Como todos los soñadores confundí el
desencanto con la verdad'. Jean-Paul Sartre
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¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Qué se espera de mí que haga? ¿Por qué son tan angustiosos y aburridos los domingos? ¿Por qué siempre se me olvida poner la muda de ropa interior en la maleta? Vale, las dos últimas preguntas son más propias de un guion de una película de Woody Allen, que de una reflexión metafísica sobre la angustiosa existencia de nuestra vida, pero tampoco vamos a negar que ambas situaciones pueden ser igualmente agobiantes. El pensador danés Sören Kierkegaard abrió la espita del grifo de la angustia existencial al plantearse las amargas decisiones que continuamente nos vemos obligados a tomar en la vida, a la que venimos, no ya sin un pan bajo el brazo, como se decía antiguamente, sino sin manual de instrucciones que nos diga cómo ir resolviendo todos esos acertijos en los que se convierten las decisiones de nuestra vida, desde que en el jardín de infancia aquella hermosa niña nos preguntó si nos atreveríamos a besarla y nos quedamos paralizados ante tal aterrador reto. Y a partir de ahí, todo fue a peor.
Jean- Paul Sartre, el filósofo francés que recorrió las avenidas de la existencia durante los años más terroríficos del siglo XX, y nos transmitió toda su angustia vital en sus obras, recogió el guante lanzado por Kierkegaard, e intentó responder a esas preguntas que todos alguna vez hemos declamado a altas horas de la madrugada, algo perjudicados, mientras reflexionábamos sobre las p… que nos hacía nuestra vida. Su respuesta fue contundente y esclarecedora; no hemos venido a nada en especial en esta vida, porque nuestra naturaleza es la libertad; el hombre está condenado a ser libre. Una respuesta algo chocante, porque hasta el más afortunado de los seres humanos, no vamos a hablar ya de aquellos que en la historia de la humanidad han vivido, o viven, bajo el yugo de algún tipo de esclavitud, siempre se han sentido encadenados de una u otra manera. Pero no, no hemos venido con manual de instrucciones por una cuestión muy sencilla; todos los objetos artificiales tienen una función concreta. Todos vienen con manual de instrucciones. Pero nosotros no, podemos decidir en qué nos convertimos y a qué nos dedicamos. Podemos elegir, siempre podemos elegir. Cada una de esas decisiones que tenemos que tomar es un ejercicio de libertad para Sartre.
Por mucho que nos quejemos de la
falta de libertad, lo que estamos haciendo es renunciar a ella y dejar que
otros elijan por nosotros, preferimos la comodidad de ser miembros de un rebaño
y dejarnos conducir por los perros pastores, que decidir libremente nuestro
propio camino. Claro que ser libres no te garantiza ni que seas feliz ni que
tengas éxito, pero es tu elección. En la doctrina del existencialismo del
pensador francés, no hay nada nuevo en la base de este pensamiento. Los
antiguos estoicos tenían claro que la vida puede ponerte las cadenas que
quieras, que pueden encerrarte en una prisión real o virtual, atraparte en mil
dependencias que impiden tu libre albedrío, pero hay un lugar al que nunca podrán
controlar, si te resistes y ejerces tu voluntad de ser libre, para la que has
nacido. Tu interior, tus pensamientos, tus deseos, tus sentimientos. Todos
ellos los controlas tú en última instancia y si renuncias a hacerlo es por
comodidad o miedo, lo que lleva ineludiblemente a la angustia, que tan
importante papel jugaría en la filosofía sartriana; “¿Llegamos a disipar o a
disminuir nuestra angustia? Lo cierto es que no podríamos suprimirla puesto que
nosotros mismos somos angustia”
Un burócrata atrapado en un aburrido
trabajo, siempre levantándose a las mismas horas, siempre respondiendo en una
ventanilla a las mismas preguntas, siempre poniendo el sello a los mismos
papeles, siempre llegando al hogar y coreografiando la misma y aburrida
coreografía con su familia y amigos. Siempre quejándose de su falta de
libertad, del sinsentido de su vida y del aburrimiento eterno en el que vive.
Sartre diría que en realidad este personaje actúa con mala fe, pues es él
mismo, el que ha renunciado a la libertad de aprender otras coreografías y qué
diablos, por qué no, inventarse algunas de su propia creación.
“El existencialismo es humanismo”,
decía Sartre, y lo es, porque descubrimos que no hay nadie que realmente pueda,
en última instancia, responsabilizarse de nuestros actos, salvo nosotros
mismos, y eso es lo que nos lleva a la angustia; escribía en su obra más
famosa, El ser y la nada: “La angustia se distingue del miedo en que el miedo
es miedo de los seres del mundo, mientras que la angustia es angustia ante mí
mismo”.
Esta angustia se acrecienta por la naturaleza social del ser humano, cada acción resulta un ejemplo para todos aquellos que nos rodean, si actuamos con sinceridad. Si decidimos vivir una vida como la del aburrido burócrata, esperamos que los demás nos sigan, porque creemos que es lo adecuado. Si decidimos salir cada noche a divertirnos sin temor a las consecuencias, también de una manera u otra estamos lanzando un mensaje ejemplarizante a todos aquellos que nos conocen, diciéndoles, qué estáis haciendo con vuestra vida sin divertiros tanto como yo. Pero no hay elecciones colectivas de este calibre sobre cómo vivir, porque cada uno hemos de hacerlo por nosotros mismos, sin depender de los demás. En última instancia eres libre, hasta para seguir un ejemplo concreto u otro, o no seguir ninguno. No hay forma de renunciar a la libertad, pues incluso en la sumisión de dejar que otros elijan por nosotros, hay una elección libre que en su momento tomamos, de rendirnos.
El existencialismo no es sino la toma
de conciencia de la preeminencia de la existencia sobre la esencia, de aceptar
que primero estamos aquí en este mundo tan caótico y tan lleno de
posibilidades, de encrucijadas, de éxitos y fracasos, y que luego está la
esencia, aquello en lo que queremos convertirnos, aquellas funciones que
queremos desempeñar. Un objeto privilegia la esencia sobre la existencia, nace
con una función concreta y existe por ella. Si el ser humano privilegia la
esencia sobre la existencia y suprime la libertad de elegir qué queremos ser,
destruimos aquello que nos dota de sentido, quizá del único sentido por el que
merece la pena vivir. Puede que así acallemos la angustia que permanente nos
acosa en las elecciones que hemos de tomar, sobre qué hemos de hacer en nuestra
vida, pero al acallar esa angustia, nos encadenamos, y el precio es demasiado
alto. Siempre demasiado alto.
Simone de Beauvoir escribió una
magistral reflexión en El segundo sexo sobre el existencialismo. Es falso, una
terrible mentira, la que se ha contado a cada mujer que ha nacido, sobre el
papel que debían desempeñar en nuestra sociedad; como madres, como compañeras,
como esposas, como trabajadoras, en su estética, en su forma de sentir o en su
forma de vivir el sexo. Se les atribuía la esencia antes que la existencia, se
les atribuida una función que habían de cumplir si querían encajar en nuestra
sociedad. Se las objetivaba, mientras el hombre era libre de elegir, a la mujer
se le venía a decir que si querían ser mujeres debían cumplir con los papeles
que les asignaban los hombres. Pero la libertad también tiñe la existencia de
cada mujer, y por tanto son responsables de rechazar esos roles y elegir en
cada momento como quieren existir, como quieren amar, como quieren vivir el
sexo, la familia, las relaciones, el trabajo. No son objetos, no vienen con una
función que hayan de cumplir para satisfacer su papel en la sociedad, como
ningún otro ser humano.
No es de extrañar que durante la
mágica década de los sesenta del pasado siglo XX cada joven occidental se
sintiera de una manera u otra atraída por esta filosofía que les devolvía algo
a lo que las generaciones anteriores parecían haber renunciado, la libertad de
existir cada uno a su manera, y no es de extrañar que los lobos que dirigen los
rebaños se sintieran, y se sientan, tan amenazados por esta manera de pensar.
En el mito de Sísifo Albert Camus hacía una metáfora muy acertada sobre la vida
humana; castigado por engañar a los dioses a subir eternamente una roca por la
ladera de la montaña, que después volvía a caer y tenía que iniciar de nuevo el
proceso, Sísifo, aceptaba el castigo, sin miedo. Pues nada hay más precioso que
aceptar la carga de una vida sin sentido sabiendo que a cada instante tienes la
libertad de dotarte de un nuevo sentido, equivocado o no, pero libre.
Fuente: Sitio Literatura y
Psicoanálisis
https://www.facebook.com/LiteraturaYPsicoanalisis
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