Revista Nos Disparan desde el Campanario Año IV Nro. 55 FILOSOFÍA. Ensayos. Bertrand Russell, sobre El Conocimiento Inútil y sobre El Bien y el Mal
Fuente: Bloghemia
El Conocimiento Inútil
Francis Bacon, hombre que llegó a ser eminente
traicionando a sus amigos, afirmaba, sin duda como una de las maduras lecciones
de la experiencia, que "el conocimiento es poder". Pero esto no es
cierto respecto de todo conocimiento. Sir Thomas Browne quería saber qué
canción cantaban las sirenas, pero si lo hubiera averiguado, ello no le hubiese
bastado para ascender de magistrado a gobernador de su condado. La clase de
conocimiento a que Bacon se refería es la que nosotros llamamos científica. Al
subrayar la importancia de la ciencia, continuaba tardíamente la tradición de
los árabes y de la Alta Edad Media, según la cual el conocimiento consistía
principalmente en la astrología, la alquimia y la farmacología, todas ellas
ramas de la ciencia. Era un sabio quien, tras dominar estos estudios, había
adquirido poderes mágicos. A principios del siglo XI, y por la única razón de
que leía libros, todo el mundo creía que el papa Silvestre II era un mago en
tratos con el demonio. Próspero, que en los tiempos de Shakespeare era una mera
fantasía, representaba lo que durante siglos había sido la concepción
generalmente aceptada de un sabio, al menos por lo que se refiere a sus poderes
de hechicería. Bacon creía -acertadamente, según ahora sabemos- que la ciencia
podía proporcionar una varita mágica más poderosa que cualquier otra en que
hubieran soñado los nigromantes de épocas anteriores. El Renacimiento, que
estaba en su apogeo en Inglaterra en tiempos de Bacon, implicaba una rebelión
contra el concepto utilitarista del conocimiento. Los griegos habían adquirido
gran familiaridad con Homero, como nosotros con las canciones de los cafés
cantantes, porque les gustaba, y ello sin darse cuenta de que estaban
comprometidos en la búsqueda del conocimiento. Pero los hombres del siglo XVI
no podían empezar a entenderlo sin asimilar primero una considerable cantidad
de erudición lingüística. Admiraban a los griegos y no querían verse excluidos
de sus placeres; por ello los imitaban, tanto leyendo los clásicos como de otras
formas menos confesables. El saber, durante el Renacimiento, era parte de la
joie de vivre, tanto como beber o hacer el amor. Y esto es cierto no solamente
de la literatura, sino también de otros estudios más ásperos. Todo el mundo
conoce la historia del primer contacto de Hobbes con Euclides: al abrir el
libro, casualmente, en el teorema de Pitágoras, exclamó: "¡Por Dios! ¡Esto
es imposible!", y comenzó a leer las demostraciones en sentido inverso
hasta que, llegado que hubo a los axiomas, quedó convencido. Nadie puede dudar
de que éste fue para él un momento voluptuoso, no mancillado por la idea de la
utilidad de la geometría en la medición de terrenos. Cierto es que el
Renacimiento dio con una utilidad práctica para las lenguas antiguas en
relación con la teología. Uno de los primeros resultados de la nueva pasión por
el latín clásico fue el descrédito de las decretales amañadas y de la donación
de Constantino. Las inexactitudes descubiertas en la Vulgata y en la versión de
los Setenta hicieron del griego y del hebreo una parte imprescindible del
equipo de controversia de los teólogos protestantes. Las máximas republicanas
de Grecia y Roma fueron invocadas para justificar la resistencia de los
puritanos a los Estuardo y de los Jesuitas a los monarcas que habían negado
obediencia al papa. Pero todo esto fue un efecto, más bien que una causa, del
resurgimiento del saber clásico, que en Italia había sido plenamente cultivado
durante casi un siglo antes de Lutero. El móvil principal del Renacimiento fue
el goce intelectual, la restauración de cierta riqueza y libertad en el arte y
en la especulación, que habían estado perdidas mientras la ignorancia y la
superstición mantuvieron los ojos del espíritu entre anteojeras. Se descubrió
que los griegos habían dedicado parte de su atención a temas no puramente
literarios o artísticos, como la filosofía, la geometría y la astronomía. Estos
estudios, por tanto, se consideraron respetables, pero otras ciencias quedaron
más abiertas a la crítica. La medicina, es cierto, se hallaba dignificada por
los nombres de Hipócrates y Galeno, pero en el período intermedio había quedado
casi estrictamente limitada a los árabes y a los judíos, e inextricablemente
entremezclada con la magia. De aquí la dudosa reputación de hombres como Paracelso.
La química todavía tenía peor reputación, y comenzó a alcanzar con dificultades
alguna respetabilidad en el siglo XVIII. Y de esta forma vino a resultar que el
conocimiento del griego y del latín, con unas nociones superficiales de
geometría y quizá de astronomía, fuera considerado como el equipo intelectual
de un caballero. Los griegos desdeñaban las aplicaciones prácticas de la
geometría, y solamente en su decadencia hallaron utilidad a la astronomía, a
guisa de astrología. En los siglos XVI y XVII, principalmente, se estudiaron
las matemáticas con desinterés helénico, y se tendió a ignorar las ciencias que
habían sido degradadas por su conexión con la magia. Un cambio gradual hacia
una concepción más amplia y práctica del conocimiento, que había ido
produciéndose a lo largo de todo el XVIII, experimentó de pronto una
aceleración al final de aquel período a causa de la Revolución francesa y del
desarrollo del maquinismo: la primera dio un golpe a la cultura señorial,
mientras el segundo ofrecía un nuevo y asombroso campo de acción para el
ejercicio de las técnicas no señoriales. Durante los últimos ciento cincuenta
años, los hombres se han venido cuestionando, cada vez más vigorosamente, el
valor del conocimiento, y han llegado a creer, cada vez con más firmeza, que el
único conocimiento que merece la pena adquirir es aquel que resulta aplicable
en algún aspecto a la vida económica de la comunidad.
En países como Francia e Inglaterra, que
tienen un sistema educacional tradicional, el aspecto utilitario del
conocimiento ha prevalecido sólo parcialmente. Hay todavía, por ejemplo, en las
universidades profesores de chino que leen los clásicos chinos, pero que no
conocen las obras de Sun Yat-sén, que crearon la China moderna. Hay todavía
personas que conocen la historia antigua en tanto fue relatada por autores de
estilo depurado, es decir, hasta Alejandro en Grecia y Nerón en Roma, pero que
se niegan a conocer la mucho más importante historia posterior en razón de la
inferioridad literaria de los historiadores que la escribieron. Aun en Francia
e Inglaterra, sin embargo, la vieja tradición está desapareciendo, y en países
más actualizados, como Rusia y los Estados Unidos, se ha extinguido totalmente.
En los Estados Unidos, por ejemplo, las comisiones de educación señalan que mil
quinientas palabras son todas las que la mayor parte de la gente utiliza en la
correspondencia comercial, y proponen, en consecuencia, que todas las demás se
eviten en el programa escolar. El inglés básico, una invención británica, va
todavía más allá y reduce el vocabulario necesario a ochocientas palabras. La
concepción del lenguaje como algo capaz de valor estético está muriendo, y se
está llegando a pensar que el único propósito de las palabras es proporcionar
información práctica. En Rusia, la persecución de finalidades prácticas es
todavía más intensa que en Norteamérica: todo lo que se enseña en las
instituciones de educación tiende a servir a algún propósito evidente de
carácter educacional o gubernamental. La única escapada la permite la teología:
alguien tiene que estudiar las Sagradas Escrituras en el original alemán, y
unos cuantos profesores tienen que aprender filosofía para defender el
materialismo dialéctico contra la crítica de los metafísicos burgueses. Pero
cuando la ortodoxia se establezca más firmemente, aun esta estrecha rendija se
cerrará.
El saber está comenzando a ser considerado en
todas partes, no como un bien en si mismo, sino como un medio. No crear una
visión amplia y humana de la vida en general, sino tan sólo como un ingrediente
de la preparación, ésto es parte de la mayor integración de la sociedad,
aportada por la técnica científica y las necesidades militares. Hay más
interdependencia económica y política que en el pasado y, por tanto, hay una
mayor presión social, que obliga al hombre a vivir de una manera que sus
convecinos estimen útil. Los establecimientos docentes, excepto los destinados
a los muy ricos o (en Inglaterra) los que la antigüedad ha hecho invulnerables,
no pueden gastar su dinero como quieren, sino que han de satisfacer los
propósitos útiles del estado al que sirven, proporcionando preparación práctica
e inculcando lealtad. Esto es parte sustancial del mismo movimiento que ha
conducido al servicio militar obligatorio, a los exploradores, a la
organización de partidos políticos y a la difusión de la pasión política por la
prensa. Todos somos más conscientes de nuestros conciudadanos de lo que
solíamos, estamos más deseosos, si somos virtuosos, de hacerles bien y, en todo
caso, de obligarles a que nos hagan bien. No nos gusta pensar que alguien esté
disfrutando de la vida pertinente, por muy refinada que pueda ser la calidad de
su disfrute. Sentimos que todo el mundo debería estar haciendo algo para ayudar
a la gran causa (cualquiera que ésta sea), tanto más por cuanto tantos malvados
están trabajando en contra de ella y tienen que ser detenidos. No gozamos de
descanso mental, por lo tanto, para adquirir ningún conocimiento, excepto los
que puedan ayudarnos en la lucha por lo que quiera que sea que juzguemos
importante. Hay mucho que decir en cuanto al estrecho criterio utilitarista de
la educación. No hay tiempo de aprenderlo todo antes de empezar a crearse un
medio de vida, y no hay duda de que el conocimiento "útil" es muy
útil. Él ha hecho el mundo moderno. Sin él no tendríamos máquinas, ni
automóviles, ni ferrocarriles, ni aeroplanos; debemos añadir que no tendríamos
publicidad ni propaganda modernas. El conocimiento moderno ha dado lugar a un
inmenso mejoramiento en el promedio de salud y, al mismo tiempo, ha revelado
cómo exterminar grandes ciudades con gases venenosos. Todo lo que distingue
nuestro mundo al compararlo con el de otros tiempos, tiene su origen en el
conocimiento "útil". Ninguna comunidad se ha saciado todavía de él, y
es indudable que la educación debe continuar promoviéndolo.
También tenemos que admitir que buena parte de
la tradicional educación cultural era estúpida. Los jóvenes consumían muchos
años aprendiendo gramática latina y griega, sin llegar a ser, finalmente, capaces
de leer un autor griego o latino, ni a sentir siquiera el deseo de hacerlo
(excepto en un pequeño porcentaje de los casos). Las lenguas modernas y la
historia son preferibles, desde cualquier punto de vista, al latín y al griego.
No solamente son más útiles, sino que proporcionan mucha más cultura en mucho
menos tiempo. Para un italiano del siglo XV, dado que prácticamente todo lo que
merecía la pena leer estaba escrito, si no en su propia lengua, en griego o en
latín, estos idiomas eran indispensables llaves de la cultura. Pero desde
aquellos tiempos se han desarrollado grandes literaturas en diversas lenguas
modernas, y el proceso de la civilización ha sido tan rápido, que el
conocimiento de la antigüedad se ha hecho mucho menos útil para la comprensión
de nuestros problemas que el conocimiento de las naciones modernas y su
historia comparativamente reciente. El punto de vista tradicional del maestro
de escuela, admirable en los tiempos del resurgir cultural, se fue haciendo
cada vez más totalmente estrecho, ya que ignoraba lo que el mundo ha hecho
desde el siglo XV. Y no sólo la historia y las lenguas modernas, sino también
la ciencia, cuando se enseña apropiadamente, contribuye a la cultura. Es
posible, por tanto, sostener que la educación debe tener otras finalidades que
la utilidad inmediata, sin defender el plan de estudios tradicional. Utilidad y
cultura, cuando ambas se conciben con amplitud de miras, resultan menos
incompatibles de lo que parecen a los fanáticos abogados de una y otra.
Aparte, no obstante, de los casos en que la
cultura y la utilidad inmediata pueden combinarse, hay utilidad mediata, de
varias clases distintas, en la posesión de conocimiento que no contribuye a la
eficiencia técnica. Creo que algunos de los peores rasgos del mundo moderno
podrían mejorarse con un mayor estímulo a tal conocimiento y una menos
despiadada persecución de la mera competencia profesional.
Cuando la actividad consciente se concentra
por entero en algún propósito definido, el resultado final, para la mayoría de
la gente, es el desequilibrio, acompañado de alguna forma de alteración
nerviosa. Los hombres que dirigían la política alemana durante la guerra
cometieron equivocaciones en lo que se refiere, por ejemplo, a la campaña
submarina, que llevó a los americanos al lado de los aliados, y que cualquier
persona que hubiera tratado el tema con la mente despejada hubiera estimado
imprudente, pero que ellos no pudieron juzgar cuerdamente a causa de la
concentración mental y la falta de descanso. El mismo tipo, de situación se ve
dondequiera que grupos de hombres, emprenden tareas que imponen un, prolongado
esfuerzo sobre los impulsos espontáneos. Los imperialistas japoneses, los
comunistas rusos, los nazis alemanes, todos viven en una especie de tenso
fanatismo que procede del vivir demasiado exclusivamente en el mundo mental de
determinadas tareas que deben realizarse. Cuando las tareas son tan importantes
y tan realizables como suponen los fanáticos, el resultado puede ser magnífico;
pero en la mayor parte de los casos la estrechez de miras ha determinado el
olvido de alguna poderosa fuerza neutralizante o ha hecho que todas aquellas
fuerzas semejen la obra del diablo, que ha de cumplirse por el castigo y el
terror. Los hombres, como los niños, tienen necesidad de jugar, es decir, de períodos
de actividad sin más propósito que el goce inmediato. Pero si el juego sirve su
propósito, ha de ser posible hallar placer e interés en asuntos no relacionados
con el trabajo. Las diversiones de los habitantes de las ciudades modernas
tienden a ser cada vez más pasivas y colectivas, y a reducirse a la
contemplación inactiva de las habilidosas actividades de otros. Sin duda, tales
diversiones son mejores que ninguna, pero no son tan buenas como podrían serlo
las de una población que tuviese, debido a la educación, un más amplio campo de
intereses intelectuales conectados con el trabajo. Una mejor organización
económica, que permitiera a la humanidad beneficiarse de la productividad de
las máquinas, conduciría a un muy grande aumento del tiempo libre, y el mucho
tiempo libre tiende a ser tedioso excepto para aquellos que tienen
considerables intereses y actividades inteligentes. Para que una población
ociosa sea feliz, tiene que ser población educada, y educada con miras al placer
intelectual, así como a la utilidad directa del conocimiento técnico.
El elemento cultural en la adquisición de
conocimientos, cuando es asimilado con éxito, conforma el carácter de los
pensamientos y los deseos de un hombre, haciendo que se relacionen, al menos en
parte, con grandes objetivos impersonales y no sólo con asuntos de importancia
inmediata para él. Se ha aceptado demasiado a la ligera que, cuando un hombre
ha adquirido determinadas capacidades por medio del conocimiento, las usará en
forma socialmente beneficiosa. La concepción estrechamente utilitarista de la
educación ignora la necesidad de disciplinar los propósitos de un hombre tanto
como su práctica técnica. En la naturaleza humana no educada hay un
considerable elemento de crueldad, que se muestra de muchas formas, importantes
o insignificantes. Los niños en la escuela tienden a ser crueles con un nuevo
niño, o con cualquiera cuyas ropas no sean totalmente convencionales. Muchas
mujeres (y no pocos hombres) provocan todo el sufrimiento que pueden por medio
de la murmuración maliciosa. Los españoles disfrutan con las corridas de toros;
los ingleses disfrutan cazando. Los mismos crueles impulsos adquieren formas
más serias en la caza de judíos en Alemania y de kulaks en Rusia. Todo imperialismo
ofrece campo para tales impulsos, y en la guerra son santificados como la más
elevada forma del deber público. De modo que se debe admitir que gente con un
alto nivel de educación es a veces cruel; y creo que no puede haber duda de que
esa gente es cruel mucho menos frecuentemente que aquella cuya mente se ha
dejado en barbecho. El bravucón del colegio rara vez es un muchacho cuyo
aprovechamiento en los estudios está por sobre el promedio. Cuando tiene lugar
un linchamiento, los cabecillas son casi invariablemente hombres muy
ignorantes. Esto no es así porque el cultivo de la mente produzca sentimientos
humanitarios positivos, aunque puede hacerlo; es más bien porque proporciona
otros intereses que el mal trato a los vecinos, y otras fuentes de respeto a la
propia personalidad que la afirmación de dominio. Las dos cosas más
universalmente deseadas son el poder y la admiración. Los hombres ignorantes,
generalmente, no pueden conseguir ninguna de las dos sino por medios brutales
que llevan aparejada la adquisición de superioridad física. La cultura
proporciona al hombre formas de poder menos dañinas y medios más dignos para
hacerse admirar. Galileo hizo más que cualquier monarca para cambiar el mundo,
y su poder excedió inconmensurablemente del de sus perseguidores. No tuvo, por
tanto, necesidad de aspirar a ser, a su vez, perseguidor. Quizá la ventaja más
importante del conocimiento "inútil" es que favorece un estado mental
contemplativo. Hay en el mundo demasiada facilidad, no sólo para la acción sin
la adecuada reflexión previa, sino también para cualquier clase de acción en
ocasiones en que la sabiduría aconsejaría la inacción. La gente muestra sus
tendencias en esta cuestión de varias curiosas maneras. Mefistófeles dice al
joven estudiante que la teoría es gris pero el árbol de la vida es verde, y
todo el mundo cita esto como si fuera la opinión de Goethe, en lugar de lo que
éste suponía que era probable que dijera el diablo a un estudiante. Hamlet es
tenido por una terrible advertencia contra el pensamiento sin acción, pero
nadie tiene a Otelo como una advertencia contra la acción sin pensamiento. Los
profesores como Bergson, por una especie de culto de moda al hombre práctico,
condenan la filosofía y dicen que la vida, en su manifestación más elevada, debería
parecerse a una carga de caballería. Por mi parte, estimo que la acción es
mejor cuando surge de una profunda comprensión del universo y del destino
humano, y no de cualquier impulso salvajemente apasionado de romántica pero
desproporcionada afirmación del yo. El hábito de encontrar más placer en el
pensamiento que en la acción es una salvaguarda contra el desatino y el
excesivo amor al poder, un medio para conservar la serenidad en el infortunio y
la paz de espíritu en las contrariedades. Es Probable que, tarde o temprano,
una vida limitada a lo personal llegue a ser insoportablemente dolorosa; sólo
las ventanas que dan a un cosmos más amplio y menos inquietante hacen
soportables los más trágicos aspectos de la vida. Una disposición mental contemplativa
tiene ventajas que van de lo más trivial a lo más profundo. Para empezar están
las aflicciones de menor envergadura, tales como las pulgas, los trenes que no
llegan o los socios discutidores. Al parecer, tales molestias apenas merecen la
pena de unas reflexiones sobre las excelencias del heroísmo o la transitoriedad
de los males humanos, y, sin embargo, la irritación que producen destruye el
buen ánimo y la alegría de vivir de mucha gente. En tales ocasiones, puede
hallarse mucho consuelo en esos arrinconados fragmentos de erudición que tienen
alguna conexión, real o imaginaria, con el conflicto del momento; y aun cuando
no tengan ninguna, sirven para borrar el presente de los propios pensamientos.
Al ser asaltados por gente lívida de rabia, es agradable recordar el capítulo
del Tratado de las pasiones de Descartes titulado "Por qué son más de
temer los que se ponen pálidos de furia que aquellos que se congestionan".
Cuando uno se impacienta por la dificultad existente para asegurar la
cooperación internacional, la ansiedad disminuye si a uno se le ocurre pensar
en el santificado rey Luis IX antes de embarcar para las cruzadas, aliándose
con el Viejo de la Montaña , que aparece en Las mil y una noches como la oscura
fuente de la mitad de la maldad del mundo. Cuando la rapacidad de los
capitalistas se hace opresiva, podemos consolarnos en un instante con el
recuerdo de que Bruto, ese modelo de virtud republicana, prestaba dinero a una
ciudad al cuarenta por ciento y alquilaba un ejército privado para sitiarla cuando
dejaba de pagarle los intereses. El conocimiento de hechos curiosos no sólo
hace menos desagradables las cosas desagradables, sino que hace más agradables
las cosas agradables. Yo encuentro mejor sabor a los albaricoques desde que
supe que fueron cultivados inicialmente en China, en la primera época de la
dinastía Han; que los rehenes chinos en poder del gran rey Kaniska los
introdujeron en la India , de donde se extendieron a Persia, llegando al
Imperio romano durante el siglo I de nuestra era; que la palabra
"albaricoque" se deriva de la misma fuente latina que la palabra
"precoz", porque el albaricoque madura tempranamente, y que la
partícula inicial "al" fue añadida por equivocación, a causa de una
falsa etimología. Todo esto hace que el fruto tenga un sabor mucho más dulce. Hace
cerca de cien años, un grupo de filántropos bienintencionados fundaron
sociedades "para la difusión del conocimiento útil", con el resultado
de que las gentes han dejado de apreciar el delicioso sabor conocimiento
"inútil". Al abrir al azar la Anatomía de la melancolía de Burton, un
día en que me amenazaba tal estado de ánimo, supe que existe una
"sustancia melancólica", pero que, mientras algunos piensan que puede
ser engendrada por los cuatro humores, "Galeno sostiene que solamente
puede ser engendrada por tres, excluyendo la flema o pituita, y su aserción
cierta es firmemente sostenida por Valerio y Menardo, al igual que Furcio,
Montalto, Montano... ¿Cómo -dicen- puede lo blanco llegar a ser negro?". A
pesar de tan incontestable argumento, Hércules de Sajonia y Cardan, Guianerio y
Laurencio son (así nos lo dice Burton) de opinión contraria. Confortada por
estas reflexiones históricas, mi melancolía, fuera producida por tres o por
cuatro humores, se disipó. Como cura para una preocupación excesiva, pocas
medidas más efectivas puedo imaginar que un curso sobre tales controversias
antiguas.
Pero en tanto que -los placeres triviales de
la cultura tienen su lugar en el alivio de los problemas triviales de la vida
práctica, los méritos más importantes de la contemplación están relacionados
con los males mayores de la vida: la muerte, el dolor y la crueldad y la ciega
marcha de las naciones hacia el desastre innecesario. Para aquellos a quienes
ya no proporciona consuelo la religión dogmática, existe la necesidad de algún
sucedáneo, si la vida no se les hace polvorienta y áspera y llena de
agresividad fútil. Actualmente el mundo está lleno de grupos de iracundos y
egocéntricos, incapaces de considerar la vida humana como un todo, y dispuestos
a destruir la civilización antes que retroceder una pulgada. Para esta
estrechez ninguna dosis de instrucción técnica proporcionará un antídoto. El
antídoto, en tanto sea cuestión de la psicología individual, ha de hallarse en
la historia, en la biología, en la astronomía, en todos aquellos estudios que,
sin aniquilar el respeto a la propia personalidad, capacitan al individuo para
verse en su verdadera perspectiva. Lo que se necesita no es este o aquel trozo
específico de información, sino un conocimiento tal que inspire una concepción
de los fines de la vida humana en su conjunto: arte e historia, contacto con
las vidas de los individuos heroicos y cierta comprensión de la extrañamente
accidental y efímera posición del hombre en el cosmos -todo esto tocado por un
sentimiento de orgullo por lo que es distintivamente humano: el poder de ver y
de conocer, de sentir magnánimamente y de pensar y comprender-. La sabiduría
brota más fácilmente de las grandes percepciones combinadas con la emoción
impersonal. La vida, siempre llena de dolor, es más dolorosa en nuestro tiempo
que en las dos centurias precedentes. El intento de escapar al sufrimiento
conduce al hombre a la trivialidad, al engaño a sí mismo, a la invención de
grandes mitos colectivos. Pero esos alivios momentáneos no hacen a la larga
sino incrementar las fuentes de sufrimiento. Tanto la desgracia privada como la
pública sólo pueden ser dominadas en un proceso en que la voluntad y la
inteligencia se interactúen: el papel de la voluntad consiste en negarse a
eludir el mal o a aceptar una solución irreal, mientras que el papel de la
inteligencia consiste en comprenderlo, hallar un remedio, si es remediable, y,
si no, hacerlo soportable viéndolo en sus relaciones, aceptándolo como
inevitable y recordando lo que queda fuera de él en otras regiones, en otras
edades, y en los abismos del espacio interestelar.
Link de Origen: AQUÍ
Sobre el Bien y el Mal
El misticismo sostiene que todo mal es
ilusorio, y a veces opina lo mismo del bien, pero mantiene más a menudo que
toda realidad es buena. Pueden encontrarse ambos puntos de vista en Heráclito:
«Bien y mal son una sola cosa», dice, pero, en otro lugar: «Para Dios todas las
cosas son buenas, bellas y justas, pero los hombres mantienen cosas ciertas y
cosas falsas». Una postura ambivalente similar se encuentra en Spinoza, pero
utiliza la palabra «perfección» cuando quiere hablar del bien que no es
meramente humano. «Por realidad y perfección entiendo lo mismo», dice; pero en
otra parte encontramos la definición: «Por bien entenderé lo que sabemos con
seguridad que nos es útil ». De forma que la perfección pertenece a la realidad
por su propia naturaleza, pero la bondad es relativa a nosotros y a nuestras
necesidades, y desaparece tras un estudio imparcial. Creo que es necesaria una
distinción semejante para comprender el concepto ético del misticismo: hay un
tipo mundano inferior de bien y de mal, que divide el mundo de las apariencias
en partes aparentemente enfrentadas; pero también hay un tipo de bien más
elevado, místico, que pertenece a la realidad y al que no se opone ningún tipo
correlativo de mal.
Es difícil dar una justificación sostenible
desde el punto de vista lógico de esta postura sin reconocer que el bien y el
mal son subjetivos, que simplemente es bueno aquello hacia lo que tenemos un
tipo de sentimiento y es malo simplemente aquello hacia lo que tenemos otro
tipo de sentimiento. En nuestra vida activa, cuando tenemos que escoger y
preferir entre dos actos posibles, uno y otro, es necesario que distingamos el
bien del mal, o por lo menos lo que es mejor de lo que es peor. Pero esta
distinción, como todo lo que se refiere a la acción, pertenece a lo que el
misticismo considera el mundo de la ilusión, aunque sólo sea porque involucra
por esencia al tiempo. En nuestra vida contemplativa, cuando no se requiere
acción resulta posible ser imparcial, y superar el dualismo ético que exige la
acción. En tanto seamos meramente imparciales, podemos contentarnos con decir
que tanto el bien como el mal de una acción son ilusorios. Pero si el mundo
entero nos parece merecedor de amor y adoración, como debe ser si tenemos
clarividencia mística, si vemos La Tierra y todo lo comúnmente visible…
Revestidos de luz celeste, diremos que hay un bien más elevado que el de la
acción, y que este bien superior pertenece al mundo entero tal como es en
realidad. En este sentido se explican y justifican la actitud ambivalente y la
aparente vacilación del misticismo. La posibilidad de este amor y alegría
universales en todo lo que existe tiene una importancia suprema para el
gobierno y la felicidad de la vida, y proporciona un valor inestimable a la
emoción mística, al margen de cualquier credo que pueda construirse sobre ella.
Pero si no queremos dejarnos llevar hacia falsas creencias, es necesario que
nos demos cuenta de qué es lo que revela exactamente la emoción mística. Revela
una posibilidad de la naturaleza humana: posibilidad de una vida más noble, más
feliz y más libre que cualquiera que pueda realizarse de otra manera. Pero no
revela nada acerca de lo no humano, o acerca de la naturaleza del universo en
general. Lo bueno y lo malo, o incluso el bien superior que el misticismo
encuentra en todas partes, son el reflejo de nuestras propias emociones acerca
de cosas distintas, y no parte de la sustancia de las cosas tal como son en sí
mismas. Y, por consiguiente, una perspectiva imparcial, liberada de toda
preocupación por su persona, no juzgará que las cosas son buenas o malas,
aunque pueda combinarse muy fácilmente con ese sentimiento de amor universal
que lleva al místico a decir que todo el mundo es bueno.
La filosofía de la evolución, a través de la
noción de progreso, está ligada al dualismo ético de lo peor y lo mejor, y está
cerrada por lo tanto no sólo al tipo de estudio que descarta a la vez el bien y
el mal de su consideración, sino también a la creencia mística en la bondad de
todo. De esta forma la distinción del bien y del mal, como el tiempo, se vuelve
un tirano en esta filosofía e introduce dentro del pensamiento la incansable
selectividad de la acción. El bien y el mal, como el tiempo, no serían, parece,
generales o fundamentales en el mundo del pensamiento, sino miembros tardíos y
muy especializados de la jerarquía intelectual.
Aunque, como hemos visto, puede interpretarse
el misticismo de forma que coincida con la idea de que el bien y el mal no son
fundamentales intelectualmente, hay que admitir que en esto dejamos de
coincidir verbalmente con la mayoría de los grandes filósofos y maestros
religiosos del pasado. Creo, de cualquier manera, que la eliminación de
consideraciones éticas de que la filosofía es tanto científicamente necesaria
como —aunque esto pueda parecer una paradoja— una ventaja ética. Ambas
opiniones serán defendidas brevemente. Una filosofía científica no puede
hacer nada por satisfacer nuestras más humanas esperanzas de demostrar que el
mundo tiene ésta o aquella característica deseable. La diferencia entre un
mundo bueno y uno malo estriba en las características particulares de las cosas
particulares que existen en esos mundos: no es lo suficientemente abstracta
para entrar en el dominio de la filosofía. El amor y el odio, por ejemplo, son
contrarios éticos, pero para la filosofía son actitudes muy parecidas con
respecto a los objetos. La forma general y la estructura de las actitudes con
respecto a los objetos que constituyen fenómenos mentales es un problema de
filosofía, pero la diferencia entre el amor y el odio no es de forma y
estructura, y por consiguiente pertenece más a la ciencia especial de la
psicología que a la filosofía. De ahí que los intereses éticos que han
inspirado frecuentemente a los filósofos deban quedar en segundo plano: algún
interés ético puede inspirar todo el estudio, pero no puede concedérsele
atención detallada o esperarse que figure entre los resultados específicos que
se buscan. Si este punto de vista parece decepcionante a primera vista,
recordemos que se ha visto la necesidad de un cambio similar en todas las demás
ciencias. Ya no se le pide al físico o al químico que demuestre la importancia
ética de sus iones o átomos; no se espera del biólogo que demuestre la utilidad
de las plantas o animales que disecciona. En las épocas precientíficas éste no
era el caso. Se estudiaba astronomía, por ejemplo, porque los hombres creían en
la astrología: se pensaba que los movimientos de los planetas guardaban una
relación muy directa e importante con las vidas de los seres humanos.
Presumiblemente, cuando desapareció esta creencia y empezó el estudio
desinteresado de la astronomía, muchos que habían encontrado la astrología
absorbente e interesante decidieron que la astronomía ofrecía un interés humano
demasiado escaso para que mereciera la pena estudiarla. La física, tal como
aparece en el Timeo de Platón, por ejemplo, está llena de nociones éticas: es
parte esencial de su objetivo demostrar que la Tierra merece ser admirada. Al
físico moderno, por el contrario, aunque no pretende negar de ninguna manera
que la Tierra es admirable, no le preocupan, como físico, sus características
éticas: sólo le preocupa descubrir hechos, no considerar si son buenos o malos.
En psicología la actitud científica es todavía más reciente y más difícil que
en las ciencias físicas: resulta natural considerar que la naturaleza humana es
buena o mala y suponer que la diferencia entre lo bueno y lo malo, de una
importancia tan capital en la práctica, debe ser importante también en la
teoría. Solamente ha sido durante el último siglo cuando se ha desarrollado una
psicología éticamente neutral; y, también aquí, la neutralidad ética ha
resultado esencial para el éxito científico. En filosofía, hasta ahora, se
ha buscado raramente y casi nunca se ha logrado la neutralidad ética. Los
hombres han tenido presentes sus deseos, y han juzgado las filosofías de
acuerdo con esos deseos. Rechazada por las ciencias particulares, la creencia
de que las nociones de bien y de mal deben proporcionar una clave para la
comprensión del mundo ha buscado refugio en la filosofía. Pero hay que sacar
también a esta creencia de su último refugio si es que la filosofía no quiere
seguir siendo un conjunto de plácidos sueños. Es un lugar común decir que la
felicidad no la alcanzan mejor los que la buscan directamente; y podría parecer
que lo mismo puede decirse del bien. Dentro del pensamiento, en cualquier caso,
los que se olvidan del bien y del mal y sólo tratan de conocer los hechos son
más susceptibles de alcanzar el bien que los que consideran el mundo a través
del medio deformante de sus propios deseos. Volvemos pues a nuestra
paradoja aparente, que una filosofía que no trata de imponer su concepto del
bien y del mal sobre el mundo, no sólo es más susceptible de alcanzar la verdad,
sino también consecuencia de un punto de vista más ético que otra que, como el
evolucionismo y la mayoría de los sistemas tradicionales, está evaluando
constantemente el universo y tratando de encontrar en él una encarnación de sus
ideales actuales. En religión, y en cualquier punto de vista profundamente
serio acerca del mundo y del destino humano, hay un elemento de sumisión, una
asunción de los límites del poder humano, del que carece de alguna forma el
mundo moderno, con sus rápidos éxitos materiales y su creencia insolente en las
posibilidades ilimitadas del progreso. «El que amó su vida la perderá»; y
existe el peligro de que, por culpa de un amor demasiado confiado de la vida,
la propia vida pierda mucho de lo que le da su máximo valor. La sumisión que la
religión inculca en la acción es esencialmente la misma en espíritu que la que
la ciencia enseña en pensamiento; y la neutralidad ética gracias a la que ha
conseguido sus victorias es resultado de esa sumisión. El bien que nos atañe
recordar es el bien que está en nuestro poder crear (el bien en nuestras
propias vidas y en nuestra actitud hacia el mundo). Persistir en la creencia de
una plasmación externa del bien es una forma de presunción que, si no puede
garantizar el bien externo que desea, sí puede perjudicar seriamente el bien
interno que reside en nuestro poder, y destruir ese respeto de los hechos que
constituye tanto lo que la humildad tiene de valioso como lo que es fructífero
en el temperamento científico.
Los seres humanos no pueden, por supuesto,
trascender por completo la naturaleza humana; debe quedar algo subjetivo,
aunque sólo sea el interés que determina la dirección de nuestra atención, en
cualquiera de nuestros pensamientos. Pero la filosofía científica se acerca más
a la objetividad que cualquier otra actividad humana, y nos da, por
consiguiente, la constante más cercana y la relación más íntima con el mundo
exterior que es posible alcanzar. Para la inteligencia primitiva, todo es
amistoso u hostil; pero la experiencia ha demostrado que la amistad y la
hostilidad no son conceptos a través de los cuales pueda comprenderse el mundo.
La filosofía científica representa por tanto, aunque de momento sólo está
naciendo, una forma de pensamiento superior a cualquier creencia o imaginación
precientífica y, como toda tentativa de trascendencia, trae consigo la generosa
recompensa del acrecentamiento del campo de acción, de la envergadura y de la
comprensión. El evolucionismo, a pesar de sus invocaciones de hechos
científicos particulares, no llega a ser una filosofía verdaderamente
científica por su esclavitud con respecto al tiempo, sus preocupaciones éticas
y su interés predominante por los asuntos humanos y por nuestro destino. Una
filosofía verdaderamente científica será más humilde, más fragmentaria, más
ardua, ofrecerá menos deslumbrantes espejismos externos para halagar esperanzas
falaces, pero será más indiferente al destino y más capaz de aceptar el mundo
sin la imposición tiránica de nuestras exigencias humanas y temporales.
Link de Origen:
Comentarios
Publicar un comentario