Revista Nos Disparan desde el Campanario Año III Nro. 52 APOROFOBIA.. por Zygmunt Bauman y Adela Cortina
1- Los pobres en la actualidad… por Zygmunt Bauman
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En el pasado tenía sentido —tanto en lo político como en lo económico—
educar a los pobres para convertirlos en los obreros del mañana. Esto ha
dejado de ser cierto en nuestra sociedad «posmoderna» y, ante todo, de
consumo" Zygmunt Bauman
Hasta ahora, toda sociedad conocida
ha tenido pobres. Y —permítaseme repetirlo — no es cosa de extrañarse: la
imposición de cualquier modelo de orden es un acto discriminatorio y descalificador,
que condena a ciertos fragmentos de la sociedad a la condición de inadaptados o
disfuncionales, ya que elevar un modo de ser cualquiera al estatus de norma
implica, al mismo tiempo, que otras formas quedan, automáticamente, por debajo
del nivel adecuado y pasan a ser «anormales». Los pobres, desde siempre, fueron
y son el paradigma y prototipo de todo lo «inadaptado» y «anormal». Cada
sociedad adoptó y adopta, hacia sus pobres, una actitud ambivalente que le es
característica: una mezcla incómoda de temor y repulsión, por un lado; y
misericordia y compasión, por el otro. Todos estos ingredientes resultan
igualmente indispensables. Los primeros permiten tratar a los pobres con la
dureza necesaria para garantizar la defensa del orden; los segundos destacan el
lamentable destino de quienes caen por debajo del estándar establecido, y
sirven para empalidecer o hacer parecer insignificantes las penurias padecidas
por quienes se esfuerzan en cumplir con las normas. De este modo, oblicuo e
indirecto, se les encontró siempre a los pobres, a pesar de todo, una función
útil en la defensa y la reproducción del orden social y en el esfuerzo por
preservar la obediencia de la norma. Sin embargo, de acuerdo con el modelo de
orden y de norma que tuviera, cada sociedad moldeó a sus pobres a su propia
imagen, explicó su presencia de forma diferente y les dio una diferente
función, adoptando estrategias distintas frente al problema de la pobreza. La
Europa premoderna estuvo más cerca que su sucesora en el intento de hallar una
función importante para sus pobres. Estos, al igual que todas las personas y
las cosas en la Europa cristiana premoderna, eran hijos de Dios y constituían
un eslabón indispensable en la «divina cadena del ser»; como parte de la
creación divina —y como el resto del mundo antes de su desacralización por la
moderna sociedad racionalista— estaban saturados de significado y propósito
divinos. Sufrían, es cierto; pero su dolor encarnaba el arrepentimiento
colectivo por el pecado original y garantizaba su redención. Quedaba en manos
de los más afortunados la tarea de socorrer y aliviar a quienes sufrían y, de
este modo, practicar la caridad y obtener — ellos también— su parte de
salvación. La presencia de los pobres era, por lo tanto, un regalo de Dios para
todos los demás: una oportunidad para practicar el sacrificio, para vivir una
vida virtuosa, arrepentirse de los pecados y ganar la bendición celestial. Se
podría decir que una sociedad que buscara el sentido de la vida en la vida
después de la muerte habría necesitado, de no contar con los pobres, inventar
otro camino para la salvación personal de los más acomodados. Así eran las
cosas en el mundo premoderno, «desencantado», donde nada de lo existente gozaba
el derecho de ser por el solo hecho de estar allí, y donde todo lo que era
debía demostrar su derecho a la existencia con pruebas legítimas y razonables.
Más importante resulta que, a diferencia de aquella Europa premoderna, el nuevo
mundo feliz de la modernidad fijó sus propias reglas y no dio nada por sentado,
sometiendo todo lo existente al análisis incisivo de la razón, sin reconocer
límites a su propia autoridad y, sobre todo, rechazando «el poder de los
muertos sobre los vivos», la autoridad de la tradición, de la sabiduría
tradicional y las costumbres heredadas. Los proyectos de orden y de norma
reemplazaron la visión de una cadena divina del ser. A diferencia de aquella
visión, el orden y la norma fueron creaciones humanas, proyectos que debían ser
implementados mediante la acción humana: cosas por hacer, no realidades creadas
por Dios que deben ser acatadas. Si la realidad heredada ya no se adecuaba al
orden proyectado por los nuevos hombres, mucho peor para aquella realidad. Así
fue como la presencia de los pobres se transformó en un problema (un «problema»
es algo que causa incomodidad y provoca la necesidad de ser resuelto, remediado
o eliminado). Los pobres representaron, desde entonces, una amenaza y un
obstáculo para el orden; además, desafiaron la norma. Y fueron doblemente
peligrosos: si su pobreza ya no era una decisión de la Providencia, ya no
tenían razones para aceptarla con humildad y gratitud. Por el contrario,
encontraron todo tipo de razones para quejarse y rebelarse contra los más
afortunados, a los cuales empezaron a culpar por sus privaciones. La antigua
ética de la caridad cristiana pareció ya una carga intolerable, una sangría
para la riqueza de la nación. El deber de compartir la buena suerte propia con
quienes no lograban los favores de la fortuna había sido, en otro tiempo, una
sensata inversión para la vida después de la muerte, pero ya «no resistía el
menor razonamiento»; sobre todo, el razonamiento de una vida de negocios, aquí
y ahora, bien sobre la tierra. Se agregó, muy pronto, una nueva amenaza: los
pobres que aceptaban mansamente su desgracia como decisión divina y no hacían
esfuerzo alguno por liberarse de la miseria eran también inmunes a las
tentaciones del trabajo en las fábricas y se rehusaban a vender su mano de obra
una vez satisfechas las escasas necesidades que consideraban, por costumbre
milenaria, «naturales». La permanente escasez de fuerza de trabajo fue obsesión
durante las primeras décadas de la sociedad industrial. Los pobres,
incomprensiblemente satisfechos y resignados a su suerte, fueron la pesadilla
de los nuevos empresarios industriales: inmunes al incentivo de un salario
regular, no encontraban razón para seguir sufriendo largas horas de trabajo una
vez conseguido el pan necesario para pasar el día. Se formó un círculo vicioso:
los pobres que objetaban su miseria generaban rebelión o revolución; los pobres
resignados a su suerte frenaban el progreso de la empresa industrial. Forzarlos
al trabajo interminable en los talleres parecía una forma milagrosa de romper
el círculo. Así, los pobres de la era industrial quedaron redefinidos como el
ejército de reserva de las fábricas. El empleo regular, el que ya no dejaba
lugar para la malicia, pasó a ser la norma; y la pobreza quedó identificada con
el desempleo, fue una violación a la norma, una forma de vida al margen de la
normalidad. En tales circunstancias, la receta para curar la pobreza y cortar
de raíz las amenazas a la prosperidad fue inducir a los pobres —obligarlos, en
caso necesario— a aceptar su destino de obreros. El medio más obvio para conseguirlo
fue, desde luego, privarlos de cualquier otra fuente de sustento: o aceptaban
las condiciones ofrecidas, sin fijarse en lo repulsivas que fueran, o
renunciaba a toda ayuda por parte de los demás. En esa situación «sin
alternativa», la prédica del deber ético habría sido superflua; la necesidad de
llevar a los pobres a la fábrica no necesitaba de impulsos morales. Y, sin
embargo, la ética del trabajo siguió siendo considerada casi universalmente
como el remedio eficaz e indispensable frente a la triple amenaza de la
pobreza, la escasez de mano de obra y la revolución. Se esperaba que actuara
como cobertura para ocultar la falta de sabor de la torta ofrecida. La
elevación de la pesada rutina del trabajo a la noble categoría de deber moral
tendría que endulzar los ánimos de quienes quedaran sometidos a ella, al mismo
tiempo que calmar la conciencia moral de quienes los sometían. La opción por la
ética del trabajo se vio notablemente facilitada —y hasta llegó a resultar
natural— por el hecho de que las clases medias de la época ya se habían
convertido a ella y juzgaban su propia vida a la luz de esa ética. La opinión
ilustrada del momento se encontraba dividida. Pero, en lo que se refería a la
ética del trabajo, no había desacuerdo entre quienes veían a los pobres como
bestias salvajes y obstinadas que era preciso domar, y aquellos cuyo
pensamiento se guiaba por la ética, la conciencia y la compasión. Por un lado,
John Locke concibió un programa integral para erradicar la «pereza» y el
«libertinaje» a que los pobres se entregaban, recluyendo a sus hijos en
escuelas para indigentes que los formaran en el trabajo regular y a los padres
en asilos para pobres cuya severa disciplina, un sustento mínimo, el trabajo
forzado y los castigos corporales fueran la regla. Por el otro, Josiah Child,
que lamentaba el destino «triste, desgraciado, impotente, inútil y plagado de
enfermedades» de los pobres, entendía —tanto como Locke— que «poner a trabajar
a los pobres» era «un deber del hombre hacia Dios y la Naturaleza ». En un
sentido indirecto, la concepción del trabajo como «deber del hombre hacia Dios»
venía a bendecir la perpetuación de la pobreza. La opinión compartida era que,
puesto que los pobres se arreglaban con poco y se negaban a esforzarse para
conseguir más, los salarios debían mantenerse en un nivel de subsistencia
mínima; sólo así, cuando tuvieran empleo, los pobres se verían igualmente
obligados a vivir al día y a estar siempre ocupados para poder sobrevivir. Como
dice Arthur Young, «todos, salvo los idiotas, saben que se debe mantener pobres
a las clases bajas; si no, jamás trabajarán». Los expertos economistas de la
época se apresuraron a calcular que, cuando los salarios son bajos, «los pobres
trabajan más y realmente viven mejor» que si reciben salarios más altos, puesto
que entonces se entregan al ocio y los disturbios.
Jeremy Bentham, el gran reformador que
resumió la sabiduría de los tiempos modernos mejor que cualquier otro pensador
de su tiempo (su proyecto fue elogiado en forma casi unánime por la opinión
ilustrada como «eminentemente racional y luminoso»), avanzó un paso más.
Concluyó que los incentivos económicos de cualquier tipo no eran fiables para
obtener los efectos deseados; la coacción pura, en cambio, resultaría más
efectiva que cualquier apelación a la inteligencia —por cierto inconstante y
hasta inexistente— de los pobres. Propuso la construcción de 500 hogares, cada
uno de los cuales albergaría a dos mil de los pobres que representaran «una
carga más pesada» para la sociedad, manteniéndolos allí bajo la vigilancia
constante y la autoridad absoluta e indiscutida de un alcaide: Según este esquema,
«los despojos, la escoria de la humanidad», los adultos y los niños sin medios
de sustento, los mendigos, las madres solteras, los aprendices rebeldes y otras
gentes de su calaña debían ser detenidos y llevados por la fuerza a esos
hogares de trabajo forzado administrados en forma privada, donde «la escoria se
transformaría en metal de buena ley». A sus escasos críticos liberales, Bentham
respondió airado: «Se objeta la violación de la libertad; se pide, en cambio,
la libertad de actuar contra la sociedad». Entendía que los pobres, por el solo
hecho de serlo, habían demostrado no tener más capacidad para ejercer su
libertad que los niños revoltosos. No estaban en condiciones de dirigir su
propia vida; había que hacerlo por ellos. Corrió mucha agua bajo los puentes
desde que gente como Locke, Young o Bentham, con el ardor desafiante de quienes
exploran tierras nuevas y vírgenes, proclamaran esas ideas que, con el tiempo,
se afirmarían como una opinión moderna y universalmente aceptada sobre los
pobres. Sin embargo, pocos se atreverían a sostener hoy esos principios con
arrogancia y franqueza similares; si lo hicieran, sólo provocarían indignación.
Pero buena parte de esa filosofía ha vuelto a ser, en gran medida, la base de
políticas oficiales frente a quienes, por una u otra razón, no son capaces de
llegar a fin de mes y de ganarse la vida sin ayuda pública. Hoy resuena el eco
de aquellos pensadores en cada campaña contra los «parásitos», los «tramposos»
o los «dependientes de subsidios de desempleo», y en cada advertencia, repetida
una y otra vez, de que pedir aumentos salariales es poner en riesgo «la fuente
de trabajo». Donde el impacto de aquella filosofía vuelve a sentirse con mayor
fuerza es en la reiterada afirmación —a pesar de las irrefutables pruebas en su
contra— de que negarse a «trabajar para vivir» es hoy, como lo fue antes, la
causa principal de la pobreza, y que el único remedio contra ella es reinsertar
a los desocupados en el mercado laboral. En el folclore de las políticas
oficiales, sólo como una mercancía podría la fuerza de trabajo reclamar su
derecho a medios de supervivencia que están igualmente mercantilizados. Se
crea, de este modo, la sensación de que los pobres conservan la misma función
que tuvieron en los primeros tiempos de la era industrial: la de reserva de
mano de obra. Al reconocerles este papel, se echa un manto de sospecha sobre la
honestidad de quienes quedan fuera del «servicio activo», y se señala
claramente la forma de «llamarlos al orden» y restaurar, así, el orden de las
cosas, roto por quienes eluden el trabajo. Pero, en nuestros días, la filosofía
que intentó capturar y articular las realidades emergentes de la era industrial
ya dejó de funcionar, anulada por las nuevas realidades de estos tiempos.
Después de haber servido alguna vez como eficaz agente para instaurar el orden,
aquella filosofía se convirtió lenta pero inexorablemente en una espesa cortina
que oscurece todo lo nuevo e imprevisible que aparece en los actuales
padecimientos de los pobres. La ética del trabajo, que los reduce al papel de
ejército de reserva de mano de obra, nació como una revelación; pero vive este
último período como un verdadero encubrimiento. En el pasado tenía sentido
—tanto en lo político como en lo económico— educar a los pobres para
convertirlos en los obreros del mañana. Esa educación para la vida productiva
lubricaba los engranajes de una economía basada en la industria y cumplía la
función de «integrarlos socialmente», es decir, de mantenerlos dentro del orden
y la norma. Esto ha dejado de ser cierto en nuestra sociedad «posmoderna» y,
ante todo, de consumo. La economía actual no necesita una fuerza laboral
masiva: aprendió lo suficiente como para aumentar no sólo su rentablilidad sino
también el volumen de su producción, reduciendo al mismo tiempo la mano de obra
y los costos. Al mismo tiempo, la obediencia a la norma y la «disciplina
social» queda asegurada por la seducción de los bienes de consumo más que por
la coerción del Estado y las instituciones panópticas. Tanto en lo económico
como en lo político, la comunidad de los consumidores posmodernos vive y
prospera sin que el grueso de sus miembros esté obligado a cargar con la cruz
de pesadas jornadas industriales. En la práctica, los pobres dejaron de ser su
ejército de reserva, y las invocaciones a la ética del trabajo suenan cada vez
más huecas y alejadas de la realidad. Los integrantes de la sociedad
contemporánea son, ante todo, consumidores; sólo de forma parcial y secundaria
son también productores. Para ajustarse a la norma social, para ser un miembro
consumado de la sociedad, es preciso responder con velocidad y sabiduría a las
tentaciones del mercado de consumo: es necesario contribuir a la «demanda que
agotará la oferta» y, en épocas de crisis económicas, ser parte de la
«reactivación impulsada por el consumidor». Los pobres que carecen de un
ingreso aceptable, que no tienen tarjetas de crédito ni la perspectiva de
mejorar su situación, quedan al margen. En consecuencia, la norma que violan
los pobres de hoy, la norma cuyo quebrantamiento los hace «anormales», es la
que obliga a estar capacitado para consumir, no la que impone tener un empleo.
En la actualidad, los pobres son ante todo «no consumidores», ya no
«desempleados». Se los define, en primer lugar, como consumidores expulsados
del mercado, puesto que el deber social más importante que no cumplen es el de
ser compradores activos y eficaces de los bienes y servicios que el mercado les
ofrece. Indudablemente, en el libro de balances de la sociedad de consumo, los
pobres son parte del pasivo, en modo alguno podrían ser registrados en la
columna de los activos presentes o futuros. De ahí que, por primera vez en la
historia, los pobres resultan, lisa y llanamente, una preocupación y una
molestia. Carecen de méritos capaces de aliviar —menos aún, de contrarrestar—
su defecto esencial. No tienen nada que ofrecer a cambio del desembolso
realizado por los contribuyentes. Son una mala inversión, que muy probablemente
jamás será devuelta, ni dará ganancias; un agujero negro que absorbe todo lo
que se le acerque y no devuelve nada a cambio, salvo, quizás, problemas. Los
miembros normales y honorables de la sociedad —los consumidores— no quieren ni
esperan nada de ellos. Son totalmente inútiles. Nadie —nadie que realmente
importe, que pueda hablar y hacerse oír— los necesita. Para ellos, tolerancia
cero. La sociedad estaría mucho mejor si los pobres desaparecieran de la
escena. ¡El mundo sería tan agradable sin ellos! No necesitamos a los pobres;
por eso, no los queremos. Se los puede abandonar a su destino sin el menor
remordimiento.
2- APOROFOBIA, O EL RECHAZO AL POBRE …
por Adeia Cortina
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"No es el extranjero sino el pobre
el que molesta, el que parece que no puede aportar nada positivo al
PIB" - Adela Cortina
Es imposible no comparar la acogida
entusiasta y hospitalaria con la que se recibe a los extranjeros que vienen
como turistas con el rechazo inmisericorde a la oleada de extranjeros pobres.
Se les cierran las puertas, se levantan alambradas y murallas, se impide el
traspaso de las fronteras.
Angela Merkel pierde votos en su
país, incluso entre los suyos, precisamente por haber intentado mostrar un
rostro amable y por persistir en su actitud de elemental humanidad. Inglaterra
se niega a recibir inmigrantes y apuesta por el brexit para cerrar sus filas.
Sube prodigiosamente el número de votantes y afiliados de los partidos
nacionalistas en Francia, Austria, Alemania, Hungría y Holanda. Donald Trump
gana las elecciones, entre otras razones por su promesa de deportar inmigrantes
mexicanos y de levantar una muralla en la frontera con México. Y, al parecer,
parte de los votos provenía de antiguos inmigrantes, ya instalados en su nueva
patria.
Realmente, no se puede llamar
xenofilia al sentimiento que despiertan los refugiados políticos y los
inmigrantes pobres en ninguno de los países. No es en modo alguno una actitud
de amor y amistad hacia el extranjero. Pero tampoco es un sentimiento de
xenofobia, porque lo que produce rechazo y aversión no es que vengan de fuera,
que sean de otra raza o etnia. No molesta el extranjero por el hecho de serlo.
Molesta, eso sí, que sean pobres, que vengan a complicar la vida a los que, mal
que bien, nos vamos defendiendo, que no traigan al parecer recursos, sino
problemas.
Y es que es el pobre el que molesta,
el sin recursos, el desamparado, el que parece que no puede aportar nada
positivo al PIB del país al que llega o en el que vive desde antiguo, el que,
aparentemente al menos, no traerá más que complicaciones. De él, cuentan los
desaprensivos que engrosará los costes de la sanidad pública, quitará trabajo a
los autóctonos, que es un potencial terrorista, que traerá valores muy sospechosos
y removerá, sin duda, el «estar bien» de nuestras sociedades, en las que
indudablemente hay pobreza y desigualdad, pero incomparablemente menor que la
que sufren quienes huyen de las guerras y la miseria.
Por eso, no puede decirse que estos
sean casos de xenofobia. Son muestras palpables de aporofobia, de rechazo,
aversión, temor y desprecio hacia el pobre, hacia el desamparado que, al menos
en apariencia, no puede devolver nada bueno a cambio. Y, por eso, se le excluye
de un mundo construido sobre el contrato político, económico o social, de ese
mundo del dar y el recibir, en el que solo pueden entrar los que parecen tener
algo interesante que devolver como retorno.
*Adela Cortina (Valencia, 1947)
es filósofa, catedrática emérita y miembro de la Real Academia de Ciencias
Morales y Políticas. Es miembro del consejo editorial de la revista Ethic.
Conclusión
Según Emmanuele Carrere, autor de la estupenda novela no ficción que
encabeza la nota, el Código Penal es aquel que castiga a los pobres cuando
roban a los ricos, mientras que el Código Civil es aquel que les permite a los
ricos robarles a los pobres. De ese modo está ordenada la sociedad burguesa. Lo
vemos en la mayoría de las sociedades mundiales. Los detenidos, por abrumadora
mayoría, pertenecen a los segmentos sociales desplazados del sistema debido a
su resistencia en ser ultrajados por la ignominia que exhibe la desigualdad
social. Como bien
afirmara Paul Getty: “Los pobres heredarán la tierra, pero no los derechos
sobre sus minerales"...
1 y 2 Fuente: Bloghemia https://www.bloghemia.com/
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