariablemente hombres muy ignorantes. Esto no es así porque el cultivo de la mente produzca sentimientos humanitarios positivos, aunque puede hacerlo; es más bien porque proporciona otros intereses que el mal trato a los vecinos, y otras fuentes de respeto a la propia personalidad que la afirmación de dominio. Las dos cosas más universalmente deseadas son el poder y la admiración. Los hombres ignorantes, generalmente, no pueden conseguir ninguna de las dos sino por medios brutales que llevan aparejada la adquisición de superioridad física. La cultura proporciona al hombre formas de poder menos dañinas y medios más dignos para hacerse admirar. Galileo hizo más que cualquier monarca para cambiar el mundo, y su poder excedió inconmensurablemente del de sus perseguidores. No tuvo, por tanto, necesidad de aspirar a ser, a su vez, perseguidor. Quizá la ventaja más importante del conocimiento "inútil" es que favorece un estado mental contemplativo. Hay en el mundo demasiada facilidad, no sólo para la acción sin la adecuada reflexión previa, sino también para cualquier clase de acción en ocasiones en que la sabiduría aconsejaría la inacción. La gente muestra sus tendencias en esta cuestión de varias curiosas maneras. Mefistófeles dice al joven estudiante que la teoría es gris pero el árbol de la vida es verde, y todo el mundo cita esto como si fuera la opinión de Goethe, en lugar de lo que éste suponía que era probable que dijera el diablo a un estudiante. Hamlet es tenido por una terrible advertencia contra el pensamiento sin acción, pero nadie tiene a Otelo como una advertencia contra la acción sin pensamiento. Los profesores como Bergson, por una especie de culto de moda al hombre práctico, condenan la filosofía y dicen que la vida, en su manifestación más elevada, debería parecerse a una carga de caballería. Por mi parte, estimo que la acción es mejor cuando surge de una profunda comprensión del universo y del destino humano, y no de cualquier impulso salvajemente apasionado de romántica pero desproporcionada afirmación del yo. El hábito de encontrar más placer en el pensamiento que en la acción es una salvaguarda contra el desatino y el excesivo amor al poder, un medio para conservar la serenidad en el infortunio y la paz de espíritu en las contrariedades. Es Probable que, tarde o temprano, una vida limitada a lo personal llegue a ser insoportablemente dolorosa; sólo las ventanas que dan a un cosmos más amplio y menos inquietante hacen soportables los más trágicos aspectos de la vida. Una disposición mental contemplativa tiene ventajas que van de lo más trivial a lo más profundo. Para empezar están las aflicciones de menor envergadura, tales como las pulgas, los trenes que no llegan o los socios discutidores. Al parecer, tales molestias apenas merecen la pena de unas reflexiones sobre las excelencias del heroísmo o la transitoriedad de los males humanos, y, sin embargo, la irritación que producen destruye el buen ánimo y la alegría de vivir de mucha gente. En tales ocasiones, puede hallarse mucho consuelo en esos arrinconados fragmentos de erudición que tienen alguna conexión, real o imaginaria, con el conflicto del momento; y aun cuando no tengan ninguna, sirven para borrar el presente de los propios pensamientos. Al ser asaltados por gente lívida de rabia, es agradable recordar el capítulo del Tratado de las pasiones de Descartes titulado "Por qué son más de temer los que se ponen pálidos de furia que aquellos que se congestionan". Cuando uno se impacienta por la dificultad existente para asegurar la cooperación internacional, la ansiedad disminuye si a uno se le ocurre pensar en el santificado rey Luis IX antes de embarcar para las cruzadas, aliándose con el Viejo de la Montaña , que aparece en Las mil y una noches como la oscura fuente de la mitad de la maldad del mundo. Cuando la rapacidad de los capitalistas se hace opresiva, podemos consolarnos en un instante con el recuerdo de que Bruto, ese modelo de virtud republicana, prestaba dinero a una ciudad al cuarenta por ciento y alquilaba un ejército privado para sitiarla cuando dejaba de pagarle los intereses. El conocimiento de hechos curiosos no sólo hace menos desagradables las cosas desagradables, sino que hace más agradables las cosas agradables. Yo encuentro mejor sabor a los albaricoques desde que supe que fueron cultivados inicialmente en China, en la primera época de la dinastía Han; que los rehenes chinos en poder del gran rey Kaniska los introdujeron en la India , de donde se extendieron a Persia, llegando al Imperio romano durante el siglo I de nuestra era; que la palabra "albaricoque" se deriva de la misma fuente latina que la palabra "precoz", porque el albaricoque madura tempranamente, y que la partícula inicial "al" fue añadida por equivocación, a causa de una falsa etimología. Todo esto hace que el fruto tenga un sabor mucho más dulce. Hace cerca de cien años, un grupo de filántropos bienintencionados fundaron sociedades "para la difusión del conocimiento útil", con el resultado de que las gentes han dejado de apreciar el delicioso sabor conocimiento "inútil". Al abrir al azar la Anatomía de la melancolía de Burton, un día en que me amenazaba tal estado de ánimo, supe que existe una "sustancia melancólica", pero que, mientras algunos piensan que puede ser engendrada por los cuatro humores, "Galeno sostiene que solamente puede ser engendrada por tres, excluyendo la flema o pituita, y su aserción cierta es firmemente sostenida por Valerio y Menardo, al igual que Furcio, Montalto, Montano... ¿Cómo -dicen- puede lo blanco llegar a ser negro?". A pesar de tan incontestable argumento, Hércules de Sajonia y Cardan, Guianerio y Laurencio son (así nos lo dice Burton) de opinión contraria. Confortada por estas reflexiones históricas, mi melancolía, fuera producida por tres o por cuatro humores, se disipó. Como cura para una preocupación excesiva, pocas medidas más efectivas puedo imaginar que un curso sobre tales controversias antiguas.

Pero en tanto que -los placeres triviales de la cultura tienen su lugar en el alivio de los problemas triviales de la vida práctica, los méritos más importantes de la contemplación están relacionados con los males mayores de la vida: la muerte, el dolor y la crueldad y la ciega marcha de las naciones hacia el desastre innecesario. Para aquellos a quienes ya no proporciona consuelo la religión dogmática, existe la necesidad de algún sucedáneo, si la vida no se les hace polvorienta y áspera y llena de agresividad fútil. Actualmente el mundo está lleno de grupos de iracundos y egocéntricos, incapaces de considerar la vida humana como un todo, y dispuestos a destruir la civilización antes que retroceder una pulgada. Para esta estrechez ninguna dosis de instrucción técnica proporcionará un antídoto. El antídoto, en tanto sea cuestión de la psicología individual, ha de hallarse en la historia, en la biología, en la astronomía, en todos aquellos estudios que, sin aniquilar el respeto a la propia personalidad, capacitan al individuo para verse en su verdadera perspectiva. Lo que se necesita no es este o aquel trozo específico de información, sino un conocimiento tal que inspire una concepción de los fines de la vida humana en su conjunto: arte e historia, contacto con las vidas de los individuos heroicos y cierta comprensión de la extrañamente accidental y efímera posición del hombre en el cosmos -todo esto tocado por un sentimiento de orgullo por lo que es distintivamente humano: el poder de ver y de conocer, de sentir magnánimamente y de pensar y comprender-. La sabiduría brota más fácilmente de las grandes percepciones combinadas con la emoción impersonal. La vida, siempre llena de dolor, es más dolorosa en nuestro tiempo que en las dos centurias precedentes. El intento de escapar al sufrimiento conduce al hombre a la trivialidad, al engaño a sí mismo, a la invención de grandes mitos colectivos. Pero esos alivios momentáneos no hacen a la larga sino incrementar las fuentes de sufrimiento. Tanto la desgracia privada como la pública sólo pueden ser dominadas en un proceso en que la voluntad y la inteligencia se interactúen: el papel de la voluntad consiste en negarse a eludir el mal o a aceptar una solución irreal, mientras que el papel de la inteligencia consiste en comprenderlo, hallar un remedio, si es remediable, y, si no, hacerlo soportable viéndolo en sus relaciones, aceptándolo como inevitable y recordando lo que queda fuera de él en otras regiones, en otras edades, y en los abismos del espacio interestelar.

 

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Sobre el Bien y el Mal

 

El misticismo sostiene que todo mal es ilusorio, y a veces opina lo mismo del bien, pero mantiene más a menudo que toda realidad es buena. Pueden encontrarse ambos puntos de vista en Heráclito: «Bien y mal son una sola cosa», dice, pero, en otro lugar: «Para Dios todas las cosas son buenas, bellas y justas, pero los hombres mantienen cosas ciertas y cosas falsas». Una postura ambivalente similar se encuentra en Spinoza, pero utiliza la palabra «perfección» cuando quiere hablar del bien que no es meramente humano. «Por realidad y perfección entiendo lo mismo», dice; pero en otra parte encontramos la definición: «Por bien entenderé lo que sabemos con seguridad que nos es útil ». De forma que la perfección pertenece a la realidad por su propia naturaleza, pero la bondad es relativa a nosotros y a nuestras necesidades, y desaparece tras un estudio imparcial. Creo que es necesaria una distinción semejante para comprender el concepto ético del misticismo: hay un tipo mundano inferior de bien y de mal, que divide el mundo de las apariencias en partes aparentemente enfrentadas; pero también hay un tipo de bien más elevado, místico, que pertenece a la realidad y al que no se opone ningún tipo correlativo de mal.

Es difícil dar una justificación sostenible desde el punto de vista lógico de esta postura sin reconocer que el bien y el mal son subjetivos, que simplemente es bueno aquello hacia lo que tenemos un tipo de sentimiento y es malo simplemente aquello hacia lo que tenemos otro tipo de sentimiento. En nuestra vida activa, cuando tenemos que escoger y preferir entre dos actos posibles, uno y otro, es necesario que distingamos el bien del mal, o por lo menos lo que es mejor de lo que es peor. Pero esta distinción, como todo lo que se refiere a la acción, pertenece a lo que el misticismo considera el mundo de la ilusión, aunque sólo sea porque involucra por esencia al tiempo. En nuestra vida contemplativa, cuando no se requiere acción resulta posible ser imparcial, y superar el dualismo ético que exige la acción. En tanto seamos meramente imparciales, podemos contentarnos con decir que tanto el bien como el mal de una acción son ilusorios. Pero si el mundo entero nos parece merecedor de amor y adoración, como debe ser si tenemos clarividencia mística, si vemos La Tierra y todo lo comúnmente visible… Revestidos de luz celeste, diremos que hay un bien más elevado que el de la acción, y que este bien superior pertenece al mundo entero tal como es en realidad. En este sentido se explican y justifican la actitud ambivalente y la aparente vacilación del misticismo.  La posibilidad de este amor y alegría universales en todo lo que existe tiene una importancia suprema para el gobierno y la felicidad de la vida, y proporciona un valor inestimable a la emoción mística, al margen de cualquier credo que pueda construirse sobre ella. Pero si no queremos dejarnos llevar hacia falsas creencias, es necesario que nos demos cuenta de qué es lo que revela exactamente la emoción mística. Revela una posibilidad de la naturaleza humana: posibilidad de una vida más noble, más feliz y más libre que cualquiera que pueda realizarse de otra manera. Pero no revela nada acerca de lo no humano, o acerca de la naturaleza del universo en general. Lo bueno y lo malo, o incluso el bien superior que el misticismo encuentra en todas partes, son el reflejo de nuestras propias emociones acerca de cosas distintas, y no parte de la sustancia de las cosas tal como son en sí mismas. Y, por consiguiente, una perspectiva imparcial, liberada de toda preocupación por su persona, no juzgará que las cosas son buenas o malas, aunque pueda combinarse muy fácilmente con ese sentimiento de amor universal que lleva al místico a decir que todo el mundo es bueno. 

La filosofía de la evolución, a través de la noción de progreso, está ligada al dualismo ético de lo peor y lo mejor, y está cerrada por lo tanto no sólo al tipo de estudio que descarta a la vez el bien y el mal de su consideración, sino también a la creencia mística en la bondad de todo. De esta forma la distinción del bien y del mal, como el tiempo, se vuelve un tirano en esta filosofía e introduce dentro del pensamiento la incansable selectividad de la acción. El bien y el mal, como el tiempo, no serían, parece, generales o fundamentales en el mundo del pensamiento, sino miembros tardíos y muy especializados de la jerarquía intelectual. 

Aunque, como hemos visto, puede interpretarse el misticismo de forma que coincida con la idea de que el bien y el mal no son fundamentales intelectualmente, hay que admitir que en esto dejamos de coincidir verbalmente con la mayoría de los grandes filósofos y maestros religiosos del pasado. Creo, de cualquier manera, que la eliminación de consideraciones éticas de que la filosofía es tanto científicamente necesaria como —aunque esto pueda parecer una paradoja— una ventaja ética. Ambas opiniones serán defendidas brevemente. Una filosofía científica no puede hacer nada por satisfacer nuestras más humanas esperanzas de demostrar que el mundo tiene ésta o aquella característica deseable. La diferencia entre un mundo bueno y uno malo estriba en las características particulares de las cosas particulares que existen en esos mundos: no es lo suficientemente abstracta para entrar en el dominio de la filosofía. El amor y el odio, por ejemplo, son contrarios éticos, pero para la filosofía son actitudes muy parecidas con respecto a los objetos. La forma general y la estructura de las actitudes con respecto a los objetos que constituyen fenómenos mentales es un problema de filosofía, pero la diferencia entre el amor y el odio no es de forma y estructura, y por consiguiente pertenece más a la ciencia especial de la psicología que a la filosofía. De ahí que los intereses éticos que han inspirado frecuentemente a los filósofos deban quedar en segundo plano: algún interés ético puede inspirar todo el estudio, pero no puede concedérsele atención detallada o esperarse que figure entre los resultados específicos que se buscan. Si este punto de vista parece decepcionante a primera vista, recordemos que se ha visto la necesidad de un cambio similar en todas las demás ciencias. Ya no se le pide al físico o al químico que demuestre la importancia ética de sus iones o átomos; no se espera del biólogo que demuestre la utilidad de las plantas o animales que disecciona. En las épocas precientíficas éste no era el caso. Se estudiaba astronomía, por ejemplo, porque los hombres creían en la astrología: se pensaba que los movimientos de los planetas guardaban una relación muy directa e importante con las vidas de los seres humanos. Presumiblemente, cuando desapareció esta creencia y empezó el estudio desinteresado de la astronomía, muchos que habían encontrado la astrología absorbente e interesante decidieron que la astronomía ofrecía un interés humano demasiado escaso para que mereciera la pena estudiarla. La física, tal como aparece en el Timeo de Platón, por ejemplo, está llena de nociones éticas: es parte esencial de su objetivo demostrar que la Tierra merece ser admirada. Al físico moderno, por el contrario, aunque no pretende negar de ninguna manera que la Tierra es admirable, no le preocupan, como físico, sus características éticas: sólo le preocupa descubrir hechos, no considerar si son buenos o malos. En psicología la actitud científica es todavía más reciente y más difícil que en las ciencias físicas: resulta natural considerar que la naturaleza humana es buena o mala y suponer que la diferencia entre lo bueno y lo malo, de una importancia tan capital en la práctica, debe ser importante también en la teoría. Solamente ha sido durante el último siglo cuando se ha desarrollado una psicología éticamente neutral; y, también aquí, la neutralidad ética ha resultado esencial para el éxito científico. En filosofía, hasta ahora, se ha buscado raramente y casi nunca se ha logrado la neutralidad ética. Los hombres han tenido presentes sus deseos, y han juzgado las filosofías de acuerdo con esos deseos. Rechazada por las ciencias particulares, la creencia de que las nociones de bien y de mal deben proporcionar una clave para la comprensión del mundo ha buscado refugio en la filosofía. Pero hay que sacar también a esta creencia de su último refugio si es que la filosofía no quiere seguir siendo un conjunto de plácidos sueños. Es un lugar común decir que la felicidad no la alcanzan mejor los que la buscan directamente; y podría parecer que lo mismo puede decirse del bien. Dentro del pensamiento, en cualquier caso, los que se olvidan del bien y del mal y sólo tratan de conocer los hechos son más susceptibles de alcanzar el bien que los que consideran el mundo a través del medio deformante de sus propios deseos. Volvemos pues a nuestra paradoja aparente, que una filosofía que no trata de imponer su concepto del bien y del mal sobre el mundo, no sólo es más susceptible de alcanzar la verdad, sino también consecuencia de un punto de vista más ético que otra que, como el evolucionismo y la mayoría de los sistemas tradicionales, está evaluando constantemente el universo y tratando de encontrar en él una encarnación de sus ideales actuales. En religión, y en cualquier punto de vista profundamente serio acerca del mundo y del destino humano, hay un elemento de sumisión, una asunción de los límites del poder humano, del que carece de alguna forma el mundo moderno, con sus rápidos éxitos materiales y su creencia insolente en las posibilidades ilimitadas del progreso. «El que amó su vida la perderá»; y existe el peligro de que, por culpa de un amor demasiado confiado de la vida, la propia vida pierda mucho de lo que le da su máximo valor. La sumisión que la religión inculca en la acción es esencialmente la misma en espíritu que la que la ciencia enseña en pensamiento; y la neutralidad ética gracias a la que ha conseguido sus victorias es resultado de esa sumisión. El bien que nos atañe recordar es el bien que está en nuestro poder crear (el bien en nuestras propias vidas y en nuestra actitud hacia el mundo). Persistir en la creencia de una plasmación externa del bien es una forma de presunción que, si no puede garantizar el bien externo que desea, sí puede perjudicar seriamente el bien interno que reside en nuestro poder, y destruir ese respeto de los hechos que constituye tanto lo que la humildad tiene de valioso como lo que es fructífero en el temperamento científico. 

Los seres humanos no pueden, por supuesto, trascender por completo la naturaleza humana; debe quedar algo subjetivo, aunque sólo sea el interés que determina la dirección de nuestra atención, en cualquiera de nuestros pensamientos. Pero la filosofía científica se acerca más a la objetividad que cualquier otra actividad humana, y nos da, por consiguiente, la constante más cercana y la relación más íntima con el mundo exterior que es posible alcanzar. Para la inteligencia primitiva, todo es amistoso u hostil; pero la experiencia ha demostrado que la amistad y la hostilidad no son conceptos a través de los cuales pueda comprenderse el mundo. La filosofía científica representa por tanto, aunque de momento sólo está naciendo, una forma de pensamiento superior a cualquier creencia o imaginación precientífica y, como toda tentativa de trascendencia, trae consigo la generosa recompensa del acrecentamiento del campo de acción, de la envergadura y de la comprensión. El evolucionismo, a pesar de sus invocaciones de hechos científicos particulares, no llega a ser una filosofía verdaderamente científica por su esclavitud con respecto al tiempo, sus preocupaciones éticas y su interés predominante por los asuntos humanos y por nuestro destino. Una filosofía verdaderamente científica será más humilde, más fragmentaria, más ardua, ofrecerá menos deslumbrantes espejismos externos para halagar esperanzas falaces, pero será más indiferente al destino y más capaz de aceptar el mundo sin la imposición tiránica de nuestras exigencias humanas y temporales. 

 

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