Revista Nos Disparan desde el Campanario Año III Nro. 50 El Miedo como Herramienta política - Percepciones editoriales

 

I

 

El escritor alemán Nemeitz publicó en 1718 un libro sobre París con “instrucciones fieles para los viajeros de condición”. Uno de sus consejos es el siguiente: “No aconsejo a nadie que ande por la ciudad en medio de la negra noche. Porque, aunque la ronda o la guardia de a caballo patrulle por todo París para impedir los desórdenes, hay muchas cosas que no ve… El Sena, que cruza la ciudad, debe arrastrar multitud de cuerpos muertos, que arroja a la orilla en su curso inferior. Por tanto, vale más no detenerse demasiado tiempo en ninguna parte y retirarse a casa a buena hora”. Nuestros temores, nuestras pesadillas, tienen siempre una carga histórica y contextual y han sido siempre un arma política de primer orden.

El miedo y sus usos políticos puede servir para entender muchas de las cosas que pasan en este mundo que habitamos, el miedo tiene poder para cambiar el mundo, como también lo tiene la esperanza. El miedo es un instrumento sumamente poderoso que el neoliberalismo (que es sin duda mucho más que una teoría económica) lleva alentando y manejando desde hace mucho tiempo, como uno de los marcos de interpretación clave para entender la realidad y definirla (Lakoff).

El miedo actual es, sin embargo, un miedo líquido, difuso, en expresión de Zygmunt Bauman, y nos trasmite que lo mejor es esconderse sin un plan de respuesta claro porque no tenemos claras las amenazas. Dejadnos llevar las riendas, nos avisan, porque contra temores poco tangibles es difícil combatir.

La táctica ha estado ahí siempre. El miedo, una emoción básica que nos paraliza o nos llama a la acción, es también una construcción socio cultural intencionada. Aprendemos a través de los demás qué debe producirnos terror y cómo responder al mismo. Y por eso los que son capaces de señalar cuáles deben ser nuestros desasosiegos pueden fabricar a su antojo el “antídoto salvador”.

Pero en la actualidad vivimos una época de recrudecimiento de esta estrategia. En los últimos años, la crisis económica ha ayudado a los asustadores profesionales a amedrentarnos hasta la parálisis, infundiendo un temor abstracto a los otros, a los extranjeros, al gasto público, al terrorismo y la inseguridad. Naomi Klein nos recuerda en La doctrina del shock que, para los pensadores neoliberales, toda crisis (real o percibida) es una oportunidad para aplicar sus políticas de ajuste. Paralizados por nuestras pesadillas, damos por bueno lo que en otras circunstancias nos resultaría inaceptable. Atemorizados, nos convertimos en personas individualistas, mucho más manipulables porque dividiendo es más fácil convencer. Olvidamos ayudar a los demás y nos quedamos solos convirtiéndonos en individuos mucho más vulnerables.

Al igual que el texto proponía a los ciudadanos no salir de casa, los gobernantes actuales nos aconsejan sumisión. Nos quieren divididos, aplicando la estrategia de “sálvese quien pueda”, centrados en lo que nos diferencia y olvidando lo que nos une, dispuestos a renunciar a elementos clave de nuestra libertad en pro de la ansiada seguridad.

Un miedo amplificado por los medios de comunicación que agrandan las narrativas del miedo; la mayor de ellas la del terrorismo internacional, pero también la del miedo al inmigrante o al diferente, el miedo económico, el miedo a la violencia. Un miedo que nos sitúa en una sociedad del riesgo (Beck), un miedo global y globalizado, de sociedades violentas, en el que, todos asustados, tenemos que combatirnos, que salvarnos como podamos, sin fiarnos los unos de los otros, defendiéndonos de amenazas intangibles pero constantes, el mundo está en guerra permanente, las amenazas se relevan entre sí, son difusas, no se someten al discurso de la lógica.

Ya no tratan de ilusionarnos con grandes utopías: sólo se postulan para salvarnos de nuestros temores. En palabras de Eduardo Galeano: “Los que trabajan tienen miedo de perder el trabajo. Los que no trabajan tienen miedo de no encontrar nunca trabajo. Quien no tiene miedo al hambre, tiene miedo a la comida… Miedo a la puerta sin cerradura, al tiempo sin relojes, al niño sin televisión, miedo a la noche sin pastillas para dormir y miedo al día sin pastillas para despertar, miedo a la multitud, miedo a la soledad, miedo a lo que fue y a lo que puede ser, miedo a morir, miedo a vivir” Es el tiempo del miedo globalizado.

EL MIEDO SE COMBATE CON INFORMACIÓN, SE COMBATE ENFRENTÁNDOSE AL MISMO, SE ENFRENTA EN PRIMER LUGAR DECIDIENDO MIRARLE A LOS OJOS

Pero no van a conseguir meternos miedo porque los efectos paralizadores de esa táctica se diluyen muy rápidamente: en cuanto los ciudadanos nos sacudimos el polvo del miedo, salimos a la calle a airear nuestras ilusiones. Los avisos de Nemeitz no fueron obstáculo para que el París de esa época se convirtiera en el centro del Siglo de las Luces, una de las épocas más revolucionarias y esperanzadoras de la historia de la humanidad.

El miedo se combate con información, se combate enfrentándose al mismo, se enfrenta en primer lugar decidiendo mirarle a los ojos; las advertencias de los traficantes de miedo no impedirán que el impulso de movimientos como el 15-M nos recuerden que, aunque a unos pocos les beneficie el terror, la esperanza es para el ser humano la estrategia conjunta más adaptativa. “Sin trabajo, sin futuro, sin casa, sin miedo” nos recuerdan señalando lo subversivo y movilizador de perder el miedo.

·         José Guillermo Fauce es doctor en psicología; profesor de psicología en la Universidad; Coordinador ONGD Psicólogos sin Fronteras Madrid y Coordinador del libro la Psicología del Miedo.

 

 


 

 

 

II

El filósofo y psicoanalista esloveno Slavo Zizek afirma que en la actualidad la moda en política es la biopolítica pospolítica, un excelente ejemplo de jerga teórica que, sin embargo, puede desvelarse fácilmente: «pospolítica» es una política que afirma dejar atrás las viejas luchas ideológicas y además se centra en la administración y gestión de expertos, mientras que «biopolítica» designa como su objetivo principal la regulación de la seguridad y el bienestar de las vidas humanas. Está claro que estas dos dimensiones se solapan: cuando se renuncia a las grandes causas ideológicas, lo que queda es sólo la eficiente administración de la vida… o casi solamente eso. Esto implica que con la administración especializada, despolitizada y socialmente objetiva, y con la coordinación de intereses como nivel cero de la política, el único modo de introducir la pasión en este campo, de movilizar activamente a la gente, es haciendo uso del miedo, constituyente básico de la subjetividad actual. Por esta razón la biopolítica es en última instancia una política del miedo que se centra en defenderse del acoso o de la victimización potenciales. Esto es lo que separa una política radical emancipatoria de nuestro statu quo político. No hablamos aquí de la diferencia en entre dos visiones o conjuntos de axiomas, sino de la diferencia entre la política basada en un conjunto de axiomas universales y una política que renuncia a la dimensión auténticamente constitutiva de lo político, puesto que recurre al miedo como principio movilizador fundamental: miedo a los inmigrantes, miedo al crimen, miedo a la pecaminosa depravación sexual, miedo al exceso racial -con su carga impositiva excesiva, etc.-, miedo a la catástrofe ecológica, miedo al acoso. La corrección política es la forma liberal ejemplar de la política del miedo. Tal (pos)política siempre se basa en la manipulación de una multitud paranoide: es la atemorizada comunión de personas atemorizadas. De este modo, el gran acontecimiento de 2006 se produjo cuando las políticas antiinmigración se popularizaron y cortaron finalmente el cordón umbilical que las había conectado a los partidos de la extrema derecha más radical. Desde Francia a Alemania, desde Austria a Holanda, con su nuevo espíritu de orgullo por la identidad cultural e histórica, los principales partidos encuentran ahora aceptable subrayar que los inmigrantes son invitados que deben acomodarse por sí mismos a los valores culturales que definen a la sociedad anfitriona: “Es nuestro país, ámalo o vete”.

La actual tolerancia liberal hacia los demás, el respeto a la alteridad y la apertura hacia ella, se complementa con un miedo obsesivo al acoso. Dicho de otro modo, el «otro» está bien, pero sólo mientras su presencia no sea invasiva, mientras ese otro no sea realmente «otro»… En estricta homología con la estructura paradójica del laxante de chocolate del capítulo anterior, la tolerancia coincide con su opuesto. Mi obligación de ser tolerante con el otro significa en efecto que no debería acercarme demasiado a él, invadir su espacio. En otras palabras, debería respetar su intolerancia a mi proximidad excesiva. Lo que emerge a pasos agigantados en la sociedad tardocapitalista como el derecho humano central es el derecho o no ser acosado, que es un derecho a permanecer a una distancia segura de los demás. La biopolítica pospolítica también tiene dos aspectos que inevitablemente parecen pertenecer a dos espacios ideológicos opuestos: primero, la reducción de los humanos a la «nuda vida», al Homo Sacer, ser sagrado que es objeto del conocimiento de todo gobierno, pero excluido -como los prisioneros de Guantánamo o las víctimas del Holocausto- de todos los derechos; y segundo, el respeto por la vulnerabilidad del otro llevada al extremo con una actitud de subjetividad narcisista que experimenta el yo como vulnerable, expuesto sin descanso a una multitud de «acosos» potenciales. ¿Puede haber un contrate más marcado que el que hay entre el respeto por la vulnerabilidad del otro y la reducción del otro a la «nuda vida» regulada por el conocimiento administrativo? ¿Y si esas dos instancias, no obstante, surgen de un único tronco común? ¿Y si son dos aspectos de una y la misma actitud subyacente? ¿ y si coinciden en lo que uno se ve tentado a designar como el caso contemporáneo del «juicio infinito» hegeliano que afirma la identidad de los opuestos? ¿Y si lo que estos dos polos comparten es precisamente el rechazo subyacente de cualquier causa mayor, la noción de que el último objetivo de nuestras vidas es la vida en sí misma? Por eso no hay contradicción entre el respeto al otro vulnerable y la preparación para justificar la tortura, la expresión extrema de tratar a los individuos como Homini sacer. En El fín de la fe, Sam Harris defiende el uso de la tortura en casos excepcionales (pero claro cualquiera que defienda la tortura la defiende como una medida excepcional; nadie abogaría seriamente por torturar a un niño hambriento que ha robado una chocolatina). Esta defensa se basa en la institución entre nuestro aborrecimiento instintivo a presenciar la tortura o el sufrimiento de un individuo con nuestros propios ojos, y nuestro conocimiento abstracto del sufrimiento de las masas; es mucho más difícil para nosotros torturar a un individuo que permitir desde lejos el lanzamiento de una bomba que puede causar una muerte mucho más dolorosa a miles de personas. Todos nos vemos presos en una especie de ilusión ética similar a las ilusiones perceptivas. La causa final de estas ilusiones es que, aunque nuestro poder de razonamiento abstracto se ha desarrollado mucho. Nuestras respuestas emocionales y éticas siguen estando condicionadas por las reacciones adultas instintivas hacia el sufrimiento y el dolor que se presencia. Por ello disparar a alguien a quemarropa nos resulta mucho más repulsivo que presionar un botón que mate a gran cantidad de personas a las que no vemos: Pues para muchos de nosotros que creemos en las exigencias de nuestra guerra contra el terrorismo, la práctica de la tortura, en ciertas circunstancias, puede parecer no sólo permisible, sino incluso necesaria. Y sin embargo no nos parece más necesaria, en términos éticos, antes. Las razones de ello son, creo, exactamente tan neurológicas como las que dieron impulso a la ilusión de la luna. [.. .] Acaso sea el momento de relevar a nuestros gobernantes y elevarlos al cielo. No sorprende que Harris se refiera a Alan Dershowitz y a su legitimación de la totura. Para suspender esta vulnerabilidad evolutiva condicionada al despliegue físico del sufrimiento de los otros, Harris imagina una «píldora de la verdad» ideal, una ranura efectiva equivalente al café descafeinado o la cola baja en calorías: Una droga que podría sustituir tanto los instrumentos de tortura como el instrumento para el completo ocultamiento de sus secuelas. La acción de la píldora sería la de producir una parálisis y tristeza transitoria de un tipo al que ningún ser humano podría someterse voluntariamente una segunda vez. Imaginemos cómo nos sentiríamos los torturadores si, después de dar esta píldora a los terroristas capturados se levantaran de lo que parecería una siesta de una hora para directamente para confesar todo lo que saben acerca de las operaciones de su organización. ¿No estaríamos al final tentados de llamarla una «píldora de la verdad»? Las primeras palabras –«una droga que podría sustituir tanto los instrumentos de tortura como el instrumento para el completo ocultamiento de sus secuelas– introducen la lógica típicamente posmoderna del laxante de chocolate: la tortura concebida aquí es como el café descafeinado, es decir, obtenemos el resultado deseado sin tener que sufrir los molestos efectos secundarios. En el conocido Instituto Serbsky de Moscú el desagüe psiquiátrico del KGB inventaron una droga para torturar a los disidentes: una inyección en la zona del corazón del preso que ralentizaba su pulso y le causaba una ansiedad terrorífica. Visto desde fuera, el prisionero parecía simplemente estar dormitando, pero en realidad estaba viviendo una pesadilla. Harris viola sus propias reglas cuando se concentra en el 11 de septiembre y en su crítica de Chomsky. El punto defendido por Chomsky es precisamente que existe cierta hipocresía a la hora de tolerar el asesinato abstracto-anónimo de miles de personas mientras se condena los casos individuales de violación de los derechos humanos. ¿Por qué debería Kissinger, cuando ordenó el bombardeo de Camboya que causó la muerte de decenas de miles de personas, ser menos criminal que los responsables de la caída de las Torres Gemelas.  ¿No será porque somos víctimas de una ilusión ética? El horror del 11 de septiembre se presentó en los medios de forma detallada, pero se condenó a la televisión Al Yazira por mostrar las fotos de los resultados del bombardeo de Faluya por Estados Unidos y por complicidad con los terroristas. Hay, sin embargo, una manera mucho más inquietante de ver todo esto: la proximidad (del sujeto torturado) que causa simpatía y hace de la tortura algo inaceptable no es la mera proximidad física de la víctima, sino, en su versión más fundamental, la proximidad del prójimo, con toda la carga judeocristiana y freudiana del término; la proximidad de algo que, sin importar lo lejos que esté físicamente, está siempre por definición «demasiado cerca». A lo que apunta Harris con su imaginaria «píldora de la verdad» es nada menos que a la abolición de la dimensión de’ prójimo. El sujeto torturado deja de ser un prójimo, es ahora un objeto cuyo dolor es neutralizado, reducido a un factor con el que hay que vérselas como en un cálculo racional utilitario (el dolor es tolerable si evita una cantidad de dolor mucho mayor). Lo que desaparece aquí es el abismo de infinitud que se relaciona con el sujeto. Es por tanto significativa que el libro que argumenta a favor de la tortura sea además un libro titulado El fin de la fe, no en el sentido obvio de «¡ves, es sólo nuestra creencia en Dios, el mandato divino de amar a tu prójimo, lo que nos previene en última instancia de torturar a la gente!», sino en un sentido mucho más radical. El «otro» sujeto – Y. en definitiva, el sujeto como tal- es para Lacan algo no dado directamente, sino una «presuposición», algo que se presume, un objeto de creencia. ¿Cómo puedo estar seguro de que lo que veo ante mí es otro sujeto Y no una máquina biológica carente de profundidad?

 

 

III

 

Mientras que para Bertrand Russell “El pensamiento es subversivo y revolucionario, destructivo y terrible. El pensamiento es despiadado con los privilegios, las instituciones establecidas y las costumbres cómodas; el pensamiento es anárquico y fuera de la ley, indiferente a la autoridad, descuidado con la sabiduría del pasado.” El ser humano teme al pensamiento más de lo que teme a cualquier otra cosa del mundo; más que la ruina, incluso más que la muerte. El pensamiento es subversivo y revolucionario, destructivo y terrible. El pensamiento es despiadado con los privilegios, las instituciones establecidas y las costumbres cómodas; el pensamiento es anárquico y fuera de la ley, indiferente a la autoridad, descuidado con la sabiduría del pasado. Pero si el pensamiento ha de ser posesión de muchos, no el privilegio de unos cuantos, tenemos que habérnoslas con el miedo. Es el miedo el que detiene al ser humano, miedo de que sus creencias entrañables no vayan a resultar ilusiones, miedo de que las instituciones con las que vive no vayan a resultar dañinas, miedo de que ellos mismos no vayan a resultar menos dignos de respeto de lo que habían supuesto. ¿Va a pensar libremente el trabajador sobre la propiedad? Entonces, ¿qué será de nosotros, los ricos? ¿Van a pensar libremente los muchachos y las muchachas jóvenes sobre el sexo? Entonces, ¿qué será de la moralidad? ¿Van a pensar libremente los soldados sobre la guerra? Entonces, ¿qué será de la disciplina militar?

¡Fuera el pensamiento!

¡Volvamos a los fantasmas del prejuicio, no vayan a estar la propiedad, la moral y la guerra en peligro!

Es mejor que los seres humanos sean estúpidos, amorfos y tiránicos, antes de que sus pensamientos sean libres. Puesto que si sus pensamientos fueran libres, seguramente no pensarían como nosotros. Y este desastre debe evitarse a toda costa. Así arguyen los enemigos del pensamiento en las profundidades inconscientes de sus almas. Y así actúan en las iglesias, escuelas y universidades. En la vida cotidiana de la mayoría de las personas el miedo desempeña un papel de mayor importancia que la esperanza; están preocupadas pensando más en lo que los otros les puedan quitar que en la alegría que pudiesen crear en sus propias vidas y en las vidas de los que están en contacto con ellas. No es así como hay que vivir. Aquellos cuyas vidas son provechosas para ellos mismos, para sus amigos o para el mundo, están inspirados por una esperanza y sostenidos por la alegría; ven en su imaginación las cosas como pudieran ser y el modo de realizarlas en el mundo. En sus relaciones particulares no se preocupan de encontrar el cariño o respeto de que son objeto; están ocupados en amar y respetar libremente, y la recompensa viene por sí, sin que ellos la busquen. En su trabajo no tienen la obsesión de los celos por sus rivales, sino que están preocupados con la cosa actual que tienen que hacer. No gastan en política, tiempo ni pasión defendiendo los privilegios injustos de su clase o nación; tienen por finalidad hacer el mundo en general más alegre, menos cruel, menos lleno de conflictos entre doctrinas rivales y más lleno de seres humanos que se hayan desarrollado libres de la opresión que empequeñece y frustra. Muchos hombres y mujeres desearían servir a la Humanidad, pero están perplejos y su poder parece infinitesimal.  La desesperación se apodera de ellos; los que tienen las pasiones más fuertes sufren más por el sentido de su impotencia y están más propensos a la ruina espiritual por falta de esperanza. En tanto que creamos solamente en el inmediato futuro, no es mucho lo que podemos hacer. No podemos destruir el excesivo poder del Estado o de la propiedad privada. No podemos, en estos momentos y entre nosotros, llevar una nueva vida a la educación. Debemos reconocer que el mundo está gobernado con un espíritu erróneo y que un cambio de espíritu no puede venir de un día a otro. Debemos poner nuestras esperanzas en el mañana, tiempo en que lo que se piensa hoy por unos pocos sea el pensamiento común de muchos. Si tenemos valor y paciencia podemos pensar los pensamientos y sentir las esperanzas porque, más pronto o más tarde, serán inspirados los hombres, y la debilidad y el desaliento se convertirán en energía y ardor. Por esta razón, lo primero que debemos hacer es ser claros en nuestras propias mentes en cuanto a la clase de vida que creemos buena y a la clase del cambio que deseamos en el mundo..

 

 

Fuentes:

Bloghemia: https://www.bloghemia.com/

PSYCIENCIA: https://www.psyciencia.com/

Lecturas Anexas: El miedo y la política por José M. Simonetti

https://www.aacademica.org/000-072/659.pdf

 

 

 


Comentarios