Revista Nos Disparan desde el Campanario Año III Nro. 52 Razón, Utopía y Violencia... por Karl Popper
“El secreto del buen debate y la convivencia política es la humildad; es
entender que uno puede estar equivocado al igual que el otro puede estar equivocado;
o algo mejor aún, que ambos pueden estar equivocados”.
Hay muchas personas que odian la
violencia y están convencidas de que una de sus tareas principales y al mismo
tiempo más esperanzadas es luchar por su reducción y, si es posible, para su eliminación
de la vida humana. Me cuento entre esos esperanzados enemigos de la violencia.
No sólo odio la violencia, sino que también creo firmemente que la lucha contra
ella no es en modo alguno inútil. Comprendo que la tarea es difícil. Comprendo
que en el curso de la historia ha sucedido demasiado a menudo que aquello que
parecía al principio ser un gran éxito en la lucha contra la violencia se
convertía en una derrota. No pierdo de vista el hecho que la nueva era de
violencia, que se inició con las dos guerras mundiales, de ningún modo ha
llegado a su fin. El nazismo y el fascismo han sido derrotados completamente,
pero debo admitir que su derrota no significa que hayan sido derrotadas la
barbarie y la brutalidad. Por el contrario, es inútil cerrar los ojos ante el
hecho de que esas odiadas ideas lograron algo semejante a la victoria en la
derrota. Debo admitir que Hitler logró degradar el nivel moral de nuestro mundo
occidental y que en el mundo actual hay más violencia y fuerza bruta que la que
habría sido tolerada aun en la década posterior a la primera guerra mundial. Y
debemos enfrentar la posibilidad de que nuestra civilización pueda ser
destruida finalmente por esas nuevas armas que el hitlerismo nos tenía
destinadas quizás hasta dentro de la primera década después de la segunda
guerra mundial. Pues, sin duda, el espíritu del hitlerismo ganó su mayor
victoria sobre nosotros cuando, después de su derrota, usamos las armas que la
amenaza del nazismo nos llevó a crear. Pero a pesar de todo esto abrigo tanta
esperanza como siempre de que es posible derrotar la violencia. Es nuestra
única esperanza y largos períodos de la historia de las civilizaciones, tanto
occidentales como orientales, prueban que no se trata de una esperanza vana,
que es posible reducir la violencia y llevarla bajo el control de la razón.
Quizás es ése el motivo por el cual, al igual que muchos otros, creo en la
razón; por el cual me llamo racionalista porque veo en la actitud racional la
única alternativa a la violencia. Cuando dos hombres discrepan es porque
sus opiniones difieren o porque sus intereses difieren, o por ambas causas. Hay
muchos tipos de desacuerdo en la vida social que deben ser resueltos de una u
otra manera. La cuestión puede ser tal que deba ser dirimida, porque no hacerlo
puede crear nuevas dificultades cuyos efectos acumulativos provoquen una
tensión intolerable, tal como un estado de continua e intensa preparación para
decidir el problema. (Un ejemplo de esto es la carrera armamentista.) Llegar a
una decisión puede convertirse en una necesidad. ¿Cómo puede llegarse a una
decisión? Hay, fundamentalmente, sólo dos caminos posibles: la argumentación
(inclusive con argumentos sometidos a arbitraje, por ejemplo, ante alguna corte
internacional de justicia) y la violencia. O, si se trata de un choque de
intereses, las dos alternativas son un compromiso razonable o el intento de
destruir al rival.
“El racionalista, tal como yo uso el
término, es un hombre que trata de llegar a las decisiones por la argumentación
o, en ciertos casos, por el compromiso, y no por la violencia. Es un hombre que
prefiere fracasar en el intento de convencer a otra persona mediante la
argumentación antes que lograr aplastarla por la fuerza, la intimidación y las
amenazas, o hasta por la propaganda persuasiva.
Comprenderemos mejor lo que entiendo
por razonabilidad si consideramos la diferencia entre tratar de convencer a una
persona mediante argumentos y tratar de persuadirla mediante la
propaganda. La diferencia no reside tanto en el uso de los argumentos. La
propaganda a menudo usa también argumentos. Y tampoco reside la diferencia en
nuestra convicción de que nuestros argumentos son concluyentes y de que todo
hombre razonable debe admitir que lo son. Reside más bien en una actitud de
toma y daca, en la disposición no sólo a convencer al otro, sino también a
dejarse convencer por él. Lo que llamo la actitud de razonabilidad puede ser
caracterizada mediante una observación como la siguiente: Creo que tengo razón,
pero yo puedo estar equivocado y ser usted quien tenga la razón; en todo caso,
discutámoslo, pues de esta manera es más probable que nos acerquemos a una
verdadera comprensión que si meramente insistimos ambos en que tenemos razón.
Se comprenderá que lo que llamo la
actitud de razonabilidad o actitud racionalista presupone una cierta dosis de
humildad intelectual. Quizás sólo la puedan aceptar quienes tienen conciencia
de que a veces se equivocan y quienes habitualmente no olvidan sus errores.
Nace de la comprensión de que no somos omniscientes y de que debemos a otros la
mayoría de nuestro conocimiento. Es una actitud que trata, en la medida de lo
posible, de transferir al campo de las opiniones en general las dos reglas de
todo procedimiento legal: primero, que se debe oír siempre a ambas partes;
segundo, que quien es parte en el caso no puede ser un buen juez.
Creo que sólo podemos evitar la
violencia en la medida en que practiquemos esta actitud de razonabilidad al
tratar unos con otros en la vida social; y que toda otra actitud puede engendrar
la violencia, aun un intento unilateral de tratar con otros mediante una suave
persuasión y convencerlos mediante argumentos y ejemplos de esas visiones que
nos enorgullecemos de poseer, y de cuya verdad estamos absolutamente seguros.
Todos recordamos cuántas guerras religiosas se libraron en pro de una religión
del amor y la suavidad; cuántos cuerpos fueron quemados vivos con la intención
genuinamente bondadosa de salvar sus almas del fuego eterno del infierno. Sólo
si abandonamos toda actitud autoritaria en el ámbito de la opinión, sólo si
adoptamos la actitud de toma y daca, la disposición de aprender de otras
personas, podemos abrigar la esperanza de refrenar los actos de violencia
inspirados por la piedad y el sentido del deber. Hay muchas dificultades que
impiden la rápida difusión de la razonabilidad. Una de las principales
dificultades es que siempre se necesitan dos para hacer razonable una
discusión. Cada una de las partes debe estar dispuesta a aprender de la otra.
Es imposible tener una discusión racional con un hombre que prefiere dispararme
un balazo antes que ser convencido por mí. En otras palabras, hay límites para
la actitud de razonabilidad. Lo mismo ocurre con la tolerancia. No debemos
aceptar sin reservas el principio de tolerar a todos los intolerantes, pues si
lo hacemos, no sólo nos destruimos a nosotros mismos, sino también a la actitud
de tolerancia. (Todo esto está contenido en la observación que hice antes: que
la razonabilidad debe ser una actitud de toma y daca). Una consecuencia
importante de todo esto es que no debemos permitir que se borre la distinción
entre ataque y defensa. Debemos insistir en esta distinción, así como apoyar y
desarrollar instituciones sociales (tanto nacionales como internacionales) cuya
función sea discriminar entre agresión y resistencia a la agresión. Creo que he
dicho lo suficiente como para aclarar qué quiero decir cuando me califico de
racionalista. Mi racionalismo no es dogmático. Admito de plano que no puedo
probarlo racionalmente. Confieso francamente que elijo el racionalismo porque
odio la violencia, y no me engaño a mí mismo con la creencia de que este odio
tiene fundamentos racionales. O para decirlo de otra manera, mi racionalismo no
es independiente, sino que se basa en una ley irracional en la actitud de
razonabilidad. No creo que se pueda ir más allá de esto. Se podría decir,
quizás, que mi fe irracional en los derechos iguales y recíprocos de convencer
a otros y ser convencido por ellos es una fe en la razón humana; o,
simplemente, que creo en el hombre. Si digo que creo en el hombre, quiero decir
en el hombre tal como es; y nunca soñaría siquiera en afirmar que es totalmente
racional. No creo que deba plantearse una cuestión como la relativa a si el
hombre es más racional que emocional o a la inversa: no hay manera de evaluar o
comparar tales aspectos. Admito que me siento inclinado a protestar contra
ciertas exageraciones (provenientes en gran medida de una vulgarización del
psicoanálisis) de la irracionalidad del hombre y de la sociedad humana. Pero no
solamente soy consciente del poder de las emociones en la vida humana, sino
también de su valor. Nunca sostendría que el logro de una actitud de
razonabilidad deba convertirse en el objetivo dominante de nuestras vidas. Todo
lo que pretendo afirmar es que esta actitud puede llegar a no estar totalmente
ausente, ni siquiera en relaciones dominadas por grandes pasiones, como el
amor.Se comprenderá ahora mi actitud fundamental ante el problema de la razón y
la violencia; y espero que sea la misma que la de alguno de mis lectores y de
muchas otras personas de todas partes. Es esta la base sobre la cual propongo
discutir el problema del utopismo. Creo que podemos considerar al
utopismo como el resultado de una forma de racionalismo, y trataré de demostrar
que se trata de una forma de racionalismo muy diferente de aquella en la cual
creemos yo y muchos otros. Así, trataré de mostrar que existen al menos dos
formas de racionalismo, una de las cuales considero correcta y la otra errónea;
y que la errónea es la que da origen al utopismo. Hasta donde se me alcanza, el
utopismo es el resultado de una manera de razonar aceptada por muchos que se
asombrarían si se les dijera que esta manera aparentemente ineludible y
evidente de razonar conduce a resultados utópicos. Quizás pueda presentarse
este razonamiento especioso de la siguiente manera.
Una acción, podría argüirse, es
racional si hace el mejor uso de los medios disponibles para lograr un
determinado fin. Puede ocurrir, sin duda, que sea imposible determinar
racionalmente ese fin. Sea como fuere, sólo podernos juzgar racionalmente una
acción y describirla como racional o adecuada con respecto a un fin dado. Sólo
si tenemos un fin, y sólo con respecto a tal fin, podemos decir que actuamos
racionalmente.
Ahora bien, apliquemos este argumento
a la política. Toda política consta de acciones, y éstas serán racionales sólo
si persiguen algún fin. El fin de las acciones políticas de un hombre puede ser
el aumento de su propio poder o su riqueza. O puede ser el mejoramiento de las
leyes del Estado, un cambio en la estructura del Estado.
En el último caso mencionado la
acción política sólo será racional si determinamos primero los objetivos
finales de los cambios políticos que queremos efectuar. Será racional sólo con
respecto a ciertas ideas acerca de cómo debe estar constituido un Estado. Así,
parece que, como preámbulo a toda acción política racional, debemos tratar
primero de aclarar todo lo posible nuestros objetivos políticos últimos, por
ejemplo, acerca del tipo de Estado que consideramos el mejor, y sólo después
podemos empezar a determinar los medios que pueden ser más adecuados para
realizar este Estado o para dirigirnos lentamente hacia él, al considerarlo
como el propósito de un proceso histórico que —en cierta medida— podemos
influir y conducir hacia el fin elegido. Pues bien, es precisamente a la
concepción esbozada a la que llamo utópica.
Toda acción política racional y no
egoísta, según esa concepción, debe estar precedida por una determinación de
nuestros fines últimos, no solamente de fines intermedios o parciales que sólo
sean escalones hacia nuestros fines últimos y que, por lo tanto, deben ser
considerados como medios más que como fines. Por consiguiente, la acción
política racional debe basarse en una descripción o esquema más o menos claro y
detallado de nuestro Estado ideal, y también en un plano o esquema del camino
histórico que conduce hacia ese objetivo.
Considero a lo que llamo utopismo una
teoría atrayente, y hasta enormemente atrayente; pero también la considero
peligrosa y perniciosa. Creo que es autofrustrante y que conduce a la
violencia. El hecho de que sea autofrustrante se vincula con el hecho de que es
imposible determinar fines científicamente. No hay ninguna manera científica de
elegir entre dos fines. Algunas personas, por ejemplo, aman y veneran la
violencia. Para ellos, una vida sin violencias sería obscura y trivial. Muchos
otros, entre los cuales me cuento, odian la violencia. Se trata de una disputa
acerca de fines. La ciencia no puede decidirla. Esto no significa que la
tentativa de argumentar contra la violencia sea necesariamente una pérdida de
tiempo. Sólo significa que posiblemente no se pueda argumentar con el admirador
de la violencia. Éste contestará nuestros argumentos con un balazo, si no se lo
refrena mediante la amenaza de la contraviolencia. Si está dispuesto a escuchar
nuestros argumentos sin balearnos, entonces está al menos infectado de
racionalismo y, quizás, podamos ganarlo. Esta es la razón por la cual argumentar
no es una pérdida de tiempo, en la medida en que se nos escuche.
Pero no podemos, mediante argumentos,
hacer que la gente escuche argumentos; no podemos, por medio de argumentos,
convertir a quienes sospechan de todo argumento y que prefieren las decisiones
violentas a las decisiones racionales. No se les puede probar que están
equivocados.
Y éste es sólo un caso particular,
que puede ser generalizado. No puede establecerse ninguna decisión acerca de
objetivos por medios puramente racionales o científicos. Sin embargo,
los argumentos pueden ser sumamente útiles para llegar a una decisión acerca de
objetivos.
Al destacar la dificultad de decidir,
a través de argumentos racionales, entre ideales utópicos diferentes, no quiero
dar la impresión de que existe un ámbito —el de los fines— que está totalmente
fuera del poder de la crítica racional (aunque sí quiero decir que el ámbito de
los fines está más allá del poder de la argumentación científica.) Pues yo
mismo trato de argumentar en lo que respecta a ese ámbito: y al señalar la
dificultad de decidir entre esquemas utópicos rivales, trato de argumentar
racionalmente contra la elección de fines ideales de este tipo. Análogamente,
mi intento de señalar que esta dificultad probablemente conduzca a la violencia
tiene la intención de ser un argumento racional, aunque sólo alcanzara a los
que odian la violencia. Puede demostrarse que el método utópico, que
elige un estado ideal de la sociedad como el objetivo al cual deben tender
todas nuestras acciones políticas, probablemente conduzca a la violencia del
siguiente modo. Puesto que no podemos determinar los fines últimos de las
acciones políticas científicamente o por métodos puramente racionales, no
siempre es posible dirimir por el método de la argumentación las diferencias de
opinión concernientes a cuál debe ser el Estado ideal. Tendrán, al menos
parcialmente, el carácter de diferencias religiosas. Y no puede haber
tolerancia alguna entre esas diferentes religiones utópicas. Los objetivos
utópicos están destinados a ser la base de la acción política racional y la
discusión, y tal acción sólo parece posible si se ha elegido definitivamente el
objetivo. Así, el utopista debe conquistar o aplastar a sus utopistas rivales,
que no comparten sus propios objetivos utópicos y no profesan su propia
religión utopista. Pero tiene que hacer aún más. Tiene que ser muy
radical en la eliminación y extirpación de todas las concepciones heréticas
rivales. Pues el camino hacia el objetivo utópico es largo. Por ello, la racionalidad
de su acción política requiere la constancia del objetivo durante mucho tiempo
futuro; y esto sólo puede lograrse si no se limita a aplastar a las religiones
utópicas rivales, sino que hasta extirpa —en la medida de lo posible— toda
memoria de ella. El uso de métodos violentos para la supresión de objetivos se
hace aún más urgente si consideramos que el período de la construcción utopista
probablemente sea un período de cambio social. Es probable también que, en un
período semejante, las ideas puedan cambiar. Así, lo que muchos pueden haber
considerado como deseable en la época en que se trazaba el esquema utopista, en
una fecha posterior puede parecer menos deseable. Si esto sucede, todo el
enfoque corre el peligro de derrumbarse. Pues si cambiamos nuestros objetivos
políticos últimos mientras tratamos de desplazarnos hacia ellos, pronto
podremos descubrir que nos estamos moviendo circularmente. Todo el método de
fijar primero un objetivo político último y luego disponerse a ir hacia él es
fútil si se cambia el objetivo durante el proceso de su realización. Puede
ocurrir fácilmente que los pasos dados hasta ese momento de hecho alejen del
nuevo objetivo. Y si luego cambiamos de dirección del acuerdo con nuestro nuevo
objetivo, nos exponemos al mismo riesgo. A pesar de todos los sacrificios que
podamos haber realizado para estar seguros de que estamos actuando
racionalmente, podemos no llegar a ninguna parte, aunque no exactamente a esa
"ninguna parte" a la que alude la palabra "utopía".
Nuevamente, la única manera de evitar tales cambios de nuestros objetivos
parece ser el uso de la violencia, que incluye la propaganda, la supresión de
la crítica y el aniquilamiento de toda oposición. Junto con ella, se afirma la
sabiduría y la visión de los planificadores utópicos, de los ingenieros
utópicos que diseñan y ejecutan el plan utopista. De este modo, los ingenieros
utopistas deben convertirse en seres omniscientes y omnipotentes. Se convierten
en dioses. No debe haber otros dioses por encima de ellos. El racionalismo
utópico es un racionalismo autofrustrante. Por buenos que sean sus fines, no
brinda la felicidad, sino sólo la desgracia familiar de estar condenado a vivir
bajo un gobierno tiránico. Es importante comprender plenamente esta crítica. No
critico ideales políticos como tales, ni afirmo que un ideal político nunca
pueda ser realizado. Esta no sería una crítica válida. Se han realizado muchos
ideales que antes se consideraban dogmáticamente irrealizables, por ejemplo, el
establecimiento de instituciones eficientes y no tiránicas para asegurar la paz
civil, esto es, para la supresión de delitos contra el Estado. Y no veo ninguna
razón por la cual una judicatura y una fuerza de policía internacionales deban
tener menos éxito en la supresión del delito internacional, esto es, de la
agresión nacional y el mal trato a minorías o, quizás, a mayorías. Yo no objeto
el intento de realizar tales ideales. ¿En qué reside, pues, la diferencia entre
esos benévolos planes utópicos que yo objeto porque conducen a la violencia y
esas otras reformas políticas importantes y de largo alcance que propendo a
recomendar? Si yo tuviera que dar una fórmula o receta simple para
distinguir entre los que considero planes admisibles de reforma social y
esquemas utópicos inadmisibles, diría lo siguiente: “Trabajad para la
eliminación de males concretos, más que para la realización de bienes
abstractos. No pretendáis establecer la felicidad por medios políticos. Tended
más bien a la eliminación de las desagracias concretas. O, en términos más
prácticos: luchad para la eliminación de la miseria por medios directos, por
ejemplo, asegurando que todo el mundo tenga unos ingresos mínimos. O luchad
contra las epidemias y las enfermedades creando hospitales y escuelas de
medicina. Luchad contra el analfabetismo como lucháis contra la delincuencia.
Pero haced todo esto por medios directos. Elegid lo que consideréis el mal más
acuciante de la sociedad en que vivís y tratad pacientemente de convencer a la
gente de que es posible librarse de él. Pero no tratéis de realizar esos
objetivos indirectamente, diseñando y trabajando para la realización de un
ideal distante de una sociedad perfecta. Por mucho que os sintáis deudores de
su visión inspiradora, no penséis que estáis obligados a trabajar por su
realización o que vuestra misión es abrir los ojos de otros hacia su belleza.
No permitáis que vuestros sueños de un mundo maravilloso os aparten de las
aspiraciones de los hombres que sufren aquí y ahora. Nuestros congéneres tienen
derecho a nuestra ayuda; ninguna generación debe ser sacrificada en pro de
generaciones futuras, en pro de un ideal de la felicidad que nunca puede ser
realizado. En resumen, mi tesis es que la miseria humana es el problema más
urgente de una política pública racional, y que la felicidad no constituye un
problema semejante. El logro de la felicidad debe ser dejado a nuestros
esfuerzos privados”. De hecho, y no es un hecho muy extraño, no presenta
grandes dificultades llegar a un acuerdo en la discusión acerca de cuáles son los
males más intolerables de nuestra sociedad y acerca de cuáles son las reformas
sociales más urgentes. Tal acuerdo puede ser alcanzado mucho más fácilmente que
un acuerdo concerniente a una forma ideal de la vida social. Pues los males
están en medio de nosotros, aquí y ahora. Se los puede experimentar y, de
hecho, los experimentan cotidianamente muchas personas a quienes la miseria, la
desocupación, la opresión nacional, la guerra y las enfermedades hacen
desdichadas. Aquellos de nosotros que no sufren de esos males encuentran todos
los días a otras personas que nos los pueden describir. Es eso lo que da a los
males un carácter concreto, es la razón por la cual podemos llegar a algo al
argumentar acerca de ellos, por la cual podemos aprovechar aquí la actitud de
razonabilidad. Podemos aprender mucho oyendo aspiraciones concretas, tratando
pacientemente de evaluarlas de la manera más imparcial que podamos y
reflexionando acerca de los modos de satisfacerlas sin crear males peores. No
sucede lo mismo con los bienes ideales. A éstos sólo los conocemos a través de
nuestros sueños y de los sueños de nuestros poetas y profetas. No exigen la
actitud racional del juez imparcial, sino la actitud emocional del predicador
apasionado. La actitud utopista, por lo tanto, se opone a la actitud de
razonabilidad. El utopismo, aunque a menudo se presenta con un disfraz
racionalista, no puede ser más que un seudo racionalismo. ¿Cuál es el error,
entonces, en el argumento aparentemente racional que esbocé al exponer la
defensa del utopista? Creo que es muy cierto que sólo podemos juzgar la
racionalidad de una acción con respecto a ciertas aspiraciones o fines. Pero
esto no significa necesariamente que sólo se pueda juzgar la racionalidad
de una acción política con respecto a un fin histórico. Y tampoco
significa, indudablemente, que debamos considerar toda situación social o
política desde el punto de vista de algún ideal histórico preconcebido, desde
el punto de vista de un presunto fin último del desarrollo de la historia. Por
el contrario, si entre nuestras aspiraciones y objetivos hay algo concebido en
términos de felicidad y desdicha humanas, entonces estamos obligados a juzgar
nuestras acciones no sólo en términos de posibles contribuciones a la felicidad
del hombre en un futuro distante, sino también en sus efectos más inmediatos.
No debemos argüir que una determinada situación social es sólo un medio para
alcanzar un fin, sobre la base de que es meramente una situación histórica
transitoria. Pues todas las situaciones son transitorias. Análogamente, no
debemos argüir que la desdicha de una generación puede ser considerada como un
simple medio para asegurar la felicidad perdurable de generaciones futuras; ni
el alto grado de felicidad prometida ni el gran número de generaciones que
gozarán de ella pueden dar mayor fuerza a ese argumento. Todas las generaciones
son transitorias. Todas tienen el mismo derecho a ser tomadas en consideración,
pero nuestros deberes inmediatos son, indudablemente, hacia la presente
generación y hacia la próxima. Además, nunca debemos tratar de compensar
la desdicha de alguien con la felicidad de algún otro. De este modo, los
argumentos aparentemente racionales del utopismo quedan reducidos a la nada. La
fascinación que el futuro ejerce sobre el utopista no tiene nada que ver con la
previsión racional. Considerada bajo este aspecto, la violencia que el utopismo
alimenta se parece mucho al amor común de una metafísica evolucionista, de una
filosofía histérica de la historia, ansiosa de sacrificar el presente a los
esplendores del futuro e inconsciente de que su principio llevaría a sacrificar
cada período futuro particular en aras de otro posterior a él; e igualmente
inconsciente de la verdad trivial de que el futuro último del hombre — sea lo
que fuere lo que el destino le depara - no puede ser nada más espléndido que su
extinción final. El atractivo del utopismo surge de no comprender que no
podemos establecer el paraíso en la tierra. Lo que podemos hacer en cambio,
creo yo, es hacer la vida un poco menos terrible y un poco menos injusta en
cada generación. Por este camino es mucho lo que puede lograrse. Ya es mucho lo
que se ha logrado en los últimos cien años. Nuestra propia generación puede
lograr aún más. Hay muchos problemas acuciantes que podemos resolver, al menos
parcialmente; podemos ayudar a los débiles y los enfermos, y a todos los que
sufren bajo la opresión y la injusticia; podemos eliminar la desocupación,
igualar las oportunidades e impedir los delitos internacionales como el
chantaje y la guerra instigados por hombres exaltados a la posición de dioses,
por líderes omnipotentes y omniscientes. Podríamos lograr de luchar por
nuestros esquemas utópicos de un nuevo mundo y un nuevo hombre. Aquellos de
nosotros que creen en el hombre tal como es y que, por lo tanto, no han
abandonado la esperanza de derrotar a la violencia y a la irracionalidad deben
exigir, en cambio, que se les dé a todos los hombres el derecho de disponer de
su vida por sí mismos, en la medida en que esto sea compatible con los derechos
iguales de los demás. Podemos ver por lo que antecede que el problema de los
racionalismos verdaderos y falsos forma parte de un problema más vasto. En
última instancia, se trata del problema de una actitud cuerda hacia nuestra
propia existencia y hacia sus limitaciones, de ese mismo problema alrededor del
cual han hecho tanto ruido los que se llaman a sí mismos
"existencialistas", exponentes de una nueva teología sin Dios. Creo
que hay un elemento neurótico y hasta histérico en ese énfasis exagerado en la
fundamental soledad del hombre en un mundo sin Dios y en la tensión resultante
entre el yo y el mundo. Tengo pocas dudas de que esta histeria es íntimamente
afín al romanticismo utópico y, también, a la ética del culto del héroe, a una
ética que sólo puede comprender la vida en los términos de "domina o
póstrate". No dudo que esta histeria es el secreto de su fuerte atractivo.
Puede verse que nuestro problema es parte de otro mayor en el hecho de que se
puede establecer un claro paralelo entre él y la división en racionalismo falso
aun en una esfera aparentemente tan alejada del racionalismo como la de la
religión. Los pensadores cristianos han interpretado la relación entre el
hombre y Dios al menos de dos maneras diferentes. La manera sensata puede ser
expresada así: "No olvides nunca que los hombres no son Dioses; pero
recuerda que hay en ellos una chispa divina." La otra, exagera la tensión
entre el hombre y Dios, así como entre la bajeza del hombre y las alturas a las
que aspira. Introduce la ética del "domina o póstrate" en la relación
entre el hombre y Dios. No sé si hay siempre sueños conscientes o inconscientes
de asemejarse a Dios y de omnipotencia en las raíces de esa actitud. Pero
pienso que es difícil negar que el énfasis puesto en esa tensión sólo puede
surgir de una actitud no equilibrada frente al problema del poder.
Esa actitud desequilibrada (e
inmadura) está obsesionada por el problema del poder, no sólo sobre otros
hombres, sino también sobre nuestro medio ambiente natural, sobre el mundo como
un todo. Lo que podría llamarse, por analogía, la "religión falsa" no
sólo está obsesionada por el poder de Dios sobre los hombres, sino también por
Su poder para crear un mundo; análogamente, el falso racionalismo está
fascinado por la idea de crear enormes máquinas y mundos sociales utópicos. El
"conocimiento es poder" de Bacon y el "gobierno del sabio"
de Platón son diferentes expresiones de esta actitud que, en el fondo, consiste
en reclamar el poder sobre la base de los propios dones intelectuales
superiores. El verdadero racionalista, en cambio, sabe siempre cuan poco
sabe y es consciente del hecho simple de que toda facultad crítica o razón que
pueda poseer la debe al intercambio intelectual con otros. Por consiguiente, se
sentirá inclinado a considerar a los hombres como fundamentalmente iguales, y a
la razón humana como vínculo que los une. La razón, para él, es precisamente lo
opuesto a un instrumento del poder y la violencia: la ve como un medio mediante
el cual domesticar a éstos.
Fuente: Nos Disparan desde el
Campanario
Link de Origen: AQUÍ
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