Revista Nos Disparan desde el Campanario Año III Nro. 52 Me falta calle, por eso pregunto por Eddy W. Hopper

 

Una de las victorias que sobre mí tiene la mayoría es el asunto de "la calle".

La vida me ha hecho sufrir despóticamente más que gozar: muchos piensan que porque soy abogado no he tenido (como tuve) todas mis pertenencias en una vereda, a la expectativa de algo o alguien que me sacara de la miseria; o que tiro para el lado cajetilla en todas; o que he viajado por el mundo en absoluta ajenidad con las tragedias de lo cotidiano. Aviso, por ejemplo, que con que me aumenten al doble el alquiler del estudio, como están las cosas, adiós estudio y profesión; así que ahí tenemos un parámetro más o menos indicativo.

Quizás a vos también te pase. Otros dicen que soy "buenudo"; otros, que soy un "gil" (por ejemplo, porque doy respuestas con demasiados detalles y "no sirve"; pero yo no me doy cuenta de lo que exactamente quiere el Otro, entre otras cosas, porque jamás me lo explica con claridad); y así siguiendo. Muchos asumen (y me lo han dicho a lo largo y a lo ancho de la vida) que no soy "tan" inteligente y que sí, soy incapaz de "cagar" a nadie, pero no porque no quiero, sino porque me falta "viveza" o directamente porque soy un "boludo".

Hasta ahora he sorteado muchas indigencias sin pedirle un peso a nadie; todo lo cual mis detractores casuales ven como una desvirtud, porque ellos no se hacen ningún drama en provocar sangrías en el tercio posterior de los previsores. Para esa gavilla, mi salvaguarda de la integridad del prójimo (que no tiene ninguna culpa de mi bancarrota o de mis imposibilidades) no es ningún logro: por el contrario, es otra de mis debilidades, porque no antepongo mi supervivencia personal al patrimonio del Otro y así me castigo a mí mismo como un idiota. Ríasé: de ese modo me lo han espetado, frente a mi imposibilidad de reaccionar, porque no sabía cómo.

Bueno, todo lo que hasta acá dije no importa: es un escenario más de esta herida absurda que es la vida, como sabiamente enseñó Cátulo y tarde (muy tarde) aprendí con más lágrimas que sudor y sangre, que tampoco fueron pocos.

El caso es que nunca quise "tener calle". Cuando me quedé en la calle, decidí otra cosa. Pude, qué sé yo: tenía unos ahorros y todavía un teléfono celular, cuya cuenta llegaba a una casa en la que no estaba más, y todos los meses llamaba a Claro para que me dijeran cuánto debía. Año 2007, 2008, 2009, 2010, 2011, Dios mío.

Podría haberme hecho esas amistades justificatorias de lo que no se debe; podría haber adquirido el fascismo cocoliche de cualquier cuarto piso contrafrente; podría haber delinquido en forma efectiva: pero todo eso estaba tan absolutamente ajeno a mi manera de conducirme, que aproveché las camisas viejas lavadas sin centrifugado cuando tenía lavarropas, para resetearme en modo pensión y salir a que me esquilmen los que estaban en mejor posición que yo. A hacerse de cero entre los leones, con la parte del ratón.

Una de las que me salvó, luego de vacilar muchísimo tiempo entre mil incertidumbres, fue una amiga que me dio trabajo; extrañamente el grupo humano de esa oficina era atípico respecto del resto de los empleos en relación de dependencia o de subordinación, y eso me alivió el devenir psicológico, grandemente dañado por las circunstancias. No había en ese cubículo (por lo menos así me pareció) ni tanta competencia, ni tanta hipocresía, ni tantos ocultamientos, ni tanta mentira como suele haber. De verdad lo disfruté, hasta que me vine a Mendoza a "reinicializarme" otra vez.

En el medio, pateé zanjones y muertos con derecho; recibí (¡cuántas!) lecciones pretendidas de gente que se autopercibía el culo sideralmente más de lo que valía; supe del magnate y del tahúr; rodé como bolita de purrete arrabalero y quedé fulero y cachuzo por los golpes... ¡qué querés...! Cuántas veces con un cuatro a un envido dije "quiero"; y otra vez me fui a baraja, sobrando con treinta y tres.

Pero nunca elegí la calle, deliberadamente. Lo poco que aprendí de ella es, en mi experiencia personal, horrible, chato, amenazante, oscuro, repulsivo, indeseado. Gloria de pocoyoes. Le devuelvo lo que me enseñó, y que no me lo reintegre ni con el 90 % de deducción por gastos administrativos.

A mí la suerte no quiso darme un bulín primer piso de un palacete central; pero nunca el sentimiento lo he tenido adormecido, y aunque todo he conseguido pagando como un chabón, busqué lleno de esperanzas el camino de los sueños hasta que caí vencido en la trampa del cordón.

Así que voy al grano y al verdadero motivo de estas líneas: he visto y oído, con estupor y con asombro de novato, que existe entre nuestros peores una mitología de preconceptos alrededor de los afiladores de cuchillos. Realmente me hirió el alma todo lo que aquellos que SÍ eligieron voluntariamente el decálogo del empedrado decían en cierta conversación sobre esos trabajadores.

Reitero: no tengo calle, no quise tener calle aunque caí a la calle en total soledad, y no sé. ¿Alguien sabe? O sea: ¿por qué esa fama, si es que existe? Con toda sinceridad, no puedo creer las barbaridades que escuché primero y leí después, en decenas de apostillas en la red sobre este nobilísimo y abnegado oficio...

¿Alguien que quiera avivar a un gil como yo, ha tenido alguna mala experiencia con esta gente que me sigue pareciendo indiscutiblemente honesta a priori? ¿Por qué el ensañamiento de ese colectivo de repudiables al que me vi expuesto? ¿Es otra categoría discriminada por nuestra porquería? ¿Hay un encono especial de la clase media con este rubro? ¿En qué se basa?

Me dio tanta repulsión el verme irradiado por esos discursos de pretendido "saber vivir"; de orgullo por el adoquín heredado, corregido y aumentado, que no puedo sino preguntar, aunque más no sea para encontrarle una lógica enferma.

Perdón, la pregunta es odiosa y las respuestas únicamente van a alimentar mi desprecio por estos aberrantes múltiples (los de siempre) a los que detesto con todo lo que soy; así que no me respondan nada.

Simplemente sepan que he estado frente a exhibidores de opinión ancestralmente negativa respecto de los afiladores ambulantes de cuchillos; lo que me parece, además de estúpidamente novedoso, por demás abyecto, disparatado, repugnante, descabellado y signo rotundo (otro más) de nuestro tóxico destino inmodificable y de nuestra miseria espiritual prevaleciente.

 


*Eddy W. Hopper. Abogado


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