Revista Nos Disparan desde el Campanario Año IV Nro. 53 RELATO POLÍTICO: El Peluquero Vendrá, último día en la vida de León Trotski… de Guillermo Martínez
Cuento incluido en el libro Una
Felicidad Repulsiva
Es de mañana y el hombre de bata
azul, al que ahora todos llaman el Viejo, acaba de pasar casi una hora en el
corral, alimentando a los conejos. Sale al jardín, donde está su esposa entre
las plantas, y se agacha a su lado, frente a un cactus recién trasplantado. Un
mechón de pelo lacio y gris le cae sobre los lentes. Tiene los dedos sucios y
trata de quitárselo, molesto, con el dorso de la mano, pero el mechón vuelve a
caer. Voy a necesitar un peluquero, dice, y conversan por un momento sobre el
asunto. Los dos coinciden en que es peligroso salir. No pasaron tres meses del
ataque a la casa, y todavía están a la vista, en las paredes de adobe del
dormitorio y en los postigos blindados de las ventanas, los abanicos de
agujeros que dejaron las balas. La organización, aún desperdigada, alcanzó a
reunir en este tiempo el dinero para fortificar la quinta. Levantaron la pared
externa, construyeron un refugio con techo de cemento armado, cambiaron el
portón de madera por puertas de acero con alarma eléctrica, erigieron tres
nuevas torretas para dominar las calles laterales. Todavía, entre las torres,
tendieron alambres de púas y redes flexibles para rechazar granadas. El
gobierno de ese país caluroso y exótico, el único que aceptó recibirlos,
avergonzado por el ataque, triplicó el número de guardias. Y aun así, él sabe
que está condenado. Soy un militar, contestó a un diario hace poco, y puedo
observar que todas las cartas están en mi contra. Sabe, también, que es el
último de los históricos: a todos los demás ya los han alcanzado. Está solo,
escribe su mujer, y caminamos por este jardín tropical rodeados de fantasmas
con la frente agujereada. La casa es ahora una fortaleza, sí, pero toda
fortaleza es al mismo tiempo una prisión. Ya no pueden pensar en salir. No te preocupes,
dice la mujer, yo lo voy a arreglar: el peluquero vendrá.
El hombre entra en la casa y se dirige por un pasillo hacia la segunda prisión,
más íntima, que es su estudio. Como parte de la rutina, entreabre al pasar la
puerta del cuarto donde duerme su nieto y espera hasta que ve alzarse su pecho
con la respiración. Una de las balas lo hirió en un pie durante el ataque, pero
ya pasaron las noches de pesadillas y ahora duerme otra vez hasta tarde,
protegido en el sueño y la infancia. Sieva es lo único que les queda vivo de
sus hijos. Los tres, uno tras otro: muertos, muertos, muertos, ya forman parte
también de la fila de fantasmas.
En su escritorio lo espera la pila de periódicos, su máquina de escribir, los
quevedos para leer y los recortes subrayados: debe preparar las notas para el
artículo que dictará a la tarde, sobre la movilización de tropas
norteamericanas. Sólo se interrumpe para el almuerzo: despide a Sieva, que va a
la escuela, y le pregunta a su mujer si pudo llamar al peluquero. Ella asiente:
el peluquero vendrá, en algún momento de la tarde.
Segunda sesión de trabajo después del almuerzo. Ahora está sumergido en lo que
-espera- será su libro definitivo, el documento detallado de la gran historia,
su denuncia final. Pasan lentamente las horas. Un poco después de las cinco le
avisan desde la entrada que tiene una visita. ¿Es el peluquero? No: es Jacson
Mornard, el novio de su secretaria. Aquella visita es imprevista, pero sale al
jardín para recibirlo. Es agosto, la época de las lluvias, y Jacson aparece con
un impermeable doblado sobre el brazo. Es la primera vez que lo ve a solas. Su
secretaria lo introdujo no hace mucho al grupo y a todos les resulta
encantador: le regaló a Sieva un avioncito que planea, los lleva y trae en su
enorme Buick, y aunque al principio sólo parecía interesado en los deportes y
los autos, de a poco se fue acercando al movimiento. Viene a despedirse, está
por viajar a Nueva York, y le trae una pequeña sorpresa: el primer artículo
político que ha escrito, contra la teoría del "tercer campo". ¿Sería
tan amable de darle una mirada?
Los dos entran al estudio, y el Viejo se instala en su sillón. Muy cerca está
el dictáfono, con los rollos impresos, y abandonada junto a los rollos, su
automática calibre 25. En el cajón de la mesa guarda otro revólver, un Colt 38.
Las dos armas están cargadas, con seis tiros. El Viejo se ajusta los lentes y
se inclina para leer la primera página. Jacson se aproxima a su lado, como si
quisiera seguir la lectura sobre su hombro. El Viejo no alcanza a ver el giro
del brazo pero escucha el ruido horroroso del golpe que abre su cabeza y siente
la punta cruel de hierro que penetra en su cráneo. Uno de los custodios escucha
un gemido espantoso, largo, mitad grito y mitad llanto. El Viejo trata de
luchar con Jacson y la sangre que mana de su cabeza empieza a manchar su bata
azul. Llegan los guardas y golpean a Jacson hasta destrozarle la cara. El Viejo
queda tirado en el suelo. También caído, junto al escritorio, ve el pico de
albañil, el piolet de hierro con el que Jacson acaba de atacarlo. Su esposa
acude, desesperada, y trata como puede de contener la sangre mientras llega la
ambulancia. Aparece Sieva, que vuelve de la escuela, y se asoma al estudio. El
Viejo, con un susurro, pide que lo aparten. Llega por fin una ambulancia, que
lo lleva a través de la ciudad, con las sirenas aullantes, hasta el hospital.
El brazo izquierdo del Viejo está paralizado y su brazo derecho hace un extraño
movimiento reflejo circular, sin poder detenerse. Cómo estás, le pregunta su
mujer, aterrada. "Mejor, mejor." Lo depositan en una camilla y
empiezan los preparativos para una trepanación de urgencia. Una enfermera se
acerca con unas tijeras y le corta por detrás los primeros mechones grises, que
caen ensangrentados sobre la camilla. El Viejo mira a su mujer con una sonrisa
triste. Llegó el peluquero, murmura.
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