Revista Nos Disparan desde Campanario Año III Nro. 49 La Importancia de Leer… Disertación de Paulo Freire, redondea Hermann Hesse, grafica Dalí
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Imagen: Dalí (1940) Mujer transformándose en libro
Paulo Freire
Rara ha sido la vez, a lo largo de
tantos años de práctica pedagógica, y por lo tanto política, en que me he
permitido la tarea de abrir, de inaugurar o de clausurar encuentros o
congresos. Acepté hacerlo ahora, pero de la manera menos formal posible. Acepté
venir aquí para hablar un poco de la importancia del acto de leer.
Me parece indispensable, al tratar de hablar de esa importancia, decir algo del momento mismo en que me preparaba para estar aquí hoy; decir algo del proceso en que me inserté mientras iba escribiendo este texto que ahora leo, proceso que implicaba una comprensión crítica del acto de leer, que no se agota en la descodificación pura de la palabra escrita o del lenguaje escrito, sino que se anticipa y se prolonga en la inteligencia del mundo. La lectura del mundo precede a la lectura de la palabra, de ahí que la posterior lectura de ésta no pueda prescindir de la continuidad de la lectura de aquél. Lenguaje y realidad se vinculan dinámicamente. La comprensión del texto a ser alcanzada por su lectura crítica implica la percepción de relaciones entre el texto y el contexto. Al intentar escribir sobre la importancia del acto de leer, me sentí llevado –y hasta con gusto– a “releer” momentos de mi práctica, guardados en la memoria, desde las experiencias más remotas de mi infancia, de mi adolescencia, de mi juventud, en que la importancia del acto de leer se vino constituyendo en mí.
Al ir escribiendo este texto, iba yo “tomando distancia” de los diferentes
momentos en que el acto de leer se fue dando en mi experiencia existencial.
Primero, la “lectura” del mundo, del pequeño mundo en que me movía; después la
lectura de la palabra que no siempre, a lo largo de mi escolarización, fue la
lectura de la “palabramundo”. La vuelta a la infancia distante, buscando la
comprensión de mi acto de “leer” el mundo particular en que me movía –y hasta
donde no me está traicionando la memoria– me es absolutamente significativa. En
este esfuerzo al que me voy entregando, re-creo y re-vivo, en el texto que
escribo, la experiencia en el momento en que aún no leía la palabra. Me veo
entonces en la casa mediana en que nací en Recife, rodeada de árboles, algunos
de ellos como si fueran gente, tal era la intimidad entre nosotros; a su sombra
jugaba y en sus ramas más dóciles a mi altura me experimentaba en riesgos
menores que me preparaban para riesgos y aventuras mayores. La vieja casa, sus
cuartos, su corredor, su sótano, su terraza –el lugar de las flores de mi
madre–, la amplia quinta donde se hallaba, todo eso fue mi primer mundo. En él
gateé, balbuceé, me erguí, caminé, hablé. En verdad, aquel mundo especial se me
daba como el mundo de mi actividad perceptiva, y por eso mismo como el mundo de
mis primeras lecturas. Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel
contexto –en cuya percepción me probaba, y cuanto más lo hacía, más aumentaba
la capacidad de percibir– encarnaban una serie de cosas, de objetos, de
señales, cuya comprensión yo iba aprendiendo en mi trato con ellos, en mis
relaciones mis hermanos mayores y con mis padres.
Los “textos”, las “palabras”, las
“letras” de aquel contexto se encarnaban en el canto de los pájaros: el del
sanbaçu, el del olka-pro-caminho-quemvem, del bem-te-vi, el del sabiá; en
la danza de las copas de los árboles sopladas por fuertes vientos que
anunciaban tempestades, truenos, relámpagos; las aguas de la lluvia jugando a
la geografía, inventando lagos, islas, ríos, arroyos. Los “textos”, las
“palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban también en el silbo
del viento, en las nubes del cielo, en sus colores, en sus movimientos; en el
color del follaje, en la forma de las hojas, en el aroma de las hojas –de las
rosas, de los jazmines–, en la densidad de los árboles, en la cáscara de las
frutas. En la tonalidad diferente de colores de una misma fruta en distintos
momentos: el verde del mago-espada hinchado, el amarillo verduzco del mismo
mango madurando, las pintas negras del mago ya más que maduro. La relación
entre esos colores, el desarrollo del fruto, su resistencia a nuestra
manipulación y su sabor. Fue en esa época, posiblemente, que yo, haciendo y
viendo hacer, aprendí la significación del acto de palpar.
De aquel contexto formaban parte además los animales: los gatos de la familia,
su manera mañosa de enroscarse en nuestras piernas, su maullido de súplica o de
rabia; Joli, el viejo perro negro de mi padre, su mal humor cada vez que uno de
los gatos incautamente se aproximaba demasiado al lugar donde estaba comiendo y
que era suyo; “estado de espíritu”, el de Joli en tales momentos, completamente
diferente del de cuando casi deportivamente perseguía, acorralaba y mataba a
uno de los zorros responsables de la desaparición de las gordas gallinas de mi
abuela.
De aquel contexto –el del mi mundo
inmediato– formaba parte, por otro lado, el universo del lenguaje de los
mayores, expresando sus creencias, sus gustos, sus recelos, sus valores. Todo
eso ligado a contextos más amplios que el del mi mundo inmediato y cuya
existencia yo no podía ni siquiera sospechar.
En el esfuerzo por retomar la
infancia distante, a que ya he hecho referencia, buscando la comprensión de mi
acto de leer el mundo particular en que me movía, permítanme repetirlo,
re-creo, re-vivo, la experiencia vivida en el momento en que todavía no leía la
palabra. Y algo que me parece importante, en el contexto general de que vengo
hablando, emerge ahora insinuando su presencia en el cuerpo general de estas
reflexiones. Me refiero a mi miedo de las almas en pena cuya presencia entre
nosotros era permanente objeto de las conversaciones de los mayores, en el
tiempo de mi infancia. Las almas en pena necesitaban de la oscuridad o la
semioscuridad para aparecer, con las formas más diversas: gimiendo el dolor de
sus culpas, lanzando carcajadas burlonas, pidiendo oraciones o indicando el
escondite de ollas. Con todo, posiblemente hasta mis siete años en el barrio de
Recife en que nací iluminado por faroles que se perfilaban con cierta dignidad
por las calles. Faroles elegantes que, al caer la noche, se “daban” a la vara
mágica de quienes los encendían. Yo acostumbraba acompañar, desde el portón de
mi casa, de lejos, la figura flaca del “farolero” de mi calle, que venía
viniendo, andar cadencioso, vara iluminadora al hombro, de farol en farol,
dando luz a la calle. Una luz precaria, más precaria que la que teníamos dentro
de la casa. Una luz mucho más tomada por las sombras que iluminadora de ellas.
No había mejor clima para travesuras de las almas que aquél. Me acuerdo de las
noches en que, envuelto en mi propio miedo, esperaba que el tiempo pasara, que
la noche se fuera, que la madrugada semiclareada fuera llegando, trayendo con
ella el canto de los pajarillos “amanecedores”.
Mis temores nocturnos terminaron por
aguzarme, en las mañanas abiertas, la percepción de un sinnúmero de ruidos que
se perdía en la claridad y en la algaraza de los días y resultaban
misteriosamente subrayados en el silencio profundo de las noches. Pero en la
medida en que fui penetrando en la intimidad de mi mundo, en que lo percibía
mejor y lo “entendía” en la lectura que de él iba haciendo, mis temores iban
disminuyendo.
Pero, es importante decirlo, la “lectura”
de mi mundo, que siempre fundamental para mí, no hizo de mí sino un niño
anticipado en hombre, un racionalista de pantalón corto. La curiosidad del niño
no se iba a distorsionar por el simple hecho de ser ejercida, en lo cual fui
más ayudado que estorbado por mis padres. Y fue con ellos, precisamente, en
cierto momento de esa rica experiencia de comprensión de mi mundo inmediato,
sin que esa comprensión significara animadversión por lo que tenía
encantadoramente misterioso, que comencé a ser introducido en la lectura de la
palabra. El desciframiento de la palabra fluía naturalmente de la “lectura” del
mundo particular. No era algo que se estuviera dando supuesto a él. Fui
alfabetizado en el suelo de la quinta de mi casa, a la sombra de los mangos, con
palabras de mi mundo y no del mundo mayor de mis padres. El suelo mi pizarrón y
las ramitas fueron mi gis. Es por eso por lo que, al llegar a la escuelita
particular de Eunice Vasconcelos, cuya desaparición reciente me hirió y me
dolió, y a quien rindo ahora un homenaje sentido, ya estaba alfabetizado.
Eunice continúo y profundizó el trabajo de mis padres. Con ella, la lectura de
la palabra, de la frase, de la oración, jamás significó una ruptura con
la “lectura” del mundo. Con ella, la lectura de la palabra fue la lectura de la
“palabra-mundo”. Hace poco tiempo, con profundo emoción, visité la casa donde
nací. Pisé el mismo suelo en que me erguí, anduve, corrí, hablé y aprendí a
leer. El mismo mundo, el primer mundo que se dio a mi comprensión por la “lectura”
que de él fui haciendo. Allí reecontré algunos de los árboles de mi infancia.
Los reconocí sin dificultad. Casi abracé los gruesos troncos –aquellos jóvenes
troncos de mi infancia. Entonces, una nostalgia que suelo llamar mansa o bien
educada, saliendo del suelo, de los árboles, de la casa, me envolvió
cuidadosamente. Dejé la casa contento, con la alegría de quien reencuentra
personas queridas. Continuando en ese esfuerzo de “releer” momentos
fundamentales de experiencias de ni infancia, de mi adolescencia, de mi
juventud, en que la comprensión crítica de la importancia del acto de leer se
fue constituyendo en mí a través de su práctica, retomo el tiempo en que, como
alumno del llamado curso secundario, me ejercité en la percepción crítica de
los textos que leía en clase, con la colaboración, que hasta hoy recuerdo, de
mi entonces profesor de lengua portuguesa. No eran, sin embargo, aquellos
momentos puros ejercicios de los que resultase un simple darnos cuenta de la
existencia de una página escrita delante de nosotros que debía ser cadenciada,
mecánica y fastidiosamente “deletrada” en lugar de realmente leída. No eran
aquellos momentos “lecciones de lectura” en el sentido tradicional esa
expresión. Eran momentos en que los textos se ofrecían a nuestra búsqueda
inquieta, incluyendo la del entonces joven profesor José Pessoa. Algún tiempo
después, como profesor también de portugués, en mis veinte años, viví
intensamente la importancia del acto de leer y de escribir, en el fondo
imposibles de dicotomizar, con alumnos de los primeros años del entonces
llamado curso secundario. La conjugación, la sintaxis de concordancia, el
problema de la contradicción, la enclisis pronominal, yo no reducía nada
de eso a tabletas de conocimientos que los estudiantes debían engullir. Todo
eso, por el contrario, se proponía a la curiosidad de los alumnos de manera
dinámica y viva, en el cuerpo mismo de textos, ya de autores que estudiábamos,
ya de ellos mismos, como objetos a desvelar y no como algo parado cuyo perfil
yo describiese. Los alumnos no tenían que memorizar mecánicamente la
descripción del objeto, sino aprender su significación profunda. Sólo
aprendiéndola serían capaces de saber, por eso, de memorizarla, de fijarla. La
memorización mecánica de la descripción del objeto no se constituye en
conocimiento del objeto. Por eso es que la lectura de un texto, tomado como
pura descripción de un objeto y hecha en el sentido de memorizarla, ni es real
lectura ni resulta de ella, por lo tanto, el conocimiento de que habla el
texto. Creo que mucho de nuestra insistencia, en cuanto a profesores y
profesoras, en que los estudiantes “lean”, en un semestre, un sinnúmero de
capítulos de libros, reside en la comprensión errónea que a veces tenemos del
acto de leer. En mis andanzas por el mundo, no fueron pocas las veces en que
los jóvenes estudiantes me hablaron de su lucha con extensas bibliografías que
eran mucho más para ser “devoradas” que para ser leídas o estudiadas.
Verdaderas “lecciones de lectura” en el sentido más tradicional de esta
expresión, a que se hallaban sometidos en nombre de su formación científica y
de las que debían rendir cuenta a través del famoso control de lectura. En
algunas ocasiones llegué incluso a ver, en relaciones bibliográficas,
indicaciones sobre las páginas de este o aquel capítulo de tal o cual libro que
debían leer: “De la página 15 a la 37”.
La insistencia en la cantidad de
lecturas sin el adentramiento debido en los textos a ser comprendidos, y no
mecánicamente memorizados, revela una visión mágica de la palabra escrita.
Visión que es urgente superar. La misma, aunque encarnada desde otro ángulo,
que se encuentra, por ejemplo, en quien escribe, cuando identifica la posible
calidad o falta de calidad de su trabajo con la cantidad páginas escritas. Sin
embargo, uno de los documentos filosóficos más importantes que disponemos, las
Tesis sobre Feuerbach de Marx, ocupan apenas dos páginas y media...
Parece importante, sin embargo, para
evitar una comprensión errónea de lo que estoy afirmando, subrayar que mi
crítica al hacer mágica la palabra no significa, de manera alguna, una posición
poco responsable de mi parte con relación a la necesidad que tenemos educadores
y educandos de leer, siempre y seriamente, de leer los clásicos en tal o cual
campo del saber, de adentrarnos en los textos, de crear una disciplina
intelectual, sin la cual es posible nuestra práctica en cuanto profesores o
estudiantes. Todavía dentro del momento bastante rico de mi experiencia como
profesor de lengua portuguesa, recuerdo, tan vivamente como si fuese de ahora y
no de un ayer ya remoto, las veces en que me demoraba en el análisis de un
texto de Gilberto Freyre, de Lins do Rego, de Graciliano Ramos, de Jorge Amado.
Textos que yo llevaba de mi casa y que iba leyendo con los estudiantes,
subrayando aspectos de su sintaxis estrechamiento ligados, con el buen gusto de
su lenguaje. A aquellos análisis añadía comentarios sobre las necesarias
diferencias entre el portugués de Portugal y el portugués de Brasil. Vengo
tratando de dejar claro, en este trabajo en torno a la importancia del acto de
leer –y no es demasiado repetirlo ahora–, que mi esfuerzo fundamental viene
siendo el de explicar cómo, en mí, se ha venido destacando esa importancia. Es
como si estuviera haciendo la “arqueología” de mi comprensión del complejo acto
de leer, a lo largo de mi experiencia existencial. De ahí que haya hablado de
momentos de mi infancia, de mi adolescencia, de los comienzos de mi juventud, y
termine ahora reviendo, en rasgos generales, algunos de los aspectos centrales
de la proposición que hice, hace algunos años en el campo de la alfabetización
de adultos. Inicialmente me parece interesante reafirmar que siempre vi la
alfabetización de adultos como un acto político y como un acto de conocimiento,
y por eso mismo un acto creador. Para mí sería imposible de comprometerme en un
trabajo de memorización mecánica de ba-be-bi-bo-bu, de la-le-li lo-lu. De ahí
que tampoco pudiera reducir la alfabetización a la pura enseñanza de la
palabra, las sílabas o de las letras. Enseñanza en cuyo proceso el
alfabetizador iría “llenando” con sus palabras las cabezas supuestamente
“vacías” de los alfabetizandos. Por el contrario, en cuanto acto de
conocimiento y acto creador, el proceso de la alfabetización tiene, en el alfabetizando,
su sujeto. El hecho de que éste necesite de la ayuda del educador, como ocurre
en cualquier acción pedagógica, no significa que la ayuda del educador deba
anular su creatividad y su responsabilidad en la creación de su lenguaje
escrito y en la lectura de su lenguaje. En realidad, tanto el alfabetizador
como el alfabetizando, al tomar, por ejemplo, un objeto, como lo hago ahora con
el que tengo entre los dedos, sienten el objeto, perciben el objeto sentido y
son capaces de expresar verbalmente el objeto sentido y percibido. Como yo, el
analfabeto es capaz de sentir la pluma, de percibir la pluma, de decir la
pluma. Yo, sin embargo, soy capaz de no sólo sentir la pluma, sino además de
escribir pluma y, en consecuencia, leer pluma. La alfabetización es la creación
o el montaje de la expresión escrita de la expresión oral. Ese montaje no lo
puede hacer el educador para los educandos, o sobre ellos. Ahí tiene él un
momento de su tarea creadora. Me parece innecesario extenderme más, aquí y
ahora, sobre lo que he desarrollado, en diferentes momentos, a propósito de la
complejidad de este proceso. A un punto, sin embargo, aludido varias veces en
este texto, me gustaría volver, por la significación que tiene para la
comprensión crítica del acto de leer y, por consiguiente, para la propuesta de
alfabetización a que me he consagrado. Me refiero a que la lectura
del mundo precede siempre a la lectura de la palabra y la lectura de ésta
implica la continuidad de la lectura de aquél. En la propuesta a que hacía
referencia hace poco, este movimiento del mundo a la palabra y de la palabra al
mundo está siempre presente. Movimiento en que la palabra dicha fluye del mundo
mismo a través de la lectura que de él hacemos. De alguna manera, sin embargo,
podemos ir más lejos y decir que la lectura de la palabra no es sólo precedida
por la lectura del mundo sino por cierta forma de “escribirlo” o de
“rescribirlo”, es decir de transformarlo a través de nuestra práctica
consciente.
Este movimiento dinámico es uno de
los aspectos centrales, para mí, del proceso de alfabetización. De ahí que
siempre haya insistido en que las palabras con que organizar el programa de
alfabetización debían provenir del universo vocabular de los grupos populares,
expresando su verdadero lenguaje, sus anhelos, sus inquietudes, sus
reivindicaciones, sus sueños. Debían venir cargadas de la significación de su experiencia
existencial y no de la experiencia del educador. La investigación de lo que
llamaba el universo vocabular nos daba así las palabras del Pueblo, grávidas de
mundo. Nos llegaban a través de la lectura del mundo que hacían los grupos
populares. Después volvían a ellos, insertas en lo que llamaba y llamo
codificaciones, que son representaciones de la realidad. La palabra ladrillo,
por ejemplo, se insertaría en una representación pictórica, la de un grupo de
albañiles, por ejemplo, construyendo una casa. Pero, antes de la devolución, en
forma escrita, de la palabra oral de los grupos populares, a ellos, para el
proceso de su aprehensión y no de su memorización mecánica, solíamos desafiar a
los alfabetizandos con un conjunto de situaciones codificadas de cuya
descodificación o “lectura” resultaba la percepción crítica de lo que es la
cultura, por la comprensión de la práctica o del trabajo humano, transformador
del mundo, En el fondo, ese conjunto de representaciones de situaciones
concretas posibilitaba a los grupos populares una “lectura” de la “lectura”
anterior del mundo, antes de la lectura de la palabra. Esta “lectura” más
crítica de la “lectura” anterior menos crítica del mundo permitía a los grupos
populares, a veces en posición fatalista frente a las injusticias, una
comprensión diferente de su indigencia. Es en este sentido que la lectura
crítica de la realidad, dándose en un proceso de alfabetización o no, y
asociada sobre todo a ciertas prácticas claramente políticas de movilización y
de organización, puede constituirse en un instrumento para lo que Gramsci
llamaría acción contra-hegemónica. Concluyendo estas reflexiones en torno a la
importancia del acto de leer, que implica siempre percepción crítica,
interpretación y “reescritura” de lo leído, quisiera decir que, después de
vacilar un poco, resolví adoptar el procedimiento que he utilizado en el
tratamiento del tema, en consonancia con mi forma de ser y con lo que puedo
hacer.
El valor de los libros | por Hermann
Hesse
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¿Qué puedo decirte que te pueda ser útil, excepto que tal vez estás buscando algo con tanta insistencia que consigues no encontrar nada?" - Hermann Hess
Texto del escritor alemán Hermann Hesse, publicado en el libro Schriften zur Literatur I, en el año 1970.
Por: Hermann Hesse
No hay ninguna lista de libros que
sea imprescindible leer y sin la cual no existan salvación y cultura. Pero para
cada uno hay un número considerable de libros en los que puede hallar
satisfacción y placer. Encontrar esos libros poco a poco, establecer con ellos
una relación duradera, asimilarlos gradualmente, si es posible como una
propiedad externa e interna, constituye para el individuo un esfuerzo propio,
personal, que no puede descuidar sin reducir de manera fundamental el círculo de
su cultura y de sus placeres, y con ello, el valor de su existencia.
Igual que no se llegan a conocer a
través de un libro de botánica el árbol o la flor que se ama especialmente, no
se conocerán ni encontrarán los libros favoritos propios en una historia de la
literatura o en un estudio teórico. El que se ha acostumbrado a ser consciente
del verdadero sentido de cada acto de la vida cotidiana (y ésa es la base de
toda formación), aprenderá muy pronto a aplicar también a la lectura las leyes
y las diferenciaciones esenciales, aunque en un principio sólo lea revistas y
periódicos.
El valor que puede tener para mí un
libro, no depende de su fama y popularidad. Los libros no están para ser leídos
durante algún tiempo por todo el mundo y constituir un tema fácil de
conversación y ser olvidados después como la última noticia deportiva o el
último asesinato: quieren ser disfrutados y amados en silencio y con seriedad.
Sólo entonces revelan su belleza y su fuerza más profundas.
Sorprendentemente el efecto de muchos
libros aumenta cuando son leídos en voz alta. Pero eso sólo es válido para
poesías, relatos breves, ensayos cortos de forma depurada y obras parecidas.
Leyendo bien en voz alta se puede aprender mucho, sobre todo se agudiza el
sentido del ritmo secreto de la prosa, base de todo estilo personal.
El libro que ha sido leído una vez
con placer, debe comprarse sin falta aunque no sea barato.
El que disponga de escasos recursos
hará bien en comprar únicamente aquellas obras que le hayan recomendado
encarecidamente sus amigos más íntimos, o las que ya conozca y aprecie, y que
sepa que volverá a leer alguna vez.
El que tenga con algún libro una
relación íntima, el que pueda leerlo una y otra vez y encuentre siempre nueva
alegría y satisfacción, debe confiar tranquilamente en su intuición y no dejar
que ninguna crítica estropee su placer. Hay quien prefiere más que nada leer
libros de cuentos y quien aleja a sus hijos de esa clase de lectura. La razón
la tiene el que no sigue una norma ni un esquema fijo sino su sensibilidad y
las necesidades de su corazón.
Sobre los grandes (como Shakespeare,
Goethe, Schiller) debe leerse poco o nada, al menos hasta conocerlos a través
de sus propias obras. Cuando se leen demasiadas monografías y descripciones de
la vida, es fácil estropearse el maravilloso placer de descubrir la
personalidad de un autor a través de sus obras, de crear uno mismo su imagen. Y
junto a las obras no debe perderse uno las cartas, los diarios, las
conversaciones, por ejemplo las de Goethe. Cuando las fuentes están tan cerca y
son tan fácilmente accesibles no hay que contentarse con regalos de segunda
mano. En todo caso deberían leerse solamente las mejores biografías; el número
de los mediocres es legión.
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