Revista Nos Disparan desde el Campanario Año III Nro. 48 Sobre el origen de la desigualdad entre los hombres ... ENSAYO por Jean-Jacques Rousseau
Voy a hablar del hombre, y el asunto
que examino me indica que voy a hablar a los hombres; mas no se proponen
cuestiones semejantes cuando se teme honrar la verdad. Defenderé, pues,
confiadamente la causa de la humanidad ante los sabios que me invitan, y no
quedaré descontento de mí mismo si consigo ser digno de mi objeto y de mis
jueces. Considero en la especie humana dos clases de desigualdades: una, que yo
llamo natural o física porque ha sido instituida por la naturaleza, y que
consiste en las diferencias de edad, de salud, de las fuerzas del cuerpo y de
las cualidades del espíritu o del alma; otra, que puede llamarse desigualdad
moral o política porque depende de una especie de convención y porque ha sido
establecida, o al menos autorizada, con el consentimiento de los hombres. Esta
consiste en los diferentes privilegios de que algunos disfrutan en perjuicio de
otros, como el ser más ricos, más respetados, más poderosos, y hasta el hacerse
obedecer. No puede preguntarse cuál es la fuente de la desigualdad natural
porque la respuesta se encontraría enunciada ya en la simple definición de la
palabra. Menos aún puede buscarse si no habría algún enlace esencial entre una
y otra desigualdad, pues esto equivaldría a preguntar en otros términos si los
que mandan son necesariamente mejores que lo que obedecen, y si la fuerza del
cuerpo o del espíritu, la sabiduría o la virtud, se hallan siempre en los
mismos individuos en proporción con su poder o su riqueza; cuestión a propósito
quizá para ser disentida entre esclavos en presencia de sus amos, pero que no
conviene a hombres razonables y libres que buscan la verdad. ¿De qué se trata,
pues, exactamente en este DISCURSO? De señalar en el progreso de las cosas el
momento en que, sucediendo el derecho a la violencia, a naturaleza quedó
sometida a la ley; de explicar por qué encadenamiento de prodigios pudo el
fuerte decidirse a servir al débil y el pueblo a comprar un reposo quimérico al
precio de una felicidad real. Todos los filósofos que han examinado los
fundamentos de la sociedad han comprendido la necesidad de retrotraer la
investigación al estado de naturaleza, pero ninguno de ellos ha llegado hasta
ahí. Unos no han titubeado en suponer en el hombre en tal estado la noción de
justo e injusto, sin cuidarse de probar que pudiera haber existido esa noción,
ni aun que lo fuera útil. Otros han hablado del derecho natural que tiene cada
cual de conservar lo que le pertenece, sin explicar qué entendían por
pertenecer. Otros, atribuyendo primero al más fuerte la autoridad sobre el más
débil, han hecho nacer en seguida el gobierno, sin pensar en el tiempo que
debió transcurrir antes de que el sentido de las palabras autoridad y gobierno
pudiera existir entre los hombres. Todos, en fin, hablando sin cesar de
necesidad, de codicia, de opresión, de deseo y de orgullo, han transferido al
estado de naturaleza ideas tomadas de la sociedad: hablaban del hombre salvaje,
y describían al hombre civil. No ha despuntado siquiera en el espíritu de la
mayor parte de nuestros filósofos la duda de que hubiera existido el estado
natural, cuando es evidente, por la lectura de los libros sagrados, que el
primer hombre, habiendo recibido directamente de Dios reglas y entendimiento,
no se hallaba por consiguiente en ese estado, y que, concediéndose a las
escrituras de Moisés la fe que les debe todo filósofo cristiano, debe negarse
que, aun antes del diluvio, se hayan encontrado nunca los hombres en el puro
estado natural, a menos que no hubiesen recaído en él, paradoja muy difícil de
defender y completamente imposible de probar. Empecemos, pues, por rechazar
todos los hechos, dado que no se relacionan con la cuestión. No hay que tomar
por verdades históricas las investigaciones que puedan emprenderse sobre este
asunto, sino solamente por razonamientos hipotéticos y condicionales, más
adecuados para esclarecer la naturaleza de las cosas que para demostrar su
verdadero origen y parecidos a los que hacen a diario nuestros físicos sobre la
formación del mundo. La religión nos ordena creer que, habiendo Dios mismo
sacado a los hombres del estado natural inmediatamente después de la creación,
son desiguales porque Él ha querido que lo fuesen; pero no nos prohíbe hacer
conjeturas derivadas únicamente de la naturaleza del hombre y de los animales
que lo rodean acerca de lo que habría sido del género humano si hubiera quedado
abandonado a sí mismo. He aquí lo que se me pide y lo que yo me propongo
examinar en este DISCURSO. Como esta materia abarca al hombre en general,
intentaré emplear un lenguaje adecuado para todas las naciones, o mejor,
olvidando los tiempos y los lugares, para pensar tan sólo en los hombres a
quienes hablo, supondré hallarme en el Liceo de Atenas repitiendo las lecciones
de mis maestros, teniendo por jueces a los Platones y Jenócrates, y al género
humano por auditorio. ¡Oh tú, hombre, de cualquier país que seas, cualesquiera
que sean tus opiniones, escucha! He aquí tu historia tal como he creído leerla,
no en los libros, de tus semejantes, que son mendaces, sino en la naturaleza,
que jamás miento. Todo lo que provenga de ella será verdadero; sólo será falso
lo que yo haya puesto de mi parte inadvertidamente. Los tiempos de que voy a
hablar están muy lejos ya. ¡Cuánto has cambiado! Por así decir, es la vida de
tu especie la que voy a describirte, según las cualidades que has recibido, que
tu educación y tus costumbres han podido viciar pero no han podido destruir.
Hay, yo lo comprendo, a una edad en la cual quisiera detenerse el hombre
individual; tú buscarás la edad en que desearías se hubiese detenido tu
especie. Disgustado de tu estado presente por razones que anuncian a tu
posteridad desdichada desazones mayores todavía, tal vez desearías poder
retroceder; este sentimiento debe servir de elogio a tus primeros antepasados,
de crítica a tus contemporáneos, de espanto para aquellos que tengan la
desgracia de vivir después que tú. Primera parte Por importante que sea, para
bien juzgar del estado natural del hombre, considerarla desde su origen y
examinarle, por así decir, en el primer embrión de la especie, yo no seguiré su
organización a través de sus desenvolvimientos sucesivos ni me detendré tampoco
a buscar en el sistema animal lo que haya podido ser al principio para llegar
por último a lo que es. No examinaré si, como piensa Aristóteles, sus
prolongadas uñas fueron al principio garras ganchudas; si era velludo como un
oso, y si, caminando a cuatro pies, su mirada, dirigida hacia la tierra y
limitada a un horizonte de algunos pasos, no indicaba al mismo tiempo el
carácter y los límites de sus ideas. No podría hacer sobre esta materia sino
conjeturas vagas y casi imaginarias. La anatomía comparada no ha hecho todavía
suficientes progresos y las observaciones de los naturalistas son aún demasiado
inciertas para que pueda establecerse sobre fundamentos semejantes la base de
un razonamiento sólido; de modo que, sin recurrir a los conocimientos naturales
que poseemos sobre este punto y sin parar atención en los cambios que han
debido tener lugar tanto en la conformación interior como en la exterior del
hombre a medida que aplicaba sus miembros a nuevos usos y se nutría con nuevos
alimentos, le supondré constituido de todo tiempo como le veo hoy día, andando
en dos pies, sirviéndose de sus manos como nosotros de las nuestras y midiendo
con la mirada la infinita extensión del cielo. Despojando a este ser así
constituido de todos los dones sobrenaturales que haya podido recibir y de
todas las facultades artificiales que no ha podido adquirir sino mediando
largos progresos; considerándole, en una palabra, tal como ha debido salir de
manos de la naturaleza, veo un animal menos fuerte que unos, menos ágil que
otros, pero, en conjunto, el más ventajosamente organizado de todos; le veo
saciándose bajo una encina, aplacando su sed en el primer arroyo y hallando su
lecho al pie del mismo árbol que lo ha proporcionado el alimento; he ahí sus
necesidades satisfechas. La tierra, abandonada a su fertilidad natural y
cubierta de bosques inmensos, que nunca mutiló el hacha, ofrece a cada paso
almacenes y retiros a los animales de toda especie. Dispersos entre ellos, los
hombres observan, imitan su industria, elevándose así hasta el instinto de las
bestias, con la ventaja de que, si cada especie sólo posee el suyo propio, el
hombre, no teniendo acaso ninguno que le pertenezca, se los apropia todos, se
nutre igualmente con la mayor parte de los alimentos que los otros animales se
disputan, y encuentra, por consiguiente, su subsistencia con mayor facilidad
que ninguno de ellos. Acostumbrados desde la infancia a la intemperie del
tiempo y al rigor de las estaciones, ejercitados en la fatiga y forzados a
defender desnudos y sin armas su vida y su presa contra las bestias feroces, o
a escapar de ellas corriendo, fórmense los hombres un temperamento robusto y
casi inalterable; los hijos, viniendo al mundo con la excelente constitución de
sus padres y fortificándola con los mismos ejercicios que la han producido,
adquieren de ese modo todo el vigor de que es capaz la especie humana. La
naturaleza procede con ellos precisamente como la ley de Esparta con los hijos
de los ciudadanos: hace fuertes y robustos a los bien constituidos y deja
perecer a todos los demás, a diferencia de nuestras sociedades, donde, el
Estado, haciendo que los hijos sean onerosos a los padres, los mata indistintamente
antes de su nacimiento. Siendo el cuerpo del hombre salvaje el único
instrumento de él conocido, lo emplea en usos diversos, de que son incapaces
los nuestros por falta de ejercicio, y es nuestra industria la que nos arrebata
la agilidad y la fuerza que la necesidad lo obligue a adquirir. Si hubiera
tenido hacha, ¿habría roto con el puño tan fuertes ramas? Si hubiese tenido
honda, ¿lanzaría a brazo con tanta fuerza las piedras? Si hubiera tenido
escalera, ¿treparía con tanta ligereza por los árboles? Si hubiese tenido
caballos ¿sería tan rápido en la carrera? Dad al hombre civilizado el tiempo
preciso para reunir todas esas máquinas a su derredor: no cabe duda que
superará fácilmente al hombre salvaje. Mas si queréis ver un combate aún más
desigual, ponedlos desnudos y desarmados frente a frente, y bien pronto
reconoceréis cuáles son las ventajas de tener continuamente a su disposición
todas sus fuerzas, de estar siempre preparado para cualquier contingencia y de
conducirse siempre consigo, por así decir, todo entero. Hobbes pretende que el
hombre es naturalmente intrépido y ama sólo el ataque y el combate. Un filósofo
ilustre piensa, al contrario, y Cumberland y Puffendorf así lo aseguran, que
nada hay tan tímido como el hombre en el estado natural, y que se halla siempre
atemorizado y presto a huir al menor ruido que oiga, al menor movimiento que
perciba. Acaso suceda así por lo que se refiere a los objetos que no conoce, y
no dudo que no quede aterrado ante los nuevos espectáculos que se ofrecen a su
vista cuando no puede discernir el bien y el mal físicos que de ellos debe
esperar, ni comparar sus fuerzas con los peligros que tiene que correr;
circunstancias raras en el estado de naturaleza, en el cual todas las cosas
marchan de modo tan uniforme y en el que la faz de la tierra no se halla sujeta
a esos cambios bruscos y continuos que en ella causan las pasiones y la
inconstancia de los pueblos reunidos. Pero el hombre salvaje, viviendo disperso
entre los animales y encontrándose desde temprano en situaciones de medirse con
ellos, hace en seguida la comparación, y viendo que si ellos le exceden en
fuerza él los supera en destreza, deja de temerlos ya. Poner a un oso o a un
lobo en lucha con un salvaje robusto, ágil e intrépido como lo son todos, armado
de piedras y de un buen palo, y veréis que el peligro será cuando menos
recíproco, y que después de muchas experiencias parecidas, las bestias feroces,
que no aman atacarse unas a otras, atacarán con pocas ganas al hombre, que
habrán hallado tan feroz como ellas. Con respecto a los animales que tienen
realmente más fuerza que él destreza, encuéntrese frente a ellos en el caso de
otras especies más débiles, que no por esto dejan de subsistir; con la ventaja
para el hombre de que, no menos ágil que aquéllos para correr y hallando en los
árboles refugio casi seguro, puede en todas partes afrontarlos o no, teniendo
la elección de la huida o de la lucha. Añadamos que parece ser que ningún
animal hace espontáneamente la guerra al hombre, salvo en caso de propia
defensa o de un hambre extrema, ni manifiesta contra él esas violentas
antipatías que parecen anunciar que una especie ha sido destinada por la
naturaleza a servir de pasto a las otras. He aquí, sin duda, la razón por la
cual los negros y los salvajes se preocupan tan poco de los animales feroces
que pueden encontrar en los bosques. Los caribes de Venezuela, entre otros,
viven a este respecto en la más completa seguridad y sin el menor contratiempo.
Aunque anden casi desnudos, dice Francisco Correal, no dejan de exponerse
atrevidamente en los bosques, armados solamente de la flecha y el arco, sin que
se haya oído decir nunca que alguno fuera devorado por las fieras. Otros
enemigos más temibles, contra los cuales no tiene el hombre los mismos medios
de defensa, son los achaques naturales, la infancia, la vejez y las
enfermedades de toda suerte, tristes signos de nuestra debilidad, cuyos dos
primeros son comunes a todos los animales, mientras que el último es propio
principalmente del hombre que vive en sociedad. Hasta observo, a propósito de
la infancia, que la madre, llevando consigo a todas partes a su hijo, tiene
mucha más facilidad para alimentarlos que las hembras de diversos animales,
forzadas a ir y venir continua y fatigosamente, de un lado, para buscar su
alimento; de otro, para amamantar o alimentar a sus crías. Es verdad que si la
mujer perece, el niño corre bastante el riesgo de perecer con ella; pero este
mismo peligro es común a otras cien especies, cuyos pequeñuelos no se hallan
por largo tiempo en situación de buscar por sí mismos su alimento; y si la
infancia es entre nosotros más larga, siendo la vida más larga también, todo
viene a ser poco más o menos igual en este punto, aunque haya sobre la duración
de la primer edad y el número de pequeñuelos otras reglas que no entran en mi
objeto. Entre los viejos, que accionan y transpiran poco, la necesidad de
alimentos disminuye con la facultad de adquirirlos, y como la vida salvaje
aleja de ellos la gota y los reumatismos, y como la vejez es de todos los males
el que menos alivio puede esperar de la ayuda humana, se extinguen en fin sin
que se advierta que dejan de existir y casi sin darse cuenta ellos mismos.
Respecto de las enfermedades, no repetiré las vanas y falsas declamaciones de
las personas de buena salud contra la medicina; pero preguntaré si se puede
probar con alguna observación sólida que la vida media del hombre es más corta
en aquel país donde ese arte se halla descuidado que donde es cultivado con más
atención. ¿Cómo podría suceder así si nosotros nos procuramos más enfermedades
que la medicina nos proporciona remedios? La extrema desigualdad en el modo de
vivir, el exceso de ociosidad en unos y de trabajo en otros, la facilidad de
excitar y de satisfacer nuestros apetitos y nuestra sensualidad, los alimentos
tan apreciados de los ricos, que los nutren de substancias excitantes y los
colman de indigestiones; la pésima alimentación de los pobres, de la cual hasta
carecen frecuentemente, carencia que los impulsa, si la ocasión se presenta, a
atracarse ávidamente; las vigilias, los excesos de toda especie, los
transportes inmoderados de todas las pasiones, las fatigas y el agotamiento
espiritual, los pesares y contrariedades que se sienten en todas las
situaciones, los cuales corroen perpetuamente el alma: he ahí las pruebas
funestas de que la mayor parte de nuestros males son obra nuestra, casi todos
los cuales hubiéramos evitado conservando la manera de vivir simple, uniforme y
solitaria que nos fue prescrita por la naturaleza. Si ella nos ha destinado a
ser sanos, me atrevo casi a asegurar que el estado de reflexión es un estado
contra la naturaleza, y que el hombre que medita es un animal degenerado.
Cuando se piensa en la excelente constitución de los salvajes, de aquellos al
menos que no hemos echado a perder con nuestras bebidas fuertes; cuando se sabe
que apenas conocen otras enfermedades que las heridas y la vejez, verse uno muy
inclinado a creer que podría hacerse fácilmente la historia de las enfermedades
humanas siguiendo la de las sociedades civiles. Tal es por lo menos la opinión
de Platón, quien juzga, a propósito de ciertos remedios empleados o aprobados
por Podaliro y Macaón en el sitio de Troya, que diversas enfermedades que estos
remedios hubieron de provocar no eran conocidas entonces entre los hombres, y
Celso refiere que la dieta, tan necesaria hoy día, fue inventada por
Hipócrates. Con tan contadas causas de males, el hombre, en el estado natural,
apenas tiene necesidad de remedio y menos de medicina. La especie humana no es a
este respecto de peor condición que todas las demás, y fácil es saber por los
cazadores si encuentran en sus correrías muchos animales mal conformados.
Algunos encuentran animales con grandes heridas perfectamente cicatrizadas, con
huesos y aun miembros rotos curados sin más cirujano que la acción del tiempo,
sin otro régimen que su vida ordinaria, y que no por no haber sido atormentados
con incisiones, envenenados con drogas y extenuados con ayunos han dejado de
quedar perfectamente curados. En fin; por muy útil que sea entre nosotros la
medicina bien administrada, no es menos cierto que si el salvaje enfermo,
abandonado a sí mismo, nada tiene que esperar sino de la naturaleza, nada tiene
que temer, en cambio, sino de su mal, lo cual hace con frecuencia que su
situación sea preferible a la nuestra. Guardémonos, pues, de confundir al
hombre salvaje con los que tenemos ante los ojos. La naturaleza trata a los
animales abandonados a sus cuidados con una predilección que parece mostrar
cuán celosa es de este derecho. El caballo, el gato, el toro y aun el asno
mismo tienen la mayor parte una talla más alta y todos una constitución más
robusta, más vigor, más fuerza y más valor en los bosques que en nuestras
casas; pierden la mitad de estas cualidades siendo domésticos, y podría decirse
que los cuidados que ponemos en tratarlos bien y alimentarlos no dan otro
resultado que el de hacerlos degenerar. Así ocurre con el hombre mismo: al
convertirse en sociable y esclavo, vuélvase débil, temeroso, rastrero, y su
vida blanda y afeminado acaba de enervar a la vez su valor y su fuerza.
Añadamos que entre la condición salvaje y la doméstica, la diferencia de hombre
a hombre debe ser mucho mayor que de bestia a bestia, pues habiendo sido el
animal y el hombre igualmente tratados por la naturaleza, todas las comodidades
que el hombre se proporcione de más sobre los animales que domestica son otras
tantas causas particulares que le hacen degenerar más sensiblemente. La
desnudez, la falta de habitación y la carencia de todas esas cosas inútiles que
tan necesarias creemos no constituyen, por consiguiente, una gran desdicha para
esos primeros hombres ni un gran obstáculo para su conservación. Si no tienen
la piel velluda, para nada la necesitan en los países cálidos; y en los climas
fríos bien pronto saben apropiarse las de las fieras vencidas; si sólo tienen
dos pies para correr, poseen dos brazos para atender a su defensa y a sus
necesidades. Sus hijos tal vez andan tarde y penosamente, pero las madres los
llevan con facilidad, ventaja de que carecen las demás especies, en las cuales
la madre, cuando es perseguida, se ve obligada a dejar abandonados sus pequeñuelos
o a seguir a su paso. En fin, a menos de suponer el concurso singular y
fortuito de circunstancias de que hablaré más adelante, y que podrían muy bien
no haber ocurrido nunca, es claro, en todo caso, que el primero que se hizo
vestidos o construyó un alojamiento diese con ello cosas poco necesarias,
puesto que hasta entonces se había pasado sin ellas, y no se comprende por qué
no hubiera podido soportar siendo hombre el género de vida que llevaba desde su
infancia. Solo, ocioso y cerca siempre del peligro, el hombre salvaje debe
gustar de dormir y tener el sueño ligero como los animales, los cuales, como
piensan poco, duermen, por así decir, todo el tiempo que no piensan. Siendo su
propia conservación casi su único cuidado, las facultades que más debe
ejercitar son las que tienen por principal objeto el ataque y la defensa, bien
sea para dominar su presa, bien para guardarse de ser la presa de otro animal;
y, por el contrario, aquellos órganos que sólo se perfeccionan por la pereza y
la sensualidad deben permanecer en un estado rudimentario que excluya toda
suerte de delicadeza. Hallándose divididos en este punto sus sentidos, el gusto
y el tacto serán de una extrema rudeza; la vista, el olfato y el oído, de una
extraordinaria agudeza. Tal es el estado animal en general, y también, según el
testimonio de los viajeros, el de los pueblos salvajes. No es, por tanto, de
extrañar que los hotentotes del Cabo de Buena Esperanza descubran a simple
vista los barcos en alta mar desde tanta distancia como los holandeses con sus
anteojos; ni que los salvajes de América descubrieran a los españoles
olfateando sus huellas, como hubiesen podido hacer los mejores perros; ni que
todas esas naciones bárbaras soporten sin molestia su desnudez, afinen su gusto
a fuerza de pimienta y beban como agua los licores europeos. Hasta aquí sólo he
hablado del hombre físico; tratemos ahora de considerarlo en su aspecto
metafísico y moral. No veo en cada animal más que una máquina ingeniosa dotada
de sentidos por la naturaleza para elevarse ella misma y asegurarse hasta
cierto punto contra todo aquello que tiende a destruirla o desordenarla. La
misma cosa observo precisamente en la máquina humana, con la diferencia de que
sólo la naturaleza lo ejecuta todo en las operaciones del animal, mientras que
el hombre atiende las suyas en calidad de agente libre. Aquél escoge o rechaza
por instinto; éste, por un acto de libertad; lo que da por resultado que el
animal no puede apartarse de la regla que le ha sido prescrita, aun en el caso
de que fuese ventajoso para él hacerlo, mientras que el hombre se aparta con
frecuencia y en su perjuicio. Así sucede que un pichón perecerá de hambre cerca
de una fuente colinada de las mejores carnes y un gato sobre montones de frutas
o de granos, aunque uno y otro podrían muy bien nutrirse con los alimentos que
desdeñan, de intentar ensayarlo; así ocurre que los hombres disolutos se entregan
a excesos que les producen la fiebre o la muerte porque el espíritu corrompe
los sentidos y la voluntad habla cuando calla la naturaleza. Todos los animales
tienen ideas, puesto que tienen sentidos, y aun combinan sus ideas hasta cierto
punto; el hombre no se distingue a este respecto del animal más que del más al
menos; incluso ciertos filósofos han aventurado que hay algunas veces más
diferencia entre dos hombres que entre un hombre y una bestia. No es, pues,
tanto el entendimiento como su cualidad de agente libren lo que constituyó la
distinción específica del hombre entre los animales. La naturaleza manda a
todos los animales, y la bestia obedece. El hombre experimenta la misma
sensación, pero se reconoce libre de someterse o de resistir, y es sobre todo
en la conciencia de esta libertad donde se manifiesta la espiritualidad de su
alma. La física explica en cierto modo el mecanismo de los sentidos y la
formación de las ideas; pero en la facultad de querer o, mejor, de elegir, y en
el sentimiento de este poder, sólo se encuentran actos puramente espirituales,
de los cuales nada se explica por las leyes de la mecánica. Pero, aun cuando
las dificultades que rodean estas cuestiones dieran lugar para discutir sobre
esa diferencia entre el hombre y el animal, hay una cualidad muy específica que
los distingue y sobre la cual no puede haber discusión: es la facultad de
perfeccionarse, facultad que, ayudada por las circunstancias, desarrolla
sucesivamente todas las demás, facultad que posee tanto nuestra especie como el
individuo; mientras que el animal es al cabo de algunos meses lo que será toda
su vida, y su especie es al cabo de mil años lo mismo que era el primero de
esos mil años. ¿Por qué sólo el hombre es susceptible de convertirse en
imbécil? ¿No es porque vuelve así a su estado primitivo y porque, en tanto la
bestia, que nada ha adquirido y que nada tiene que perder, permanece siempre
con su instinto, el hombre, perdiendo por la vejez o por otros accidentes todo
lo que su perfectibilidad lo ha proporcionado, cae más bajo que el animal
mismo? Triste sería para nosotros vernos obligados a reconocer que esta
facultad distintiva y casi ilimitada es la fuente de todas las desdichas del
hombre; que ella es quien le saca a fuerza de tiempo de su condición original,
en la cual pasaría tranquilos e inocentes sus días; que ella, produciendo con
los siglos sus luces y sus errores, sus vicios y virtudes, le hace al cabo
tirano de sí mismo y de la naturaleza. Sería horrible verse obligado a alabar
como bienhechor al primero que enseñó a los habitantes de las orillas del
Orinoco el uso de esas tablillas de madera que aplican a las sienes de sus
hijos y que les aseguran al menos una parte de su imbecilidad y de su felicidad
original. El hombre salvaje, entregado por la naturaleza al solo instinto, o
más bien compensado del que acaso le falta con facultades capaces de suplir
primero a ese instinto y elevarle después a él mismo muy por encima de la
propia naturaleza, comenzará, pues, por las funciones puramente animales.
Percibir y sentir será su primer estado, que le será común con todos los
animales; querer y no querer, desear y tener, serán las primeras y casi las
únicas operaciones de su alma, hasta que nuevas circunstancias ocasionen en
ella nuevos desenvolvimientos. Digan lo que quieran los moralistas, el
entendimiento humano debe mucho a las pasiones, las cuales, según el común
sentir, le deben mucho también. Por su actividad se perfecciona nuestra razón;
no queremos saber sino porque deseamos gozar, y no puede concebirse por qué un
hombre que careciera de deseos y temores habría de tomarse la molestia de
pensar. A su vez, las pasiones se originan de nuestras necesidades, y su
progreso, de nuestros conocimientos, pues no se puede desear o tener las cosas
sino por las ideas que sobre ellas se tenga o por el nuevo impulso de la
naturaleza. El hombre salvaje, privado de toda suerte de conocimiento, sólo
experimenta las pasiones de esta última especie; sus deseos no pasan de sus
necesidades físicas; los únicos bienes que conoce en el mundo son el alimento,
una hembra y el reposo; los únicos males que teme son el dolor y el hambre.
Digo el dolor y no la muerte, pues el animal nunca sabrá qué cosa es morir; el
conocimiento de la muerte y de sus terrores es una de las primeras
adquisiciones hechas por el hombre al apartarse de su condición animal. Si
fuera necesario, fácil me sería apoyar con hechos este sentimiento y demostrar
que en todas las naciones del mundo los progresos del espíritu han sido
precisamente proporcionados a las necesidades que los pueblos habían recibido
de la naturaleza o a las cuales les habían sometido las circunstancias, y, por
consiguiente, a las pasiones que los llevaban a satisfacer esas necesidades.
Mostraría las artes naciendo en Egipto y extendiéndose con el desbordamiento
del Nilo; seguiría su progreso entre los griegos, donde se las vio brotar,
crecer y elevarse hasta el cielo entre las arenas y las rocas del Ática, sin
que pudieran echar raíces en las fértiles orillas del Eurotas. Señalaría que,
en general, los pueblos del Norte son más industriosos que los del Mediodía,
porque no pueden por menos de serlo, como si la naturaleza quisiera de este
modo igualar las cosas, dando a los espíritus la fertilidad que niega a la
tierra. Pero, sin recurrir al testimonio de la Historia, ¿quién no ve que todo
parece alejar del hombre salvaje la tentación y los medios de dejar de serlo?
Su imaginación nada le pinta; su corazón nada le pide. Sus escasas necesidades
se encuentran tan fácilmente a su alcance, y se halla tan lejos del grado de
conocimientos necesario para desear adquirir otras mayores, que no puede tener
ni previsión ni curiosidad. El espectáculo de la naturaleza llega a serle
indiferente a fuerza de serle familiar; es siempre el mismo orden, siempre son
las mismas revoluciones. Carece de aptitud de espíritu para admirar las mayores
maravillas, y no es en él donde puede buscarse la filosofía que el hombre
necesita para saber observar una vez lo que ha visto todos los días. Su alma,
que nada agita, se entrega al sentimiento único de su existencia actual, sin
idea alguna sobre el porvenir, por cercano que pueda estar, y sus proyectos,
limitados como sus miras, apenas se extienden hasta el fin de la jornada. Tal
es aún el grado de previsión del caribe: vende por la mañana su lecho de
algodón. y vuelve llorando al atardecer para recuperarlo, por no haber previsto
que lo necesitaría para la noche cercana. Cuanto más se medita sobre este
asunto, más se ensancha a nuestros ojos la distancia entre las puras sensaciones
y los simples conocimientos; se hace imposible concebir cómo un hombre habría
podido franquear tan gran intervalo con sus solas fuerzas, sin el concurso de
la comunicación y sin el aguijón de la necesidad. ¡Cuántos siglos quizá habrán
transcurrido antes de que los hombres hayan podido ver otro fuego que el del
cielo! ¡Cuántos azares diversos habrán necesitado para aprender los usos más
comunes de ese elemento! ¡Cuántas veces le habrán dejado extinguir antes de
haber adquirido el arte de reproducirlo! ¡Y cuántas acaso habrá perecido con su
descubridor cada uno de esos secretos! ¿Qué diremos de la agricultura, arte que
tanto trabajo y tanta previsión exige, que tanto tiene de otras artes, que
evidentemente no es practicable sino en una sociedad al menos empezada, y que
no nos sirve tanto a sacar de la tierra alimentos que ella produciría muy bien
sin esto como a forzarla a satisfacer las preferencias de nuestro gusto? Pero
supongamos que los hombres se hubieran multiplicado de tal modo que los productos
naturales no hubiesen bastado para alimentarlos, suposición que, por decirlo de
paso, demostraría una gran ventaja para la especie humana en esta manera de
vivir; supongamos que, sin fraguas y sin talleres, los instrumentos de labor
hubiesen caído del cielo en manos de los salvajes; que estos hombres hubiesen
vencido el odio mortal que todos sienten contra el trabajo continuo; que
hubiesen aprendido a prever tan anticipadamente sus necesidades; que hubieran
adivinado cómo es necesario cultivar la tierra, sembrar los granos y plantar
los árboles; que hubiesen descubierto el arte de moler el trigo y de hacer
fermentar la uva, cosas todas que les ha sido preciso fueran enseñadas por los
dioses, a falta de concebir cómo las habrían aprendido por sí mismos; ¿quién
sería después de esto el hombre bastante insensato para fatigarse cultivando un
campo que será despojado por el primer venido, hombre o bestia indistintamente,
a quien conviniese la cosecha? ¿Y cómo podía decidirse cada cual a consagrar su
vida a un penoso trabajo, tanto más seguro de no recoger sus frutos cuanto más
sentiría su necesidad? En una palabra: ¿cómo esta situación podía decidir a los
hombres a cultivar la tierra en tanto no estuviera repartida entre ellos, es
decir, en tanto no hubiese sido destruido el estado natural? Aun cuando
imaginásemos un hombre salvaje tan hábil en el arte de pensar como lo presentan
nuestros filósofos; aunque hiciéramos de él, siguiendo ese ejemplo, un
filósofo, descubriendo por sí solo las verdades más sublimes, componiendo por
medio de razonamientos abstractos máximas de justicia y de razón sacadas del
amor al orden en general o de la voluntad conocida de su creador, en una
palabra: aunque supusiéramos en su espíritu tantas luces y tanta inteligencia
como torpeza y estupidez debe tener y tiene en efecto, ¿qué utilidad sacaría la
especie de toda esta metafísica, que no podía comunicarse y que perecería con
el individuo que la hubiera inventado? ¿Qué progresaría el género humano
disperso en los bosques entre los animales? ¿Y hasta qué punto podrían
perfeccionarse e ilustrarse mutuamente unos hombres que, no teniendo domicilio
fijo ni necesidad unos de otros, apenas se encontrarían dos veces en su vida,
sin conocerse y sin hablarse? Considérese cuantas ideas debemos al uso de la
palabra; cuánto ejercita y facilita la gramática las operaciones del espíritu;
piénsese en las fatigas inconcebibles y en el infinito tiempo que ha debido
costar la primera invención de las lenguas; añádanse estas reflexiones a las
precedentes, y se comprenderá cuántos millares de siglos han debido necesitarse
para desarrollar sucesivamente en el espíritu humano las operaciones de que era
capaz. Séame permitido considerar un instante los problemas del origen de las
lenguas. Podría contentarme con citar o repetir las investigaciones que el
abate de Condillac ha hecho sobre esta materia, puesto que todos confirman mi
opinión y acaso me han sugerido la primer idea. Pero el modo como este filósofo
resuelve las dificultades que él mismo se plantea sobre el origen de los signos
instituidos demuestra que ha supuesto lo que yo discuto, a saber, una especie
de sociedad ya establecida entre los inventores del lenguaje, y al referirme a
sus reflexiones creo que debo añadir las mías para exponer las mis mas dificultades
bajo el aspecto que conviene a mi objeto. La primera que se presenta es
imaginar cómo pudieron ser necesarias las lenguas, pues no teniendo los hombres
ninguna comunicación entre sí ni necesidad alguna de ella, no se concibe ni la
necesidad de esa invención ni su posibilidad si no fue indispensable. Y aun
diría, como muchos otros, que las lenguas han nacido en el comercio doméstico
de padres, madres e hijos. Pero, además de que esto no resolvería las
objeciones, sería cometer el error de quienes, razonando sobre el estado de
naturaleza, transfieren a éste ideas tomadas de la sociedad; ven a la familia
reunida en una misma habitación y a sus miembros observando entre sí una unión
tan íntima y tan permanente como entre nosotros, en que tantos intereses
comunes los reúnen; cuando, al contrario, no habiendo en ese estado primitivo
ni casas, ni cabañas, ni propiedades de ninguna especie, cada cual se alojaba
al azar, y frecuentemente por una sola noche; los machos y las hembras se
ayuntaban fortuitamente, al azar del encuentro, según la ocasión y el deseo,
sin que la palabra fuera un intérprete muy necesario para las cosas que tenían
que decirse, y con la misma facilidad se separaban. La madre amamantaba a los
hijos por propia necesidad; después, habiéndose encariñado con ellos por la
costumbre, los alimentaba por la suya; en cuanto tenían la fuerza necesaria
para buscar su alimento, no tardaban en abandonar a su madre misma, y como casi
no había otro medio de encontrarse que no perderse de vista, bien pronto se
hallaban en estado de no reconocerse unos a otros. Observad también que
teniendo el niño que explicar todas sus necesidades, y, por tanto, más cosas
que decir a la madre que la madre al niño, debe correr con los mayores gastos
de la invención, y que el lenguaje que emplea tiene que ser en gran parte su
propia obra, lo que multiplica tanto las lenguas como individuos hay para
hablarlas, a lo cual contribuye también la vida errante y vagabunda, que no
deja a ningún idioma el tiempo de adquirir consistencia. Decir que la madre
dicta al niño las palabras que habrá de emplear para pedirle tal o cual cosa
demuestra cómo se enseñan las lenguas ya formadas, pero no enseña cómo se
forman. Supongamos vencida esta primera dificultad; franqueemos por un momento
el espacio inmenso que debió mediar entre el puro estado natural y la necesidad
de las lenguas, y busquemos, suponiéndolas necesarias, cómo han podido empezar
a establecerse. Nueva dificultad, mayor aún que la precedente, porque si los
hombres han necesitado de la palabra para aprender a pensar, mayor necesidad
han tenido de saber pensar para descubrir el arte de la palabra; y aunque se
comprendiera cómo fueron tomados los sonidos de la voz por intérpretes
convencionales de nuestras ideas, siempre quedaría por saber cuáles han podido
ser los intérpretes de esa convención para las ideas que, careciendo de un
objeto sensible, no podían ser indicadas ni por el gesto ni por la voz. De
suerte que apenas se pueden formular conjeturas soportables sobre el nacimiento
de este arte de comunicar los pensamientos y de establecer un comercio entre
los espíritus, arte sublime que tan lejos se encuentra ya de su origen, pero
que el filósofo ve todavía a tan prodigiosa distancia de su perfección, que no
existe hombre alguno bastante atrevido para asegurar que ésta llegará algún
día, aunque fueran suspendidas en su favor las revoluciones que el tiempo
aporta necesariamente, y los prejuicios salieran de las Academias o se callasen
ante ellas, y éstas pudieran ocuparse de este espinoso asunto durante siglos
enteros y sin interrupción. El primer lenguaje del hombre, el lenguaje más
universal, más enérgico, el único de que hubo necesidad antes de que fuese
necesario persuadir a hombres reunidos, fue el grito de la naturaleza. Como este
grito sólo era arrancado por una especie de instinto en las ocasiones
apremiantes para implorar ayuda en los grandes peligros o alivio en los dolores
violentos, no era de uso frecuente en el uso ordinario de la vida, en el cual
reinan sentimientos más moderados. Cuando las ideas de los hombres empezaron a
desarrollarse y multiplicarse, estableciéndose entre ellos una comunicación más
estrecha, buscaron signos más numerosos y un lenguaje más extenso;
multiplicaron las inflexiones de la voz, acompañándolas de gestos, que, por su
naturaleza, son más expresivos y cuyo sentido depende menos de una
determinación anterior. Expresaban, pues, los objetos visibles y móviles por
medio de gestos, y los que hieren el oído, por sonidos imitativos; pero como el
gesto sólo indica los objetos presentes o fáciles de escribir y las acciones
visibles; como no es de uso universal, porque la obscuridad o la interposición
de un cuerpo le hacen inútil, y exige más bien atención que no la excita, se
pensó, en fin, en substituir el gesto por las articulaciones de la voz, que,
sin tener la misma relación con ciertas ideas, son más adecuadas para
representarlas todas como signos instituidos; esa substitución no pudo hacerse
sino por común consentimiento y de modo muy difícil de practicar para unos
hombres cuyos órganos groseros no tenían todavía ningún ejercicio, y más
difícil aún de concebir en sí misma, puesto que ese acuerdo unánime debió de
ser razonado, y la palabra parece haber sido muy necesaria para establecer el
uso de la palabra. Se debe pensar que las primeras palabras que usaron los
hombres tuvieron en su espíritu una significación mucho más extensa que las
empleadas en las lenguas ya formadas, y que, ignorando la división de la
oración en sus partes constitutivas, dieron al principio a cada palabra el
sentido de una proposición entera. Cuando empezaron a distinguir el sujeto del
atributo y el verbo del nombre substantivo, no fue éste un mediocre esfuerzo de
genio. Los substantivos sólo fueron al principio nombres propios; el presente
de infinitivo fue el único tiempo verbal; en cuanto a los adjetivos, su noción
debió de desenvolverse muy difícilmente, porque todo adjetivo es un nombre
abstracto y las abstracciones son operaciones penosas y poco naturales. Cada
objeto recibió al principio un nombre particular, sin considerar el género y la
especie, que esos primeros fundadores no podían distinguir. Todos los
individuos aparecieron a su espíritu aisladamente, como se hallan en el cuadro
de la naturaleza; si una encina se llamaba A, otra se llamaba B, pues la primer
idea que se deduce de dos cosas es que son distintas, y hace falta con
frecuencia mucho tiempo para observar lo que tienen de común; de suerte que
cuanto más limitados eran los conocimientos, más extensión adquiría el
diccionario. Las dificultades de toda esta nomenclatura no pudieron ser
vencidas fácilmente, porque para clasificar a los seres bajo denominaciones
comunes y genéricas era preciso conocer las propiedades y las diferencias; eran
necesarias observaciones y definiciones; es decir, hacía falta la historia
natural y la metafísica, mucho más de lo que podían tener los hombres de ese
tiempo. Por otra parte, las ideas generales no pueden introducirse en el
espíritu sino con ayuda de las palabras, y el entendimiento no las comprende
sino por medio de proposiciones. Esta es una de las razones por las cuales los
animales no pueden formarse tales ideas ni adquirir nunca la perfectibilidad
que de ellas se deriva. Cuando un mono se lanza sin vacilar de una nuez a otra,
¿se cree que tiene la idea general de esta clase de fruto y que compara su
arquetipo a esos dos individuos? No, sin duda; pero la vista de una de esas
nueces evoca en su memoria las sensaciones que ha recibido de la otra, y sus
ojos, modificados de cierta manera, anuncian a su gusto la modificación que va
a recibir. Toda idea general es puramente intelectual; por poco que intervenga
la imaginación, la idea se convierte en seguida en particular. Intentad trazar
la imagen de un árbol en general: nunca lo conseguiréis; a pesar vuestro, será
necesario ver uno, pequeño o grande, pobre o frondoso, claro u obscuro; y si
dependiera de vosotros ver solamente lo que es común a todos los árboles, esta
imagen no se parecería a ningún árbol. Los seres puramente abstractos se ven de
la misma manera o no se conciben sino por el razonamiento. La sola definición
del triángulo os da la verdadera idea; tan pronto como os figuráis uno en
vuestro espíritu, es un triángulo determinado y no otro alguno, y no podéis
evitar hacer sensibles sus líneas o coloreada la superficie. Es, pues,
necesario enunciar proporciones; es preciso hablar para tener ideas generales,
porque tan pronto como la imaginación se detiene, el espíritu no trabaja sino
con ayuda del razonamiento. Si, por consiguiente, los primeros inventores del
lenguaje no han podido dar nombres mas que a las ideas que ya tenían, se deduce
de aquí que los primeros substantivos sólo han podido ser nombres propios. Pero
cuando, por medios que yo no concibo, nuestros nuevos gramáticos empezaron a
extender sus ideas y a generalizar sus palabras, la ignorancia de los
inventores debió de reducir este método a límites muy estrechos, y así como al
principio habían multiplicado con exceso los nombres de los individuos por no
conocer los géneros y las especies, después hicieron escaso número de especies
y de géneros por no haber considerado a los seres en todas sus diferencias.
Para dar mayor impulso a estas divisiones, hubiera hecho falta más experiencia
y más cultura de las que podían tener, hubiera sido necesario más trabajo y más
investigaciones que poder dedicar a esa tarea. Ahora bien; si aún hoy se
descubren cada día nuevas especies, que habían escapado hasta ahora a todas
nuestras observaciones, júzguese cuántas debieron substraerse al conocimiento
de unos hombres que sólo consideraban las cosas bajo el primer aspecto. En
cuanto a las clases primitivas y a las nociones más generales, es superfluo
añadir que también debieron de escaparles. ¿Cómo, por ejemplo, habrían
imaginado o entendido las palabras materia, espíritu, substancia, modo, figura,
movimiento, toda vez que a nuestros mismos filósofos, que se sirven de ellas
desde tan largo tiempo, cuéstales trabajo entenderlas, y dado que, siendo
metafísicas las ideas que se asocian a esas palabras, no hallarían ningún
modelo en la naturaleza?
Me detengo en estos primeros pasos y
suplico a mis jueces suspendan en este punto la lectura para que consideren,
solamente sobre la invención de las substantivos físicos, es decir, sobre la
parte de la lengua más fácil de hallar, el camino que aún le queda para
expresar todos los pensamientos de los hombres, para tomar una forma constante,
para poder ser hablada públicamente e influir sobre la sociedad; les suplico
que reflexionen cuánto tiempo y cuántos conocimientos han sido necesarios para
descubrir los números, los nombres abstractos, los aoristos y todos los tiempos
de los verbos, las partículas, la sintaxis; para unir los razonamientos y
construir la lógica del discurso. En cuanto a mí, asustado por las
dificultades, que se multiplican a cada paso, y convencido de la imposibilidad
casi demostrada de que las lenguas hayan podido nacer y establecerse por medios
puramente humanos, dejo a quien quiera emprenderla la discusión de este difícil
problema: si ha sido más necesaria la sociedad ya establecida para la
institución de las lenguas, o las lenguas ya inventadas para la constitución de
la sociedad. Sea lo que fuere de estos orígenes, se ve cuando menos, en el
escaso cuidado puesto por la naturaleza para aproximar a los hombres mediante
necesidades mutuas y facilitarles el uso de la palabra, cuán poco ha preparado
su sociabilidad y qué poco ha puesto de su parte para que se establecieran sus
relaciones. En efecto; es imposible imaginar por qué en ese estado primitivo un
hombre tendrá más necesidad de otro hombre que un mono o un lobo de sus
semejantes; ni, suponiendo esa necesidad, qué motivo podría inducir al otro a
acceder; ni tampoco, en este último caso, cómo podrían convenir entre ellos las
condiciones. Bien sé que se repite incesantemente que nada habría sido tan
miserable como el hombre en ese estado; mas si es verdad, como creo haberos
demostrado, que no pudo hasta muchos siglos después tener el deseo y la ocasión
de salir de aquel estado, habría que acusar a la naturaleza y no a quien ella
hubiese constituido de ese modo. Pero, si yo comprendo bien ese término de
miserable, es una palabra que, o no tiene ningún sentido, o significa una
privación dolorosa o el sufrimiento del cuerpo o del alma. Ahora bien; desearía
que se me explicase cuál puede ser el género de miseria de un ser libre cuyo
corazón se halla en paz y el cuerpo en salud. Yo pregunto: de la vida social o
natural, ¿cuál está más sujeta a convertirse en insoportable para quienes las
disfrutan? Alrededor nuestro casi sólo vemos gentes lamentándose de su
existencia y aun algunos que se privan de ella en cuanto está en su poder, no
bastando apenas el concurso de la ley divina y de la humana para contener este
desorden. Yo pregunto si alguna vez se ha oído decir que un salvaje en libertad
hubiera tan sólo pensado en quejarse de la vida o en darse la muerte. Júzguese,
pues, con menos orgullo de qué lado se halla la verdadera miseria. Al
contrario: nada habría sido más miserable que el hombre salvaje deslumbrado por
los conocimientos, atormentado por las pasiones y razonando sobre un estado
diferente al suyo. Por una sapientísima providencia, las facultades que poseía
en potencia no debían desarrollarse sino en las ocasiones de ejercerlas, a fin de
que no fueran para él ni superfluas ni onerosas antes de tiempo, ni tardías e
inútiles en caso necesario. Tenía en su solo instinto cuanto necesitaba para
vivir en el estado natural; en la razón cultivada sólo tiene lo que necesita
para vivir en sociedad. Parece a primera vista que en este estado, no teniendo
los hombres entre sí ninguna clase de relación moral ni de deberes conocidos,
no podrían ser ni buenos ni malos, ni tenían vicios ni virtudes, a menos que,
tomando estas palabras en un sentido físico, se llamen vicios del individuo las
cualidades que pueden perjudicar su propia conservación, y virtudes, las que a
ella puedan contribuir; en este caso, habría que considerar como más virtuoso a
quien menos resistiera los meros impulsos de la naturaleza. Pero, sin
apartarnos de su sentido ordinario, conviene retener la opinión que podríamos
manifestar sobre tal situación y desconfiar de nuestros prejuicios hasta que,
la balanza en la mano, se haya examinado si los hombres civilizados poseen más
virtudes que vicios, o si sus virtudes son más ventajosas que funestos sus
vicios, o si el progreso de sus conocimientos constituye una compensación
suficiente de los males que mutuamente se causan a medida que aprenden el bien
que debían hacerse, o si, bien mirado, no se encontrarían en una situación más
feliz no teniendo daño que temer ni bien que esperar de nadie que hallándose
sometidos a una dependencia universal y obligados a recibir todo de quienes no
se obligan a darles nada. No saquemos la conclusión, como Hobbes, de que, no
teniendo ninguna idea de la bondad, el hombre es naturalmente malo; vicioso,
porque no conoce la virtud; que niega siempre a sus semejantes los servicios
que cree no deberles; que, en virtud del derecho que se arroga sobre las cosas
que necesita, se imagina insensatamente ser el propietario único del universo
entero. Hobbes ha visto muy bien el defecto de todas las definiciones modernas
del derecho natural; pero las consecuencias que deduce de la suya demuestran
que la toma en un sentido no menos falso. Razonando sobre los principios que
enuncia, este autor debía decir que, siendo el estado de naturaleza aquel en
que el cuidado de nuestra conservación es el menos perjudicial para la
conservación de nuestros semejantes, éste era por consiguiente el estado más a
propósito para la paz y el más conveniente para el género humano. Pues dice
precisamente lo contrario, por haber hecho entrar, con gran desacierto, en el
cuidado de la conservación del hombre salvaje la necesidad de satisfacer una multitud
de pasiones que son producto de la sociedad y que han hecho necesarias las
leyes. El malo, dice, es un niño fuerte. Falta saber si el hombre salvaje, es
un niño fuerte. Aunque ello se concediera, ¿qué se deduciría? Que si, siendo
fuerte, este hombre dependía de los demás tanto como siendo débil, no hay
ninguna clase de excesos a los que no se entregara; que pegaría a su madre
cuando tardase demasiado en darle de mamar; que estrangularía a uno de sus
pequeños hermanos cuando estuviese enojado; que mordería al otro en la pierna
cuando fuese tropezado o molestado. Pero ser fuerte y dependiente son supuestos
contradictorios en el estado natural. El hombre es débil cuando está sometido a
dependencia, y es libre antes de ser fuerte. Hobbes no ha visto que la misma
causa que impide a los salvajes el uso de razón, como pretenden nuestros
jurisconsultos, les impide al mismo tiempo el abuso de sus facultades, como él
mismo pretende; de modo que podría decirse que los salvajes no son malos
precisamente porque no saben qué cosa es ser buenos, toda vez que no es el
desenvolvimiento de la razón ni el freno de la ley, sino la ignorancia del
vicio y la calma de las pasiones, lo que los impide hacer el mal: Tanto plus in
illis proficit vitiorum ignoratio, quam in his cognitio virtuti, esto es: La ignorancia de los vicios hace más
progreso en ellos, que el conocimiento de la virtud en ellos.
Hay además otro principio que Hobbes
no ha observado, el cual, habiéndole sido dado al hombre para suavizar en
ciertas circunstancias la ferocidad de su amor propio o su deseo de
conservación antes del nacimiento de este amor, modera el ardor que siente por
su bienestar con una innata repugnancia a ver sufrir a sus semejantes. No creo
que deba temer una contradicción concediendo al hombre la única virtud natural
que se ha visto obligado a reconocer el más furioso detractor de las virtudes
humanas. Me refiero a la piedad, disposición adecuada a seres tan débiles y
sujetos a tantos males como somos nosotros; virtud tanto más universal y tanto
más útil al hombre cuanto que precede al uso de toda reflexión, y tan natural,
que las bestias mismas dan de ella algunas veces sensibles muestras. Sin hablar
de la ternura de las madres con sus pequeños y de los peligros que arrostran
para protegerlos, obsérvese a diario la repugnancia que experimentan los
caballos a pisotear un cuerpo vivo. Un animal no pasa nunca al lado de otro de
su especie muerto sin sentir cierta inquietud; hasta hay animales que les dan
una suerte de sepultura, y los tristes mugidos del ganado entrando en el
matadero anuncian la impresión que recibe ante el horrible espectáculo que
contempla. Con placer se ve al autor de la fábula Las abejas, obligado a
reconocer al hombre como un ser compasivo y sensible, abandonar su estilo frío
y sutil para ofrecernos la patética imagen de un hombre encerrado que ve fuera
a una bestia feroz arrancar a un niño de brazos de su madre, triturar con sus
mortíferos dientes sus débiles miembros y desgarrar con sus uñas las entrañas
palpitantes de la criatura. ¡Qué horribles estremecimientos experimenta ese
testigo de un suceso en el cual no interviene su interés personal! ¡Qué
angustias sufro por no poder prestar auxilio alguno a la madre desvanecida y a
la expirante criatura! Tal es el puro movimiento de la naturaleza, anterior a
toda reflexión; tal la fuerza de la piedad natural, que las costumbres más
depravadas difícilmente pueden destruirla, puesto que se ve a diario en
nuestros espectáculos enternecerse y llorar ante las desventuras de un
infortunado a un tal que, de hallarse en el lugar del tirano, agravaría más aún
los tormentos de su enemigo, semejante al sanguinario Sila, tan sensible ante
las desgracias que él no había causado, o a ese Alejandro de Feres, que no
osaba asistir a la representación de ninguna tragedia por temor de que se le
viera llorar con Andrómaca y con Príamo, mientras escuchaba sin emocionarse los
gritos de los ciudadanos que mandaba degollar todos los días. “Mollissima corda Humano generi dare se
natura fatetur, Quae lacrymas dedit”. El
Hombre en su estado natural, el hombre lobo…
Mandeville ha comprendido
perfectamente que los hombres, con toda su moral, hubieran sido siempre unos
monstruos si la naturaleza no les hubiese dado la piedad en apoyo de la razón;
pero no ha visto que de esta sola cualidad se derivan todas las virtudes
sociales que pretende negar a los hombres. En efecto: ¿qué es la generosidad,
la clemencia, la humanidad, sino la piedad aplicada a los débiles, a los
culpables, o a la especie humana en general? La benevolencia y la misma amistad
son, bien miradas, productos de una constante piedad fijada en un objeto
particular; pues desear que alguien no sufra, ¿qué es sino desear que sea
feliz? Aun cuando fuera cierto que la conmiseración es sólo un sentimiento que
nos pone en el lugar de quien sufre, sentimiento obscuro y vivo en el salvaje,
desarrollado pero débil en el hombre civilizado, ¿qué importaría esto a la
verdad de lo que afirmo, sino para darle más fuerza? En efecto: la
conmiseración será tanto más enérgica cuanto más íntimamente se identifique el
animal espectador con el animal paciente. Ahora bien; es evidente que esta identificación
ha debido de ser infinitamente más estrecha en el estado de naturaleza que en
el estado de razonamiento. Es la razón quien engendra el amor propio, y la
reflexión lo fortifica; ella repliega al hombre sobre sí mismo; ella le aparta
de todo lo que le molesta o le aflige. Es la filosofía quien le aísla; por ella
dice en secreto, a la vista de un hombre que sufre: «Muere si quieres; yo estoy
seguro.» Sólo los peligros de la sociedad entera turban el sueño tranquilo del
filósofo y le arrancan del lecho. Se puede degollar impunemente a un semejante
suyo bajo sus ventanas; no tiene más que taparse los oídos y razonar un poco
para impedir a la naturaleza que se subleva dentro de él identificarlo con
aquel a quien se asesina. El hombre salvaje carece de este admirable talento;
falto de razón y de prudencia, véselo siempre entregarse aturdidamente al
primer sentimiento de la humanidad. En los motines, en las contiendas
callejeras, acude el populacho y el hombre prudente se aparta; es la canalla,
son las mujeres del mercado quienes separan a los combatientes o impiden a la
gente de bien su mutuo exterminio. Es, por tanto, perfectamente cierto que la
piedad es un sentimiento natural que, moderando en cada individuo de su amor a
sí mismo, concurre a la mutua conservación de la especie. Ella nos impulsa sin
previa reflexión al socorro de aquellos a quienes vemos sufrir; ella substituye
en el estado natural a las leyes, a las costumbres y a la virtud, con la
ventaja de que nadie se siente tentado de desobedecer su dulce voz; ella
disuadirá a un salvaje fuerte de quitar a una débil criatura o a un viejo
achacoso el alimento que han adquirido penosamente, si espera hallar el suyo en
otra parte; ella inspira a todos los hombres, en lugar de la sublime máxima de justicia
razonada Pórtate con los demás como quieres que se porten contigo, esta otra de
bondad natural, acaso menos perfecta, pero mucho más útil que la anterior: Haz
tu bien con el menor daño posible para otro. En una palabra: es en este
sentimiento natural, más bien que en los sutiles argumentos, donde hay que
buscar la causa de la repugnancia que todo hombre siente a obrar mal, aun
independientemente de los preceptos de la educación. Aunque Sócrates y los
espíritus de su tiempo puedan adquirir la virtud por medio del razonamiento,
hace tiempo que habría desaparecido el género humano si su conservación hubiese
dependido de quienes lo componen. Con pasiones tan poco activas y un freno tan
saludable, los hombres, más bien feroces que malos, más atentos a ponerse a
cubierto del mal que podían recibir que inclinados a hacer daño a otros, no
estaban expuestos a contiendas muy peligrosas. Como no tenían entre sí ninguna
especie de relación; como por tanto, no conocían la vanidad, ni la
consideración, ni la estima, ni el desprecio; como no tenían la menor noción
del bien ni del mal, ni alguna idea verdadera de justicia; como miraban las
violencias que podían recibir como daño fácil de reparar, y no como una injuria
que debe ser castigada, y como ni siquiera pensaban en la venganza, a no ser
tal vez maquinalmente y en el mismo momento, como el perro que muerde la piedra
que se le arroja, sus disputas raramente hubieran tenido causa más importante
que el alimento. Pero veo una más peligrosa y de la cual voy a tratar. Entre
las pasiones que agitan el corazón humano hay una, ardiente, impetuosa, que
hace a un sexo necesario al otro; terrible pasión que desafía todos los
peligros, destruye todos los obstáculos y más parece, en su furor, propia para
aniquilar el género humano que no destinada a conservarlo. ¿Qué sería de los
hombres presa de esta rabia desenfrenada y brutal, sin pudor ni continencia, y
disputándose cada día sus amores al precio de su sangre? Es preciso conceder
desde luego que cuanto más violentas son las pasiones más necesarias son las
leyes; pero, además de que los desórdenes y los crímenes que a diario causan
esas pasiones demuestran demasiado la insuficiencia de las leyes a este
respecto, convendría examinar si estos desórdenes no han nacido con las leyes
mismas; porque entonces, aunque fueran capaces de reprimirlos, lo menos que
podría exigírseles es que detuviesen un mal que sin ellas no existiría.
Empecemos por distinguir en el sentimiento del amor lo moral y lo físico. Lo
físico es ese deseo general que impulsa a un sexo a unirse con otro. Lo moral
es lo que determina ese deseo y lo fija exclusivamente en un solo objeto, o
que, por lo menos, le da hacia ese objeto preferido un mayor grado de energía.
Ahora bien; es fácil ver que lo moral del amor es un sentimiento facticio
nacido del uso de la sociedad y elogiado por las mujeres con suma habilidad y
cuidado para implantar su imperio y hacer dominante el sexo que debía obedecer.
Como este sentimiento está fundado sobre ciertas nociones del mérito y de la belleza
que un salvaje no se halla en estado de poseer, y sobre comparaciones que éste
no puede hacer, debe de ser casi nulo para él; porque del mismo modo que su
espíritu no ha podido forjar ideas abstractas de regularidad y de proporción,
así su corazón no es tampoco susceptible de sentimiento de admiración y de
amor, los cuales nacen, sin que uno se dé cuenta, de la aplicación de esas
ideas. Únicamente escucha al temperamento que la naturaleza le ha dado, no al
gusto que no ha podido adquirir, y cualquier mujer le parece buena. Limitados a
la parte física del amor y bastante felices para ignorar esas preferencias que
irritan el sentimiento amoroso y aumentan las dificultades, los hombres deben
de sentir menos frecuentemente y con menor viveza los ardores del temperamento,
y, por consiguiente, sus disputas deben de ser más raras y menos crueles. La
imaginación, que tantos estragos produce entre nosotros, no habla a esos
corazones salvajes; cada uno espera tranquilamente los impulsos de la
naturaleza, se entrega a ellos sin elección, con mayor placer que furor, y,
satisfecha su necesidad, el deseo queda extinguido. Es, pues, incontestable que
así el amor como las demás pasiones no han adquirido sino en la sociedad ese
ardor impetuoso que tan funestos los hace ser con frecuencia para los hombres.
De modo que es en extremo ridículo representar a los salvajes exterminándose
mutuamente y sin cesar por satisfacer su brutalidad, toda vez que esta opinión
está en completa contradicción con la experiencia, pues los caribes, el pueblo
que menos se ha apartado hasta aquí, entre todos los existentes, del estado
natural, son precisamente los más tranquilos en sus amores y los menos sujetos
a los celos, aunque viven bajo un clima abrasador, que parece dar a sus
pasiones una actividad mayor. Respecto a las consecuencias que podrían
deducirse, en ciertas especies animales, de las luchas entre machos que en todo
tiempo ensangrientan nuestros corrales o hacen retumbar los bosques en la
primavera con sus gritos disputándose la hembra, es necesario empezar por
excluir a todas aquellas especies en que la naturaleza ha establecido
manifiestamente, por lo que hace al poder relativo de los sexos, distintas
relaciones que entre nosotros; así, las peleas entre gallos no constituyen una
inducción para la especie humana. En las especies en que la proporción está
mejor observada, estas luchas sólo pueden tener por causa la escasez de hembras
respecto al número de machos o los intervalos durante los cuales la hembra
rehúsa constantemente ayuntase con el macho, lo que equivale a la primer causa;
porque si la hembra sólo admite al macho durante dos meses al año, es igual que
si el número de hembras fuese cinco sextas partes menor. Pero ninguno de estos
dos casos es aplicable a la especie humana, en la cual el número de las hembras
excede generalmente al de varones, no habiéndose observado nunca tampoco, ni
aun entre los salvajes, que las hembras tengan, como en las otras especies,
épocas de celo y de abstención. Además, en muchas clases de animales, entrando
la especie entera a la vez en mutua efervescencia, sobreviene un momento
terrible de común ardor, de tumulto, desorden y combate; momento que no existe
en la especie humana, porque el amor en ella no es periódico. No puede
deducirse, por consiguiente, de los combates entre ciertos animales por la
posesión de la hembra, que lo mismo sucedería al hombre en el estado natural; y
aunque se pudiera sacar esa conclusión, así como esas luchas no destruyen esas
especies, debe pensarse cuando menos que no serían más funestas para la
nuestra; y aun parece que no causarían tantos estragos como causan en la
sociedad, sobre todo en aquellos países en que, por respetarse todavía las
costumbres, los celos de los amantes y la venganza de los maridos son diario motivo
de duelos, crímenes y peores cosas; sociedad en que el deber de una eterna
fidelidad sólo sirve para originar adulterios y donde las mismas leyes del
honor y la continencia extienden necesariamente la corrupción y multiplican los
abortos. Concluyamos que el hombre salvaje, errante en los bosques, sin
industria, sin palabra, sin domicilio, sin guerra y sin relaciones, sin
necesidad alguna de sus semejantes, así como sin ningún deseo de perjudicarlos,
quizá hasta sin reconocer nunca a ninguno individualmente; sujeto a pocas
pasiones y bastándose a sí mismo, sólo tenía los sentimientos y las luces
propias de este estado, sólo sentía sus verdaderas necesidades, sólo miraba
aquello que le interesaba ver, y su inteligencia no progresaba más que su
vanidad. Si por casualidad hacía algún descubrimiento, tanto menos podía
comunicarlo cuanto que ni reconocía a sus hijos. El arte perecía con el
inventor. No había educación ni progreso; las generaciones se multiplicaban
inútilmente, y, partiendo siempre cada una del mismo punto, los siglos
transcurrían en la tosquedad de las primeras edades; la especie era ya vieja, y
el hombre seguía siendo siempre niño. Si me he extendido tanto tiempo sobre la
suposición de esta condición primitiva es porque, siendo necesario destruir
antiguos errores y prejuicios, he creído que debía ahondar hasta las raíces
para demostrar en el cuadro del verdadero estado de naturaleza cómo la
desigualdad, aun natural, está lejos de tener en ese estado la realidad y la
influencia que pretenden nuestros escritores. En efecto: es fácil ver que,
entre las diferencias que distinguen a los hombres, pasan por naturales muchas
que son únicamente obra de la costumbre y de los diversos géneros de vida que
llevan los hombres en la sociedad. Así, un temperamento fuerte o delicado, la
fuerza o la debilidad que de éste dependen, proceden con frecuencia más de la
manera ruda o afeminada con que uno ha sido criado que de la constitución
primitiva del cuerpo. Lo mismo sucede con las fuerzas del espíritu, y no solamente
la educación establece diferencias entre los espíritus cultivados y los que no
lo están, sino que aumenta la que existe entre los primeros en proporción con
la cultura, pues si un gigante y un enano van por el mismo camino, cada paso
que adelanten dará una nueva ventaja al gigante. Ahora bien: si se compara la
prodigiosa variedad de educación y de géneros de vida que reina en los
diferentes órdenes del estado civil con la simplicidad y la uniformidad de la
vida animal o salvaje, en la cual todos se nutren con los mismos alimentos,
viven del mismo modo y hacen exactamente las mismas cosas, se comprenderá
entonces cómo la diferencia de hombre a hombre debe ser menor en el estado de
naturaleza que en el de sociedad, y cómo la desigualdad natural debe aumentar
en la especie humana por la desigualdad de educación. Pero aunque la naturaleza
afectase en la distribución de sus dones tantas diferencias como se pretende,
¿qué ventajas gozarían los más favorecidos en perjuicio de los demás en un
estado de cosas que no admitiría casi ninguna especie de relación entre ellos?
Donde no hay amor, ¿de qué sirve la belleza? ¿De qué sirve el ingenio a gentes
que no hablan nunca, y la astucia a los que no tienen negocios? Oigo repetir a
cada instante que los más fuertes oprimirían a los débiles; pero explíqueseme
qué se quiere decir con la palabra opresión. Unos dominarían con violencia,
otros gemirían sometidos a su capricho. He aquí precisamente lo que observo
entre nosotros; pero no veo cómo puede decirse esto de los hombres salvajes, a
quienes difícilmente se haría comprender qué significan servidumbre y
dominación. Podrá un hombre apoderarse de los frutos que otro ha cogido, de la
caza que ha matado, de la caverna que le servía de asilo; pero ¿cómo
conseguiría nunca hacerse obedecer y cuáles podrían ser las cadenas de la
dependencia entre unos hombres que nada poseen? Si se me arroja de un árbol,
libre estoy para ir a otro; si alguien me molesta en un sitio, ¿quién me
impedirá marcharme a otra parte? ¿Hay un hombre de fuerza superior a la mía, y
además bastante depravado, bastante perezoso, bastante feroz para obligarme a
proveer a su subsistencia mientras él permanece ocioso? Pues es preciso que se
resuelva a no perderme de vista un solo instante, a tenerme cuidadosamente
atado durante su sueño por temor a que me escape o le mate; es decir, que se ve
obligado a exponerse voluntariamente a una fatiga mucho más grande que la que
quiere evitarse y que la que a mí me causa. Después de todo esto, si su
vigilancia afloja un instante, si un ruido imprevisto le hace volver la cabeza,
doy veinte pasos en el bosque, y mis cadenas quedan rotas y jamás en su vida
vuelve a verme. Sin necesidad de prolongar inútilmente estos detalles, cada
cual debe ver que, no siendo los lazos de la servidumbre sino la dependencia
mutua de los hombres y de las necesidades recíprocas que los unen, es imposible
esclavizar a un hombre si antes no se le ha puesto en el caso de no poder
prescindir de otro; y como esta situación no existe en el estado natural, todos
se hallan libres del yugo, resultando, vana en él la ley del más fuerte.
Después de haber demostrado que la desigualdad apenas se manifiesta en el
estado natural y que su influencia es casi nula, me falta explicar su origen y
sus progresos en los desenvolvimientos sucesivos del espíritu humano. Después
de haber demostrado que la perfectibilidad, las virtudes sociales y las demás
facultades que el hombre natural había recibido en potencia no podían
desarrollarse nunca por sí mismas; que para ello necesitaban el concurso
fortuito de diferentes causas externas que podían no haber nacido nunca y sin
las cuales el hombre natural hubiera permanecido eternamente en su condición
primitiva, me falta considerar y reunir los diferentes azares que han podido, echando
a perder la especie, perfeccionar la razón humana; volver malos a los seres
haciéndolos sociables, y de un término tan lejano, traer al hombre y al mundo
al punto en que los vemos. Los acontecimientos que voy a describir pueden haber
ocurrido de diferentes maneras; confieso, pues, que sólo me puedo decidir en su
elección por conjeturas; pero, además de que estas conjeturas se convierten en
razones cuando son las más probables conclusiones de la naturaleza de las cosas
y los únicos medios de que puede disponerse para descubrir la verdad, las
consecuencias que quiero deducir de las mías no serán por ello conjeturales,
puesto que sobre los principios que he formulado no podría construirse ningún
otro sistema que me proporcione los mismos resultados y del cual pueda sacar
las mismas conclusiones. Esto me dispensará de extender mis reflexiones sobre
el modo como el lapso de tiempo transcurrido compensa la escasa verosimilitud
de los acontecimientos; sobre el sorprendente poder de las pequeñas causas
cuando obran sin descanso; sobre la imposibilidad en que nos hallamos, de un
lado, de destruir ciertas hipótesis, si del otro no se les puede dar el grado
de certidumbre de los hechos; sobre que, dados dos hechos como reales y
habiendo que unirlos por una serie de hechos intermediarios, desconocidos o
considerados como tales, corresponde a la Historia, cuando existe, procurar los
hechos que sirven de enlace, o a la Filosofía, en su defecto, determinar los
hechos análogos que pueden enlazarlos; y, en fin, sobre que, en materia de
acontecimientos, la analogía reduce los hechos a un número mucho más pequeño de
clases diferentes de lo que se imagina. Tengo suficiente con ofrecer estos
temas a la consideración de mis jueces; me basta con haberme arreglado de modo
que los lectores vulgares no tuvieran necesidad de considerarlos.
Segunda parte El primer hombre a
quien, cercando un terreno, se lo ocurrió decir esto es mío y halló gentes
bastante simples para creerle fue el verdadero fundador de la sociedad civil.
¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos; cuántas miserias y horrores habría
evitado al género humano aquel que hubiese gritado a sus semejantes, arrancando
las estacas de la cerca o cubriendo el foso: «¡Guardaos de escuchar a este
impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y la tierra
de nadie!» Pero parece que ya entonces las cosas habían llegado al punto de no
poder seguir más como estaban, pues la idea de propiedad, dependiendo de
muchas, otras ideas anteriores que sólo pudieron nacer sucesivamente, no se
formó de un golpe en el espíritu humano; fueron necesarios ciertos progresos,
adquirir ciertos conocimientos y cierta industria, transmitirlos y aumentarlos
de época en época, antes de llegar a ese último límite del estado natural.
Tomemos, pues, las cosas desde más lejos y procuremos reunir en su solo punto
de vista y en su orden más natural esa lenta sucesión de acontecimientos y
conocimientos. El primer sentimiento del hombre fue el de su existencia; su
primer cuidado, el de su conservación. Los productos de la tierra le proveían
de todo, lo necesario; el instinto le llevó a usarlos. El hambre, otros deseos le
hacían experimentar sucesivamente diferentes modos de existir, y hubo uno que
le invitó a perpetuar su especie; esta ciega inclinación, desprovista de todo
sentimiento del corazón, sólo engendra un acto puramente animal; satisfecho el
deseo, los dos sexos ya no se reconocían, y el hijo mismo nada era para la
madre en cuanto podía prescindir de ella. Tal fue la condición del hombre al nacer;
tal fue la vida de un animal limitado al principio a las puras sensaciones,
aprovechando apenas los dones que le ofrecía la naturaleza, lejos de pensar en
arrancarle cosa alguna. Pero bien pronto surgieron dificultades; hubo que
aprender a vencerlas. La altura de los árboles, que le impedía coger sus
frutos; la concurrencia de los animales que intentaban arrebatárselos para
alimentarse, y la ferocidad de los que atacaban su propia vida, todo le obligó
a aplicarse a los ejercicios corporales; tuvo que hacerse ágil, rápido en la
carrera, fuerte en la lucha. Las armas naturales, que son las ramas de los
árboles y las piedras, pronto se hallaron en sus manos. Aprendió a dominar los
obstáculos de la naturaleza, a combatir en caso necesario con los demás animales,
a disputar a los hombres mismos su subsistencia o a resarcirse de lo que era
preciso ceder al más fuerte. A medida que se extendió el género humano, los
trabajos se multiplicaron con los hombres. La diferencia de los terrenos, de
los climas, de las estaciones, pudo forzarlos a establecerla en sus maneras de
vivir. Los años estériles, los inviernos largos y crudos, los ardientes estíos,
que todo consumen, exigieron de ellos una nueva industria. En las orillas del
mar y de los ríos inventaron el sedal y el anzuelo, y se hicieron pescadores e
ictiófagos. En los bosques se construyeron arcos y flechas, y fueron cazadores
y guerreros. En los países fríos se cubrieron con las pieles de los animales
muertos a sus manos. El rayo, un volcán o cualquier feliz azar les dio a
conocer el fuego, nuevo recurso contra el rigor del invierno; aprendieron a
conservar este elemento y después a reproducirlo, y, por último, a preparar con
él la carne, que antes devoraban cruda. Esta reiterada aplicación de seres
distintos y de unos a otros debió naturalmente de engendrar en el espíritu del
hombre la percepción de ciertas relaciones. Esas relaciones, que nosotros
expresamos con las palabras grande, pequeño, fuerte, débil, rápido, lento,
temeroso, arriesgado y otras ideas semejantes, produjeron al fin en él una
especie de reflexión o más bien una prudencia maquinal, que le indicaba las
precauciones más necesarias a su seguridad. Las nuevas luces que resultaron de
este desenvolvimiento aumentaron su superioridad sobre los demás animales
haciéndosela conocer. Se ejercitó en tenderles lazos, en engañarlos de mil
modos, y aunque muchos le superasen en fuerza en la lucha o en rapidez en la
carrera, con el tiempo se hizo dueño de los que podían servirle y azote de los
que podían perjudicarle. Y así, la primer mirada que se dirigió a sí mismo
suscitó el primer movimiento de orgullo; y, sabiendo apenas distinguir las
categorías y viéndose en la primera por su especie, así se preparaba de lejos a
pretenderla por su individuo. Aunque sus semejantes no fueran para él lo que
son para nosotros, y aunque no tuviera con ellos mayor comercio que con los
otros animales, no fueron olvidados en sus observaciones. Las semejanzas que
pudo percibir con el tiempo entre ellos, su hembra y él mismo, le hicieron
juzgar las que no percibía; viendo que todos se conducían como él se hubiera
conducido en iguales circunstancias, dedujo que su manera de pensar y de sentir
era enteramente conforme con la suya, y esta importante verdad, una vez
arraigaba en su espíritu, le hizo seguir, por un presentimiento tan seguro y
más vivo que la dialéctica, las reglas de conducta que, para ventaja y
seguridad suya, más le convenía observar con ellos. Instruido por la
experiencia de que el amor del bienestar es el único móvil de las acciones
humanas, pudo distinguir las raras ocasiones en que, por interés común, debía
contar con la ayuda de sus semejantes, y aquellas otras, más raras aún, en que
la concurrencia debía hacerle desconfiar de ellos. En el primer caso se unía a
ellos en informe rebaño, o cuando más por una especie de asociación libre que a
nadie obligaba y que sólo duraba el tiempo que la pasajera necesidad que la
había formado; en el segundo, cada cual buscaba su provecho, bien a viva fuerza
si creía ser más fuerte, bien por astucia y habilidad si sentíase el más débil.
He aquí cómo los hombres pudieron insensiblemente adquirir cierta idea
rudimentaria de compromisos mutuos y de la ventaja de cumplirlos, pero sólo en
la medida que podía exigirlos el interés presente y sensible, pues la previsión
nada era para ellos, y, lejos de preocuparse de un lejano futuro, ni siquiera
pensaban en el día siguiente. ¿Se trataba de cazar un ciervo? Todos comprendían
que para ello debían guardar fielmente su puesto; pero si una liebre pasaba al
alcance de uno de ellos, no cabe duda que la perseguiría sin ningún escrúpulo y
que, cogida su presa, se cuidaría muy poco de que no se les escapase la suya a
sus compañeros. Fácil es comprender que semejantes relaciones no exigían un
lenguaje mucho más refinado que el de las cornejas o los monos, que se agrupan
poco más o menos del mismo modo. Durante mucho tiempo sólo debieron de componer
el lenguaje universal gritos inarticulados, muchos gestos y algunos ruidos
imitativos; unidos a esto en cada región algunos sonidos articulados y
convencionales, cuyo origen, como ya he dicho, no es muy fácil de explicar, se
formaron lenguas particulares, pero elementales, imperfectas, semejantes
aproximadamente a las que aún tienen diferentes naciones salvajes de hoy día.
Atravieso como una flecha multitudes de siglos, forzado por el tiempo que
transcurre, por la abundancia de cosas que he de decir y por el progreso casi
imperceptible de los comienzos, pues tanto más lentos eran para sucederse,
tanto más rápidos son para describir. Estos primeros progresos pusieron en fin
al hombre en estado de hacer otros más rápidos. Cuanto más se esclarecía el
espíritu más se perfeccionaba la industria. Bien pronto los hombres, dejando de
dormir bajo el primer árbol o de guarecerse en cavernas, hallaron una especie
de hachas de piedra duras y cortantes que sirvieron para cortar la madera,
cavar la tierra y construir chozas con las ramas de los árboles, que en seguida
aprendieron a endurecer con barro y arcilla. Fue la época de una primera
revolución, que originó el establecimiento y la diferenciación de las familias
e introdujo una especie de propiedad, de la cual quizá nacieron ya entonces no
pocas discordias y luchas. Sin embargo, como los más fuertes fueron con toda
seguridad los primeros en construirse viviendas, porque sentíanse capaces de
defenderlas, es de creer que los débiles hallaron más fácil y más seguro
imitarlos que intentar desalojarlos de ellas; y en cuanto a los que ya poseían
cabañas, ninguno de ellos debió de intentar apropiarse la de su vecino, menos
porque no le perteneciera que porque no la necesitaba y porque, además, no
podía apoderarse de ella sin exponerse a una viva lucha con la familia que la
ocupaba. Las primeras exteriorizaciones del corazón fueron el efecto de un
nuevo estado de cosas que reunía en una habitación común a maridos y mujeres, a
padres o hijos. El hábito de vivir juntos hizo nacer los más dulces
sentimientos conocidos de los hombres: el amor conyugal y el amor paternal.
Cada familia fue una pequeña sociedad, tanto mejor unida cuanto que el afecto
recíproco y la libertad eran los únicos vínculos. Entonces fue cuando se
estableció la primera diferencia en el modo de vivir de los dos sexos, que
hasta entonces habían vivido de la misma manera. Las mujeres se hicieron más
sedentarias y se acostumbraron a guardar la cabaña y a cuidar de los hijos
mientras el hombre iba a buscar la común subsistencia. Con una vida un poco más
blanda, los dos sexos empezaron a perder algo de su ferocidad y de su vigor;
pero si cada individuo separadamente se halló menos capaz de combatir a las
fieras, fue en cambio más fácil reunirse para una resistencia común. En este
nuevo estado, llevando una vida simple y solitaria, con necesidades muy
limitadas y los instrumentos que habían inventado para atenderlas, los hombres
gozaban de una extremada ociosidad, que emplearon en procurarse diversas,
comodidades que sus padres no habían conocido. Este fue el primer yugo que se
impusieron sin pensar y la primer fuente de males que prepararon a sus
descendientes; pues, además de que así continuaron debilitan de su cuerpo y su
espíritu, y habiendo perdido esas comodidades, por la costumbre, todo su
encanto y degenerado en verdaderas necesidades, la privación de ellas fue mucho
más cruel que agradable era su posesión, y, sin ser feliz poseyéndolas,
perdiéndolas érase desgraciado. Se entrevé algo mejor en este punto cómo el uso
de la palabra se estableció o se perfeccionó insensiblemente en el seno de cada
familia, y aun se puede conjeturar cómo diversas causas particulares pudieron
extender el lenguaje y acelerar su progreso haciéndole ser más necesario.
Grandes inundaciones o temblores de tierra cercaron de aguas o de precipicios
las regiones habitadas; revoluciones del globo desgarraron y cortaron en islas
porciones del continente. Se concibe que entre hombres reunidos de ese modo y
forzados a vivir juntos debió de formarse un idioma común, más bien que entre
los que erraban libremente en los bosques de la tierra firme. Así, es muy probable
que, después de sus primeros ensayos de navegación, los insulares hayan
introducido entre nosotros el uso de la palabra; por lo menos es muy verosímil
que la sociedad y las lenguas hayan nacido en las islas y en ellas se hayan
perfeccionado antes de ser conocidas en el continente. Todo empieza a cambiar
de aspecto. Errantes hasta aquí en los bosques, los hombres, habiendo adquirido
una situación más estable, van relacionándose lentamente, se reúnen en diversos
agrupamientos y forman en fin en cada región una nación particular, unida en
sus costumbres y caracteres, no por reglamentos y leyes, sino por el mismo
género de vida y de alimentación y por la influencia del clima. Una permanente
vecindad no puede dejar de engendrar en fin alguna relación entre diferentes
familias. Jóvenes de distinto sexo habitan en cabañas vecinas; el pasajero
comercio que exige la naturaleza bien pronto origina otro no menos dulce y más
permanente por la mutua frecuentación. Se habitúan a considerar diversos
objetos y a hacer comparaciones; insensiblemente adquieren ideas de mérito y de
belleza que producen sentimientos de preferencia. A fuerza de verse, no pueden
pasar sin verse todavía. Un sentimiento tierno y dulce se insinúa en el alma,
que a la menor oposición se cambia en furor impetuoso; los celos se despiertan
con el amor, triunfa la discordia, y la más dulce de las pasiones recibe
sacrificios de sangre humana. A medida que se suceden las ideas y los
sentimientos y el espíritu y el corazón se ejercitan, la especie humana sigue
domesticándose, las relaciones se extienden y se estrechan los vínculos. Los
hombres se acostumbran a reunirse delante de las cabañas o, al pie de un gran
árbol; el canto y la danza, verdaderos hijos del amor y del ocio, constituyen
la diversión o, mejor, la ocupación de los hombres y de las mujeres agrupadas y
ociosas. Cada cual empezó a mirar a los demás y a querer ser mirado él mismo, y
la estimación pública tuvo un precio. Aquel que mejor cantaba o bailaba, o el
más hermoso, el más fuerte, el más diestro o el más elocuente, fue el más
considerado; y éste fue el primer paso hacia la desigualdad y hacia el vicio al
mismo tiempo. De estas primeras preferencias nacieron, por una parte, la
vanidad y el desprecio; por otro, la vergüenza y la envidia, y la fermentación
causada por esta nueva levadura produjo al fin compuestos fatales para la
felicidad y la inocencia. Tan pronto como los hombres empezaron a apreciarse
mutuamente y se formó en su espíritu la idea de la consideración, todos
pretendieron tener el mismo derecho, y no fue posible que faltase para nadie.
De aquí nacieron los primeros deberes de la cortesía, aun entre los salvajes; y
de aquí que toda injusticia voluntaria fuera considerada como un ultraje,
porque con el daño que ocasionaba la injuria, el ofendido veía el desprecio de
su persona, con frecuencia más insoportable que el daño mismo. De este modo,
como cada cual castigaba el desprecio que se lo había inferido de modo
proporcionado a la estima que tenía de sí mismo, las venganzas fueron terribles,
y los hombres, sanguinarios y crueles. He ahí precisamente el grado a que había
llegado la mayoría de los pueblos salvajes que nos son conocidos. Mas, por no
haber distinguido suficientemente las ideas y observado cuán lejos se hallaban
ya esos pueblos del estado natural, algunos se han precipitado a sacar la
conclusión de que el hombre es naturalmente cruel y que es necesaria la
autoridad para dulcificarlo, siendo así que nada hay tan dulce como él en su
estado primitivo, cuando, colocado por la naturaleza a igual distancia de la
estupidez de las bestias que de las nefastas luces del hombre civil, y limitado
igualmente por el instinto y por la razón a defenderse del mal que le amenaza,
la piedad natural le impide, sin ser impelido a ello por nada, hacer daño a
nadie, ni aun después de haberlo él recibido. Porque, según el axioma del sabio
Locke, no puede existir agravio donde no hay propiedad. Pero es preciso señalar
que la sociedad empezada y las relaciones ya establecidas entre los hombres exigían
de éstos cualidades diferentes de las que poseían por su constitución
primitiva; que, empezando a introducirse la moralidad en las acciones humanas y
siendo cada uno, antes de las leyes, único juez y vengador de las ofensas
recibidas, la bondad que convenía al puro estado de naturaleza no era la que
convenía a la sociedad naciente; que era necesario que los castigos fueran más
severos a medida que las ocasiones de ofender eran más frecuentes; que el
terror de las venganzas tenía que ocupar el lugar del freno de las leyes. Así,
aunque los hombres fuesen ya menos sufridos y la piedad natural ya hubiera
experimentado alguna alteración, este período del desenvolvimiento de las
facultades humanas, ocupando un justo medio entre la indolencia del estado
primitivo y la petulante actividad de nuestro amor propio, debió de ser la
época más feliz y duradera. Cuanto más se reflexiona, mejor se comprende que
este estado era el menos sujeto a las revoluciones, el mejor para el hombre,
del cual no ha debido salir sino por algún funesto azar, que, por el bien
común, hubiera debido no acontecer nunca. El ejemplo de los salvajes, hallados
casi todos en ese estado, parece confirmar que el género humano estaba hecho
para permanecer siempre en él; que ese estado es la verdadera juventud del
mundo, y que todos los progresos ulteriores han sido, en apariencia, otros
tantos pasos hacia la perfección del individuo; en realidad, hacia la
decrepitud de la especie. Mientras los hombres se contentaron con sus rústicas
cabañas; mientras se limitaron a coser sus vestidos de pieles con espinas
vegetales o de pescado, a adornarse con plumas y conchas, a pintarse el cuerpo
de distintos colores, a perfeccionar y embellecer sus arcos y sus flechas, a
tallar con piedras cortantes canoas de pescadores o rudimentarios instrumentos
de música; en una palabra, mientras sólo se aplicaron a trabajos que uno solo
podía hacer y a las artes que no requerían el concurso de varias manos,
vivieron libres, sanos, buenos y felices en la medida en que podían serlo por
su naturaleza y siguieron disfrutando de las dulzuras de un trato
independiente. Pero desde el instante en que mi hombre tuvo necesidad de la
ayuda de otro; desde que se advirtió que era útil a uno solo poseer provisiones
por dos, la igualdad desapareció, se introdujo la propiedad, el trabajo fue
necesario y los bosques inmensos se trocaron en rientes campiñas que fue
necesario regar con el sudor de los hombres y en las cuales se vio bien pronto
germinar y crecer con las cosechas la esclavitud y la miseria. La metalurgia y
la agricultura fueron las dos artes cuyo desenvolvimiento produjo esta gran
revolución. Para el poeta son el oro y la plata; más para el filósofo son el
hierro y el trigo los que han civilizado a los hombres y perdido al género humano.
Uno y otro eran desconocidos de los salvajes de América, por lo cual han
permanecido siempre los mismos; y los demás pueblos parece que siguieron
bárbaros mientras no practicaron más que una sola de estas artes. Precisamente,
una de las mejores razones quizá de que Europa haya sido, si no más pronto,
mejor y más constantemente ordenada que las otras partes del mundo es que al
mismo tiempo es la más abundante en hierro y la más fértil en trigo. Es difícil
conjeturar de qué modo han llegado los hombres a conocer y emplear el hierro,
pues no es de creer que hayan imaginado por sí mismos extraer la materia de la
mina y darle las preparaciones necesarias para su fusión antes de saber lo que
resultaría. Por otra parte, no puede atribuirse este descubrimiento a un
incendio casual, puesto que las minas se forman en lugares áridos y
desprovistos de árboles y plantas; de suerte que parece que la naturaleza ha
tomado sus precauciones para ocultarnos el fatal secreto. Sólo queda la
extraordinaria circunstancia de que un volcán, vomitando materias metálicas en
fusión, haya sugerido a los espectadores la idea de imitar esta operación de la
naturaleza; pero es necesario suponer mucho valor y previsión para emprender un
trabajo tan penoso y calcular desde mucho antes las ventajas que podían
obtenerse, y esto sólo es admisible en espíritus más cultivados que lo debía
estar el de los espectadores. En cuanto a la agricultura, el principio fue
conocido mucho antes de que se estableciera la práctica, pues no es probable
que los hombres, siempre ocupados en sacar de los árboles y las plantas su
subsistencia, hayan tardado mucho tiempo en advertirlos caminos que sigue la
naturaleza para la generación de los vegetales; pero su industria no se inclinó
probablemente hasta muy tarde de este lado, bien porque los árboles, que con la
caza y la pesca proveían a su alimento, no necesitaban sus cuidados, sea por
desconocer el uso del trigo, sea por falta de instrumentos para cultivarlo,
bien por falta de previsión para las necesidades futuras, sea, en fin, por no
haber medios para impedir a los demás que se apoderaran del fruto de su
trabajo. Cuando ya fueron más industriosos, es de presumir que empezaron con
piedras afiladas y palos puntiagudos a cultivar algunas legumbres o raíces en
derredor de sus cabañas, mucho antes de saber trabajar el trigo y tener los
instrumentos necesarios para el cultivo en grande; sin contar que para
entregarse a esta labor y sembrar las tierras es preciso decidirse a perder
alguna cosa primero para obtener mucho después, previsión grandemente extraña
al espíritu del salvaje, que, como antes he dicho, tiene bastante con pensar
por la mañana en sus necesidades de la tarde. La invención de las otras artes
fue, por tanto, necesaria para forzar al género humano a dedicarse a la
agricultura. En cuanto hubo necesidad de hombres para fundir y forjar el
hierro, fueron necesarios otros que los alimentaran. Cuanto mayor fue el número
de obreros, menos manos hubo empleadas en proveer a la común subsistencia, sin
haber por eso menos bocas que alimentar; y como unos necesitaron alimentos en
cambio de su hierro, los otros descubrieron en fin el secreto de emplear el
hierro para multiplicar los alimentos. De aquí nacieron, por una parte, el
cultivo y la agricultura; por otra, el arte de trabajar los metales y
multiplicar sus usos. Del cultivo de las tierras resultó necesariamente su
reparto, y de la propiedad, una vez reconocida, las primeras reglas de
justicia, porque para dar a cada cual lo suyo es necesario que cada uno pueda tener
alguna cosa. Por otro lado, los hombres ya habían empezado a pensar en el
porvenir, y como todos tenían algo que perder, no había ninguno que no tuviera
que temer para sí la represalia de los daños que podía causar a otro. Este
origen es tanto más natural cuanto que es imposible concebir la idea de la
propiedad naciente de otro modo que por la mano de obra, pues no se comprende
que para apropiarse las cosas que no ha hecho pudiera el hombre poner más que
su trabajo. Es el trabajo únicamente el que, dando derecho al cultivador sobre
el producto de la tierra que ha trabajado, le da consiguientemente ese mismo
derecho sobre el suelo, por lo menos hasta la cosecha, y así de año en año; lo
que, constituyendo una posesión continua, se transforma fácilmente en propiedad.
Cuando los antiguos, dice Grocio, dieron a Ceres el epíteto de legisladora y a
una fiesta que se celebraba en su honor el nombre de Temosforia, dieron a
entender que el reparto de las tierras había producido una nueva especie de
derecho, es decir, el derecho de propiedad, diferente del que resulta de la ley
natural. En esta situación, las cosas hubieran podido permanecer iguales si las
aptitudes hubieran sido iguales, y si, por ejemplo, el empleo del hierro y el
consumo de los productos alimenticios hubieran guardado un equilibrio exacto.
Pero la proporción, que nada mantenía, bien pronto quedó rota; el más fuerte
hacía más obra; el más hábil sacaba mejor partido de lo suyo; el más ingenioso
hallaba los medios de abreviar su trabajo; el labrador necesitaba más hierro, o
el herrero más trigo; y trabajando todos igualmente, unos ganaban más mientras
otros, apenas podían vivir. De este modo, la desigualdad natural se desenvuelve
insensiblemente con la de combinación, y las diferencias entre los hombres,
desarrolladas por las que originan las circunstancias, se hacen más sensibles,
más permanentes en sus efectos y empiezan a influir en la misma proporción
sobre la suerte de los particulares. En este punto las cosas, fácil es imaginar
el resto. No me detendré a describir la invención sucesiva de las otras artes,
el progreso de las lenguas, la prueba y el empleo de las aptitudes, la
desigualdad de las fortunas, el uso y el abuso de las riquezas, ni todos los
detalles que siguen a éstos y que cada uno puede fácilmente suponer. Me
limitaré solamente a echar una ojeada sobre el género humano colocado en ese
nuevo orden de cosas. He aquí todas nuestras facultades desarrolladas, la
memoria y la imaginación en juego, interesado el amor propio, la razón en actividad
y el espíritu casi al término de la perfección de que es susceptible. He aquí
todas las cualidades naturales puestas en acción, establecidas la condición y
la suerte de cada hombre, no sólo en lo que se refiere a la cantidad de bienes
y al poder de servir o perjudicar, sino en cuanto al espíritu, la belleza, la
fuerza o la destreza, el mérito y las aptitudes. Siendo estas cualidades las
únicas que podían atraer la consideración, bien pronto fue necesario o tenerlas
o fingirlas; fue preciso, por el propio interés, aparecer distinto de lo que en
verdad se era. Ser y parecer fueron dos cosas por completo diferentes, y de
esta diferencia nacieron la ostentación imponente, la astucia engañosa y todos
los vicios que forman su séquito. Por otra parte, de libre e independiente que
era antes el hombre, vedle, por una multitud de nuevas necesidades, sometido,
por así decir, a la naturaleza entera, y sobre todo a sus semejantes, de los
cuales se convierte en esclavo aun siendo su señor: rico, necesita de sus servicios;
pobre; de su ayuda, y la mediocridad le impide prescindir de aquéllos.
Necesita, por tanto, buscar el modo de interesarlos en su suerte y hacerles
hallar su propio interés, en realidad o en apariencia, trabajando en provecho
suyo; lo cual le hace trapacero y artificioso con unos, imperioso y duro con
otros, y le pone en la necesidad de engañar a todos aquellos que necesita,
cuando no puede hacerse temer de ellos y no encuentra ningún interés en
servirlos útilmente. En fin; la voraz ambición, la pasión por aumentar su
relativa fortuna, menos por una verdadera necesidad que para elevarse por
encima de los demás, inspira a todos los hombres una negra inclinación a
perjudicarse mutuamente, una secreta envidia, tanto más peligrosa cuanto que,
para herir con más seguridad, toma con frecuencia la máscara de la
benevolencia; en una palabra: de un lado, competencia y rivalidad; de otro,
oposición de intereses, y siempre el oculto deseo de buscar su provecho a
expensas de los demás. Todos estos males son el primer efecto de la propiedad y
la inseparable comitiva de la desigualdad naciente. Antes de haberse inventado
los signos representativos de las riquezas, éstas no podían consistir sino en
tierras y en ganados, únicos bienes efectivos que los hombres podían poseer.
Ahora bien; cuando las heredades crecieron en número y en extensión, hasta el
punto de cubrir el suelo entero y de tocarse unas con otras, ya no pudieron
extenderse más sitio a expensas de las otras, y los que no poseían ninguna
porque la debilidad o la indolencia los había impedido adquirirlas a tiempo, se
vieron obligados a recibir o arrebatar de manos de los ricos su subsistencia;
de aquí empezaron a nacer, según el carácter de cada uno, la dominación y la
servidumbre, o la violencia y las rapiñas. Los ricos, por su parte, apenas
conocieron el placer de dominar, rápidamente desdeñaron los demás, y,
sirviéndose de sus antiguos esclavos para someter a otros hombres a la
servidumbre, no pensaron más que en subyugar y esclavizar a sus vecinos,
semejantes a esos lobos hambrientos que, habiendo gustado una vez la carne
humana, rechazan todo otro alimento y sólo quieren devorar hombres. De este
modo, haciendo los más poderosos de sus fuerzas o los más miserables de sus
necesidades una especie de derecho al bien ajeno, equivalente, según ellos, al
de propiedad, la igualdad deshecha fue seguida del más espantoso desorden; de
este modo, las usurpaciones de los ricos, las depredaciones de los pobres, las
pasiones desenfrenadas de todos, ahogando la piedad natural y la voz todavía
débil de la justicia, hicieron a los hombres avaros, ambiciosos y malvados.
Entre el derecho del más fuerte y el del primer ocupante se alzaba un perpetuo
conflicto, que no se terminaba sino por combates y crímenes. La naciente
sociedad cedió la plaza al más horrible estado de guerra; el género humano,
envilecido y desolado, no pudiendo volver sobre sus pasos ni renunciar a las
desgraciadas adquisiciones que había hecho, y no trabajando sino en su
vilipendio, por el abuso de las facultades que le honran, se puso a sí mismo en
vísperas de su ruina.
No es posible que los hombres no se
hayan detenido a reflexionar al cabo sobre una situación tan miserable y sobre
las calamidades que los agobiaban. Sobre todo los ricos debieron comprender
cuán desventajoso era para ellos una guerra perpetua con cuyas consecuencias
sólo ellos cargaban y en la cual el riesgo de la vida era común y el de los
bienes particulares. Por otra parte, cualquiera que fuera el pretexto que
pudiesen dar a sus usurpaciones, demasiado sabían que sólo descansaban sobre un
derecho, precario y abusivo, y que, adquiridas por la fuerza, la fuerza podía
arrebatárselas sin que tuvieran derecho a quejarse. Aquellos mismos que sólo se
habían enriquecido por la industria no podían tampoco ostentar sobre su
propiedad mejores títulos. Podrían decir: «Yo he construido este muro; he
ganado este terreno con mi trabajo.» Pero se les podía contestar: «¿Quién os ha
dado las piedras? ¿Y en virtud de qué pretendéis cobrar a nuestras expensas un trabajo
que nosotros no os hemos impuesto? ¿Ignoráis que multitud de hermanos vuestros
perece o sufre por carecer de lo que a vosotros os sobra, y que necesitabais el
consentimiento expreso y unánime del género humano para apropiaros de la común
subsistencia lo que excediese de la vuestra?» Desprovisto de razones verdaderas
para justificarse y de fuerza suficiente para defenderse; venciendo fácilmente
a un particular, pero vencido él mismo por cuadrillas de bandidos; solo contra
todos, y no pudiendo, a causa de sus mutuas rivalidades, unirse a sus iguales
contra los enemigos unidos por el ansia común del pillaje, el rico, apremiado
por la necesidad, concibió al fin el proyecto más premeditado que haya nacido
jamás en el espíritu humano: emplear en su provecho las mismas fuerzas de
quienes le atacaban, hacer de sus enemigos sus defensores, inspirarles otras
máximas y darles otras instituciones que fueran para él tan favorables como
adverso érale el derecho natural. Con este fin, después de exponer a sus vecinos
el horror de una situación que los armaba a todos contra todos, que hacía tan
onerosas sus propiedades como sus necesidades, y en la cual nadie podía hallar
seguridad ni en la pobreza ni en la riqueza, inventó fácilmente especiosas
razones para conducirlos al fin que se proponía. «Unámonos -les dijo- para
proteger a los débiles contra la opresión, contener a los ambiciosos y asegurar
a cada uno la posesión de lo que le pertenece; hagamos reglamentos de justicia
y de paz que todos estén obligados a observar, que no hagan excepción de nadie
y que reparen en cierto modo los caprichos de la fortuna sometiendo igualmente
al poderoso y al débil a deberes recíprocos. En una palabra: en lugar de volver
nuestras fuerzas contra nosotros mismos, concentrémoslas en un poder supremo
que nos gobierna con sabias leyes, que proteja y defienda a todos los miembros
de la asociación, rechace a los enemigos comunes y nos mantenga en eterna
concordia.» Mucho menos que la equivalencia de este discurso fue preciso para
decidir a hombres toscos, fáciles de seducir, que, por otra parte, tenían
demasiadas cuestiones entre ellos para poder prescindir de árbitros, y
demasiada avaricia y ambición para poderse pasar sin amos. Todos corrieron al
encuentro de sus cadenas creyendo asegurar su libertad, pues, con bastante
inteligencia para comprender las ventajas de una institución política, carecían
de la experiencia necesaria para prevenir sus peligros; los más capaces de
prever los abusos eran precisamente los que esperaban aprovecharse de ellos, y
los mismos sabios vieron que era preciso resolverse a sacrificar una parte de
su libertad para conservar la otra, del mismo modo que un herido se deja cortar
un brazo para salvar el resto del cuerpo. Tal fue o debió de ser el origen de
la sociedad y de las leyes, que dieron nuevas trabas al débil y nuevas fuerzas
al rico, aniquilaron para siempre la libertad natural, fijaron para todo tiempo
la ley de la propiedad y de la desigualdad, hicieron de una astuta usurpación
un derecho irrevocable, y, para provecho de unos cuantos ambiciosos, sujetaron
a todo el género humano al trabajo, a la servidumbre y a la miseria. Fácilmente
se ve cómo el establecimiento de una sola sociedad hizo indispensable el de
todas las demás, y de qué manera, para hacer frente a fuerzas unidas, fue
necesario unirse a la vez. Las sociedades, multiplicándose o extendiéndose
rápidamente, cubrieron bien pronto toda la superficie de la tierra, y ya no fue
posible hallar un solo rincón en el universo donde se pudiera evadir el yugo y sustraer
la cabeza al filo de la espada, con frecuencia mal manejada, que cada hombre
vio perpetuamente suspendida encima de su cabeza. Habiéndose convertido así el
derecho civil en la regla común de todos los ciudadanos, la ley natural no se
conservó sino entre las diversas sociedades, donde, bajo el nombre de derecho
de gentes, fue moderada por algunas convenciones tácitas para hacer posible el
comercio y suplir a la conmiseración natural, la cual, perdiendo de sociedad en
sociedad casi toda la fuerza que tenía de hombre a hombre, no reside ya sino en
algunas grandes almas cosmopolitas que franquean las barreras imaginarias que
separan a los pueblos y, a ejemplo del Ser soberano que las ha creado, abrazan
en su benevolencia a todo el género humano. Los cuerpos políticos, que
siguieron entre sí en el estado natural, no tardaron en sufrir los mismos
inconvenientes que habían forzado a los particulares a salir de él, y esta
situación fue más funesta aún entre esos grandes cuerpos que antes entre los
individuos que los componían. De aquí salieron las guerras nacionales, las
batallas, los asesinatos, las represalias, que hacen estremecerse a la
naturaleza y ofenden a la razón, y todos esos prejuicios horribles que colocan
en la categoría de las virtudes el honor de derramar sangre humana. Las gentes
más honorables aprendieron a contar entre sus deberes el de degollar a sus
semejantes; se vio en fin a los hombres exterminarse a millares sin saber por
qué, y en un solo día se cometían más crímenes, y más horrores en el asalto de
una sola ciudad, que no se hubieran cometido en el estado de naturaleza durante
siglos enteros y en toda la extensión de la tierra. Tales son los primeros
efectos que se observan de la división del género humano en diferentes
sociedades. Volvamos a sus instituciones. Yo sé que otros han atribuido
diferentes orígenes a las sociedades políticas, como las conquistas del más
fuerte o la unión de los débiles; pero la elección entre estas causas es
indiferente para lo que quiero dejar asentado. Sin embargo, la que yo he
expuesto me parece la más natural por las siguientes razones: Primera: Que, en
el primer caso, el derecho de conquista, no siendo un derecho, no ha podido
servir de fundamento a otro alguno, pues el conquistador y los pueblos sometidos
permanecían siempre en estado de guerra, a menos que la nación, recobrada su
plena libertad, no escogiera voluntariamente a su vencedor por su jefe; hasta
entonces, sean cualesquiera las capitulaciones que se hubiesen hecho, como sólo
descansan sobre la violencia y, por consiguiente, son nulas por ese mismo
hecho, no puede haber, en esta hipótesis, ni verdadera sociedad, ni cuerpo
político, ni otra ley que la del más fuerte. Segunda: Que las palabras fuerte y
débil son equívocas en el segundo caso; que en el intervalo entre el
establecimiento del derecho de propiedad o del primer ocupante y la
constitución de gobiernos políticos, el sentido de esos términos es mejor
expresado por los de pobre y rico, porque, en efecto, un hombre no tenía antes
de la implantación de las leyes otro medio de someter a sus iguales que el de
atacar a sus bienes o el de darle parte de los suyos. Tercera: Que, no teniendo
los pobres otra cosa que perder sino su libertad, hubieran cometido una gran
locura privándose voluntariamente del único bien que les quedaba para no ganar
nada en el cambio; que, al contrario, sensibles los ricos, por así decir, en
todas las partes de sus bienes, era mucho más fácil hacerles daño, por lo cual
tenían que tomar muchas más precauciones para protegerse; y que, por último, es
razonable creer que una cosa ha sido inventada más bien por aquellos a quienes
beneficia que por los que con ella salen perjudicados. El naciente gobierno no
tuvo forma regular y constante. La falta de filosofía y de experiencia sólo
dejaba ver las dificultades presentes, y no se pensaba en remediar las otras
sino a medida que se presentaban. A pesar de todos los esfuerzos de los más
sabios legisladores, el estado político permaneció siempre imperfecto porque
era en gran parte la obra del azar, y, mal empezado, al descubrirse con el
tiempo sus defectos y sugerir los remedios pertinentes, nunca pudieron
corregirse los vicios de su constitución; se le reformaba sin cesar, cuando
hubiera sido necesario empezar por renovar el aire y separar los viejos
materiales, como hizo Licurgo en Esparta, para construir en su lugar un buen
edificio. La sociedad no consistió al principio más que en algunas convenciones
generales que todos los particulares se comprometían a observar, de cuyo
cumplimiento respondía la comunidad ante cada uno de ellos. Fue necesario que
la experiencia demostrara cuán débil era semejante constitución y cuán fácil a
los infractores eludir la prueba o el castigo de las faltas de que el público
sólo debía ser testigo y juez; fue preciso que los contratiempos y los
desórdenes menudeasen continuamente, para que al fin se pensara en confiar a
algunos particulares el peligroso depósito de la autoridad pública y se
encargara a ciertos magistrados el cuidado de hacer observar las deliberaciones
del pueblo; pues decir que los jefes fueron elegidos antes de que la
confederación fuese hecha y que los ministros de la ley existieron antes que
las leyes mismas, es una suposición que ni siquiera es permitido combatir
seriamente. Tampoco sería muy razonable creer que los pueblos se arrojaron
desde el primer momento en brazos de un amo absoluto, sin condiciones y para
siempre, y que el primer medio de atender a la seguridad común imaginado por
hombres arrogantes o indómitos haya sido precipitarse en la esclavitud. En
efecto: ¿por qué se han dado a sí mismos superiores si no es para que los
defendieran contra la opresión y protegieran sus bienes, sus libertades y sus
vidas, que son, por así decir, los elementos constitutivos de su ser? Ahora bien
en las relaciones entre los hombres, lo peor que puede sucederle a uno es verse
a discreción de otro; ¿no hubiera sido, pues, contra el buen sentido abandonar
entre las manos de un jefe las únicas cosas para cuya conservación necesitaban
su auxilio? ¿Qué equivalente hubiera podido ofrecer éste por la concesión de
tan magnífico derecho? Y si hubiera osado exigirlo con el pretexto de
defenderlos, ¿no hubiese recibido inmediatamente la respuesta del apólogo: ¿Qué
mal nos haría el enemigo? Es, pues, incontestable, y tal es el precepto
fundamental de todo derecho político, que los pueblos se han dado jefes para
defender su libertad y no para oprimirlos. Si tenemos un príncipe -decía Plinio
a Trajano- es con el fin de que nos preserve de tener un amo. Los políticos
hacen sobre el amor de la libertad los mismos sofismas que los filósofos sobre
el estado de naturaleza. Por las cosas que ven juzgan cosas muy distintas que
no han visto, y atribuyen a los hombres una inclinación natural a la esclavitud
por la paciencia con que soportan la suya aquellos que tienen ante los ojos,
sin pensar que sucede con la libertad como con la inocencia y la virtud, cuyo
valor no se conoce mientras no se gozan, el gusto de las cuales desaparece tan
pronto como se han perdido. «Conozco las delicias de tu país -dijo Brasidas a
un sátrapa que comparaba la vida de Esparta con la de Persépolis-, pero tú no
puedes conocer los placeres del mío.» Al modo como un indómito cerril eriza sus
crines, hiere la tierra con sus cascos y se debate impetuoso con sólo ver el
freno, mientras un caballo domado sufre pacientemente el látigo y la espuela,
el hombre bárbaro no dobla la cabeza al yugo, que el hombre civilizado soporta
sin murmurar, y prefiere la más agitada libertad a una tranquila sujeción. No es,
pues, por envilecimiento de los pueblos sometidos por lo que hay que juzgar las
disposiciones naturales de los hombres en pro o en contra de la servidumbre,
sino por los prodigios que han hecho todos los pueblos libres para protegerse
contra la opresión. Bien sé que los primeros no hacen más que alabar sin cesar
la paz y el reposo de que gozan entre sus hierros (la paz de la servidumbre);
pero cuando veo a los otros sacrificar los placeres, el reposo, las riquezas,
el poderío y hasta la vida misma para conservar ese bien único tan despreciado
por los que lo han perdido; cuando veo a unos animales nacidos libres y
aborreciendo la sumisión romperse la cabeza contra las rejas de su prisión;
cuando veo a muchedumbres de salvajes completamente desnudos desdeñar las
voluptuosidades europeas, desafiar el hambre, el fuego, el hierro y la muerte
solamente por conservar su independencia, pienso que no corresponde a los
esclavos razonar sobre la libertad. En cuanto a la autoridad paternal, de la
cual han hecho derivar algunos el gobierno absoluto y aun la sociedad entera,
sin recurrir a las pruebas contrarias de Locke y de Sidney, basta con indicar
que nada hay en el mundo tan lejos del espíritu feroz del despotismo como la
dulzura de esa autoridad, que atiende más al provecho de quien obedece que a la
utilidad del que manda; que, por ley natural, el padre sólo es dueño del hijo
mientras éste necesita su ayuda; que después de este término son iguales, y que
entonces el hijo, perfectamente independiente de su padre, sólo le debe
respeto, mas no obediencia; porque el reconocimiento es un deber que hay que
cumplir, pero no un derecho que se pueda exigir. En lugar de decir que la
sociedad civil se deriva del poder paternal, sería necesario decir, al
contrario, que es de ella de quien ese poder tiene su principal fuerza. Un
individuo no fue reconocido por el padre de varios sino cuando todos
permanecieron a su lado. Los bienes del padre, de los cuales él es el verdadero
dueño, son los lazos que mantienen a los hijos bajo su dependencia, y él puede
no darles parte en la herencia sino en la medida en que lo hayan merecido por
un contimio acatamiento de su voluntad. Ahora bien: lejos de poder esperar los
súbditos favor semejante de su déspota, como le pertenecen ellos y las cosas
que poseen, o al menos así lo pretende aquél, se ven reducidos a recibir como
un favor lo que les deja de sus propios bienes; hace justicia cuando los
despoja; concede gracia cuando los deja vivir. Continuando el examen de los
hechos desde el punto de vista del derecho, no se hallaría más solidez que
veracidad en la implantación voluntaria de la tiranía, y sería difícil
demostrar la validez de un contrato que sólo obligaría a una de las partes, en
el cual se pondría todo de un lado y nada del otro y que sólo redundaría en
perjuicio del contrayente. Este odioso sistema está muy lejos de ser; aun hoy
día, el de los monarcas sabios y buenos, como puede verse en diversos pasajes
de sus edictos, y particularmente en el siguiente, de un célebre escrito
publicado en 1667 en nombre y por orden de Luis XIV: «No se diga, pues, que el
soberano no se halla sujeto a las leyes de su Estado, puesto que la proposición
contraria es una verdad del derecho de gentes, que la lisonja ha atacado
algunas veces, pero que los buenos príncipes han defendido siempre como una
divinidad tutelar de su Estado. ¡Cuánto más legítimo es decir con el sabio
Platón que la perfecta felicidad de un reino consiste en que el príncipe sea
obedecido de sus súbditos, que él obedezca a la ley y que la ley sea recta y
encaminada siempre al bien público!» . No me detendré a averiguar si, siendo la
libertad la más noble de las facultades del hombre, no es degradar su
naturaleza ponerse al nivel de las bestias, esclavas de su instinto, y aun
ofender al mismo Autor de sus días, el renunciar sin reserva al más precioso de
todos sus dones, el someterse a cometer todos los crímenes que El nos prohíbe,
por complacer a un amo feroz e insensato, y si aquel Obrero sublime debe
sentirse más irritado al ver destruir o al ver deshonrar su obra más hermosa.
No apelaré, si se quiere, a la autoridad de Barbeyrac, que declara netamente,
según Locke, que nadie puede vender su libertad hasta someterse a un poder
arbitrario que lo trata a su capricho, porque -añade- sería vender su propia
vida, de la cual uno no es dueño. Preguntaré solamente con qué derecho aquellos
que no temen envilecerse a sí mismos hasta ese punto han sometido su posteridad
a la misma ignominia y han renunciado por ella a unos bienes que ésta no debe a
su liberalidad y sin los cuales la vida misma es una carga para todos aquellos
que son dignos de ella. Puffendorff (35) dice que, del mismo modo que una
persona transfiere a otra sus bienes por medio de convenciones y contratos, de
igual manera puede despojarse de su libertad en favor de alguno. Me parece un
malísimo razonamiento, porque, en primer lugar, los bienes que yo enajeno se
convierten para mí en cosa completamente extraña, cuyo abuso me es indiferente;
pero me importa mucho que no se abuse de mi libertad, y yo no puedo, sin
hacerme culpable del daño que se me obligará a hacer, exponerme a ser
instrumento del crimen. En segundo lugar, siendo el derecho de propiedad de
institución humana, cada uno puede disponer a su antojo de aquello que posee;
pero no sucede lo mismo con los dones esenciales de la naturaleza, como la vida
y la libertad, de los cuales le está permitido a cada uno gozar, mas de los
que, al menos es dudoso, nadie tiene el derecho de despojarse. Renunciando a la
libertad se degrada el ser; renunciando a la vida, se le aniquila en cuanto
depende de uno mismo; y como ningún bien temporal puede compensar la falta de
una o de otra, sería ofender al mismo tiempo a la naturaleza y a la razón
renunciar a aquéllas a cualquier precio que fuera. Pero aunque se pudiera
enajenar la libertad como los bienes propios, la diferencia sería muy grande en
cuanto a los hijos, que no disfrutan de los bienes del padre sino por la
transmisión de su derecho, mientras que siendo la libertad un don que han
recibido de la naturaleza en su calidad de hombres, sus progenitores no tienen
ningún derecho a despojarlos de ella; de suerte que, de igual manera que hubo
de violentarse a la naturaleza para implantar la esclavitud, así ha sido
preciso cambiarla para perpetuar ese derecho, y los jurisconsultos que
decidieron gravemente que el hijo de una esclava nacería esclavo resolvieron,
en otros términos, que un hombre no nace hombre. Me parece cierto, pues, que no
sólo los gobiernos no han empezado por el poder arbitrario, que no es sino su
corrupción, su último extremo, y que los lleva en fin a la ley única del más
fuerte, de la cual fueron al principio su remedio, sino que, aunque hubieran
efectivamente empezado de ese modo, tal poder, siendo por naturaleza ilegítimo,
no ha podido servir de fundamento a las leyes de la sociedad ni, por
consiguiente, a la desigualdad de estado.
Sin entrar hoy en las investigaciones
que están por hacer todavía sobre la naturaleza del pacto fundamental de todo
gobierno, me limito, siguiendo la opinión común, a considerar aquí la fundación
del cuerpo político como un verdadero contrato entre los pueblos y los jefes
que eligió para su gobierno, contrato por el cual se obligan las dos partes a
la observación de las leyes que en él se estipulan y que constituyen los
vínculos de su unión. Habiendo el pueblo, a propósito de las relaciones
sociales, reunido todas sus voluntades en una sola, todos los artículos en que
se expresa esa voluntad son otras tantas leyes fundamentales que obligan a
todos los miembros del Estado sin excepción, una de las cuales determina la
elección y el poder de los magistrados encargados de velar por la ejecución de
las otras. Este poder se extiende a todo lo que puede mantener la constitución,
pero no alcanza a poder cambiarla. Se añaden además los honores que hacen
respetables las leyes y los magistrados, y para éstos personalmente,
prerrogativas que los compensan de los penosos trabajos que cuesta una buena
administración. El magistrado, a su vez, obligase a no usar el poder que le ha
sido confiado sino conforme a la intención de sus mandatarios, a mantener a
cada uno en el tranquilo disfrute de aquello que le pertenece, y a anteponer en
toda ocasión la utilidad pública a su interés privado. Antes de que la
experiencia hubiese demostrado o que el conocimiento del corazón humano hubiera
hecho prever los inevitables abusos de semejante constitución, debió parecer
tanto más excelente cuanto que aquellos que estaban encargados de velar por su
conservación eran los más interesados en ello; pues como la magistratura y sus
derechos descansaban solamente sobre las leyes fundamentales, si éstas eran destruidas
los magistrados dejaban de ser legítimos y el pueblo dejaba de deberles
obediencia, y como la esencia del Estado no estaría constituida por el
magistrado, sino por la ley, cada cual recobraría de derecho su libertad
natural. Por poco que se reflexionara atentamente, esto se hallaría confirmado
por nuevas razones, y por la naturaleza del contrato se vería que éste no
podría ser irrevocable; porque si no existía un poder superior que pudiera
responder de la fidelidad de los contratantes ni forzarlos a cumplir sus
compromisos recíprocos, las partes serían los únicos jueces de su propia causa
y cada una tendría siempre el derecho de rescindir el contrato tan pronto como
advirtiera que la otra infringía las condiciones, o bien cuando éstas dejaran
de convenirle. Sobre este principio parece que puede estar fundado el derecho
de abdicar. Ahora bien: a no considerar, como hacemos nosotros, más que la
constitución humana, si el magistrado, que detenta, todo el poder y se apropia
todas las ventajas del contrato, tenía el derecho de renunciar a la autoridad,
con mayor razón el pueblo, que paga todos los errores de sus jefes, debía tener
el derecho de renunciar a la dependencia. Pero las terribles disensiones, los
desórdenes sin fin que traería consigo un poder tan peligroso, demuestran más
que ninguna otra cosa cómo los gobiernos humanos necesitaban una base más
sólida que la sola razón y cómo era necesario a la tranquilidad pública que
interviniera la voluntad divina para dar a la autoridad soberana un carácter
sagrado e inviolable que privara a los súbditos del funesto derecho de disponer
de esa autoridad. Aunque la religión no hubiera producido a los hombres más que
este bien, sería suficiente para que todos la amaran y la adoptaran, aun con
sus abusos, puesto que ahorra mucha más sangre que la derramada por el
fanatismo. Pero sigamos el hilo de nuestra hipótesis. Las diversas formas de
gobierno deben su origen a las diferencias más o menos grandes que existían
entre los particulares en el momento de su institución. ¿Había un hombre
eminente en poder, en virtud, en riqueza o en crédito? Ese solo fue elegido
magistrado, y el Estado fue monárquico. ¿Había algunos, aproximadamente iguales
entre sí, que excedieran a todos los demás? Fueron elegidos conjuntamente, y
hubo una aristocracia. Aquellos cuya fortuna o cuyos talentos eran menos
desproporcionados y que menos se habían apartado del estado natural guardaron
en común la administración suprema y constituyeron una democracia. El tiempo
experimentó cuál de esas formas era la más ventajosa para los hombres. Unos
quedaron sometidos únicamente a las leyes; otros bien pronto obedecieron a los
amos. Los ciudadanos quisieron guardar su libertad; los súbditos sólo pensaron
en arrebatársela a sus vecinos no pudiendo sufrir que otros gozaran un bien que
no disfrutaban ellos mismos. En una palabra: en un lado estuvieron las riquezas
y las conquistas; en otro, la felicidad y la virtud. En estos diversos
gobiernos todas las magistraturas fueron al principio electivas, y cuando la
riqueza no la obtenía, la preferencia era otorgada al mérito, que concede un
ascendiente natural, y a la edad, que da la experiencia en los asuntos y la
sangre fría en las deliberaciones. Los ancianos entre los hebreos, los gerontes
de Esparta, el senado de Roma y la misma etimología de nuestra palabra seigneur
(caballero) demuestran cuán respetada era en otro tiempo la vejez. Cuanto más
recaía el nombramiento en hombres de edad avanzada más frecuentes eran las
elecciones y las dificultades se hacían sentir más. Se introdujeron las
intrigas, se formaron las facciones, se agriaron los partidos, se encendieron
las guerras civiles; en fin, la sangre de los ciudadanos fue sacrificada al
pretendido honor del Estado, y se hallaron los hombres en vísperas de recaer en
la anarquía de los tiempos pasados. La ambición de los poderosos aprovechó
estas circunstancias para perpetuar sus cargos en sus familias; el pueblo,
acostumbrado ya a la dependencia, al reposo y a las comodidades de la vida,
incapacitado ya para romper sus hierros, consintió la agravación de su
servidumbre para asegurar su tranquilidad. Así, los jefes, convertidos en
hereditarios, empezaron a considerar su magistratura como un bien de familia, a
mirarse a sí mismos como propietarios del Estado, del cual no eran al principio
sino los empleados; a llamar esclavos a sus conciudadanos; a contarlos, como sí
fueran animales, en el número de las cosas que les pertenecían, y a llamarse a
sí mismos iguales de los dioses y reyes de reyes. Si seguimos el progreso de la
desigualdad a través de estas diversas revoluciones, hallaremos que el
establecimiento de la ley y del derecho de propiedad fue su primer término; el
segundo, la institución de la magistratura; el tercero y último, la mudanza del
poder legítimo en poder arbitrario; de suerte que el estado de rico y de pobre
fue autorizado por la primer época; el de poderoso y débil, por la segunda; y por
la tercera, el de señor y esclavo, que es el último grado de la desigualdad y
el término a que conducen en fin todos los otros, hasta que nuevas renovaciones
disuelven por completo el gobierno o le retrotraen a su forma legítima. Para
comprender la necesidad de ese progreso no es necesario considerar tanto los
motivos de la fundación del cuerpo político como la forma que toma en su
realización y los inconvenientes que después suscita, pues los vicios que hacen
necesarias las instituciones sociales son los mismos que hacen inevitable el
abuso; y como, exceptuada solamente Esparta, donde la ley velaba principalmente
por la educación de los niños, donde Licurgo estableció costumbres que casi le
dispensaban de promulgar leyes, éstas, en general, menos fuertes que las
pasiones, contienen a los hombres pero no los cambian, sería fácil demostrar
que todo gobierno que, sin corromperse ni alterarse, procediera siempre
exactamente según el fin de su existencia, habría sido instituido sin
necesidad, y que un país en que nadie eludiera el cumplimiento de las leyes ni
nadie abusara de la magistratura no tendría necesidad ni de magistrados ni de
leyes. Las distinciones políticas engendran necesariamente las diferencias
civiles. La desigualdad, creciendo entre el pueblo y sus jefes, bien pronto se
deja sentir entre los particulares, modificándose de mil maneras, según las
pasiones, los talentos y las circunstancias. El magistrado no podría usurpar un
poder ilegítimo sin rodearse de criaturas a su hechura, a las cuales tiene que
ceder una parte. Por otro lado, los ciudadanos no se dejan oprimir sino
arrastrados por una ciega ambición, y, mirando más hacia el suelo que hacia el
cielo, la dominación les parece mejor que la independencia, y consienten llevar
cadenas para poder imponerlas a su vez. Es muy difícil someter a la obediencia
a aquel que no busca mandar, y el político más astuto no hallaría el modo de
sojuzgar a unos hombres que sólo quisieran conservar su libertad. Pero la
desigualdad se extiende sin trabajo entre las almas ambiciosas y viles,
dispuestas siempre a correr los riesgos de la fortuna y a dominar u obedecer
casi indiferentemente, según que la fortuna les sea favorable o adversa. Así,
sucedió que pudo llegar un tiempo en que el pueblo estaba de tal modo fascinado,
que sus conductores no tenían más que decir al más ínfimo de los hombres «¡sé
grande tú y toda tu raza!», para que al instante pareciese grande a todo el
mundo y a sus propios ojos y sus descendientes se elevaran a medida que se
alejaban de él; cuanto más lejana e incierta era la causa, más aumentaba el
efecto; cuantos más holgazanes podían contarse en una familia, más ilustre era.
Si fuera éste el lugar de entrar en tales detalles, explicaría fácilmente cómo,
aunque no intervenga el gobierno, la desigualdad de consideración y de
autoridad es inevitable entre particulares tan pronto como, reunidos en una
sociedad, se ven forzados a compararse entre sí y a tener en cuenta las
diferencias que encuentran en el trato continuo y recíproco. Estas diferencias
son de varias clases; pero como, en general, la riqueza, la nobleza, el rango,
el poderío o el mérito personal son las distinciones principales por las cuales
se mide a los hombres en la sociedad, probaría que la armonía o el choque de
estas fuerzas diversas constituyen la indicación más segura de un Estado bien o
mal constituido; haría ver que entre estas cuatro clases de desigualdad, como
las cualidades personales son el origen de todas las demás, la riqueza es la
última y a la cual se reducen al cabo las otras, porque, como es la más
inmediatamente útil al bienestar y la más fácil de comunicar, de ella se sirven
holgadamente los hombres para comprar las restantes, observación que permite
juzgar con bastante exactitud en qué medida se ha apartado cada pueblo de su
constitución primitiva y el camino que ha recorrido hacia el extremo límite de
la corrupción. Señalaría de qué manera ese deseo universal de reputación, de
honores y prerrogativas que a todos nos devora, ejercita y contrasta los
talentos y las fuerzas, cómo excita y multiplica las pasiones y cómo al
convertir a todos los hombres en concurrentes, rivales o, mejor, enemigos,
origina a diario desgracias, triunfos y catástrofes de toda especie haciendo
correr la misma pista a tantos pretendientes. Demostraría que a este ardiente
deseo de notabilidad, que a este furor de sobresalir que nos mantiene en
continua excitación, debemos lo que hay de mejor y peor entre los hombres,
nuestras virtudes y nuestros vicios, nuestras ciencias y nuestros errores, nuestros
conquistadores y filósofos; es decir, una multitud de cosas malas y un escaso
número de buenas. Probaría, en fin, que si se ve a un puñado de poderosos y
ricos en la cima de las grandezas y de la fortuna, mientras la muchedumbre se
arrastra en la obscuridad y en la miseria, es porque los primeros no aprecian
las cosas de que disfrutan sino porque los otros están privados de ellas, y
que, sin cambiar de situación, dejarían de ser dichosos si el pueblo dejara de
ser miserable. Pero todos estos detalles constituirían por sí solos la materia
de una obra considerable en la cual se pesaran las ventajas e inconvenientes de
toda forma de gobierno con relación al estado natural y en la que se
descubrieran los diferentes aspectos bajo los cuales se ha manifestado hasta
hoy la desigualdad y podría manifestarse en los siglos futuros según la
naturaleza de los gobiernos y las mudanzas que el tiempo introducirá en ellos
necesariamente. Se vería a la multitud oprimida en el interior por una serie de
medidas que ella misma había adoptado para protegerse contra las amenazas del
exterior; se vería agravarse continuamente la opresión sin que los oprimidos
pudieran saber nunca cuándo tendría término ni qué medio legítimo les quedaba
para detenerla; veríanse los derechos de los ciudadanos y las libertades
nacionales extinguirse poco a poco, y las reclamaciones de los débiles tratadas
de murmullos de sediciosos; veríase a la política restringir el honor de
defender la causa común a una porción mercenaria del pueblo, de donde se vería
salir la necesidad de impuestos, y al labrador agobiado abandonar su campo, aun
en tiempo de paz, y dejar el arado para ceñir la espada; veríanse nacer las
funestas y caprichosas reglas del honor; se vería a los defensores de la patria
mudarse tarde o temprano en sus enemigos y tener sin cesar un puñal alzado
sobre sus conciudadanos, y llegaría un tiempo en que se oiría a éstos decir al
opresor de su país: De la extrema desigualdad de las condiciones y de las
fortunas; de la diversidad de las pasiones y de los talentos; de las artes
inútiles, de las artes perniciosas, de las ciencias frívolas, saldría
muchedumbre de prejuicios igualmente contrarios a la razón, a la felicidad y a
la virtud; se vería a los jefes fomentar, desuniéndolos, todo lo que puede
debilitar a hombres unidos, todo lo que puede dar a la sociedad un aspecto de
concordia aparente y sembrar im germen de discordia real, todo cuanto puede
inspirar a los diferentes órdenes una desconfianza mutua y un odio recíproco
por la oposición de sus derechos y de sus intereses, y fortificar por
consiguiente el poder que los contiene a todos. Del seno de estos desórdenes y
revoluciones, el despotismo, levantando por grados su odiosa cabeza y devorando
cuanto percibiera de bueno y de sano en todas las partes del Estado, llegaría
en fin a pisotear las leyes y el pueblo y a establecerse sobre las ruinas de la
república. Los tiempos que precedieran a esta última mudanza serían tiempos de
trastornos y, calamidades; mas al cabo todo sería devorado por el monstruo, y
los pueblos ya no tendrían ni jefes ni leyes, sino tiranos. Desde este instante
dejaría de hablarse de costumbres y de virtud, porque donde reina el
despotismo, para quien no hay esperanza de ser honesto no sufre ningún otro
amo; tan pronto como habla, no hay probidad ni deber alguno que deba ser
consultado, y la más ciega obediencia es la única virtud que les queda a los
esclavos. Éste es el último término de la desigualdad, el punto extremo que
cierra el círculo y toca el punto de donde hemos partido. Aquí es donde los
particulares vuelven a ser iguales, porque ya no son nada y porque, como los
súbditos no tienen más ley que la voluntad de su señor, ni el señor más regla
que sus pasiones, las nociones del bien y los principios de la justicia se desvanecen
de nuevo; aquí todo se reduce a la sola ley del más fuerte, y, por
consiguiente, a un nuevo estado de naturaleza diferente de aquel por el cual
hemos empezado, en que este último era el estado natural en su pureza y otro es
el fruto de un exceso de corrupción. Pero tan poca diferencia hay, por otra
parte, entre estos dos estados, y de tal modo el contrato de gobierno ha sido
aniquilado por el despotismo, que el déspota sólo es el amo mientras es el más
fuerte, no pudiendo reclamar nada contra la violencia tan pronto como es
expulsado. El motín que acaba por estrangular o destrozar al sultán es un acto
tan jurídico como aquellos por los cuales él disponía la víspera misma de las
vidas y de los bienes de sus súbditos. Sólo la fuerza le sostenía; la fuerza
sola le arroja. Todo sucede de ese modo conforme al orden natural, y cualquiera
que sea el suceso de estas cortas y frecuentes revoluciones, nadie puede
quejarse de la injusticia de otro, sino solamente de su propia imprudencia o de
su infortunio. Descubriendo y recorriendo los caminos olvidados que han debido
de conducir al hombre del estado natural al estado civil; restableciendo, junto
con las posiciones intermedias que acabo de señalar, las que el tiempo que me
apremia me ha hecho suprimir o la imaginación no me ha sugerido, el lector
atento quedará asombrado del espacio inmenso que separa esos dos estados. En
esta lenta sucesión de cosas hallará la solución de una infinidad de problemas
de moral y de política que los filósofos no pueden resolver. Viendo que el
género humano de una época no era el mismo que el de otra, comprenderá la razón
por la cual Diógenes no encontraba al hombre que buscaba, y es porque buscaba
un hombre de un tiempo que ya no existía. Catón, pensará, pereció con Roma y la
libertad porque no era hombre de su siglo, y el más grande entre los hombres no
hizo más que asombrar a un mundo que hubiera gobernado quinientos años antes.
En una palabra: explicará cómo el alma y las pasiones humanas, alterándose
insensiblemente, cambian, por así decir, de naturaleza; por qué nuestras
necesidades y nuestros placeres mudan de objetos con el tiempo; por qué,
desapareciendo por grados el hombre natural, la sociedad no aparece a los ojos
del sabio más que como un amontonamiento de hombres artificiales y pasiones
ficticias, que son producto de todas esas nuevas relaciones y que carecen de un
verdadero fundamento en la naturaleza. Lo que la reflexión nos enseña sobre
todo eso, la observación lo confirma plenamente: el hombre salvaje y el hombre
civilizado difieren de tal modo por el corazón y por las inclinaciones, que
aquello que constituye la felicidad suprema de uno reduciría al otro a la
desesperación. El primero sólo disfruta del reposo y de la libertad, sólo
pretende vivir y permanecer ocioso, y la ataraxia misma del estoico no se
aproxima a su profunda indiferencia por todo lo demás. El ciudadano, por el
contrario, siempre activo, suda, se agita, se atormenta incesantemente buscando
ocupaciones todavía más laboriosas; trabaja hasta la muerte, y aun corre a ella
para poder vivir, o renuncia a la vida para adquirir la inmortalidad; adula a
los poderosos, a quienes odia, y a los ricos, a quienes desprecia, y nada
excusa para conseguir el honor de servirlos; se alaba altivamente de su
protección y se envanece de su bajeza; y, orgulloso de su esclavitud, habla con
desprecio de aquellos que no tienen el honor de compartirla. ¡Qué espectáculo
para un caribe los trabajos penosos y envidiados de un ministro europeo!
¡Cuántas crueles muertes preferiría este indolente salvaje al horror de
semejante vida, que frecuentemente ni siquiera el placer de obrar bien
dulcifica! Mas para que comprendiese el objeto de tantos cuidados sería
necesario que estas palabras de poderío y reputación tuvieran en su espíritu cierto
sentido; que supiera que hay una especie de hombres que tienen en mucha estima
las miradas del resto del mundo, que saben ser felices y estar contentos de sí
mismos guiándose más por la opinión ajena que por la suya propia. Tal es, en
efecto, la verdadera causa de todas esas diferencias; el salvaje vive en sí
mismo; el hombre sociable, siempre fuera de sí, sólo sabe vivir según la
opinión de los demás, y, por así decir, sólo del juicio ajeno deduce el
sentimiento de su propia existencia. No entra en mi objeto demostrar cómo nace
de tal disposición la indiferencia para el bien y para el mal, al tiempo que se
hacen tan bellos discursos de moral; cómo, reduciéndose todo a guardar las
apariencias, todo se convierte en cosa falsa y fingida: honor, amistad, virtud,
y frecuentemente hasta los mismos vicios, de los cuales se halla al fin el
secreto de glorificarse; cómo, en una palabra, preguntando a los demás lo que
somos y no atreviéndonos nunca a interrogarnos a nosotros mismos, en medio de
tanta filosofía, de tanta humanidad, de tanta civilización y máximas sublimes,
sólo tenemos un exterior frívolo y engañoso, honor sin virtud, razón sin
sabiduría y placer sin felicidad. Tengo suficiente con haber demostrado que ése
no es el estado original del hombre y que sólo el espíritu de la sociedad y la
desigualdad que ésta engendra mudan y alteran todas nuestras inclinaciones
naturales. He intentado explicar el origen y el desarrollo de la desigualdad,
la fundación y los abusos de las sociedades políticas, en cuanto estas cosas
pueden deducirse de la naturaleza del hombre por las solas luces de la razón e
independientemente de los dogmas sagrados, que otorgan a la autoridad soberana
la sanción del derecho divino. De esta exposición se deduce que la desigualdad,
siendo casi nula en el estado de naturaleza, debe su fuerza y su
acrecentamiento al desarrollo de nuestras facultades y a los progresos del
espíritu humano y se hace al cabo legítima por la institución de la propiedad y
de las leyes. Se deduce también que la desigualdad moral, autorizada únicamente
por el derecho positivo, es contraria al derecho natural siempre que no
concuerda en igual proporción con la desigualdad física, distinción que
determina de modo suficiente lo que se debe pensar a este respecto de la desigualdad
que reina en todos los pueblos civilizados, pues va manifiestamente contra la
ley de la naturaleza, de cualquier manera que se la defina, que un niño mande
sobre un viejo, que un imbécil dirija a un hombre discreto y que un puñado de
gentes rebose de cosas superfluas mientras la multitud hambrienta carece de lo
necesario.
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