Revista Nos Disparan desde el Campanario Año IV Nro. 53 ... RELATO La Chica del Adiós... de Santiago Becerra
Hacia dos semanas que padre e hija habían planificado su cita. No existía motivo específico, solo la necesidad de estar juntos. Una película en algún cine de la calle Lavalle y luego ir a comer sándwiches de miga en La Escalerita, lugar que se destacaba por especializarse en la materia, para finalizar la velada en Tío Carlos, emblemático bar de dos plantas el cual sostenía su prestigio gracias a una original carta de copas heladas y tragos artesanales, sitio emplazado sobre la calle Suipacha, de manera que el regresó se daría bien pasada la medianoche, cuestión que Lucía, esposa y madre, conocía con la debida antelación.
Casi siempre sus salidas las hacían en familia, en esta ocasión Marcela estimó que estar a solas con su padre y disfrutarlo con exclusividad era una asignatura que se debía y le debía desde el momento de su ingreso a la adolescencia. Hacía pocos días había cumplido los dieciséis y estaba deseosa por estrenar el nutrido vestuario recibido como regalo.
Aún no tenía novio más allá de que le sobraran pretendientes, no se
sentía cómoda con los chicos, por lo menos con aquellos amigos y compinches a
los cuales frecuentaba. Acaso Lucas, su compañero de banco en el bachillerato
público era el más pintón, confiable y amable, pero aun así prefería seguir
manteniendo su libertad.
Franco, atento a la edad y a la sensibilidad
de su hija, escogió para la velada el film La Chica del Adiós, película que se presentaba en el cine Trocadero, sacando
desde luego entradas con anticipación. Se trataba de una comedia dramática, romántica, de
reciente estreno en la cartelera nacional y de mucho éxito a nivel
internacional, de hecho durante el año anterior estuvo nominada en todos los grandes
festivales cinematográficos del mundo.
Corría abril de 1978. Franco, a sus
38 años, de burguesa y solidaria heráldica, siendo docente universitario del
primer año en Ciencias Económicas, tenía un buen manejo del ritmo adolescente y
de alguna manera se sentía navegar con ellos sobre aguas comunes. Lo cierto es
que gracias a su lenguaje como a su ausencia de etiqueta y formalismo era usualmente percibido como uno más cuando los eventos y reuniones dentro de los
claustros universitarios. Por supuesto que estaba al tanto de todo lo que
sucedía en el País, varios de sus amigos y compañeros más radicalizados habían sufrido el horror
que como formato social estaba instalado desde hacía dos años. De algunos no
supo más, sobre otros conocía de sus exilios, su preservación por la familia
siempre estuvo por encima de sus fuertes concepciones humanistas e ideales políticos, por eso y más allá de alguna endeble requisa en la universidad junto
al resto de los docentes nunca fue molestado en su hogar, para el caso lo tenía
a Joaquín, su compadre, vecino, amigo de toda la vida, testigo de casamiento, oficial de exitosa carrera dentro del ejército y padrino de Marcela.
De todas maneras sus prevenciones
estaban en la agenda diaria teniendo la joven un estricto protocolo de acción
por si alguna fuerza regular o paralela detenían a su padre o a su madre en la vía pública de
manera extemporánea. Apartarse de ellos de inmediato e ir caminando en
dirección a su casa de manera pausada, distraída, sin despertar atención ni
curiosidad en el entorno. Por su edad, cuanto menos exhibiese estar
involucrada en la situación, cuanto más dispersa y en "babia" sea notada, más
inadvertida pasaría y menos riesgos correría. Por eso cuando se encendieron de
manera súbita las luces de la sala a poco de comenzar la película e
ingresaron intempestivamente una decena de hombres trajeados y fuertemente
armados solo atinó a correrse dos butacas linderas a la de Franco permaneciendo
allí en silencio, achicada en su platea y en estado de espera. Mientras dos de ellos zamarreaban
y se llevaban a su padre, el cual ni siquiera la miró para evitar toda
sospecha, tuvo que soportar estoicamente que uno de los intrusos le refregara
la bragueta por el brazo izquierdo e intentara someter a sus senos camino al
oprobio de una inspección inquisidora, cuestión que su superior, por lo menos
así lo parecía, frenó severamente con un insulto de fuerte adjetivación, hombre
que le pidió disculpas omitiendo solicitarle la documentación debido al
desdoroso comportamiento de su subordinado.
Apenas la partida se retiró de la
sala, ésta volvió a la oscuridad y la cinta comenzó a rodar como si nada
hubiera sucedido. Estos procedimientos eran normales para Marcela, estaban naturalizados socialmente, la diferencia es que en esta ocasión se habían
llevado a su padre.
Durante los cinco minutos que se
mantuvo en su sitio, prácticamente inmovilizada más que por interés en el film por horror, logró asumir que debía iniciar la segunda fase del protocolo pautado dirigiéndose
de manera inmediata a su casa.
Se levantó tímidamente de la butaca,
fue al baño, vomitó, se sentó un par de minutos en el retrete, orinó, se lavó
la cara en el lavabo y salió del tocador más agitada de lo que había ingresado.
A pesar de la hora ya había gente en el hall del cine haciendo cola sacando
entradas para la siguiente función, muchedumbre que le permitió mimetizar su
retirada del lugar. Una vez sobre Lavalle caminó hasta la Avenida 9 Julio
tomando rumbo hacia al Teatro Colón, punto en el cual la línea 99, con destino
al oeste de la ciudad, tenía su parada sobre la calle Tucumán. Las tres cabinas
telefónicas por las cuales pasó estaban fuera de servicio de modo que abandonó
su intención de avisar a su madre continuando su camino apurando el paso.
El crepúsculo daba sus últimas
señales, los muros del teatro, la oscuridad y la soledad de lugar le dieron a
esos diez minutos de espera existencia de eternidad. Para su ventura el
colectivo que arribó, con muy pocos pasajeros, era uno de los más modernos de
una flota que por cierto era de las peores que se podían encontrar dentro del
transporte público metropolitano. Subió rápidamente y sacó su boleto hasta
Gavilán y Aranguren, la ventura escogió que sea capicúa logrando sentarse en un
asiento individual, ambos detalles los tomó con guiño optimista.
Desde que comenzó a manejarse sola y
por precaución su padre la instó a que nunca olvidara de llevar encima tres
elementos los cuales debía ensillar antes de ponerse la ropa interior, estos
eran la cédula de identidad, las llaves de la casa y bastante cambio chico
distribuido en dos o tres bolsillos, efectos que debía portar como si fueran
parte de su cuerpo. Bajo ninguna circunstancia los debía llevar dentro de carteras
o bolsos, pues estos eran sencillos de sustraer e incluso desvalijar, aun
siendo llevados por sus dueños, por caso en un medio de transporte colmado y a
hora pico, momento caótico muy bien aprovechado por los carterista y rateros.
En menos de media hora estaba
descendiendo, el buen gusto musical del chofer al utilizar su pasacasete hizo que el viaje fuera un
poco más distendido. A pesar de su edad se notaba que era un hombre gustoso del
rock sinfónico internacional, género que la joven había cultivado gracias a su padre a
la hora de las elecciones artísticas. De fondo y sin invadir el recinto temas de
Yes y Pink Floyd la acompañaron buenamente hasta su destino.
Estaba pronta a llegar a su casa,
menos de cincuenta metros la separaban del abrazo de su madre, relatarle lo
sucedido y que ambas comenzaran la tarea de buscar a Franco previo aviso a su
padrino Joaquín Contreras, recientemente ascendido a Mayor del Ejército. Aceleró
el paso, ingresó por la puerta lateral de manera no asustarla. Le pareció muy
extraño que la planta baja estuviese a oscuras y que solo la luz de la escalera
ofreciera signos de presencia. Escuchó murmullos, se asustó, luego lamentos y
gemidos. Logró contemplar por algunos minutos la escena sin ser percibida. Su madre Lucía, en el dormitorio matrimonial, el que compartía con su
padre en ese mismo momento oprobiosamente detenido, estaba desnuda, follando, sentada encima de Joaquín, su padrino, el amigo de toda la vida de Franco, el mismo que había jurado proteger a la familia ante cualquier
instancia confusa que pudiese vivir.
Deslizó su humanidad abatida utilizando la espalda como sostén por una de
las paredes del pasillo hasta sentarse, los gemidos de placer de ambos
continuaban ajenos, indiferentes, siendo solo interrumpidos cuando su madre le exigía a su amante
mayor intensidad porque su momento de máximo placer estaba por llegar. El clímax
frenético, urgente, convulsivo y obsceno de Lucía fue lo último que escuchó.
Se paró sin hacer ruido, continuó
subiendo las escaleras, pasó por su dormitorio, armó un bolso arropando sus
prendas más amadas, varios de sus tesoros y los recuerdos más significativos de
su padre, siguió rumbo al altillo, lugar en el cual se encerró a la espera de
un momento propicio para huir definitivamente de allí. Minutos después, observó
por la ventana que su padrino se estaba yendo, vivía a dos veredas de distancia,
la misma casa a la cual Franco iba a jugar cuando compañeros de la primaria y
la secundaria hasta que Contreras se decidiera por el Colegio Militar.
Atenta a los movimientos intuyó que su madre estaba ordenando el dormitorio con presteza de ama de casa abnegada, para minutos después encerrarse en el baño con el objeto de darse una ducha que purifique su culposa y culpable deslealtad. Fue en ese instante de encierro higiénico de Lucía en el cual Marcela aprovechó la soledad del living para llamar por teléfono a Joaquín e informarle lo que había sucedido en el cine. Este la conminó a no preocuparse debido a que se iba a poner a trabajar urgentemente sobre el asunto puesto que conocía desde hacía tiempo al compañero de armas que estaba al frente de esos procedimientos céntricos, prometiendo que en menos de una hora su padre estaría de regreso. Cuando el hombre quiso profundizar sobre desde dónde llamaba y si su madre estaba al tanto de lo sucedido, la joven corto de manera abrupta la comunicación.
Tras concluir la llamada regresó sobre sus pasos hacia el dormitorio matrimonial dejando en la mesa de luz personal de Lucía, el programa de ese día del cine Trocadero, tríptico publicitario en el que se anunciaba como atracción principal el film La Chica del Adiós, dentro del folleto descansaba un boleto capicúa de la línea 99. Ese fue el último indicio que tuvieron de Marcela. Aún hoy su padre, cuarenta y cinco años después, la sigue buscando.
*Autor: Seudónimo Santiago Becerra
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