Revista Nos Disparan desde el Campanario Año IV Nro. 55 RELATO .... Antúnez, médico cirujano... Recordando a Alfredo Moffatt ... por Gustavo Marcelo Sala

 

Recordando a Alfredo Moffatt



Se estaba cumpliendo una década desde aquel día en el cual Antúnez mudara su pesada carga física y anímica bajo la abandonada parada de colectivos, hoy fuera de circulación, que estaba en la esquina sur del hospital. Una de las últimas construidas por el municipio en hormigón, con techo de chapa a dos aguas y un descanso interior que le servía, cobijas mediante, como sillón y cama de media plaza. Si bien tenía los accesos del dispensario a escasos veinte metros y conocía al dedillo sus instalaciones nunca volvió a entrar desde aquel día, el cual justamente también se estaba cumpliendo una década.

Si bien no era viejo, su estampa desalineada, la barba profunda y entrecana, su cabello desprolijo y las ropas envejecidas lo exhibían como un hombre digno de morar en un hogar de ancianos, pero la realidad marcaba que aún no había llegado a los cincuenta años de edad. Vivía de la generosidad del personal profesional y auxiliar del hospital, con algunos de ellos tuvo mucha afinidad cuando sus tiempos de cirujano. El pulso, la precisión y la ciencia transformada en arte del Doctor Antúnez a la hora de intervenir aún seguían siendo leyenda dentro del establecimiento.

Luego de la tragedia el suicido constituía para él una salida cómoda y culposa, como autoflagelación escogió el abandono, la soledad y el olvido a modo de castigo divino, cosa que tampoco logró debido al cariño y la admiración que sus compañeros de entonces sentían por él, afecto que se trasladó a través de sus proezas médicas a quienes no lo conocieron, colegas que solían pasar algunos minutos por la vieja parada para compartir un café templado o un sándwich al paso. 

Siempre tuvo Antúnez respeto por los linyeras, leyó mucho sobre su psicología, sobre todo los estupendos ensayos de Alfredo Moffatt, por eso eligió serlo luego de que aquel virus intrahospitalario se llevara la vida de su padre en la sala de terapia intensiva después que le realizara una compleja y exitosa intervención quirúrgica en la cual tuvo que extirpar una porción importante del intestino grueso con el objeto de reparar una prominente úlcera. Nunca se perdonó que algo tan elemental y que estaba dentro de sus responsabilidades como jefe de cirugía y subdirector del hospital hubiera ocurrido. Sacrificó sus más entrañables afectos, por caso sus amigos, su familia y el amor adolescente de Mariel, con la cual estaba comprometido; su novia, quien lo visitaba todos los días para acompañarlo y hacerle entender que esa no era la forma de vivir el duelo, hasta que cansada de fracasar y sufrir, luego de un par de años, dejó de insistir.

Quien se mantuvo fiel al cirujano fue el instrumentista Enrique Rafael Mascardi, el cual nunca dejó de asistirlo, en silencio, sobre todo a la hora de la cena, vianda mediante, cuando la soledad se profundizaba. Mascardi fue uno de los integrantes de aquel equipo el día de su última intervención.  

No siempre estuvo solo en la garita. Durante algún tiempo fue anfitrión de Peláez, nunca supo su nombre de pila. El hombre había sido bombero voluntario, hablaba poco de la cosa. Alguna vez, medio pasado de bebida, le confesó que se había retirado de la fuerza luego de un incendio en una vivienda ubicada en el coqueto Barrio de los Cardenales en la cual hallaron, luego de apagado el foco, tres chiquitos carbonizados de dos, cuatro y cinco años, encadenados a sus camas. Tenían la información que la casa estaba deshabitada desde hacía un lustro, de manera que sofocaron el siniestro con tranquilidad desconociendo lo que se ocultaba dentro. Cuando arribaron cabía la posibilidad de ingresar pero confiados en esa información evitaron el riesgo. Peláez era el Jefe del Cuerpo de Bomberos, nunca se perdonó el error cometido.

Una mañana partió y no supo más de él hasta que varios meses después, en uno de los viejos periódicos que le guardaba el canillita de la cuadra para que se entretuviese, leyó en policiales que un tal Peláez, de cuarenta y dos años, ex bombero voluntario, se había colgado en los linderos de una propiedad abandonada ubicada en el Barrio de los Cardenales.

Con quien compartió más tiempo la garita fue con el viejo Ferrer, septuagenario el hombre, exonerado de la Policía de la bonaerense siendo oficial de la fuerza en abril de 1976 por negarse a participar de chupadas y torturas en la zona del Chingolo. Eran pibes, clamaba entre llantos. Fue demencial lo que hicieron con esos chicos, sádicos con poder de daño, lo peor de la fuerza con carta libre de acción, ladrones, violadores, asesinos, psicópatas, tipos que disfrutaban con el dolor y potenciaban sus peores instintos ante el lamento de la víctima.

Ferrer tuvo la obligación de desaparecer para preservar a sus padres y hermanos, afectos que nunca volvió a ver sino hasta siete años después. La mejor manera era mimetizarse entre la marginalidad, ser un croto más entre crotos, un invisible, entendiendo que ese lugar era mucho más digno del que ocupaba. Cuando el advenimiento de la democracia se acercó algunas horas a su familia para avisarles que estaba bien, les explicó cuales habían sido las razones de su repentina ausencia y que de alguna manera era feliz habiendo encontrado su sentido y su identidad siendo un nómade callejero. Paró en la garita de Antúnez algo más de seis meses, y al igual que Peláez un día se fue, sin dejar nota de despedida. No había razón alguna para hacerlo, ni para los que se iban ni para los que se quedaban, todos sabían que eran sitios sin puertas, y que la propiedad privada no existía ni contaba.

Antúnez era muy pudoroso para sus necesidades orgánicas. Lo cierto es que el baño de la confitería que estaba ubicada en la esquina del hospital era una prolongación de la garita, su anexo sanitario. Más allá del beneficio de un lugar que por su estratégica ubicación estaba abierto las veinticuatro horas del día había que agregarle que el dueño tenía una deuda de gratitud para con el cirujano debido a que siendo éste muy joven intervino de manera cardinal en la reparación de un aneurisma cerebral que la detectaron y por el cual lo habían desahuciado con los más luctuosos auspicios. Veinte años después de aquella intervención seguía disfrutando de la vida sin ningún tipo de contraindicaciones, por lo cual Antúnez solo tenía que expresar alguna necesidad para ser correspondido por Ibáñez, propietario del lugar. De todas maneras jamás abusó de tal posición, solo utilizaba el servicio sanitario y procuraba ingresar al salón portado respetablemente, dicho esto en términos relativos. Apenas aceptaba al mediodía un completo de milanesa o de jamón y queso, alguna minuta ya pasada del menú, y aquellas porciones de postre que comenzaban a exhibir sus herrumbres. Siempre aceptaba de buen modo el vino tinto de la casa sobrante de los pingüinos.

La mayoría de los jóvenes practicantes que cursaban en el hospital lo tenían como referencia, sobre todo los especialistas en cirugía. Asiduamente se lo veía platicando con chicas y chicos uniformados con sus delantales, que se cruzaban, y se quedaban conversando con él un buen rato dentro de la garita. Su cadencia pausada, su fraseo docente, su léxico de excelencia y su sabiduría hacían el resto. Incluso se armó una pequeña biblioteca médica de la especialidad para consulta de sus jóvenes colegas.

Finalizados los comicios de noviembre del año 2015, mientras la expectativa por los resultados electorales provocaba que las calles fueran un desierto, Antúnez aprovechó el momento de tan exultante soledad callejera para partir del hogar que lo había cobijado por una década.

Por los indicios recogidos durante los últimos meses en la fauna urbana estaba seguro que el porvenir no sería halagüeño para él ni para los de su reino, tenía el presentimiento mortificante que una nueva ola egocentrista cargada de violencia y desprecio hacia los habitantes de los extramuros y márgenes sociales. Volverían a ser basura a incinerar, ni siquiera a reciclar, los restos sobre los cuales las peores sociedades se sedimentan para justificar sus macabras perversiones. Los habían rebautizado mediáticamente como “gente en situación de calle”; el ser Linyera, esa hermosa y poética metáfora nacida de las maravillosas plumas de Macedonio Fernández y de Juan Filloy, había sido violada por un deber ser eufemístico y banal.

La decisión de serlo ya no contaba, el afuera dejaba de ser un patio compartido, un espacio público de inspiración, para transformarse en un territorio hostil tan privado como virtual, de tránsito abonado, peligroso para el pobre urbano y su modesta virtud. De manera que prefirió el ostracismo, ser un secreto, acaso una sospecha, y esperar hasta que aclare, aunque no confiaba demasiado en la llegada de tal amanecer, seguir una vía hasta donde terminase, encontrar algún vagón abandonado y si la casualidad invitaba descubrirse allí con otros pares en desagracia.

Aquellos que lo frecuentaban del hospital, ex colegas y practicantes, exhibieron su preocupación al ver la vieja parada de hormigón vacía y meticulosamente aseada, al igual que el dueño del bar y los dos parroquianos con los que solía desayunar diariamente. La indagatoria barrial fue infructuosa, nadie lo había visto partir, de manera que menos aún sabrían de su destino. Pasaron los meses y con ellos los años, el vértigo de una crisis inventada para expoliar y saquear hacía que el tiempo pasara pleno de preocupaciones y olvidos, acaso por eso o por algún albur beatífico la garita nunca fue ocupada, por eso cuando regresó cuatro años después la encontró tal cual la había dejado. Sospechó que era un buen momento para regresar, si bien los cuatro años durante los cuales la plutocracia sitió el país habían dejado profundas heridas tenía confianza que por lo menos se venían tiempos más compresivos, más amables, menos despiadados.

A poco que se corrió la voz sobre el regreso de Antúnez y mientras procuraba ordenar dentro de la garita su irrisorio equipaje, sus libros y las mantas, fueron arribando al lugar algunos de sus viejos conocidos, por caso el dueño de la confitería, el cual llegó acompañado por uno de los mozos con una soberana picada a dos manos, aperitivo incluido, para festejar la buena nueva. Por prudencia nadie le preguntó por qué se fue y por dónde había estado, él lo diría en caso de considerarlo oportuno, si es que alguna vez así lo entendía. Todos prefirieron disfrutar el momento, fueron cuatro años amargos, insensibles, completos en desafectos para el pueblo profundo.

Ese día, el cual se prolongó hasta altas horas de la noche, fue una fiesta para el hospital público, para la barriada, y fue de luto para los insensibles, para los que veían ignominiosa y repulsiva la alegría del pobre, para los que consideraban a Antúnez un paisaje inmundo.

Pero ninguna buena acción queda sin castigo como ironizó el cineasta Billy Wilder, y como lo único que necesita el mal para imponerse es que los buenos se hagan los otarios, en un par de meses llegó el Covid para poner orden ante tanto desmadre esperanzador. Antúnez fue uno de los primeros del barrio en padecer los síntomas de este virus burgués, solapado y libertino. Apenas dos días fueron suficientes para que sus contados amigos del hospital se vieran en la obligación de intubarlo. La última década y media de su vida le estaba pasando facturas, fue un tiempo poco colaborativo en tanto acumulación defensas y su físico no estaba dando las respuestas adecuadas ante la voracidad que manifestaba la infección. Hasta hubo quienes exigieron que no sea atendido dentro del nosocomio para evitar una posible propagación. Su resistencia y el esfuerzo médico ante el virus callejero solo duraron veinte horas, falleció en silencio, sin molestar, recibiendo en esas horas de confusión una mínima parte de la justicia poética que en cierto modo anhelaba desde su dimisión como cirujano en jefe.


Del libro de cuentos Calibre Blues



*Gustavo Marcelo Sala. Escritor y Editor

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