Revista Nos Disparan desde el Campanario Año III Nro. 50 Literatura, Compromiso, Transformación Social y Democracia… por José Saramago

 

 

Fuente: Bloghemia

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Gráfica: www.Sabersinfin.com

 

 

 

I

 

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El mundo se está convirtiendo en una caverna igual que la de Platón:

todos mirando imágenes y creyendo que son la realidad. 

José Saramago





Artículo del escritor José Saramago, publicado  originalmente en el nº 119 de la revista Quimera, en junio de 1993

 

 

Aunque pueda humillar a ciertas vanidades literarias más inclinadas de lo que aconseja la modestia a magnificar su papel, no tenemos más remedio que reconocer que la literatura no ha transformado ni transforma socialmente al mundo, y que el mundo es el que ha transformado y va transformando, y no sólo socialmente, a la literatura

Repito estas palabras lentamente -literatura, compromiso, transformación social-, pronuncio las sílabas como si en cada una de ellas todavía se escondiese un significado secreto a la espera de ser revelado o simplemente reconocido, intento reencaminarlas para la integridad de un sentido primero, restauradas del desgaste del uso, purificadas de las vulgaridades de la rutina, y me encuentro, sin sorpresas, ante dos vías de reflexión, quién sabe si las únicas posibles, recorridas ya mil veces, es cierto, pero a las que nuestro ineludible destino regresa siempre, cuando la continua crisis en la que viven los seres humanos -seres en crisis, por excelencia, y humanos quizás por eso mismo deja de ser crónica, habitual, para volverse aguda y, al cabo de un tiempo, culturalmente insustentable. Como parece ser la situación de este hombre que hoy somos y de este tiempo en que vivimos.

La primera vía de reflexión, que desde ahora, y pidiendo perdón a quien piense lo contrario, me atrevería a calificar de ingenua sería la de una tendencia muy corriente que consiste en incluir a la literatura entre los agentes de transformación social, entendiéndose tal denominación, en este caso, no tanto como referida a las consecuencias sociales de los factores estéticos, pero sí a supuestas influencias determinantes, en el orden ético y en el orden axiológico, independientemente del carácter positivo o negativo de sus manifestaciones. De acuerdo con este modo de pensar, y extrapolando, en beneficio del raciocinio, contenidos y formas históricamente diferenciados, para poder abarcar en una única visión la enseñanza, la literatura y la cultura en general, tendríamos que coincidir hoy, a pesar de los desmentidos trágicos de la realidad, con la panglosiana convicción de nuestros ochocentistas y optimistas abuelos, para quienes abrir una escuela equivalía a cerrar una cárcel. Que vengan las estadísticas escolares y judiciales a decimos si la masificación de la enseñanza se ha configurado, de hecho, como suficiente prevención o antídoto eficaz contra la masificación de los crímenes, que es, sin duda, una de las características de nuestro fin de siglo…

Dejemos entonces las escuelas a un lado, dejemos a otro lado la cultura en general, dejemos el arte, la filosofía y la ciencia, para cuya adecuada ponderación me faltarían el saber y la autoridad, y volvamos a la literatura y a su relación con la sociedad. Vamos a mantenemos discretamente en los dominios de lo ético y lo axiológico (sin los cuales hay que reconocer que cualquier examen de una transformación social determinada, sea cual sea su época, tendría que satisfacerse con poco más que una tabla de pesos y medidas) y reconozcamos, por mucho que esa verificación castigue nuestra confianza, que las obras de los grandes creadores literarios del pasado, de Homero a Cervantes, de Dante a Shakespeare, de Camoens a Dostoievski, a pesar de la excelencia de pensamiento y la suerte de belleza que diversamente nos propusieron, no parecen haber originado, en sentido pleno, ninguna transformación social efectiva, aun teniendo una fuerte y a veces dramática influencia en comportamientos individuales y generacionales. En el plano de la ética, de los valores, del respeto humano, apetece decir, sin cinismo, que la humanidad (me estoy refiriendo, claro está, a lo que solemos designar mundo occidental) sería exactamente lo que es hoy si Goethe no hubiera venido al mundo. Y que, reforzando esta idea, no consta que la lectura de los Fioretti de San Francisco de Asís hubiese salvado siquiera a una sola de las víctimas de la Inquisición…

Es admisible, entonces, afirmar que la literatura, aun cuando por razones religiosas o políticas se dedicó a un misionarismo de buenos consejos y a una ingeniería de almas nuevas, no sólo no contribuyó, como tal, a una modificación positiva y duradera de las sociedades sino que provocó, muchas veces, insanos sentimientos de frustración individual y colectiva, resultantes de un balance negativo entre las teorías y las prácticas, entre lo dicho y lo hecho, entre una letra que proclamaba un espíritu y un espíritu que no se reconocía en la letra. Bastante más fácil sería, para quien se empeñe en descubrir en todas las cosas mutuas relaciones de causa-efecto, reunir pruebas de la maléfica influencia de la literatura (de una parte de ella, por lo menos) en las costumbres y en la moral, y por lo tanto en la sociedad, tarea, además, bastante favorecida por la presencia obsesiva, por ejemplo, de algunas de esas obras y algunos de esos autores en el imaginario sexual de millones de personas, alimentando de fantasmas y fantasías. A los que, de otro modo, faltarían referencias, abono, modelos, en otras palabras, una completa filosofía de la vida… Entendidas así tales relaciones, y adoptando la actitud, más común de lo que se imagina, de aquéllos que creen que algo sólo tiene verdadera existencia a partir del momento en que existe la palabra que lo nombra, el sadismo se habría revelado al mundo cuan do el Marqués de Sade, siendo un niño, le arrancó por primera vez las alas a una mosca, y el masoquismo también tuvo que esperar el día en que la pequeña alma de Sacher-Masoch, tal vez a la misma edad, e imitando, sin saberlo, el ejemplo de los místicos de todas las religiones, entendió que era primero posible, y después deseable pasar del sufrimiento en el placer al placer en el sufrimiento. Al cabo de milenios, después de una larguísima espera, de tanto tiempo perdido, el sádico y el masoquista pudieron finalmente encontrarse, reconocerse como complementarios y, de esta forma, inaugurar la felicidad.

Este camino, tan breve, por la primera de las vías de reflexión que se nos presentan, aquélla que se asentaba en el presupuesto de que la literatura, independientemente del significado moral o amoral de sus expresiones, habría ejercido o ejercería todavía influencia en la sociedad, al punto de constituirse como uno de sus agentes transformadores, nos ha conducido, creo, a una conclusión pesimista y aparentemente no extrapolable: la de su irresponsabilidad esencial. Irresponsabilidad, digo, en el sentido restringido de que no será legítimo atribuir al ciclo de La Guerra de las Dos Rosas de Shakespeare, tomemos este ejemplo, la culpa de un eventual aumento, en número y en gravedad, de los crímenes públicos o privados en general, como de la misma manera no tendremos derecho a acusar al autor de Ricardo III de no haber podido lograr, gracias a lo que se espera sea la lección amonestadora y edificante de toda la tragedia, que los reyes y los presidentes se mataran menos y los particulares se respetasen más. Unos a otros y a sí mismos, debe añadirse. Si la literatura es de hecho irresponsable, en la doble acepción de que no le puedan ser imputados, aunque sólo sea parcialmente, ni el bien ni el mal de la humanidad, y por lo tanto no está obligada, ya sea para hacer penitencia como para felicitarse, a prestar declaración en ningún tribunal de opinión, si, por el contrario, actúa, en su hacerse, como un reflejo más o menos inmediato del estado mental de las sociedades y de sus sucesivas transformaciones, entonces, la segunda vía de reflexión propuesta, aquella que, quizá con excesivo radicalismo, precisamente acabaría por mostrar a la literatura como mero y obediente sujeto, incluso en sus aparentes rebeliones, se interrumpe cuando aún no habíamos dado los primeros pasos, reconduciéndonos así irónicamente al punto de partida, a la bifurcación de los caminos, a la eterna interrogación sobre lo que debe ser y para qué debe servir la literatura cuando, en la vida cultural de los pueblos, se instala el sentimiento inquietante de que, no habiendo aparente mente dejado de ser, manifiestamente ha dejado de servir. Aunque el determinismo de la conclusión puede humillar ciertas vanidades literarias, más inclinadas de lo que aconsejaría la modestia a magnificar su papel en la República de las Letras y en la sociedad en general, pienso que no tendremos más remedio que reconocer que la literatura no ha transformado ni transforma socialmente al mundo, y que el mundo es el que ha transformado y va transformando, y no sólo socialmente, a la literatura. Puesta así la cuestión, en términos simples, se objetará que después de que nos han cerrado los caminos, ahora vienen a cerramos las puertas y que, encerrado en este círculo, vicioso y perverso como ninguno, al escritor, como tal, no le quedará nada más que trabajar sin esperanza de influir realmente en la vida de su época, limitado a producir los libros que la necesidad de diversión de la sociedad, sin su parecer, le va encargando, y con los cuales se satisfacen él y ella, o, en el caso de haber sido reconocido al proyectarse sobre el cosmos, como poseedor del talento suficiente, escribir obras que su tiempo comprenderá mal o a las que será hostil, dejando al futuro la responsabilidad de un juicio definitivo que, eventualmente seguro y justo en ese caso específico, incurrirá, infaliblemente, en errores de apreciación cuando, en el presente, sea llamado a pronunciarse sobre las obras contemporáneas. En verdad, el escritor cuando escribe no se encuentra solo, está también rodeado de oscuridad, y creo que no abusaré de mi limitada facultad de imaginar si digo que hasta la propia luz de la obra -poca o mucha, todas la tienen lo ciega. De esta particular ceguera no lo podrá curar ninguna crítica, ningún juicio, ninguna opinión, por más fundamentadas y útiles en algunos planos que se le presenten, ya que son emitidos, todos ellos, desde otro lugar.

¿En qué quedamos entonces? Si las sociedades no dejan transformar por la literatura, aunque ésta en alguna que otra ocasión pueda haber tenido en las sociedades alguna influencia superficial, o si por el contrario, es la literatura la que se encuentra permanentemente acosada por sociedades como éstas de hoy, que no exigen más que las fáciles variantes de una misma anestesia del espíritu que llaman frivolidad y brutalidad, cómo podremos nosotros, sin olvidar las lecciones del pasado y las insuficiencias de una reflexión dicotómica que se limitaría a hacer nos viajar entre la hipótesis, nunca satisfactoriamente verificada, de una literatura agente de transformaciones sociales, y la evidencia de una literatura, esta otra, que no parece ser capaz de hacer más que recoger los destrozos y enterrar las víctimas de las batallas sociales, ¿cómo podremos, insisto, aunque provoquemos la burla de las futilidades mundanas y el escarnio de los señores del mundo, volver a un debate sobre literatura y compromiso, sin que parezca que estamos hablando de restos fósiles?

Espero que en un futuro próximo no falten respuestas a esta pregunta y que cada una de ellas, o todas juntas, puedan hacernos salir de la dolorosa y resignada parálisis de pensamiento y acción en que parecemos complacemos. Por mi parte, me limito a proponer, sin más rodeos, que regresemos rápidamente al Autor, a esa concreta figura de hombre o mujer que está detrás de los libros y sin la cual la literatura no sería nada, no para que nos diga cómo escribió sus grandes o pequeñas obras (lo más probable es que no lo sepa), no para que nos eduque y nos guíe con sus lecciones (que muchas veces es el primero en no seguir), sino, simplemente, para que nos diga quién es, en la sociedad en que estamos él y nosotros, para que se muestre todos los días como ciudadano de este presente, aunque, como escritor, crea estar trabajando para el futuro. El problema no está en que, supuestamente, se hayan extinguido las razones y las causas de orden social, ideológico o político que, con resultados estéticos tan variables en cuanto a las intenciones, llevaron a lo que se llamó literatura de compromiso, en el sentido moderno de la expresión; el problema está, más crudamente, en que el escritor, por regla general, ha dejado de comprometerse y que muchas de las teorizaciones en que hoy nos dejamos envolver no tienen otra finalidad que constituirse como evasiones intelectuales, modos de ocultar, a nuestros propios ojos, la mala conciencia y el malestar de un grupo de personas -los escritores- que, después de haberse observado a sí mismos, durante mucho tiempo, como luz divina y farol del mundo, añaden ahora, a la oscuridad intrínseca del acto creador, las tinieblas de la renuncia y de la abdicación cívicas.

Después de muerto, el escritor será juzgado según aquello que hizo. Reivindiquemos, en cuanto está vivo, el derecho a juzgarlo también por aquello que es.

 

 

II

 

¿Qué es exactamente la democracia?

 

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"El sistema llamado democrático se parece cada vez más a un gobierno de los ricos y cada vez menos a un gobierno del pueblo. Imposible negar la evidencia: la masa de los pobres llamada a votar nunca es llamada a gobernar.” José Saramago

 

 

Artículo de escritor y premio Nobel de Literatura, José Saramago, publicado en Le Monde Diplomatique, en agosto de 2004

 

En su libro Política, Aristóteles nos dice en primer lugar esto: “En democracia, los pobres son reyes porque son mayoría, y porque la voluntad de la mayoría tiene fuerza de ley”. En un segundo pasaje, parece restringir primero el alcance de esta frase, luego la amplía, la completa y acaba por establecer un axioma: “La equidad en el seno del Estado exige que los pobres no posean de ningún modo más poder que los ricos, que no sean los únicos soberanos, sino que todos los ciudadanos lo sean en proporción a su número. Éstas son las condiciones indispensables para que el Estado garantice eficazmente la igualdad y la libertad”.

Aristóteles nos dice que aunque participen con total legitimidad democrática en el gobierno de la polis, los ciudadanos ricos serán siempre una minoría en razón de una incontestable proporcionalidad. Sobre un punto, tenía razón: por más lejos que nos remontemos en el tiempo, nunca los ricos fueron más numerosos que los pobres. Pese a esto, los ricos siempre gobernaron el mundo o sostuvieron los hilos de los que gobernaban. Constatación más actual que nunca. Señalemos de paso que, para Aristóteles, el Estado representa una forma superior de moralidad…

Todo manual de derecho constitucional nos enseña que la democracia es “una organización interna del Estado por la cual el origen y el ejercicio del poder político incumbe al pueblo, organización que permite al pueblo gobernado gobernar a su vez por medio de sus representantes electos”. Aceptar definiciones como ésta, de una pertinencia tal que roza las ciencias exactas, correspondería, traspuestas a nuestra vida, a no tener en cuenta la gradación infinita de estados patológicos a los que nuestro cuerpo puede verse confrontado en todo momento.

En otros términos: el hecho de que la democracia pueda definirse con mucha precisión no significa que funcione realmente. Una breve incursión en la historia de las ideas políticas conduce a dos observaciones a menudo descartadas so pretexto de que el mundo cambia. La primera, recuerda que la democracia apareció en Atenas, hacia el siglo V antes de Cristo; que suponía la participación de todos los hombres libres en el gobierno de la ciudad; estaba fundada en la forma directa, siendo los cargos efectivos o atribuidos según un sistema mixto de sorteo y elección; y los ciudadanos tenían derecho al voto y a presentar propuestas en las asambleas populares.

Sin embargo —ésta es la segunda observación—, en Roma, continuadora de los griegos, el sistema democrático no consiguió imponerse. El obstáculo procedió del poder económico desmedido de una aristocracia latifundista que veía en la democracia un enemigo directo. Pese al riesgo de toda extrapolación, ¿podemos evitar preguntarnos si los imperios económicos contemporáneos no son, también, adversarios radicales de la democracia, aunque se mantengan por el momento las apariencias?

 

El lugar del poder

 

Las instancias del poder político intentan desviar nuestra atención de una evidencia: dentro mismo del mecanismo electoral se encuentran en conflicto una opción política representada por el voto y una abdicación cívica. ¿Acaso no es cierto que, en el preciso momento en que la boleta es introducida en la urna, el elector transfiere a otras manos, sin más contrapartida que algunas promesas escuchadas durante la campaña electoral, la parcela de poder político que poseía hasta ese momento en tanto miembro de la comunidad de ciudadanos?

Este papel de abogado del diablo que asumo puede parecer imprudente. Razón de más para que examinemos qué es nuestra democracia y cuál es su utilidad, antes de pretender —obsesión de nuestra época— hacerla obligatoria y universal. Esta caricatura de democracia que, como misioneros de una nueva religión, procuramos imponer al resto de mundo no es la democracia de los griegos, sino un sistema que los mismos romanos no habrían vacilado en imponer a sus territorios. Este tipo de democracia, rebajada por mil parámetros económicos y financieros, habría logrado sin duda hacer cambiar de idea a los latifundistas del Lacio, transformados entonces en los más fervientes demócratas…

Puede emerger en la mente de ciertos lectores una enojosa sospecha sobre mis convicciones democráticas, dadas mis muy conocidas inclinaciones ideológicas…

Defiendo la idea de un mundo verdaderamente democrático que finalmente se haga realidad, dos mil quinientos años después de Sócrates, Platón y Aristóteles. Esa quimera griega de una sociedad armoniosa, sin distinciones entre amos y esclavos, como la conciben las almas cándidas que siguen creyendo en la perfección.

Algunos me dirán: pero las democracias occidentales no son censatarias ni racistas, y el voto del ciudadano rico o de piel blanca cuenta tanto en las urnas como el del ciudadano pobre o de piel oscura. Si nos fiamos de semejantes apariencias, habríamos alcanzado el súmmum de la democracia.

A riesgo de aplacar esos ardores, diré que las realidades terribles del mundo en que vivimos hacen irrisorio ese cuadro idílico y que, de un modo u otro, acabaremos dando con un cuerpo autoritario disimulado bajo los más bellos atavíos de la democracia.

Así, el derecho de voto, expresión de una voluntad política, es al mismo tiempo un acto de renuncia a esa misma voluntad, puesto que el elector la delega a un candidato. Al menos para una parte de la población, el acto de votar es una forma de renuncia temporaria a una acción política personal, puesta en sordina hasta las siguientes elecciones, momento en que los mecanismos de delegación volverán al punto de partida para empezar otra vez de la misma manera.

Para la minoría elegida, esta renuncia puede constituir el primer paso de un mecanismo que autoriza muchas veces, a pesar de las vanas esperanzas de los electores, a perseguir objetivos que no tienen nada de democráticos y pueden ser verdaderas ofensas a la ley. En principio, a nadie se le ocurriría elegir como representantes al Parlamento a individuos corruptos, incluso si la triste experiencia nos enseña que las altas esferas del poder, en el plano nacional e internacional, están ocupadas por ese tipo de criminales o sus mandatarios. Ninguna observación microscópica de los votos depositados en las urnas tendría el poder de hacer visibles los signos delatores de las relaciones entre los Estados y los grupos económicos cuyos actos delictivos, e incluso bélicos, llevan a nuestro planeta derecho a la catástrofe.

La experiencia confirma que una democracia política que no descansa sobre una democracia económica y cultural no sirve de mucho. Despreciada y relegada al depósito de las fórmulas envejecidas, la idea de una democracia económica ha dejado lugar a un mercado triunfante hasta la obscenidad. Y la idea de una democracia cultural fue reemplazada por la no menos obscena de una masificación industrial de las culturas, pseudo melting-pot que se utiliza para enmascarar la predominancia de una de ellas.

Creemos haber avanzado, pero en realidad retrocedemos. Hablar de democracia se volverá cada vez más absurdo si nos obstinamos en identificarla con instituciones denominadas partidos, Parlamentos, gobiernos, sin proceder a un análisis del uso que estos últimos hacen del voto que les permitió acceder al poder. Una democracia que no se autocritica, se condena a la parálisis.

No concluyan que estoy en contra de la existencia de los partidos: milito dentro de uno de ellos. No crean tampoco que aborrezco los Parlamentos: los apreciaría si se consagraran más a la acción que a la palabra. Y tampoco imaginen que sea el inventor de una receta mágica que permite a los pueblos vivir felices sin tener gobierno. Me niego a admitir que sólo se pueda gobernar y desear ser gobernado según los incompletos e incoherentes modelos democráticos vigentes.

Los califico así porque no veo otra forma de designarlos. Una democracia verdadera, que inundaría con su luz, como un sol, a todos los pueblos, debería comenzar por lo que tenemos a mano, es decir, el país en que nacimos, la sociedad en que vivimos, la calle donde moramos.

Si esta condición no es respetada —y no lo es— todos los razonamientos anteriores, es decir, el fundamento teórico y el funcionamiento experimental del sistema, estarán viciados. Purificar las aguas del río que atraviesa la ciudad no servirá de nada si el foco de la contaminación está en las fuentes.

La cuestión principal que todo tipo de organización humana se plantea, desde que el mundo es mundo, es la del poder. Y el principal problema es identificar quién lo detenta, verificar por qué medio lo obtuvo, qué uso hace de él, qué métodos utiliza y cuáles son sus ambiciones.

Si la democracia fuera realmente el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo, todo debate cesaría. Pero no estamos en ese punto. Y sólo un espíritu cínico se animaría a afirmar que todo va inmejorablemente bien en el mundo en que vivimos.

Se dice también que la democracia es el sistema político menos malo, y nadie se percata de que esta aceptación resignada de un modelo que se contenta con ser “el menos malo” puede constituir el freno de una búsqueda de algo “mejor”.

El poder democrático es, por su naturaleza, siempre provisorio. Depende de la estabilidad de las elecciones, de las fluctuaciones de las ideologías y de los intereses de clase. Podemos ver en él una suerte de barómetro orgánico que registra las variaciones de la voluntad política de la sociedad. Pero de un modo flagrante ya no contamos las alternancias políticas aparentemente radicales que tienen por efecto cambios de gobierno, pero que no vienen acompañadas por transformaciones sociales, económicas y culturales tan fundamentales como hacía suponer el resultado del sufragio.

En efecto, decir gobierno “socialista”, o “socialdemócrata”, o aun “conservador”, o “liberal” y llamarlo “poder”, no es más que una operación estética barata. Es pretender nombrar algo que no se encuentra allí donde querrían hacérnoslo creer. Porque el poder, el verdadero poder, se encuentra en otra parte: es el poder económico. Ese cuyos contornos de filigrana percibimos, pero se nos escapa cuando queremos aproximarnos a él y contraataca si nos dan ganas de restringir su influencia, sometiéndolo a las reglas del interés general.

En términos más claros: los pueblos no han elegido a sus gobiernos para que éstos los “ofrezcan” al mercado. Pero el mercado condiciona a los gobiernos para que éstos les “ofrezcan” a sus pueblos. En nuestra época de mundialización liberal, el mercado es el instrumento por excelencia del único poder digno de ese nombre, el poder económico y financiero. Éste no es democrático puesto que no ha sido elegido por el pueblo, no es gestionado por el pueblo y sobre todo porque no tiene como finalidad el bienestar del pueblo.

No hago más que enunciar verdades elementales. Los estrategas políticos, de todos los bandos, han impuesto un silencio prudente para que nadie se atreva a insinuar que seguimos cultivando la mentira y aceptamos ser cómplices de ella.

El sistema llamado democrático se parece cada vez más a un gobierno de los ricos y cada vez menos a un gobierno del pueblo. Imposible negar la evidencia: la masa de los pobres llamada a votar nunca es llamada a gobernar. En la hipótesis de un gobierno formado por los pobres, donde éstos representarían la mayoría, como Aristóteles imaginó en su Política, ellos no dispondrían de los medios para modificar la organización del universo de los ricos que los dominan, vigilan y asfixian.

La pretendida democracia occidental ha entrado en una etapa de transformación retrógrada que no puede detener, y cuyas consecuencias previsibles serán su propia negación. No hay necesidad alguna de que alguien tome la responsabilidad de liquidarla, ella misma se suicida todos los días.

¿Qué hacer? ¿Reformarla? Sabemos que, como escribió acertadamente el autor de El Gatopardo, reformar no es otra cosa que cambiar lo necesario para que nada cambie. ¿Renovarla? ¿Qué época del pasado suficientemente democrática valdría la pena que regresemos a ella para, a partir de ahí, reconstruir con nuevos materiales lo que está en el camino de la perdición? ¿La de la Grecia antigua? ¿La de las repúblicas mercantiles de la Edad Media? ¿La del liberalismo inglés del siglo XVII? ¿La del siglo francés de las Luces? Las respuestas serían tan fútiles como las preguntas…

¿Qué hacer entonces? Dejemos de considerar la democracia como un valor adquirido, definido de una vez por todas e intocable para siempre. En un mundo en que estamos acostumbrados a debatir todo, sólo persiste un tabú: la democracia. Antonio Salazar (1889-1970), el dictador que gobernó Portugal durante más de cuarenta años, afirmaba: “No se cuestiona a Dios, no se cuestiona la patria, no se cuestiona la familia”. Hoy en día cuestionamos a Dios, a la patria, y si no cuestionamos la familia es porque ella se encarga de hacerlo sola. Pero no cuestionamos la democracia.

Entonces digo: cuestionémosla en todos los debates. Si no encontramos un modo de reinventarla, no perderemos sólo la democracia, sino la esperanza de ver un día los derechos humanos respetados en este planeta. Sería entonces el fracaso más estruendoso de nuestro tiempo, la señal de una traición que marcaría a la humanidad para siempre.

 

 

 


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