Revista Nos Disparan desde el Campanario Año III Nro. 51 EL ORIGEN DE LOS MECANISMOS DE CONTROL POR MICHEL FOUCAULT
Pesadillas de Zdzisław Beksiński
Fuente: Bloghemia
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“La
ideología religiosa, surgida y fomentada en los grupos cuáqueros, y metodistas
en la Inglaterra del siglo XVII, viene ahora a despuntar en el otro polo, el
otro extremo de la escala social, del lado del poder, como instrumento de
control de arriba a abajo.”
Michel
Foucault.
Trascripción de una Conferencia dictada por el
filósofo francés, Michel Foucault.
Por: Michel Foucault
En la conferencia anterior procuré mostrar
cuáles fueron los mecanismos y los efectos de la estatización de la justicia
penal en la Edad Medía. Quisiera que nos situásemos ahora a finales del siglo
XVIII y comienzos del XIX, en el momento en que se constituye lo que, en ésta y
la próxima conferencia, intentaré analizar bajo el nombre de sociedad
disciplinaria. La sociedad contemporánea puede ser denominada —por razones que
explicaré— sociedad disciplinaria. Quisiera mostrar cuáles son las formas de
prácticas penales que caracterizan a esta sociedad, cuáles son las relaciones
de poder que subyacen a estas prácticas penales, y cuáles son las formas de
saber, los tipos de conocimiento, los tipos de sujetos de conocimiento que
emergen a partir y en el espacio de esta sociedad disciplinaria que es la
nuestra.
La formación de la sociedad disciplinaria
puede ser caracterizada por la aparición, a finales del siglo XVIII y comienzos
del XIX, de dos hechos contradictorios, o mejor dicho, de un hecho que tiene
dos aspectos, dos lados que son aparentemente contradictorios: la reforma y
reorganización del sistema judicial y penal en los diferentes países de Europa
y el mundo. Esta transformación no presenta las mismas formas, amplitud y
cronología en los diferentes países.
En Inglaterra, por ejemplo, las formas de la
justicia permanecieron relativamente estables, mientras que el contenido de las
leyes, el conjunto de conductas reprimibles desde el punto de vista penal se
modificó profundamente. En el siglo XVIII había en Inglaterra 313 ó 315
conductas capaces de llevar a alguien a la horca, al cadalso, 315 delitos que
se castigaban con la pena de muerte. Esto convertía al código, la ley y el
sistema penal inglés del siglo XVIII en uno de los más salvajes y sangrientos
que conoce la historia de la civilización. Esta situación se modificó
profundamente a comienzos del siglo XIX sin que cambiaran sustancialmente las
formas y las instituciones judiciales inglesas. En Francia, por el contrario,
se produjeron modificaciones muy profundas en las instituciones penales
manteniendo intacto el contenido de la ley penal.
¿En qué consisten estas transformaciones de
los sistemas penales? Por una parte, en una reelaboración teórica de la ley
penal que puede encontrarse en Beccaria, Bentham, Brissot y los legisladores a
quienes se debe la redacción del primero y segundo código penal francés de la
época revolucionaria.
El principio fundamental del sistema teórico
de la ley penal definido por estos autores es que el crimen, en el sentido
penal del término o, más técnicamente, la infracción, no ha de tener en
adelante relación alguna con la falta moral o religiosa. La falta es una
infracción a la ley natural, a la ley religiosa, a la ley moral; por el
contrario, el crimen o la infracción penal es la ruptura con la ley, ley civil
explícitamente establecida en el seno de una sociedad por el lado legislativo
del poder político. Para que haya infracción es preciso que haya también un
poder político, una ley, y que esa ley haya sido efectivamente formulada. Antes
de la existencia de la ley no puede haber infracción. Según estos teóricos,
sólo pueden sufrir penalidades las conductas efectivamente definidas como
reprimibles por la ley.
Un segundo principio es que estas leyes
positivas formuladas por el poder político de una sociedad, para ser
consideradas buenas, no deben retranscribir en términos positivos los contenidos
de la ley natural, la ley religiosa o la ley moral. Una ley penal debe
simplemente representar lo que es útil para la sociedad, definir como
reprimible lo que es nocivo, determinando así negativamente lo que es
útil.
El tercer principio se deduce naturalmente de
los dos primeros: una definición clara y simple del crimen. El crimen no es
algo emparentado con el pecado y la falta, es algo que damnifica a la sociedad,
es un daño social, una perturbación, una incomodidad para el conjunto de la
sociedad.
Hay también, por consiguiente, una nueva
definición del criminal: el criminal es aquél que damnifica, perturba la
sociedad. El criminal es el enemigo social. Esta idea aparece expresada con
mucha claridad en todos estos teóricos y también figura en Rousseau, quien
afirma que el criminal es aquel individuo que ha roto el pacto social. El
crimen y la ruptura del pacto social son nociones idénticas, por lo que bien
puede deducirse que el criminal es considerado un enemigo interno. La idea del
criminal como enemigo interno, como aquel individuo que rompe el pacto que
teóricamente había establecido con la sociedad es una definición nueva y
capital en la historia de la teoría del crimen y la penalidad.
Si el crimen es un daño social y el criminal
un enemigo de la sociedad, ¿cómo debe tratar la ley penal al criminal y cómo
debe reaccionar frente al crimen? Si el crimen es una perturbación para la
sociedad y nada tiene que ver con la falta, con la ley divina, natural,
religiosa, etc., es claro que la ley penal no puede prescribir una venganza, la
redención de un pecado.
La ley penal debe permitir sólo la reparación
de la perturbación causada a la sociedad. La ley penal debe ser concebida de
tal manera que el daño causado por el individuo a la sociedad sea pagado; si
esto no fuese posible, es preciso que ese u otro individuo no puedan jamás
repetir el daño que han causado. La ley penal debe reparar el mal o impedir que
se cometan males semejantes contra el cuerpo social.
De esta idea se extraen, según estos teóricos,
cuatro tipos posibles de castigo. En primer lugar el castigo expresado en la
afirmación: «Tú has roto el pacto social, no perteneces más al cuerpo de la
sociedad, tú mismo te has colocado fuera del espacio de la legalidad, nosotros
te expulsaremos del espacio social donde funciona esa legalidad». Es la idea
que se encuentra frecuentemente en estos autores —Beccaria, Bentham, etc.— de
que en realidad el castigo ideal sería simplemente expulsar a las personas,
exiliarlas, destinarlas o deportarlas, es decir, el castigo ideal sería la
deportación.
La segunda posibilidad es una especie de
exclusión. Su mecanismo ya no es la deportación material, la transferencia
fuera del espacio social sino el aislamiento dentro del espacio moral,
psicológico, público, constituido por la opinión. Es la idea de los castigos al
nivel de escándalo, la vergüenza, la humillación de quien cometió una
infracción. Se publica su falta, se muestra a la persona públicamente, se
suscita en el público una reacción de aversión, desprecio, condena. Esta era la
pena. Beccaria y los demás inventaron mecanismos para provocar vergüenza y
humillación.
La tercena pena es la reparación del daño
social, el trabajo forzado, que consiste en obligar a las personas a realizar
una actividad útil para el Estado o la sociedad de tal manera que el daño
causado sea compensado. Tenemos así una teoría del trabajo forzado.
Por último, en cuarto lugar, la pena consiste
en hacer que el daño no pueda ser cometido nuevamente, que el individuo en
cuestión no pueda volver a tener deseos de causar un daño a la sociedad
semejante al que ha causado, en hacer que le repugne para siempre el crimen
cometido. Y para obtener ese resultado la pena ideal, la que se ajusta en la
medida exacta, es la pena del Talión. Se mata a quien mató, se confiscan los
bienes de quien robó y, para algunos de los teóricos del siglo XVIII, quien
cometió una violación debe sufrir algo semejante.
Henos aquí, pues con un abanico de
penalidades: deportación, trabajo forzado, vergüenza, escándalo público y pena
del Talión, proyectos presentados efectivamente no sólo por teóricos puros como
Beccaria sino también por legisladores como Brissot y Lepelletier de
Saint-Fargeau, que participaron en la elaboración del primer Código Penal Revolucionario.
Ya se había avanzado bastante en la organización de la penalidad centrada en la
infracción penal y en la infracción a una ley que representa la utilidad
pública. Todo deriva de esto, incluso el cuadro mismo de las penalidades y el
modo como son aplicadas.
Tenemos así estos proyectos y textos, e
incluso decretos adoptados por las Asambleas. Pero si observamos lo que
realmente ocurrió, cómo funcionó la penalidad tiempo después, hacia el año
1820, en la época de la Restauración en Francia y de la Santa Alianza en
Europa, notamos que el sistema de penalidades adoptado por las sociedades
industriales en formación, en vías de desarrollo, fue enteramente diferente del
que se había proyectado años antes. No es que la práctica haya desmentido a la
teoría sino que se desvió rápidamente de los principios teóricos enunciados por
Beccaria y Bentham.
Volvamos al sistema de penalidades. La
deportación desapareció muy rápidamente, el trabajo forzado quedó en general
como una pena puramente simbólica de reparación; los mecanismos de escándalo
nunca llegaron a ponerse en práctica; la pena del Talión desapareció con la
misma rapidez y fue denunciada como arcaica por una sociedad que creía haberse
desarrollado suficientemente.
Estos proyectos muy precisos de penalidad
fueron sustituidos por una pena muy curiosa que apenas habla sido mencionada
por Beccaria y que Brissot trataba de manera muy marginal: nos referimos al
encarcelamiento, la prisión. La prisión no pertenece al proyecto teórico de la
reforma de la penalidad del siglo XVIII, surge a comienzos del siglo XIX como
una institución de hecho, casi sin justificación teórica.
No sólo la prisión, que no estaba prevista en
el programa del siglo XVIII y que se generalizará durante el siglo siguiente,
sino también la legislación penal sufrirá una formidable inflexión en relación
con lo que estaba establecido en la teoría.
En efecto, desde comienzos del siglo XIX y de
manera cada vez más acelerada con el correr del siglo, la legislación penal se
irá desviando de lo que podemos llamar utilidad social; no intentará señalar
aquello que es socialmente útil sino, por el contrario, tratará de ajustarse al
individuo. Puede citarse como ejemplo las grandes reformas de la legislación
penal en Francia y los demás países europeos entre 1825 y 1850-60, que
consisten en la organización de, por así decirlo, circunstancias atenuantes: la
aplicación rigurosa de la ley, tal como se expone en el Código puede ser
modificada por decisión del juez o el jurado y en función del individuo
sometido a juicio. La utilización de las circunstancias atenuantes que asume
paulatinamente una importancia cada vez mayor falsea considerablemente el
principio de una ley universal que representa únicamente los intereses
sociales. Por otra parte, la penalidad del siglo XIX se propone cada vez menos
definir de modo abstracto y general qué es nocivo para la sociedad, alejar a
los individuos dañinos o impedir que reincidan en sus delitos. De modo cada vez
más insistente, la penalidad del siglo XIX tiene en vista menos la defensa
general de la sociedad que el control y la reforma psicológica y moral de las
actitudes y el comportamiento de los individuos. Esta es una forma de penalidad
totalmente diferente de la prevista en el siglo XVIII, puesto que el gran principio
de la penalidad para Beccaria era que no habría castigo sin una ley explícita y
sin un comportamiento también explícito que violara esa ley.
Toda la penalidad del siglo XIX pasa a ser un
control, no tanto sobre si lo que hacen los individuos está de acuerdo o no con
la ley sino más bien al nivel de lo que pueden hacer, son capaces de hacer,
están dispuestos a hacer o están a punto de hacer.
Así, la gran noción de la criminología y la
penalidad de finales del siglo XIX fue el escandaloso concepto, en términos de
teoría penal, de peligrosidad. La noción de peligrosidad significa que el
individuo debe ser considerado por la sociedad al nivel de sus virtualidades y
no de sus actos; no al nivel de las infracciones efectivas a una ley también
efectiva sino de las virtualidades de comportamiento que ellas representan.
El último punto fundamental que la teoría
penal cuestiona aún más profundamente que Beccaria es que, para asegurar el
control de los individuos —que no es ya reacción penal a lo que hacen sino
control de su comportamiento en el mismo momento en que se esboza— la
institución penal no puede estar en adelante enteramente en manos de un poder
autónomo, el poder judicial.
Con ello se llega a cuestionar la gran
separación atribuida a Montesquieu —o al menos formulada por él— entre poder
judicial, poder ejecutivo y poder legislativo. El control de los individuos,
esa suerte de control penal punitivo a nivel de sus virtualidades no puede ser
efectuado por la justicia sino por una serie de poderes laterales, al margen de
la justicia, tales como la policía y toda una red de instituciones de
vigilancia y corrección: la policía para la vigilancia, las instituciones
psicológicas, psiquiátricas, criminológicas, médicas y pedagógicas para la
corrección. Es así que se desarrolla en el siglo XIX alrededor de la
institución judicial y para permitirle asumir la función de control de los
individuos al nivel de su peligrosidad, una gigantesca maquinaria de
instituciones que encuadrarán a éstos a lo largo de su existencia;
instituciones pedagógicas como la escuela, psicológicas o psiquiátricas como el
hospital, el asilo, etc. Esta red de un poder que no es judicial debe
desempeñar una de las funciones que se atribuye la justicia a sí misma en esta
etapa: función que no es ya de castigar las infracciones de los individuos sino
de corregir sus virtualidades.
Entramos así en una edad que yo llamaría de
ortopedia social. Se trata de una forma de poder, un tipo de sociedad que yo
llamo sociedad disciplinaria por oposición a las sociedades estrictamente
penales que conocíamos anteriormente. Es la edad del control social. Entre los
teóricos que he citado hay uno que de algún modo previó y presentó un esquema
de esta sociedad de vigilancia, de gran ortopedia social, me refiero a Jeremías
Bentham. Pido disculpas a los historiadores de la filosofía por esta afirmación
pero creo que Bentham es más importante, para nuestra sociedad, que Kant o
Hegel. Nuestras sociedades deberían rendirle un homenaje, pues fue él quien
programó, definió y describió de manera precisa las formas de poder en que
vivimos, presentándolas en un maravilloso y célebre modelo de esta sociedad de
ortopedia generalizada que es el famoso Panóptico, forma arquitectónica que
permite un tipo de poder del espíritu sobre el espíritu, una especie de
institución que vale tanto para las escuelas como para los hospitales, las
prisiones, los reformatorios, los hospicios o las fábricas.
El Panóptico era un sitio en forma de anillo
en medio del cual había un patio con una torre en el centro. El anillo estaba
dividido en pequeñas celdas que daban al interior y al exterior y en cada una
de esas pequeñas celdas había, según los objetivos de la institución, un niño
aprendiendo a escribir, un obrero trabajando, un prisionero expiando sus
culpas, un loco actualizando su locura, etc. En la torre central había un
vigilante y como cada celda daba al mismo tiempo al exterior y al interior, la
mirada del vigilante podía atravesar toda la celda; en ella no había ningún
punto de sombra y, por consiguiente, todo lo que el individuo hacía estaba
expuesto a la mirada de un vigilante que observaba a través de persianas,
postigos semicerrados, de tal modo que podía ver todo sin que nadie, a su vez,
pudiera verlo. Para Bentham, esta pequeña y maravillosa argucia arquitectónica
podía ser empleada como recurso para toda una serie de instituciones. El
Panóptico es la utopía de una sociedad y un tipo de poder que es, en el fondo
la sociedad que actualmente conocemos, utopía que efectivamente se realizó.
Este tipo de poder bien puede recibir el nombre de panoptismo: vivimos en una
sociedad en la que reina el panoptismo.
El panoptismo es una forma de saber que se
apoya ya no sobre una indagación sino sobre algo totalmente diferente que yo
llamaría examen. La indagación era un procedimiento por el que se procuraba
saber lo que había ocurrido. Se trataba de reactualizar un acontecimiento
pasado a través de los testimonios de personas que, por una razón u otra —por
su sabiduría o por el hecho de haber presenciado el acontecimiento—, se
consideraba que eran capaces de saber.
En el Panóptico se producirá algo totalmente
diferente: ya no hay más indagación sino vigilancia, examen. No se trata de
reconstituir un acontecimiento sino algo, o mejor dicho, se trata de vigilar
sin interrupción y totalmente. Vigilancia permanente sobre los individuos por
alguien que ejerce sobre ellos un poder —maestro de escuela, jefe de oficina,
médico, psiquiatra, director de prisión— y que, porque ejerce ese poder, tiene
la posibilidad no sólo de vigilar sino también de constituir un saber sobre
aquellos a quienes vigila. Es éste un saber que no se caracteriza ya por
determinar si algo ocurrió o no, sino que ahora trata de verificar si un
individuo se conduce o no como debe, si cumple con las reglas, si progresa o
no, etcétera. Este nuevo saber no se organiza en torno a cuestiones tales como
«¿se hizo esto?, ¿quién lo hizo?»; no se ordena en términos de presencia o
ausencia, existencia o noexistencia, se organiza alrededor de la norma,
establece qué es normal y qué no lo es, qué cosa es incorrecta y qué otra cosa
es correcta, qué se debe o no hacer.
Tenemos así, a diferencia del gran saber de
indagación que se organizó en la Edad Media a partir de la confiscación estatal
de la justicia y que consistía en obtener los instrumentos de reactualización
de hechos a través del testimonio, un nuevo saber totalmente diferente, un saber
de vigilancia, de examen, organizado alrededor de la norma por el control de
los individuos durante toda su existencia. Esta es la base del poder, la forma
del saber-poder que dará lugar ya no a grandes ciencias de observación como en
el caso de la indagación sino a lo que hoy conocemos como ciencias humanas:
Psiquiatría, Psicología, Sociología, etcétera. Quisiera analizar ahora cómo se
dio este proceso, cómo se llegó a tener por un lado una determinada teoría
penal que planteaba claramente una cantidad de cosas, y por otro lado una
práctica real, social, que condujo a resultados totalmente diferentes. Tomaré
sucesivamente dos ejemplos que se encuentran entre los más importantes y
determinantes de este proceso: Inglaterra y Francia; dejaré de lado el ejemplo
de los Estados Unidos, que también es importante. Me propongo mostrar cómo en
Francia y sobre todo en Inglaterra existió una serie de mecanismos de control
de la población, control permanente del comportamiento de los individuos. Estos
mecanismos se formaron oscuramente durante el siglo XVIII respondiendo a
ciertas necesidades y fueron asumiendo cada vez más importancia hasta
extenderse finalmente a toda la sociedad y acabar imponiéndose a una práctica
penal. Esta nueva teoría no era capaz de dar cuenta de estos fenómenos de
vigilancia nacidos totalmente fuera de ella, y tampoco podía programarlos. Bien
puede decirse que la teoría penal del siglo XVIII ratifica una práctica
judicial formada en la Edad Media, la estatización de la justicia: Beccaria
piensa en términos de una justicia estatizada. Aun cuando fue, en cierto
sentido, un gran reformador, no vio cómo nacían a un lado y fuera de esa
justicia estatizada procesos de control que acabarían siendo el verdadero
contenido de la nueva práctica penal.
¿Cuáles son, de dónde vienen y a qué responden
estos mecanismos de control?
Consideremos el ejemplo de Inglaterra. Desde
la segunda mitad del siglo XVIII se forman, en niveles relativamente bajos de
la escala social, grupos espontáneos de personas que se atribuyen, sin ninguna
delegación por parte de un poder superior, la tarea de mantener el orden y
crear, para ellos mismos, nuevos instrumentos para asegurarlo. Estos grupos
proliferaron durante todo el siglo XVIII. Según un orden cronológico, hubo en
primer lugar comunidades religiosas disidentes del anglicanismo —cuáqueros,
metodistas— que se encargaban de organizar su propia policía. Es así que entre
los metodistas, Wesley, por ejemplo, visitaba las comunidades metodistas en
viaje de inspección a la manera de los obispos de la alta Edad Media. A él se
sometían todos los casos de desorden: embriaguez, adulterio, vagancia, etc. Las
sociedades de amigos de inspiración cuáquera funcionaban de manera semejante.
Todas estas sociedades tenían la doble tarea de vigilar y asistir. Asistían a
los que carecían de medios de subsistencia, a quienes no podían trabajar porque
eran muy viejos, estaban enfermos o padecían una enfermedad mental, pero al
mismo tiempo que los ayudaban se asignaban la posibilidad y el derecho de observar
en qué condiciones era dada la asistencia: observar si el individuo que no
trabajaba estaba efectivamente enfermo, si su pobreza y miseria se debían a
libertinaje, a embriaguez o a vicios diversos. Eran, pues, grupos de vigilancia
espontáneos de origen, funcionamiento e ideología profundamente religiosos.
En segundo lugar hubo al lado de estas
comunidades propiamente religiosas, unas sociedades relacionadas con ellas
aunque se situaban a una cierta distancia. Por ejemplo, a finales del siglo
XVII, en Inglaterra (1692) se fundó una sociedad llamada curiosamente «Sociedad
para la Reforma de las Maneras» (del comportamiento, de la conducta). En la
época de la muerte de Guillermo III esta sociedad tenía cien filiales en
Inglaterra y diez en Irlanda, sólo en la ciudad de Dublín. Esta sociedad, que
desapareció a comienzos del siglo XVIII y reapareció bajo la influencia de
Wesley en la segunda mitad del siglo, se proponía reformar las maneras: hacer
respetar el domingo (es en gran parte gracias a la acción de estas grandes
sociedades que debemos el exciting domingo inglés), impedir el juego, las
borracheras, reprimir la prostitución, el adulterio, las imprecaciones y
blasfemias, en suma, todo aquello que pudiese significar desprecio a Dios.
Tratábase, como dice Wesley en sus sermones, de impedir que la clase más baja y
vil se aprovechara de los jóvenes sin experiencia para arrancarles su dinero.
A finales del siglo XVIII esta sociedad es
superada en importancia por otra inspirada por un obispo y algunos aristócratas
de la corte que se llamaba «Sociedad de la Proclamación», porque había
conseguido obtener del rey una proclama para el fomento de la piedad y la
virtud. Esta sociedad se transforma en 1802 y recibe el titulo característico
de «Sociedad para la Supresión del Vicio», teniendo por objetivo hacer respetar
el domingo, impedir la circulación de libros licenciosos y obscenos, plantear
acciones judiciales contra la mala literatura y mandar cerrar las casas de
juego y prostitución. Esta sociedad, aun cuando seguía siendo una organización
con fines esencialmente morales y cercana a los grupos religiosos, ya estaba un
poco laicizada.
En tercer lugar, encontramos en la Inglaterra
del siglo XVIII otros grupos más interesantes e inquietantes: grupos de autodefensa
de carácter paramilitar. Estos grupos surgieron como respuesta a las primeras
grandes agitaciones sociales que no son aún proletarias pero que sí configuran
grandes movimientos políticos y sociales de fuerte connotación religiosa a
finales del siglo XVIII, en particular, el movimiento de los partidarios de
Lord Gordon. Los sectores más acomodados, la aristocracia, la burguesía, se
organizan en grupos de autodefensa y es así que surgen una serie de
asociaciones —la «Infantería militar de Londres», la «Compañía de Artillería»—
espontáneamente, sin ayuda o con un apoyo lateral del poder. Estas asociaciones
tienen por función hacer que reine el orden político, penal o simplemente el
orden, en un barrio, una ciudad, una región o un condado.
En una última categoría de sociedad están las
propiamente económicas. Las grandes compañías y sociedades comerciales se
organizan como policías privadas para defender su patrimonio, sus stocks, sus
mercancías y barcos anclados en el puerto de Londres contra los amotinadores,
el bandidismo y el pillaje cotidiano de los pequeños ladrones. Estas policías
dividían los barrios de grandes ciudades como Londres o Liverpool en
organizaciones privadas.
Las sociedades de este tipo respondían a una
necesidad demográfica o social, la urbanización, las migraciones masivas
provenientes del campo y que paulatinamente se concentraban en las ciudades;
respondían también —y volveremos sobre este asunto— a una transformación
económica importante, una nueva forma de acumulación de la riqueza: cuando la
riqueza comienza a acumularse en forma de stocks, mercadería almacenada y
máquinas, la cuestión de su vigilancia y seguridad se transforma en un problema
insoslayable; respondían por último, a una nueva situación política. Las
revueltas populares que fueron inicialmente campesinas en los siglos XVI y XVII
se convierten ahora en grandes revueltas urbanas populares, y en seguida,
proletarias.
Es interesante observar la evolución de estas
asociaciones espontáneas del siglo XVIII: vemos un triple desplazamiento a lo
largo de esta historia.
Consideremos el primero de ellos: en un
comienzo estos grupos eran provenientes de sectores populares, de la
pequeño-burguesía. Los cuáqueros y metodistas de finales del siglo XVII y
comienzos del XVIII que se organizaban para intentar suprimir los vicios,
reformar las maneras, eran pequeño-burgueses que se agrupaban con el propósito
evidente de hacer que reine el orden entre ellos y a su alrededor. Pero esta
voluntad de hacer reinar el orden era en realidad una forma de escapar al poder
político, pues éste contaba con un instrumento formidable, temible y
sanguinario: su legislación penal. En efecto, se podía ser ahorcado en más de
300 casos, lo cual significa que era muy fácil que la aristocracia o quienes
detentaban el aparato judicial ejercieran terribles presiones sobre las capas
populares. Se comprende por qué los grupos religiosos disidentes intentaban
escapar a un poder judicial tan sanguinario y amenazador.
Para escapar a la acción de ese poder judicial
los individuos se organizaban en sociedades de reforma moral, prohibían la
embriaguez, la prostitución, el robo y en general todo aquello que pudiese dar
pábulo a que el poder atacara al grupo y lo destruyera, valiéndose de algún
pretexto para emplear la fuerza. Son, pues, más que nada grupos de autodefensa
contra el derecho y no tanto grupos de vigilancia efectiva. El refuerzo de la
penalidad autónoma era una manera de escapar a la penalidad estatal. Ahora
bien, en el curso del siglo XVII esos grupos cambiarán su inserción social y
abandonarán paulatinamente su base popular o pequeño-burguesa hasta que, al
final del siglo, quedarán compuestos y/o alentados por personajes de la
aristocracia, obispos, duques y miembros de las clases acomodadas que les darán
un nuevo contenido.
Se produce así un desplazamiento social que
indica claramente cómo la empresa de reforma moral deja de ser una autodefensa
penal para convertirse en un refuerzo del poder de la autoridad penal misma.
Junto al temible instrumento penal que ya posee, el poder colocará a estos
instrumentos de presión y control. Se trata, en alguna medida, de un mecanismo
de estatización de los grupos de control. El segundo desplazamiento consiste en
lo siguiente: mientras que en un comienzo el grupo trataba de hacer reinar un
orden moral diferente de la ley que permitiese a los individuos escapar a sus
efectos, a finales del siglo XVIII estos mismos grupos —controlados y animados
ahora por aristócratas y personas de elevada posición social — se dan como
objetivo esencial obtener del poder político nuevas leyes que ratificaran ese
esfuerzo moral. Se produce así un desplazamiento de moralidad y penalidad.
En tercer lugar puede decirse que a partir de
este momento el control moral pasará a ser ejercido por las clases más altas,
por los detentadores del poder, sobre las capas más bajas y pobres, los
sectores populares. Se convierte así en un instrumento de poder de las clases
ricas sobre las clases pobres, de quienes explotan sobre quienes son explotados,
lo que confiere una nueva polaridad política y social a estas instancias de
control. Citaré un texto que data de 1804, hacia el final de esa evolución que
intento exponer, texto escrito por un obispo llamado Watson que predicaba ante
la «Sociedad para la Supresión de los Vicios»:
«Las leyes son buenas pero, desgraciadamente,
están siendo burladas por las clases más bajas. Por cierto, las clases más
altas tampoco las tienen mucho en consideración, pero esto no tendría mucha
importancia si no fuese que las clases más altas sirven de ejemplo para las más
bajas».
Imposible ser más claro: las leyes son buenas,
buenas para los pobres; desgraciadamente los pobres escapan a las leyes, lo
cual es realmente detestable. Los ricos también escapan a las leyes, aunque
esto no tiene la menor importancia puesto que las leyes no fueron hechas para
ellos. No obstante lo malo de esto es que los pobres siguen el ejemplo de los
ricos y no respetan las leyes. Por consiguiente, el obispo Watson se siente en
la obligación de decir a los ricos:
«Os pido que sigáis las leyes aun cuando no
hayan sido hechas para vosotros, porque así al menos se podrá controlar y
vigilar a las clases más pobres.»
En esta estatización progresiva, en este
desplazamiento de las instancias de control que pasan de las manos de la
pequeña burguesía que intenta escapar al poder a las del grupo social que
detenta efectivamente el poder, en toda esta evolución, podemos observar cómo
se introduce y se difunde en un sistema penal estatizado —el cual ignoraba por
completo la moral y pretendía cortar los lazos con la moralidad y la religión—
una moralidad de origen religioso. La ideología religiosa, surgida y fomentada
en los grupos cuáqueros, y metodistas en la Inglaterra del siglo XVII, viene
ahora a despuntar en el otro polo, el otro extremo de la escala social, del
lado del poder, como instrumento de control de arriba a abajo. Autodefensa en
el siglo XVII, instrumento de poder a comienzos del siglo XIX: este es el
proceso que observamos en Inglaterra.
En Francia se da un proceso bastante diferente
debido a que, por ser un país de monarquía absoluta, poseía un fuerte aparato
estatal que la Inglaterra del siglo XVIII ya no tenía porque había sido ya
debilitado por la revolución burguesa del siglo XVII. Inglaterra se había
liberado de la monarquía absoluta saltándose esa etapa que dura en Francia unos
ciento cincuenta años.
El aparato de Estado se apoyaba en Francia en
un doble instrumento: un instrumento judicial clásico —los parlamentos, las
cortes, etc.— y un instrumento parajudicial —la policía— cuya invención debemos
al Estado francés. La policía francesa estaba compuesta por los magistrados de
policía, el cuerpo de la policía montada, y los tenientes de policía; estaba
dotada de instrumentos arquitectónicos tales como la Bastilla, Bicêtre, las
grandes prisiones, etc.; y tenía también sus aspectos institucionales como las
curiosas lettres-de-cachet.
La lettre-de-cachet no era una ley o un
decreto sino una orden del rey referida a una persona a título individual, por
la que se le obligaba a hacer alguna cosa.
Podía darse el caso, por ejemplo, de que una
persona se viera obligada a casarse en virtud de una lettre-de-cachet, pero en
la mayoría de las veces su función principal consistía en servir de instrumento
de castigo.
Por medio de una lettre-de-cachet se podía
arrestar a una persona, privarle de alguna función, etc., por lo que bien puede
decirse que era uno de los grandes instrumentos de poder de la monarquía
absoluta. Las lettres-de-cachet han sido objeto de múltiples estudios en
Francia y ha llegado a ser muy común considerarlas como algo temible,
representación de la arbitrariedad real por antonomasia que cae sobre un
individuo como un rayo. Pero es preciso ser más prudente y reconocer que no funcionaron
sólo de esta forma. Y así como vimos que las sociedades de moralidad podían
actuar como una manera de escapar al derecho, observamos también con respecto a
estas curiosas disposiciones un juego bastante curioso.
Al examinar las lettres-de-cachet enviadas por
el rey en cantidad bastante elevada notamos que, en la mayoría de los casos, no
era él quien tomaba la decisión de mandarlas. Procedía a veces como en los
restantes asuntos de Estado, pero en la mayoría de ellas, decenas de millares
de lettres-de-cachet enviadas por la monarquía, eran en realidad solicitadas
por diversos individuos: maridos ultrajados por sus esposas, padres de familia
descontentos con sus hijos, familias que querían librarse de un sujeto,
comunidades religiosas perturbadas por la acción de un individuo, comunas
molestas con el cura de la localidad, etcétera. Todos estos pequeños grupos de
individuos pedían una lettre-de-cachet al intendente del rey; éste llevaba a
cabo una indagación para saber si el pedido estaba o no justificado y si el
resultado era positivo, escribía al ministro del gabinete real encargado de la
materia solicitándole una lettre-de-cachet para arrestar a una mujer que engaña
a su marido, un hijo que es muy gastador, una hija que se ha prostituido o al
cura de la ciudad que no muestra buena conducta ante los feligreses. La
lettre-de-cachet se presenta pues, bajo su aspecto de instrumento terrible de
la arbitrariedad real, investida de una especie de contrapoder, un poder que
viene de abajo y que permite a grupos, comunidades, familias o individuos
ejercer un poder sobre alguien. Eran instrumentos de control en alguna medida
espontáneos, que la sociedad, la comunidad, ejercía sobre sí misma. La
lettre-de-cachet era por consiguiente una forma de reglamentar la moralidad
cotidiana de la vida social, una manera que tenían los grupos —familiares,
religiosos, parroquiales, regionales, locales— de asegurar su propio mecanismo
policial y su propio orden.
Si nos detenemos en las conductas que
suscitaban el pedido de lettre-de-cachet y que se sancionaban por medio de
éstas, distinguimos tres categorías:
En primer lugar lo que podríamos denominar
conductas de inmoralidad — libertinaje, adulterio, sodomía, alcoholismo, etc.
Estas conductas provocaban de parte de las familias y las comunidades un pedido
de lettre-de-cachet que era inmediatamente aceptado. Tenemos aquí, por
consiguiente, la represión moral.
En segundo lugar están las lettres-de-cachet
enviadas para sancionar conductas religiosas juzgadas peligrosas y disidentes;
en esta categoría se clasificaba a los hechiceros que tiempo hacía habían
dejado de morir en la hoguera.
En tercer lugar es interesante notar que en el
siglo XVIII las lettres-de-cachet fueron utilizadas algunas veces en casos de
conflictos laborales. Cuando los empleadores, patrones o maestros no estaban
satisfechos del trabajo de sus aprendices y obreros en las corporaciones,
podían desprenderse de ellos despidiéndoles o, rara vez, solicitando una
lettre-de-cachet.
La primera huelga de la historia de Francia
fue la de los relojeros, en 1724. Los patrones relojeros reaccionaron
detectando a quienes aparecían como líderes del movimiento de fuerza y
solicitando en seguida una lettre-de-cachet que les fue concedida poco después.
Tiempo después el ministro del rey quiso anular la lettre-decachet y poner en
libertad a los obreros huelguistas pero la misma corporación de los relojeros
solicitó al rey que no se liberara a los obreros y se mantuviera la vigencia de
la lettre-de-cachet. Este es un típico ejemplo de cómo los controles sociales,
que no se relacionan ya con la religión o la moralidad sino con problemas
laborales, se ejercen desde abajo y a través del sistema de lettres-de-cachet
sobre la naciente población obrera.
Cuando la lettre-de-cachet era punitiva
resultaba en la prisión del individuo. Es interesante señalar que la prisión no
era una pena propia del sistema penal de los siglos XVII y XVIII. Los juristas
son muy claros con respecto a esto, afirman que cuando la ley sanciona a
alguien el castigo será la condena a muerte, a ser quemado, descuartizado,
marcado, desterrado, al pago de una multa; la prisión no es nunca un castigo.
La prisión, que se convertirá en el gran castigo del siglo XIX tiene su origen
precisamente en esta práctica para-judicial de la lettre-de-cachet, utilización
del poder real por el poder espontáneo de los grupos. El individuo que era
objeto de una lettre-de-cachet no moría en la horca, ni era marcado y tampoco
tenía que pagar una multa, se lo colocaba en prisión y debía permanecer en ella
por un tiempo que no se fijaba previamente. Rara vez la lettre-de-cachet
establecía que alguien debía permanecer en prisión por un período determinado,
digamos, seis meses o un año. En general estipulaba que el individuo debía
quedar bajo arresto hasta nueva orden y ésta sólo se dictaba cuando la persona
que había pedido la lettre-de-cachet afirmaba que el individuo en prisión se
había corregido, La idea de colocar a una persona en prisión para corregirla y
mantenerla encarcelada hasta que se corrija, idea paradójica, bizarra, sin
fundamento o justificación alguna al nivel del comportamiento humano, se
origina precisamente en esta práctica.
Aparece también la idea de una penalidad que
no tiene por función el responder a una infracción sino corregir el
comportamiento de los individuos, sus actitudes, sus disposiciones, el peligro
que significa su conducta virtual. Esta forma de penalidad aplicada a las
virtualidades de los individuos, penalidad que procura corregirlos por medio de
la reclusión y la internación, no pertenece en realidad al universo del
Derecho, no nace de la teoría jurídica del crimen ni se deriva de los grandes
reformadores como Beccaria. La idea de una penalidad que intenta corregir
metiendo en prisión a la gente es una idea policial, nacida paralelamente a la
justicia, fuera de ella, en una práctica de los controles sociales o en un
sistema de intercambio entre la demanda del grupo y el ejercicio del poder.
Completados estos dos análisis quisiera ahora
extraer algunas conclusiones provisorias que intentaré utilizar en la próxima
conferencia.
Los datos del problema son los siguientes:
¿cómo fue que el conjunto teórico de las reflexiones sobre el derecho penal que
hubiera debido conducir a determinadas conclusiones quedó de hecho desordenado
y encubierto por una práctica penal totalmente diferente que tuvo su propia
elaboración teórica en el siglo XIX, cuando se retomó la teoría del castigo, la
criminología? ¿Cómo pudo olvidarse la gran lección de Beccaria, relegada y
finalmente oscurecida por una práctica de la penalidad totalmente diferente
basada en los comportamientos y virtualidades individuales dirigida a corregir
a los individuos? En mi opinión, el origen de esto se encuentra en una práctica
extra-penal. En Inglaterra los grupos, para escapar al derecho penal, crearon
para sí mismos unos instrumentos de control que fueron finalmente confiscados
por el poder central. En Francia, donde la estructura del poder político era
diferente, los instrumentos estatales establecidos en el siglo XVII por el
poder real para controlar a la aristocracia, la burguesía y los rebeldes fueron
empleados de abajo hacia arriba por los grupos sociales.
Es entonces que se plantea la cuestión de
saber por qué se da este movimiento de grupos de control, la cuestión de saber
a qué respondían estos grupos. Hemos visto a qué necesidades originarias
respondían pero, ¿por qué razón tuvieron ese destino, por qué se desviaron, por
qué el poder o quienes lo detentaban retomaron estos mecanismos de control que
estaban situados en el nivel más bajo de la población?
Para comprender esto es preciso considerar un
fenómeno importante: la nueva forma que asume la producción. En el origen de
este proceso que he venido analizando está el hecho de que en la Inglaterra de
finales del siglo XVIII —mucho más que en Francia— se da una creciente
inversión dirigida a acumular un capital que no es ya pura y simplemente
monetario. La riqueza de los siglos XVI y XVII se componía esencialmente de
fortuna o tierras, especie monetaria o, eventualmente, letras de cambio que los
individuos podían negociar. En el siglo XVIII aparece una forma de riqueza que
se invierte en un nuevo tipo de materialidad que no es ya monetaria:
mercancías, stocks, máquinas, oficinas, materias primas, mercancías en tránsito
y expedición. El nacimiento del capitalismo, la transformación y aceleración de
su proceso de asentamiento se traducirá en este nuevo modo de invertir
materialmente las fortunas. Ahora bien, estas fortunas compuestas de stocks,
materias primas, objetos importados, máquinas, oficinas, está directamente
expuesta a la depredación. Los sectores pobres de la población, gentes sin
trabajo, tienen ahora una especie de contacto directo, físico, con la riqueza.
A finales del siglo XVIII el robo de los barcos, el pillaje de almacenes y las
depredaciones en las oficinas se hacen muy comunes en Inglaterra, y justamente
el gran problema del poder en esta época es instaurar mecanismos de control que
permitan la protección de esta nueva forma material de la fortuna. Se comprende
por qué el creador de la policía en Inglaterra, Colquhoun, era un individuo que
había comenzado siendo comerciante y después encargado de organizar un sistema
para vigilar las mercaderías almacenadas en los docks de Londres para una
compañía de navegación. La policía de Londres nació de la necesidad de proteger
los docks, los almacenes y los depósitos. Esta es la primera razón, mucho más
fuerte en Inglaterra que en Francia, de la aparición de una necesidad absoluta
de este control. En otras palabras, a esto se debe que este control que
funcionaba con bases casi populares, fuese en determinado momento tomado desde
arriba. La segunda razón es que la propiedad rural, tanto en Francia como en
Inglaterra, cambiará igualmente de forma con la multiplicación de las pequeñas
propiedades como producto de la división y delimitación de las grandes
extensiones de tierras. Los espacios desiertos desaparecen a partir de esta
época y paulatinamente dejan de existir también las tierras sin cultivar y las
tierras comunes de las que todos pueden vivir; al dividirse y fragmentarse las
propiedades, los terrenos se cierran y los propietarios de estos terrenos se
ven expuestos a depredaciones. Sobre todo entre los franceses se dará una
suerte de idea fija: el temor al pillaje campesino, a la acción de los
vagabundos y los trabajadores agrícolas que, en la miseria, desocupados,
viviendo como pueden, roban caballos, frutas, legumbres, etc. Uno de los
grandes problemas de la Revolución Francesa fue el hacer que desapareciera este
tipo de rapiñas campesinas. Las grandes revueltas políticas de la segunda parte
de la Revolución Francesa en la Vendée y la Provenza fueron de algún modo el
resultado del malestar de los pequeños campesinos y trabajadores agrícolas que
no encontraban en este nuevo sistema de división de la propiedad, los medios de
existencia que poseían en el régimen de grandes latifundios.
En consecuencia, puede decirse que la nueva
distribución espacial y social de la riqueza industrial y agrícola hizo
necesarios nuevos controles sociales a finales del siglo XVIII.
Los nuevos sistemas de control social
establecidos por el poder, la clase industrial y propietaria, se tomaron de los
controles de origen popular o semipopular y se organizaron en una versión
autoritaria y estatal.
A mi modo de ver, éste es el origen de la
sociedad disciplinaria. En la próxima conferencia intentaré explicar cómo ese
movimiento, que apenas he esbozado, se institucionalizó en el siglo XVIII y se convirtió
en una forma de relación política interna de la sociedad del siglo XIX.
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