Revista Nos Disparan desde el Campanario Año III Nro. 50 Literatura, Compromiso, Transformación Social y Democracia… por José Saramago
Fuente: Bloghemia
Gráfica: www.Sabersinfin.com
I
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El mundo se
está convirtiendo en una caverna igual que la de Platón:
todos
mirando imágenes y creyendo que son la realidad.
José
Saramago
Artículo del escritor José Saramago,
publicado originalmente en el nº 119 de la revista Quimera, en junio
de 1993
Aunque pueda humillar a ciertas vanidades
literarias más inclinadas de lo que aconseja la modestia a magnificar su papel,
no tenemos más remedio que reconocer que la literatura no ha transformado ni
transforma socialmente al mundo, y que el mundo es el que ha transformado y va
transformando, y no sólo socialmente, a la literatura
Repito estas palabras lentamente -literatura,
compromiso, transformación social-, pronuncio las sílabas como si en cada una
de ellas todavía se escondiese un significado secreto a la espera de ser
revelado o simplemente reconocido, intento reencaminarlas para la integridad de
un sentido primero, restauradas del desgaste del uso, purificadas de las
vulgaridades de la rutina, y me encuentro, sin sorpresas, ante dos vías de
reflexión, quién sabe si las únicas posibles, recorridas ya mil veces, es cierto,
pero a las que nuestro ineludible destino regresa siempre, cuando la continua
crisis en la que viven los seres humanos -seres en crisis, por excelencia, y
humanos quizás por eso mismo deja de ser crónica, habitual, para volverse aguda
y, al cabo de un tiempo, culturalmente insustentable. Como parece ser la
situación de este hombre que hoy somos y de este tiempo en que vivimos.
La primera vía de reflexión, que desde ahora,
y pidiendo perdón a quien piense lo contrario, me atrevería a calificar de ingenua
sería la de una tendencia muy corriente que consiste en incluir a la literatura
entre los agentes de transformación social, entendiéndose tal denominación, en
este caso, no tanto como referida a las consecuencias sociales de los factores
estéticos, pero sí a supuestas influencias determinantes, en el orden ético y
en el orden axiológico, independientemente del carácter positivo o negativo de
sus manifestaciones. De acuerdo con este modo de pensar, y extrapolando, en
beneficio del raciocinio, contenidos y formas históricamente diferenciados,
para poder abarcar en una única visión la enseñanza, la literatura y la cultura
en general, tendríamos que coincidir hoy, a pesar de los desmentidos trágicos
de la realidad, con la panglosiana convicción de nuestros ochocentistas y
optimistas abuelos, para quienes abrir una escuela equivalía a cerrar una
cárcel. Que vengan las estadísticas escolares y judiciales a decimos si la
masificación de la enseñanza se ha configurado, de hecho, como suficiente
prevención o antídoto eficaz contra la masificación de los crímenes, que es,
sin duda, una de las características de nuestro fin de siglo…
Dejemos entonces las escuelas a un lado,
dejemos a otro lado la cultura en general, dejemos el arte, la filosofía y la
ciencia, para cuya adecuada ponderación me faltarían el saber y la autoridad, y
volvamos a la literatura y a su relación con la sociedad. Vamos a mantenemos
discretamente en los dominios de lo ético y lo axiológico (sin los cuales hay
que reconocer que cualquier examen de una transformación social determinada,
sea cual sea su época, tendría que satisfacerse con poco más que una tabla de
pesos y medidas) y reconozcamos, por mucho que esa verificación castigue
nuestra confianza, que las obras de los grandes creadores literarios del
pasado, de Homero a Cervantes, de Dante a Shakespeare, de Camoens a
Dostoievski, a pesar de la excelencia de pensamiento y la suerte de belleza que
diversamente nos propusieron, no parecen haber originado, en sentido pleno,
ninguna transformación social efectiva, aun teniendo una fuerte y a veces
dramática influencia en comportamientos individuales y generacionales. En el
plano de la ética, de los valores, del respeto humano, apetece decir, sin
cinismo, que la humanidad (me estoy refiriendo, claro está, a lo que solemos
designar mundo occidental) sería exactamente lo que es hoy si Goethe no hubiera
venido al mundo. Y que, reforzando esta idea, no consta que la lectura de los
Fioretti de San Francisco de Asís hubiese salvado siquiera a una sola de las
víctimas de la Inquisición…
Es admisible, entonces, afirmar que la
literatura, aun cuando por razones religiosas o políticas se dedicó a un
misionarismo de buenos consejos y a una ingeniería de almas nuevas, no sólo no
contribuyó, como tal, a una modificación positiva y duradera de las sociedades
sino que provocó, muchas veces, insanos sentimientos de frustración individual
y colectiva, resultantes de un balance negativo entre las teorías y las
prácticas, entre lo dicho y lo hecho, entre una letra que proclamaba un
espíritu y un espíritu que no se reconocía en la letra. Bastante más fácil
sería, para quien se empeñe en descubrir en todas las cosas mutuas relaciones
de causa-efecto, reunir pruebas de la maléfica influencia de la literatura (de
una parte de ella, por lo menos) en las costumbres y en la moral, y por lo
tanto en la sociedad, tarea, además, bastante favorecida por la presencia
obsesiva, por ejemplo, de algunas de esas obras y algunos de esos autores en el
imaginario sexual de millones de personas, alimentando de fantasmas y
fantasías. A los que, de otro modo, faltarían referencias, abono, modelos, en
otras palabras, una completa filosofía de la vida… Entendidas así tales
relaciones, y adoptando la actitud, más común de lo que se imagina, de aquéllos
que creen que algo sólo tiene verdadera existencia a partir del momento en que
existe la palabra que lo nombra, el sadismo se habría revelado al mundo cuan do
el Marqués de Sade, siendo un niño, le arrancó por primera vez las alas a una
mosca, y el masoquismo también tuvo que esperar el día en que la pequeña alma
de Sacher-Masoch, tal vez a la misma edad, e imitando, sin saberlo, el ejemplo
de los místicos de todas las religiones, entendió que era primero posible, y
después deseable pasar del sufrimiento en el placer al placer en el
sufrimiento. Al cabo de milenios, después de una larguísima espera, de tanto
tiempo perdido, el sádico y el masoquista pudieron finalmente encontrarse,
reconocerse como complementarios y, de esta forma, inaugurar la felicidad.
Este camino, tan breve, por la primera de las
vías de reflexión que se nos presentan, aquélla que se asentaba en el
presupuesto de que la literatura, independientemente del significado moral o
amoral de sus expresiones, habría ejercido o ejercería todavía influencia en la
sociedad, al punto de constituirse como uno de sus agentes transformadores, nos
ha conducido, creo, a una conclusión pesimista y aparentemente no extrapolable:
la de su irresponsabilidad esencial. Irresponsabilidad, digo, en el sentido restringido
de que no será legítimo atribuir al ciclo de La Guerra de las Dos Rosas de
Shakespeare, tomemos este ejemplo, la culpa de un eventual aumento, en número y
en gravedad, de los crímenes públicos o privados en general, como de la misma
manera no tendremos derecho a acusar al autor de Ricardo III de no haber podido
lograr, gracias a lo que se espera sea la lección amonestadora y edificante de
toda la tragedia, que los reyes y los presidentes se mataran menos y los
particulares se respetasen más. Unos a otros y a sí mismos, debe añadirse. Si
la literatura es de hecho irresponsable, en la doble acepción de que no le
puedan ser imputados, aunque sólo sea parcialmente, ni el bien ni el mal de la
humanidad, y por lo tanto no está obligada, ya sea para hacer penitencia como
para felicitarse, a prestar declaración en ningún tribunal de opinión, si, por
el contrario, actúa, en su hacerse, como un reflejo más o menos inmediato del
estado mental de las sociedades y de sus sucesivas transformaciones, entonces,
la segunda vía de reflexión propuesta, aquella que, quizá con excesivo
radicalismo, precisamente acabaría por mostrar a la literatura como mero y
obediente sujeto, incluso en sus aparentes rebeliones, se interrumpe cuando aún
no habíamos dado los primeros pasos, reconduciéndonos así irónicamente al punto
de partida, a la bifurcación de los caminos, a la eterna interrogación sobre lo
que debe ser y para qué debe servir la literatura cuando, en la vida cultural
de los pueblos, se instala el sentimiento inquietante de que, no habiendo
aparente mente dejado de ser, manifiestamente ha dejado de servir. Aunque el
determinismo de la conclusión puede humillar ciertas vanidades literarias, más
inclinadas de lo que aconsejaría la modestia a magnificar su papel en la República
de las Letras y en la sociedad en general, pienso que no tendremos más remedio
que reconocer que la literatura no ha transformado ni transforma socialmente al
mundo, y que el mundo es el que ha transformado y va transformando, y no sólo
socialmente, a la literatura. Puesta así la cuestión, en términos simples, se
objetará que después de que nos han cerrado los caminos, ahora vienen a
cerramos las puertas y que, encerrado en este círculo, vicioso y perverso como
ninguno, al escritor, como tal, no le quedará nada más que trabajar sin
esperanza de influir realmente en la vida de su época, limitado a producir los
libros que la necesidad de diversión de la sociedad, sin su parecer, le va
encargando, y con los cuales se satisfacen él y ella, o, en el caso de haber
sido reconocido al proyectarse sobre el cosmos, como poseedor del talento
suficiente, escribir obras que su tiempo comprenderá mal o a las que será
hostil, dejando al futuro la responsabilidad de un juicio definitivo que,
eventualmente seguro y justo en ese caso específico, incurrirá, infaliblemente,
en errores de apreciación cuando, en el presente, sea llamado a pronunciarse
sobre las obras contemporáneas. En verdad, el escritor cuando escribe no se
encuentra solo, está también rodeado de oscuridad, y creo que no abusaré de mi
limitada facultad de imaginar si digo que hasta la propia luz de la obra -poca
o mucha, todas la tienen lo ciega. De esta particular ceguera no lo podrá curar
ninguna crítica, ningún juicio, ninguna opinión, por más fundamentadas y útiles
en algunos planos que se le presenten, ya que son emitidos, todos ellos, desde
otro lugar.
¿En qué quedamos entonces? Si las sociedades
no dejan transformar por la literatura, aunque ésta en alguna que otra ocasión
pueda haber tenido en las sociedades alguna influencia superficial, o si por el
contrario, es la literatura la que se encuentra permanentemente acosada por
sociedades como éstas de hoy, que no exigen más que las fáciles variantes de
una misma anestesia del espíritu que llaman frivolidad y brutalidad, cómo
podremos nosotros, sin olvidar las lecciones del pasado y las insuficiencias de
una reflexión dicotómica que se limitaría a hacer nos viajar entre la
hipótesis, nunca satisfactoriamente verificada, de una literatura agente de transformaciones
sociales, y la evidencia de una literatura, esta otra, que no parece ser capaz
de hacer más que recoger los destrozos y enterrar las víctimas de las batallas
sociales, ¿cómo podremos, insisto, aunque provoquemos la burla de las
futilidades mundanas y el escarnio de los señores del mundo, volver a un debate
sobre literatura y compromiso, sin que parezca que estamos hablando de restos
fósiles?
Espero que en un futuro próximo no falten
respuestas a esta pregunta y que cada una de ellas, o todas juntas, puedan
hacernos salir de la dolorosa y resignada parálisis de pensamiento y acción en
que parecemos complacemos. Por mi parte, me limito a proponer, sin más rodeos,
que regresemos rápidamente al Autor, a esa concreta figura de hombre o mujer
que está detrás de los libros y sin la cual la literatura no sería nada, no
para que nos diga cómo escribió sus grandes o pequeñas obras (lo más probable
es que no lo sepa), no para que nos eduque y nos guíe con sus lecciones (que
muchas veces es el primero en no seguir), sino, simplemente, para que nos diga
quién es, en la sociedad en que estamos él y nosotros, para que se muestre
todos los días como ciudadano de este presente, aunque, como escritor, crea
estar trabajando para el futuro. El problema no está en que, supuestamente, se
hayan extinguido las razones y las causas de orden social, ideológico o
político que, con resultados estéticos tan variables en cuanto a las
intenciones, llevaron a lo que se llamó literatura de compromiso, en el sentido
moderno de la expresión; el problema está, más crudamente, en que el escritor,
por regla general, ha dejado de comprometerse y que muchas de las teorizaciones
en que hoy nos dejamos envolver no tienen otra finalidad que constituirse como
evasiones intelectuales, modos de ocultar, a nuestros propios ojos, la mala
conciencia y el malestar de un grupo de personas -los escritores- que, después
de haberse observado a sí mismos, durante mucho tiempo, como luz divina y farol
del mundo, añaden ahora, a la oscuridad intrínseca del acto creador, las
tinieblas de la renuncia y de la abdicación cívicas.
Después de muerto, el escritor será juzgado
según aquello que hizo. Reivindiquemos, en cuanto está vivo, el derecho a
juzgarlo también por aquello que es.
II
¿Qué es exactamente la democracia?
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"El
sistema llamado democrático se parece cada vez más a un gobierno de los ricos y
cada vez menos a un gobierno del pueblo. Imposible negar la evidencia: la masa
de los pobres llamada a votar nunca es llamada a gobernar.” José Saramago
Artículo de escritor y premio Nobel de
Literatura, José Saramago, publicado en Le Monde Diplomatique, en agosto de
2004
En su libro Política, Aristóteles nos dice en
primer lugar esto: “En democracia, los pobres son reyes porque son mayoría, y
porque la voluntad de la mayoría tiene fuerza de ley”. En un segundo pasaje,
parece restringir primero el alcance de esta frase, luego la amplía, la
completa y acaba por establecer un axioma: “La equidad en el seno del Estado
exige que los pobres no posean de ningún modo más poder que los ricos, que no
sean los únicos soberanos, sino que todos los ciudadanos lo sean en proporción
a su número. Éstas son las condiciones indispensables para que el Estado
garantice eficazmente la igualdad y la libertad”.
Aristóteles nos dice que aunque participen con
total legitimidad democrática en el gobierno de la polis, los ciudadanos ricos
serán siempre una minoría en razón de una incontestable proporcionalidad. Sobre
un punto, tenía razón: por más lejos que nos remontemos en el tiempo, nunca los
ricos fueron más numerosos que los pobres. Pese a esto, los ricos siempre
gobernaron el mundo o sostuvieron los hilos de los que gobernaban. Constatación
más actual que nunca. Señalemos de paso que, para Aristóteles, el Estado
representa una forma superior de moralidad…
Todo manual de derecho constitucional nos
enseña que la democracia es “una organización interna del Estado por la cual el
origen y el ejercicio del poder político incumbe al pueblo, organización que
permite al pueblo gobernado gobernar a su vez por medio de sus representantes
electos”. Aceptar definiciones como ésta, de una pertinencia tal que roza las
ciencias exactas, correspondería, traspuestas a nuestra vida, a no tener en
cuenta la gradación infinita de estados patológicos a los que nuestro cuerpo
puede verse confrontado en todo momento.
En otros términos: el hecho de que la
democracia pueda definirse con mucha precisión no significa que funcione
realmente. Una breve incursión en la historia de las ideas políticas conduce a
dos observaciones a menudo descartadas so pretexto de que el mundo cambia. La
primera, recuerda que la democracia apareció en Atenas, hacia el siglo V antes
de Cristo; que suponía la participación de todos los hombres libres en el
gobierno de la ciudad; estaba fundada en la forma directa, siendo los cargos
efectivos o atribuidos según un sistema mixto de sorteo y elección; y los
ciudadanos tenían derecho al voto y a presentar propuestas en las asambleas
populares.
Sin embargo —ésta es la segunda observación—,
en Roma, continuadora de los griegos, el sistema democrático no consiguió
imponerse. El obstáculo procedió del poder económico desmedido de una aristocracia
latifundista que veía en la democracia un enemigo directo. Pese al riesgo de
toda extrapolación, ¿podemos evitar preguntarnos si los imperios económicos
contemporáneos no son, también, adversarios radicales de la democracia, aunque
se mantengan por el momento las apariencias?
El lugar del poder
Las instancias del poder político intentan
desviar nuestra atención de una evidencia: dentro mismo del mecanismo electoral
se encuentran en conflicto una opción política representada por el voto y una
abdicación cívica. ¿Acaso no es cierto que, en el preciso momento en que la
boleta es introducida en la urna, el elector transfiere a otras manos, sin más
contrapartida que algunas promesas escuchadas durante la campaña electoral, la
parcela de poder político que poseía hasta ese momento en tanto miembro de la
comunidad de ciudadanos?
Este papel de abogado del diablo que asumo
puede parecer imprudente. Razón de más para que examinemos qué es nuestra
democracia y cuál es su utilidad, antes de pretender —obsesión de nuestra
época— hacerla obligatoria y universal. Esta caricatura de democracia que, como
misioneros de una nueva religión, procuramos imponer al resto de mundo no es la
democracia de los griegos, sino un sistema que los mismos romanos no habrían
vacilado en imponer a sus territorios. Este tipo de democracia, rebajada por
mil parámetros económicos y financieros, habría logrado sin duda hacer cambiar
de idea a los latifundistas del Lacio, transformados entonces en los más
fervientes demócratas…
Puede emerger en la mente de ciertos lectores
una enojosa sospecha sobre mis convicciones democráticas, dadas mis muy
conocidas inclinaciones ideológicas…
Defiendo la idea de un mundo verdaderamente
democrático que finalmente se haga realidad, dos mil quinientos años después de
Sócrates, Platón y Aristóteles. Esa quimera griega de una sociedad armoniosa,
sin distinciones entre amos y esclavos, como la conciben las almas cándidas que
siguen creyendo en la perfección.
Algunos me dirán: pero las democracias
occidentales no son censatarias ni racistas, y el voto del ciudadano rico o de
piel blanca cuenta tanto en las urnas como el del ciudadano pobre o de piel
oscura. Si nos fiamos de semejantes apariencias, habríamos alcanzado el súmmum
de la democracia.
A riesgo de aplacar esos ardores, diré que las
realidades terribles del mundo en que vivimos hacen irrisorio ese cuadro
idílico y que, de un modo u otro, acabaremos dando con un cuerpo autoritario
disimulado bajo los más bellos atavíos de la democracia.
Así, el derecho de voto, expresión de una
voluntad política, es al mismo tiempo un acto de renuncia a esa misma voluntad,
puesto que el elector la delega a un candidato. Al menos para una parte de la
población, el acto de votar es una forma de renuncia temporaria a una acción
política personal, puesta en sordina hasta las siguientes elecciones, momento
en que los mecanismos de delegación volverán al punto de partida para empezar
otra vez de la misma manera.
Para la minoría elegida, esta renuncia puede
constituir el primer paso de un mecanismo que autoriza muchas veces, a pesar de
las vanas esperanzas de los electores, a perseguir objetivos que no tienen nada
de democráticos y pueden ser verdaderas ofensas a la ley. En principio, a nadie
se le ocurriría elegir como representantes al Parlamento a individuos
corruptos, incluso si la triste experiencia nos enseña que las altas esferas
del poder, en el plano nacional e internacional, están ocupadas por ese tipo de
criminales o sus mandatarios. Ninguna observación microscópica de los votos
depositados en las urnas tendría el poder de hacer visibles los signos
delatores de las relaciones entre los Estados y los grupos económicos cuyos
actos delictivos, e incluso bélicos, llevan a nuestro planeta derecho a la
catástrofe.
La experiencia confirma que una democracia
política que no descansa sobre una democracia económica y cultural no sirve de
mucho. Despreciada y relegada al depósito de las fórmulas envejecidas, la idea
de una democracia económica ha dejado lugar a un mercado triunfante hasta la
obscenidad. Y la idea de una democracia cultural fue reemplazada por la no
menos obscena de una masificación industrial de las culturas, pseudo
melting-pot que se utiliza para enmascarar la predominancia de una de ellas.
Creemos haber avanzado, pero en realidad
retrocedemos. Hablar de democracia se volverá cada vez más absurdo si nos
obstinamos en identificarla con instituciones denominadas partidos,
Parlamentos, gobiernos, sin proceder a un análisis del uso que estos últimos
hacen del voto que les permitió acceder al poder. Una democracia que no se
autocritica, se condena a la parálisis.
No concluyan que estoy en contra de la
existencia de los partidos: milito dentro de uno de ellos. No crean tampoco que
aborrezco los Parlamentos: los apreciaría si se consagraran más a la acción que
a la palabra. Y tampoco imaginen que sea el inventor de una receta mágica que
permite a los pueblos vivir felices sin tener gobierno. Me niego a admitir que
sólo se pueda gobernar y desear ser gobernado según los incompletos e
incoherentes modelos democráticos vigentes.
Los califico así porque no veo otra forma de
designarlos. Una democracia verdadera, que inundaría con su luz, como un sol, a
todos los pueblos, debería comenzar por lo que tenemos a mano, es decir, el
país en que nacimos, la sociedad en que vivimos, la calle donde moramos.
Si esta condición no es respetada —y no lo es—
todos los razonamientos anteriores, es decir, el fundamento teórico y el
funcionamiento experimental del sistema, estarán viciados. Purificar las aguas
del río que atraviesa la ciudad no servirá de nada si el foco de la
contaminación está en las fuentes.
La cuestión principal que todo tipo de
organización humana se plantea, desde que el mundo es mundo, es la del poder. Y
el principal problema es identificar quién lo detenta, verificar por qué medio
lo obtuvo, qué uso hace de él, qué métodos utiliza y cuáles son sus ambiciones.
Si la democracia fuera realmente el gobierno
del pueblo, para el pueblo y por el pueblo, todo debate cesaría. Pero no
estamos en ese punto. Y sólo un espíritu cínico se animaría a afirmar que todo
va inmejorablemente bien en el mundo en que vivimos.
Se dice también que la democracia es el
sistema político menos malo, y nadie se percata de que esta aceptación
resignada de un modelo que se contenta con ser “el menos malo” puede constituir
el freno de una búsqueda de algo “mejor”.
El poder democrático es, por su naturaleza,
siempre provisorio. Depende de la estabilidad de las elecciones, de las
fluctuaciones de las ideologías y de los intereses de clase. Podemos ver en él
una suerte de barómetro orgánico que registra las variaciones de la voluntad
política de la sociedad. Pero de un modo flagrante ya no contamos las
alternancias políticas aparentemente radicales que tienen por efecto cambios de
gobierno, pero que no vienen acompañadas por transformaciones sociales,
económicas y culturales tan fundamentales como hacía suponer el resultado del
sufragio.
En efecto, decir gobierno “socialista”, o
“socialdemócrata”, o aun “conservador”, o “liberal” y llamarlo “poder”, no es
más que una operación estética barata. Es pretender nombrar algo que no se
encuentra allí donde querrían hacérnoslo creer. Porque el poder, el verdadero
poder, se encuentra en otra parte: es el poder económico. Ese cuyos contornos
de filigrana percibimos, pero se nos escapa cuando queremos aproximarnos a él y
contraataca si nos dan ganas de restringir su influencia, sometiéndolo a las
reglas del interés general.
En términos más claros: los pueblos no han
elegido a sus gobiernos para que éstos los “ofrezcan” al mercado. Pero el
mercado condiciona a los gobiernos para que éstos les “ofrezcan” a sus pueblos.
En nuestra época de mundialización liberal, el mercado es el instrumento por
excelencia del único poder digno de ese nombre, el poder económico y
financiero. Éste no es democrático puesto que no ha sido elegido por el pueblo,
no es gestionado por el pueblo y sobre todo porque no tiene como finalidad el
bienestar del pueblo.
No hago más que enunciar verdades elementales.
Los estrategas políticos, de todos los bandos, han impuesto un silencio
prudente para que nadie se atreva a insinuar que seguimos cultivando la mentira
y aceptamos ser cómplices de ella.
El sistema llamado democrático se parece cada
vez más a un gobierno de los ricos y cada vez menos a un gobierno del pueblo.
Imposible negar la evidencia: la masa de los pobres llamada a votar nunca es
llamada a gobernar. En la hipótesis de un gobierno formado por los pobres,
donde éstos representarían la mayoría, como Aristóteles imaginó en su Política,
ellos no dispondrían de los medios para modificar la organización del universo
de los ricos que los dominan, vigilan y asfixian.
La pretendida democracia occidental ha entrado
en una etapa de transformación retrógrada que no puede detener, y cuyas
consecuencias previsibles serán su propia negación. No hay necesidad alguna de
que alguien tome la responsabilidad de liquidarla, ella misma se suicida todos
los días.
¿Qué hacer? ¿Reformarla? Sabemos que, como
escribió acertadamente el autor de El Gatopardo, reformar no es otra cosa que
cambiar lo necesario para que nada cambie. ¿Renovarla? ¿Qué época del pasado
suficientemente democrática valdría la pena que regresemos a ella para, a
partir de ahí, reconstruir con nuevos materiales lo que está en el camino de la
perdición? ¿La de la Grecia antigua? ¿La de las repúblicas mercantiles de la
Edad Media? ¿La del liberalismo inglés del siglo XVII? ¿La del siglo francés de
las Luces? Las respuestas serían tan fútiles como las preguntas…
¿Qué hacer entonces? Dejemos de considerar la
democracia como un valor adquirido, definido de una vez por todas e intocable
para siempre. En un mundo en que estamos acostumbrados a debatir todo, sólo
persiste un tabú: la democracia. Antonio Salazar (1889-1970), el dictador que
gobernó Portugal durante más de cuarenta años, afirmaba: “No se cuestiona a
Dios, no se cuestiona la patria, no se cuestiona la familia”. Hoy en día
cuestionamos a Dios, a la patria, y si no cuestionamos la familia es porque
ella se encarga de hacerlo sola. Pero no cuestionamos la democracia.
Entonces digo: cuestionémosla en todos los
debates. Si no encontramos un modo de reinventarla, no perderemos sólo la
democracia, sino la esperanza de ver un día los derechos humanos respetados en
este planeta. Sería entonces el fracaso más estruendoso de nuestro tiempo, la
señal de una traición que marcaría a la humanidad para siempre.
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