Revista Nos Disparan desde el Campanario Año IV Nro. 54 SOCIOLOGÍA… El miedo en la sociedad actual… por Zygmunt Bauman
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"Vivir a crédito tiene sus placeres
utilitaristas: ¿por qué retrasar la gratificación? ¿Por qué esperar si podemos
saborear aquí y ahora nuestra dicha futura? Sí, lo admitimos: el futuro está
fuera de nuestro control. Pero la tarjeta de crédito deposita mágicamente en
nuestro regazo ese futuro que, de otro modo, tan irritantemente escurridizo nos
resulta. Podemos, por así decirlo, consumir el futuro por adelantado, siempre
que quede algo por consumir"
El miedo es un sentimiento que conocen todas
las criaturas vivas. Los seres humanos comparten esa experiencia con los
animales. Los estudiosos del comportamiento de estos últimos han descrito con
gran lujo de detalles el abundante repertorio de respuestas que manifiestan
ante la presencia inmediata de una amenaza que ponga en peligro su vida, y que,
como en el caso de los humanos cuando se enfrentan a una amenaza, oscilan
básicamente entre las opciones alternativas de la huida y la agresión. Pero los
seres humanos conocen, además, un sentimiento adicional: una especie de temor
de «segundo grado», un miedo —por así decirlo— «reciclado» social y cultural
mente, o (como lo denominó Hugues Lagrange en su estudio fundamental sobre el
miedo) un «miedo derivativo» que orienta su conducta (tras haber
reformado su percepción del mundo y las expectativas que guían su elección de
comportamientos) tanto si hay una amenaza inmediatamente presente como si no.
Podemos considerar ese miedo secundario como el sedimento de una experiencia
pasada de confrontación directa con la amenaza: un sedimento que sobrevive a
aquel encuentro y que se convierte en un factor importante de conformación de
la conducta humana aun cuando ya no exista amenaza directa alguna para la vida
o la integridad de la persona.
Se ha comentado extensamente, por ejemplo, que
el opinar que «el mundo exterior» es un lugar peligroso que conviene evitar es
más habitual entre personas que rara vez (o nunca) salen por la noche, momento
en el que los peligros parecen tornarse más terroríficos. Y no hay modo de
saber si esas personas evitan salir de casa por la sensación de peligro que les
invade o si tienen miedo de los peligros implícitos que acechan en la oscuridad
de la calle, en el exterior, porque, al faltarles la práctica, han perdido la
capacidad (generadora de confianza) de afrontar la presencia de una amenaza, o
porque, careciendo de experiencias personales directas de amenaza, tienden a
dejar volar su imaginación, ya de por sí afectada por el miedo.
Los peligros que se temen (y, por tanto,
también los miedos derivativos que aquellos despiertan) pueden ser de tres
clases. Los hay que amenazan el cuerpo y las propiedades de la persona. Otros
tienen una naturaleza más general y amenazan la duración y la fiabilidad del
orden social del que depende la seguridad del medio de vida (la renta, el
empleo) o la supervivencia (en el caso de invalidez o de vejez). Y luego están
aquellos peligros que amenazan el lugar de la persona en el mundo: su posición
en la jerarquía social, su identidad (de clase, de género, étnica, religiosa)
y, en líneas generales, su inmunidad a la degradación y la exclusión sociales.
Numerosos estudios muestran, sin embargo, que el «miedo derivativo» es fácilmente
«disociado» en la conciencia de quienes lo padecen de los peligros que lo
causan. Las personas en las que el miedo derivativo infunde el sentimiento de
la inseguridad y la vulnerabilidad pueden interpretar ese miedo en relación con
cualquiera de los tres tipos de peligro mencionados, con independencia de (y, a
menudo, en claro desafío a) las pruebas de las contribuciones y la
responsabilidad relativas de cada uno de ellos. Las reacciones defensivas o
agresivas resultantes destinadas a atenuar el temor pueden ser entonces
separadas de los peligros realmente responsables de la presunción de
inseguridad. Así, por ejemplo, el Estado, habiendo fundado su razón de ser y su
pretensión de obediencia ciudadana en la promesa de proteger a sus súbditos
frente a las amenazas a la existencia (de dichos súbditos), pero incapaz de
seguir cumpliendo su promesa (sobre todo, la de defenderlos frente a los
peligros del segundo y el tercer tipo) —o responsablemente capaz de reafirmarse
en ella aun a la vista del rápido proceso globalizador de unos mercados cada
vez más extraterritoriales—, se ve obligado a desplazar el énfasis de la
«protección» desde los peligros para la seguridad social hacia los peligros
para la seguridad personal. Aplica, entonces, el «principio de subsidiariedad»
a la batalla contra los temores y la delega en el ámbito de la «política de la
vida» operada y administrada a nivel individual, y, al mismo tiempo,
«externaliza» en los mercados de consumo el suministro de las armas necesarias
para esa batalla. Más temible resulta la omnipresencia de los miedos; pueden
filtrarse por cualquier recoveco o rendija de nuestros hogares y de nuestro
planeta. Pueden manar de la oscuridad de las calles o de los destellos de las
pantallas de televisión; de nuestros dormitorios y de nuestras cocinas; de
nuestros lugares de trabajo y del vagón de metro en el que nos desplazamos
hasta ellos o en el que regresamos a nuestros hogares desde ellos; de las
personas con las que nos encontramos y de aquellas que nos pasan inadvertidas;
de algo que hemos ingerido y de algo con lo que nuestros cuerpos hayan tenido
contacto; de lo que llamamos «naturaleza» (proclive, como seguramente nunca
antes en nuestro recuerdo, a devastar nuestros hogares y nuestros lugares de
trabajo, y fuente de amenaza continua de destrucción de nuestros cuerpos por
medio de la actual proliferación de terremotos, inundaciones, huracanes,
deslizamientos de tierras, sequías u olas de calor); o de otras personas
(propensas, como seguramente nunca antes en nuestro recuerdo, a devastar
nuestros hogares y nuestros lugares de trabajo, y fuente de amenaza continua de
destrucción de nuestros cuerpos por medio de la súbita abundancia actual de
atrocidades terroristas, crímenes violentos, agresiones sexuales, alimentos envenenados
y agua y aire contaminados).
Existe también una tercera zona (la más
terrorífica de todas, quizás): una zona gris, insensibilizadora e irritante al
mismo tiempo, para la que todavía no tenemos nombre y de la que manan miedos
cada vez más densos y siniestros que amenazan con destruir nuestros hogares,
nuestros lugares de trabajo y nuestros cuerpos por medio de desastres diversos
(desastres naturales, aunque no del todo; humanos, aunque no por completo;
naturales y humanos a la vez, aunque diferentes tanto de los primeros como de
los segundos). Una zona de la que se ha hecho cargo algún aprendiz de brujo
excesivamente ambicioso, bien que también desafortunado y propenso a los
accidentes y las calamidades, o un genio malicioso al que alguien ha dejado
salir imprudentemente de la botella. Una zona en la que las redes de energía se
averian, los pozos petrolíferos se secan, caen las Bolsas, desaparecen empresas
poderosas y, junto a ellas, decenas y decenas de servicios que solíamos dar por
sentados y miles y miles de puestos de trabajo que solíamos creer estables; una
zona en la que grandes aviones comerciales se estrellan con sus mil y un
dispositivos de seguridad arrastrando en su caída a centenares de pasajeros, en
la que los caprichos del mercado desposeen de todo valor a los bienes más
preciosos y codiciados, y en la que se cuecen (¿o, quizá, se maquinan?) toda
clase de catástrofes imaginables e inimaginables, listas para arrollar tanto a
los prudentes como a los imprudentes. Día tras día, nos damos cuenta de que el
inventario de peligros del que disponemos dista mucho de ser completo: nuevos
peligros se descubren y se anuncian casi a diario y no se sabe cuántos más (y
de qué clase) habrán logrado eludir nuestra atención (¡y la de los expertos!) y
se preparan ahora para golpearnos sin avisar. Por otra parte, son muchos más
los golpes que siguen anunciándose como inminentes que los que llegan
finalmente a golpear, por lo que siempre esperamos que el que se anuncia en ese
momento nos pase de largo. ¿Acaso conocemos a alguien cuyo ordenador haya
quedado inservible por culpa del siniestro «efecto 2000»? ¿Con cuántas personas
nos hemos encontrado que hayan caído enfermas víctimas de los ácaros de la
moqueta? ¿Cuántos de nuestros amigos han muerto del mal de las vacas locas?
¿Cuántos de nuestros conocidos han enfermado o han sufrido alguna discapacidad
por culpa de los alimentos transgénicos? ¿Quién entre nuestros vecinos y
amistades ha sido agredido y mutilado por los traicioneros y siniestros
«solicitantes de asilo»? Los pánicos vienen y van, y por espantosos que sean,
siempre es posible presuponer con toda seguridad que compartirán la suerte de
todos los demás. Vivimos a crédito: ninguna generación pasada ha estado tan
fuertemente endeudada como la nuestra, tanto individual como colectivamente (la
misión de los presupuestos estatales solía ser la de equilibrar las cuentas;
hoy en día, los «buenos presupuestos» son aquellos que mantienen el exceso de
gasto con respecto a los ingresos al mismo nivel que el del año precedente).
Vivir a crédito tiene sus placeres utilitaristas: ¿por qué retrasar la
gratificación? ¿Por qué esperar si podemos saborear aquí y ahora nuestra dicha
futura? Sí, lo admitimos: el futuro está fuera de nuestro control. Pero la
tarjeta de crédito deposita mágicamente en nuestro regazo ese futuro que, de
otro modo, tan irritantemente escurridizo nos resulta. Podemos, por así
decirlo, consumir el futuro por adelantado, siempre que quede algo por
consumir… Esa parece ser la atracción latente de vivir a crédito; su beneficio
manifiesto, a juzgar por la publicidad, es puramente utilitarista: dar placer.
Y si el futuro que se nos prepara es tan desagradable como sospechamos, podemos
consumirlo ahora, cuando aún está fresco y conserva impecables todas sus
propiedades, y antes de que nos castigue el desastre y de que el futuro mismo
tenga la posibilidad de mostrarnos lo horrible que ese desastre puede llegar a
ser. (Si nos paramos a pensarlo, es lo mismo que hacían los caníbales de
antaño, que consideraban que engullir a sus enemigos era el modo más seguro de
poner fin a las amenazas que estos traían consigo: un enemigo consumido,
digerido y excretado ya no podía asustarles. Por desgracia, sin embargo, no es
posible comerse a todos los enemigos. Cuantos más de ellos son devorados, más
parecen engrosarse sus filas en lugar de disminuir).
Los medios de comunicación son mensajes. Las
tarjetas de crédito son también mensajes. Del mismo modo que las libretas de
ahorro implican certeza para el futuro, lo que un futuro incierto pide a gritos
son tarjetas de crédito. Las libretas de ahorros crecen y se nutren sobre la
base de un futuro en el que se puede confiar: un futuro al que estamos seguros
que llegaremos y que, una vez en él, no encontraremos muy distinto del presente;
un futuro que esperamos que valore lo mismo que hoy valoramos y que, por
consiguiente, respete los ahorros acumulados en el pasado y recompense a sus
poseedores. Las libretas de ahorros prosperan también sobre la
esperanza/expectativa/seguridad de que, gracias a la continuidad entre el ahora
y el «entonces», lo que se haga hoy, en el momento presente, prevendrá el
«entonces» y asegurará el futuro antes de que este llegue; lo que hagamos ahora
«surtirá efecto», determinará la forma del futuro. Las tarjetas de crédito y
las deudas que dichos instrumentos financieros alivian espantarían a los
pusilánimes y, en cualquier caso, no dejarían de ser una molestia incluso para
aquellos de nosotros de carácter más arriesgado. Si no lo son, es gracias a
nuestra sospecha de la existencia de una discontinuidad: tenemos la premonición
dé que él futuro que llegue (si es que llega y si cada uno de nosotros,
individualmente, sigue ahí para verlo) será diferente del presente que
conocemos, aunque sea imposible saber de qué modo y en qué medida. ¿Respetará,
transcurridos unos años, los sacrificios que hayamos realizado por su causa en
la actualidad? ¿Recompensará los esfuerzos invertidos en asegurarnos su
benevolencia? ¿O quizás actuará justo en el sentido contrario y acabará
convirtiendo el haber de hoy en el debe de mañana, y los cargamentos preciosos
del presente en enojosas cargas venideras? Ni lo sabemos ni lo podemos saber, y
de poco sirve esforzarse por blindar lo incognoscible. Los miedos que emanan
del síndrome Titanic son miedo a un colapso o a una catástrofe que se abata
sobre todos nosotros y nos golpee ciega e indiscriminadamente, al azar y sin
ton ni son, y que encuentre a todo el mundo desprevenido y sin defensas.
Existen, no obstante, otros temores no menos horrendos (incluso más si cabe):
el temor a ser separado en solitario (o como parte de un grupo reducido) de la
gozosa multitud y a ser condenado a sufrir igualmente en solitario mientras los
demás prosiguen con su jolgorio y sus fiestas. El temor a una catástrofe
personal. El temor a ser un blanco seleccionado y marcado para el padecimiento
de una condena personal. El temor a ser arrojado del interior de un vehículo (o
por la borda de un barco) que no cesa de acelerar, mientras el resto de
viajeros —con sus cinturones de seguridad bien abrochados— no dejan de
disfrutar cada vez más del viaje. El temor a quedarse atrás. El temor a la
exclusión.
Como constancia de que tales miedos no son en
absoluto imaginarios podemos aceptar la destacada autoridad de los medios de
comunicación actuales, representantes visibles y tangibles de una realidad
imposible de ver o tocar sin su ayuda. Los programas de «telerrealidad»,
versiones modernas líquidas de las antiguas «obras morales», dan fe a diario de
la escabrosa realidad de esos temores. Como su mismo nombre sugiere (un nombre
que su audiencia no ha cuestionado en ningún momento y que sólo se han atrevido
a criticar unos pocos pedantes mojigatos), lo que en ellos se muestra es real
y, lo que es aún más importante, lo «real» es lo que aparece en ellos. Y lo que
muestran es que la realidad se reduce a la exclusión como castigo inevitable y
a la lucha por combatirla. Los reality shows no necesitan recalcar ese mensaje:
la mayoría de sus espectadores ya conocen esa verdad; es precisamente su
arraigada familiaridad con ella la que los atrae en masa frente a los
televisores. Curiosamente, tendemos a sentirnos agradablemente reconfortados
cuando escuchamos canciones que ya conocemos de memoria. Y tendemos a creer lo
que vemos mucho más fácilmente que a fiarnos de lo que oímos. Pensemos en la
diferencia entre los «testigos oculares» y quienes solamente hablan «de oídas»
(¿acaso han oído hablar alguna vez de «testigos auditivos» contrapuestos a
personas que hablen solamente «de vista»?). Las imágenes son mucho más «reales»
que la palabra impresa o hablada. Las historias que esta última narra nos
ocultan al narrador, «a la persona que puede estar mintiéndonos» y, por lo
tanto, desinformándonos. A diferencia de los intermediarios humanos, las
cámaras (o, al menos, así se nos ha enseñado a creer) «no mienten», sino que
«dicen la verdad».
La sensación de impotencia —la repercusión más
temible del miedo— no reside, sin embargo, en las amenazas percibidas o
adivinadas en sí, sino en el amplio (bien que tristemente desocupado) espacio
que se extiende entre las amenazas de las que emanan esos miedos y nuestras
respuestas (las que están a nuestro alcance y/o consideramos realistas).
Nuestros miedos «tampoco cuadran» en otro sentido: los temores que acosan a
muchas personas pueden ser asombrosamente parecidos a los de otras, pero se
supone que han de ser combatidos individualmente: cada uno de nosotros ha de
usar sus propios recursos (que, en la mayoría de casos, son del todo
inadecuados). En la mayoría de los casos, no nos resulta inmediatamente obvio
en qué saldría ganando nuestra defensa si uniéramos todos nuestros recursos y
buscáramos modos de dar a todos los que sufren una oportunidad equitativa de
liberarse del miedo. Aún empeora más las cosas el hecho de que, incluso cuando
(si) se argumenta convincentemente que la lucha conjunta arroja beneficios para
todos los que luchan, sigue sin responderse a la pregunta de cómo reunir y
mantener unidos a esos luchadores solitarios, Las condiciones de la sociedad
individualizada son hostiles a la acción solidaria; inciden negativamente en la
posibilidad de ver el bosque que se oculta tras los árboles. Además, los viejos
bosques que antaño constituían imágenes familiares y fácilmente reconocibles han
sido diezmados y no es probable que se instalen otros nuevos desde el momento
en que se ha procedido a subvencionar los terrenos de cultivo de los pequeños
agricultores individuales. La sociedad individualizada está marcada por la
dilapidación de los vínculos sociales, el cimiento mismo de la acción
solidaria. También destaca por su resistencia a una solidaridad que podría
hacer duraderos (y fiables) esos vínculos sociales.
De la eternidad virtual
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"Es estéril y peligroso creer que uno
domina el mundo entero gracias a Internet cuando no se tiene la cultura
suficiente que permite filtrar la información buena de la mala". Un
autobús procedente de Tokio descargó a un gran grupo de jóvenes en una playa de
Atami, una pequeña localidad turística costera y lugar de encuentro durante los
fines de semana para los buscadores de aventuras eróticas de la capital: eso es
lo que nos cuenta la edición de hoy de Yahoo! News. Hasta allí llegan de Tokio
varios autobuses al día, así que ¿por qué uno de ellos mereció que le dedicaran
un espacio en un boletín informativo en línea tan leído como ese? Ese autobús
en particular trasladaba hasta Atami al primer contingente de jugadores del
nuevo juego Love+ para Nintendo, ese vehículo en concreto era la golondrina que
anunciaba una larga y rentable primavera para los restauradores y los hoteleros
de Atami. Los jóvenes que se apearon de aquel autobús, a diferencia de
otros pasajeros habituales, no prestaron atención a las chicas que, ligeras de
ropa, «retozaban insinuantes sobre la arena». Aferrados a las cámaras de sus
teléfonos inteligentes o smartphones (que iban equipados con software de «realidad
aumentada»), prefirieron dirigirse a toda prisa hacia el auténtico objeto de su
deseo, lo verdaderamente importante: las novias virtuales, cifradas en un
pequeño código de barras adherido al pedestal de la escultura de una pareja de
enamorados. El software introducido en los teléfonos inteligentes de los chicos
les permitía «descifrar» a partir de ese código a la chica (única y exclusiva)
de sus sueños virtuales, llevarla de paseo, entretenerla, conquistarla y
ganarse su favor siguiendo simplemente las claras e inequívocas reglas
especificadas en las instrucciones interactivas en pantalla («con resultados
garantizados o le devolvemos su dinero»). Incluso pueden pasar una noche de
hotel juntos: besar es una práctica permitida y hasta alentada, aunque, desafortunadamente,
el sexo está prohibido de momento; hay aún ciertos límites que ni siquiera la
tecnología más avanzada ha sido capaz de cruzar. Podemos apostar, sin embargo,
a que los «tecnogenios» habrán logrado romper ese límite (como tantos otros en
el pasado) para cuando haya llegado la fecha de lanzamiento de Love++ o
Love2.
En ‹dbtechno.com›, uno de esos sitios web
dedicados a los contenidos tecnológicos serios, donde andan convencidos de que
el fin de la tecnología es la satisfacción de necesidades y demandas humanas,
no salen de su (muy favorable) asombro: «Love+ es un nuevo juego dedicado al
hombre que no lleva bien lo de tener una mujer real en su vida, y en Japón ha
triunfado a lo grande», se puede leer allí. En lo que respecta a los servicios
ofrecidos, los redactores del sitio se muestran esperanzados: «Para esos
hombres que no quieren soportar a una mujer en su vida, la novia virtual tal
vez sea la solución».
Otro «nicho de necesidades» que está pidiendo
a gritos ser ocupado por algo o por alguien es el detectado por
‹creamglobal.com›: «Toda una generación que creció con los tamagotchi»
(juguetes que, por desgracia, ya no están de moda y, por consiguiente, están
fuera del mercado) ha desarrollado un «hábito cuidador», una especie de
adicción por el cuidado (virtual) de seres (virtuales que están virtualmente)
vivos, un hábito que ya no son capaces de satisfacer porque no poseen los
artilugios tecnológicos apropiados para darle salida. Necesitan un nuevo
aparatito con el que practicar ese artificioso hábito y, a ser posible, de una
forma más excitante y placentera (durante un tiempo, al menos). Pero gracias a
Love+, se acabaron las preocupaciones: «Para quedarse con la novia, el jugador
debe tocar la pantalla táctil de la DS con el lápiz de la consola y así podrán
pasear de la mano hasta la escuela, tontear, enviarse mensajes de texto e,
incluso, citarse en el patio del recreo para darse un besito a media tarde. Por
medio del micrófono incorporado, el jugador incluso puede mantener
conversaciones cariñosas, aunque triviales». Nota: la inserción de la
conjunción «aunque» no indica necesariamente una lamentación; recordemos que
los tamagotchi no consiguieron convertir la conversación en general (y menos
aún la no tan trivial) en un hábito. En ‹ChicagoNow.com›, Jenina Nunez se
pregunta: «En la era de las citas y la realidad virtual, ¿tan solitarios nos
hemos vuelto (y tanto hemos renunciado al amor real, el humano) que estamos
dispuestos a cortejar la imagen de la compañera o el compañero perfecto?». Y ella
misma aventura una hipótesis en respuesta a esa pregunta: «Empiezo a pensar que
Love+, que parece eliminar la necesidad de compañero humano alguno, es un
ejemplo claro de hasta dónde está dispuesta a llegar la gente para no sentirse
sola…». La suposición sobre la que se sostiene esa respuesta (y que Jenina
Nunez, por desgracia, no hizo explícita ni desarrolló) da justo en el clavo.
Sí, la revolución que el juego más reciente de Nintendo augura (y que es el
secreto de su éxito comercial instantáneo) es la eliminación por completo del
compañero humano del juego de las relaciones interpersonales. Aunque se trate
de algo muy del estilo de la cerveza sin alcohol, la mantequilla desnatada o
los alimentos sin calorías, no deja de ser un fenómeno que, hasta el momento,
sólo se había intentado aplicar de manera cobarde y furtiva o con un estilo
torpe, primitivo y poco evolucionado, a lo que para los «cerebritos» y los
vendedores de tecnología es el reto supremo y el equivalente más aproximado a
la cuadratura del círculo: el ámbito de los lazos, las colaboraciones, las
amistades y los amores humanos…
Este juego Love+ es una ambiciosa novedad. Al
suministrar sustitutos virtuales (léase asépticos, libres de «ataduras»,
efectos secundarios, «consecuencias imprevistas» y temores a un secuestro de la
libertad futura), apunta a lo más alto: al futuro en sí. Ofrece la eternidad en
un consumo instantáneo, en el acto. Ofrece una vía para mantener la eternidad a
raya y bajo control, así como para detenerla en el momento en que deja de ser
agradable y deseada. Ofrece «amor eterno» para empaparse de él y disfrutarlo «a
tope» en un breve viaje de autobús hasta Atami y sin necesidad de llevárselo de
vuelta a casa. En palabras de Naoyuki Sakazaki, un hombre de cuarenta y tantos
años, «Love Plus es divertido porque la relación prosigue para siempre» (la
cursiva es mía). Pero bien debía de saberlo él: la campaña de Love+ en Atami
comenzó el 10 de julio y había concluido ya para finales de agosto… De un
logro de esta clase sólo existe, que yo sepa, un precedente conocido, si bien
es cierto que apócrifo e indemostrable. El emperador mogol, el sah Jahan,
estaba tan profundamente enamorado de su tercera esposa, Mumtaz Mahal, que, a
la muerte de esta, hizo llamar a los más grandes arquitectos de su época para
contratar sus servicios y pasó veintiún años supervisando la construcción de un
monumento digno del encanto y la belleza de su amada en torno al féretro de
esta: el Taj («corona de edificios») de Mahal. Cuando se hubo grabado el último
de los frisos y pulido la ornamentación final, se dice que el sah Jahan pasó
inspección a aquella obra maestra y sintió por fin calmada su añoranza amorosa
y saciada su nostalgia por aquel amor perdido. Sin embargo, en aquel
momento, una cosa estropeó su deleite (algo que distorsionaba groseramente la
armonía y la elegancia de la suprema composición que había ordenado construir):
se trataba de la visión de cierto extraño cajón con forma de ataúd ubicado en
el centro. Conviene que entendamos que, sólo cuando ordenó que retiraran
aquella caja de allí, terminó por coronarse de forma auténtica y absolutamente
última y definitiva el romance Jahan y Mumtaz…
Me vino muy bien el articulo porque estuve -y estoy- pensando mucho en varios tópicos desarrollados in extenso, por ejemplo el tema del miedo. Me sorprendió que no pusiera el ejemplo de la reciente pandemia. En realidad la salida de ella justamente se logró nó por la salida individual sino por el entramado social y colectivo, pero reconozco que el sustrato ideológico de esta sociedad contemporanea esta cimentado y apoyado en el remedio individual y "meritocrático".
ResponderEliminarEl articulo es anterior a la pandemia. El maestro Bauman muere en el 2017. Aún sus ensayos tienen enorme influencia en el campo de la sociología contemporánea... Saludos
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