Revista Nos Disparan desde el Campanario Año IV Nro. 54 FILOSOFÍA La Literatura y la vida… por Gilles Deleuze
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"La salud como literatura, como escritura, consiste en inventar un
pueblo que falta. Es propio de la función fabuladora inventar un pueblo. No
escribimos con los recuerdos propios, salvo que pretendamos convertirlos en el
origen o el destino colectivos de un pueblo venidero todavía sepultado bajo sus
traiciones y renuncias."
Escribir indudablemente no es imponer
una forma (de expresión) a una materia vivida. La literatura se decanta más
bien hacia lo informe, o lo inacabado, como dijo e hizo Gombrowicz. Escribir es
un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en curso, y que desborda
cualquier materia vivible o vivida. Es un proceso, es decir un paso de Vida que
atraviesa lo vivible y lo vivido. La escritura es inseparable del devenir;
escribiendo, se deviene–mujer, se deviene–animal o vegetal, se deviene–molécula
hasta devenir–imperceptible. Estos devenires se eslabonan unos con otros de acuerdo
con una sucesión particular, como en una novela de Le Clézio, o bien coexisten
a todos los niveles, de acuerdo con unas puertas, unos umbrales y zonas que
componen el universo entero, como en la obra magna de Lovecraft. El devenir no
funciona en el otro sentido, y no se deviene Hombre, en tanto que el hombre se
presenta como una forma de expresión dominante que pretende imponerse a
cualquier materia, mientras que mujer, animal o molécula contienen siempre un
componente de fuga que se sustrae a su propia formalización. La vergüenza de
ser un hombre, ¿hay acaso alguna razón mejor para escribir? Incluso cuando es
una mujer la que deviene, ésta posee un devenir–mujer, y este devenir nada
tiene que ver con un estado que ella podría reivindicar. Devenir no es alcanzar
una forma (identificación, imitación, Mimesis), sino encontrar la zona de
vecindad, de indiscernibilidad o de indiferenciación tal que ya no quepa
distinguirse de una mujer, de un animal o de una molécula: no imprecisos ni
generales, sino imprevistos, no preexistentes, tanto menos determinados en una
forma cuanto que se singularizan en una población. Cabe instaurar una zona de
vecindad con cualquier cosa a condición de crear los medios literarios para
ello, como con el áster según André Dhôtel. Entre los sexos, los géneros o los
reinos, algo pasa. El devenir siempre está «entre»: mujer entre las mujeres, o
animal entre otros animales. Pero el artículo indefinido sólo surge si el
término que hace devenir resulta en sí mismo privado de los caracteres formales
que hacen decir el, la («el animal aquí presente»...). Cuando Le Clézio
deviene–indio, es siempre un indio inacabado, que no sabe «cultivar el maíz ni
tallar una piragua»: más que adquirir unos caracteres formales, entra en una
zona de vecindad. De igual modo, según Kafka, el campeón de natación que no
sabía nadar. Toda escritura comporta un atletismo. Pero, en vez de reconciliar
la literatura con el deporte, o de convertir la literatura en un juego
olímpico, este atletismo se ejerce en la huida y la defección orgánicas: un
deportista en la cama, decía Michaux. Se deviene tanto más animal cuanto que el
animal muere; y, contrariamente a un prejuicio espiritualista, el animal sabe
morir y tiene el sentimiento o el presentimiento correspondiente. La literatura
empieza con la muerte del puerco espín, según Lawrence, o la muerte del topo,
según Kafka: «nuestras pobres patitas rojas extendidas en un gesto de tierna
compasión». Se escribe para los terneros que mueren, decía Moritz. La lengua ha
de esforzarse en alcanzar caminos indirectos femeninos, animales, moleculares,
y todo camino indirecto es un devenir mortal. No hay líneas rectas, ni en las
cosas ni en el lenguaje. La sintaxis es el conjunto de caminos indirectos
creados en cada ocasión para poner de manifiesto la vida en las cosas.
Escribir no es contar los recuerdos,
los viajes, los amores y los lutos, los sueños y las fantasías propios. Sucede
lo mismo cuando se peca por exceso de realidad, o de imaginación: en ambos
casos, el eterno papá y mamá, estructura edípica, se proyecta en lo real o se
introyecta en lo imaginario. Es el padre lo que se va a buscar al final del
viaje, como dentro del sueño, en una concepción infantil de la literatura. Se
escribe para el propio padre–madre. Marthe Robert ha llevado hasta sus últimas
consecuencias esta infantilización, esta psicoanalización de la literatura, al
no dejar al novelista más alternativa que la de Bastardo o de Criatura
abandonada. Ni el propio devenir–animal está a salvo de una reducción edípica,
del tipo «mi gato, mi perro». Como dice Lawrence, «si soy una jirafa, y los
ingleses corrientes que escriben sobre mí son perritos cariñosos y bien
enseñados, a eso se reduce todo, los animales son diferentes... ustedes
detestan instintivamente al animal que yo soy». Por regla general, las
fantasías de la imaginación suelen tratar lo indefinido únicamente como el
disfraz de un pronombre personal o de un posesivo: «están pegando a un niño» se
transforma enseguida en «mi padre me ha pegado». Pero la literatura sigue el
camino inverso, y se plantea únicamente descubriendo bajo las personas
aparentes la potencia de un impersonal que en modo alguno es una generalidad,
sino una singularidad en su expresión más elevada: un hombre, una mujer, un
animal, un vientre, un niño... Las dos primeras personas no sirven de condición
para la enunciación literaria; la literatura sólo empieza cuando nace en
nuestro interior una tercera persona que nos desposee del poder de decir Yo (lo
«neutro» de Blanchot). Indudablemente, los
personajes literarios están perfecta-mente individualizados, y no son
imprecisos ni generales; pero todos sus rasgos individuales los elevan a una
visión que los arrastran a un indefinido en tanto que devenir demasiado
poderoso para ellos: Achab y la visión de Moby Dick. El Avaro no es en modo
alguno un tipo, sino que, a la inversa, sus rasgos individuales (amar a una
joven, etc.) le hacen acceder a una visión, veel oro, de tal forma que empieza
a huir por una línea mágica donde va adquiriendo la potencia de lo indefinido:
un avaro..., algo de oro, más oro... No hay literatura sin tabulación, pero,
como acertó a descubrir Bergson, la tabulación, la función fabuladora, no
consiste en imaginar ni en proyectar un mí mismo. Más bien alcanza esas
visiones, se eleva hasta estos devenires o potencias.
No se escribe con las propias
neurosis. La neurosis, la psicosis no son fragmentos de vida, sino estados en
los que se cae cuando el proceso está interrumpido, impedido, cerrado. La
enfermedad no es proceso, sino detención del proceso, como en el «caso de
Nietzsche». Igualmente, el escritor como tal no está enfermo, sino que más bien
es médico, médico de sí mismo y del mundo. El mundo es el conjunto de síntomas
con los que la enfermedad se confunde con el hombre. La literatura se presenta
entonces como una iniciativa de salud: no forzosamente el escritor cuenta con
una salud de hierro (se produciría en este caso la misma ambigüedad que con el
atletismo), pero goza de una irresistible salud pequeñita producto de lo que ha
visto y oído de las cosas demasiado grandes para él, demasiado fuertes para él,
irrespirables, cuya sucesión le agota, y que le otorgan no obstante unos
devenires que una salud de hierro y dominante haría imposibles. De lo que ha
visto y oído, el escritor regresa con los ojos llorosos y los tímpanos
perforados. ¿Qué salud bastaría para liberar la vida allá donde esté
encarcelada por y en el hombre, por y en los organismos y los géneros? Pues la
salud pequeñita de Spinoza, hasta donde llegara, dando fe hasta el final de una
nueva visión a la cual se va abriendo al pasar.
La salud como literatura, como
escritura, consiste en inventar un pueblo que falta. Es propio de la función
fabuladora inventar un pueblo. No escribimos con los recuerdos propios, salvo que
pretendamos convertirlos en el origen o el destino colectivos de un pueblo
venidero todavía sepultado bajo sus traiciones y renuncias.
La literatura norteamericana tiene
ese poder excepcional de producir escritores que pueden contar sus propios
recuerdos, pero como los de un pueblo universal compuesto por los emigrantes de
todos los países. Thomas Wolfe «plasma por escrito toda América en tanto en
cuanto ésta pueda caber en la experiencia de un único hombre».
Precisamente, no es un pueblo llamado
a dominar el mundo, sino un pueblo menor, eternamente menor, presa de un
devenir–revolucionario. Tal vez sólo exista en los átomos del escritor, pueblo
bastardo, inferior, dominado, en perpetuo devenir, siempre inacabado. Un pueblo
en el que bastardo ya no designa un estado familiar, sino el proceso o la
deriva de las razas. Soy un animal, un negro de raza inferior desde siempre. Es
el devenir del escritor. Kafka para Centroeuropa, Melville para América del
Norte presentan la literatura como la enunciación colectiva de un pueblo menor,
o de todos los pueblos menores, que sólo encuentran su expresión en y a través
del escritor. Pese a que siempre remite a agentes singulares, la literatura es
disposición colectiva de enunciación. La literatura es delirio, pero el delirio
no es asunto del padre– madre: no hay delirio que no pase por los pueblos, las
razas y las tribus, y que no asedie a la historia universal. Todo delirio es
histórico–mundial, «desplazamiento de razas y de continentes». La literatura es
delirio, y en este sentido vive su destino entre dos polos del delirio. El
delirio es una enfermedad, la enfermedad por antonomasia, cada vez que erige
una raza supuestamente pura y dominante. Pero es el modelo de salud cuando
invoca esa raza bastarda oprimida que se agita sin cesar bajo las dominaciones,
que resiste a todo lo que la aplasta o la aprisiona, y se perfila en la
literatura como proceso. Una vez más así, un estado enfermizo corre el peligro
de interrumpir el proceso o devenir; y nos encontramos con la misma ambigüedad
que en el caso de la salud y el atletismo, el peligro constante de que un
delirio de dominación se mezcle con el delirio bastardo, y acabe arrastrando a
la literatura hacia un fascismo larvado, la enfermedad contra la que está
luchando, aun a costa de diagnosticarla dentro de sí misma y de luchar contra
sí misma. Objetivo último de la literatura: poner de manifiesto en el delirio
esta creación de una salud, o esta invención de un pueblo, es decir una
posibilidad de vida. Escribir por ese pueblo que falta («por» significa menos
«en lugar de» que «con la intención de»).
Lo que hace la literatura en la
lengua es más manifiesto: como dice Proust, traza en ella precisamente una
especie de lengua extranjera, que no es otra lengua, ni un habla regional
recuperada, sino un devenir–otro de la lengua, una disminución de esa lengua
mayor, un delirio que se impone, una línea mágica que escapa del sistema
dominante. Kafka pone en boca del campeón de natación: hablo la misma lengua
que usted, y no obstante no comprendo ni una palabra de lo que está usted
diciendo. Creación sintáctica, estilo, así es ese devenir de la lengua: no hay
creación de palabras, no hay neologismos que valgan al margen de los efectos de
sintaxis dentro de los cuales se desarrollan. Así, la literatura presenta ya
dos aspectos, en la medida en que lleva a cabo una descomposición o una
destrucción de la lengua materna, pero también la invención de una nueva lengua
dentro de la lengua mediante la creación de sintaxis. «La única manera de defender
la lengua es atacarla... Cada escritor está obligado a hacerse su propia
lengua...» Diríase que la lengua es presa de un delirio que la obliga
precisamente a salir de sus propios surcos. En cuanto al tercer aspecto, deriva
de que una lengua extranjera no puede labrarse en la lengua misma sin que todo
el lenguaje a su vez bascule, se encuentre llevado al límite, a un afuera o a
un envés consistente en Visiones y Audiciones que ya no pertenecen a ninguna
lengua. Estas visiones no son fantasías, sino auténticas Ideas que el escritor
ve y oye en los intersticios del lenguaje, en las desviaciones de lenguaje. No
son interrupciones del proceso, sino su lado externo. El escritor como vidente
y oyente, meta de la literatura: el paso de la vida al lenguaje es lo que
constituye las Ideas.
Estos son los tres aspectos que
perpetuamente están en movimiento en Artaud: la omisión de letras en la
descomposición del lenguaje materno (R, T...); su recuperación en una sintaxis
nueva o unos nombres nuevos con proyección sintáctica, creadores de una lengua
(«eTReTé»); las palabras–soplos por último, límite asintáctico hacia el que
tiende todo el lenguaje. Y Céline, no podemos evitar decirlo, por muy sumario
que nos parezca: el Viaje o la descomposición de la lengua materna; Muerte a
crédito y la nueva sintaxis como lengua dentro de la lengua; Guignol's Bandy
las exclamaciones suspendidas como límite del lenguaje, visiones y sonoridades
explosivas. Para escribir, tal vez haga falta que la lengua materna sea odiosa,
pero de tal modo que una creación sintáctica trace en ella una especie de
lengua extranjera, y que el lenguaje en su totalidad revele su aspecto externo,
más allá de la sintaxis. Sucede a veces que se felicita a un escritor, pero él
sabe perfectamente que anda muy lejos de haber alcanzado el límite que se había
propuesto y que incesantemente se zafa, lejos aún de haber concluido su
devenir. Escribir también es devenir otra cosa que escritor. A aquellos que le
preguntan en qué consiste la escritura, Virginia Woolf responde: ¿Quién habla
de escribir? El escritor no, lo que le preocupa a él es otra cosa.
Si consideramos estos criterios,
vemos que, entre aquellos que hacen libros con pretensiones literarias, incluso
entre los locos, muy pocos pueden llamarse escritores.
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