BOSWELL: Cuando no hacemos nada, nos
aburrimos.
JOHNSON: Eso sucede, señor, porque
como los demás están ocupados, nos falta compañía; si ninguno hiciera nada, no
nos aburriríamos; nos divertiríamos los unos a los otros. En esos tiempos en
que todos estamos obligados bajo pena de lesa respetabilidad a entrar en alguna
profesión lucrativa y a trabajar en ella con entusiasmo, un grito del partido
opuesto, el de los que se contentan con tener lo suficiente, con mirar a su
alrededor y gozar mientras tanto, puede sonar un poco a bravata o
fanfarronería. Sin embargo no debería ser así. Lo que suele llamarse ociosidad,
que no consiste en no hacer nada, sino en hacer mucho de lo que no está
reconocido en los formularios dogmáticos de la clase dominante; tiene derecho a
mantener su posición al igual que la industriosidad. Es cosa admitida que la
presencia de gentes que rehúsan entrar en las profesiones que se premian con
peniques, es a la vez un insulto y un desánimo para aquellos que lo hacen. Un
buen muchacho (como vemos muchos) toma su determinación, vota por su oficio, y según
la enfática expresión americana, "va por ellos". Mientras éste avanza
trabajosamente por el camino, no es difícil comprender su resentimiento al ver
algunas personas echadas tranquilamente en el prado al lado del camino, con un
pañuelo en las orejas y un vaso al alcance de la mano. Alejandro fue tocado en
su punto más débil ante la indiferencia de Diógenes. ¿De qué servía a estos
bárbaros la gloria de haber conquistado Roma, si al entrar a la Casa del Senado
se encontraron allí a los Padres, sentados y silenciosos, indiferentes en
absoluto de su éxito? Es duro haber trabajado tanto y escalado altas colinas, y
cuando todo ha sido realizado, encontrar a la humanidad indiferente a los
logros conseguidos. De ahí que los físicos condenen a los no físicos; los
financistas sólo toleran superficialmente a aquéllos que poco saben acerca de
la bolsa; la gente culta desprecia a los incultos; y que la gente que tiene
metas se alíe para menospreciar a quienes no las tienen. Pero aunque esta es
una de las dificultades del tema, no es la mayor. A nadie se le puede meter en
prisión por hablar contra la industria, pero sí puede ser enviado a Coventry
por hablar como un loco. La mayor dificultad, en la mayoría de los temas, es
tratarlos bien. Por tanto, recuerden por favor que esto es una apología. Es
cierto que hay mucho que argumentar juiciosamente en favor de la diligencia.
Sólo hay una cosa que decir contra ella, y es lo que diré en esta ocasión. Exponer
un argumento no significa necesariamente estar sordo a los otros, y que un
hombre haya escrito un libro de viajes sobre Montenegro, no quiere decir que
nunca haya estado en Richmond. Seguramente está fuera de toda duda que la gente
suele estar un poco ociosa durante la juventud. Pues aunque pueda hallarse un
Lord Macaulay que escapa de la escuela con todos los honores sin mengua de su
ingenio, la mayoría de los muchachos pagan tan caro medallas y condecoraciones,
que nunca más tienen un penique en el bolsillo y comienzan su vida en
bancarrota. Y lo mismo sucede cuando un muchacho se educa a sí, o mientras
otros lo educan. Debió haber sido un viejo caballero insensato el que se
dirigió a Johnson en Oxford con estas palabras: "Joven, aplíquese
diligentemente a los libros ahora y adquiera una buena cantidad de
conocimientos; ya que con el paso de los años advertirá que el andar entre los
libros es una tarea bastante penosa". El viejo caballero parece no haber
tenido en cuenta que, aparte de los libros, también hay otras cosas no menos
trabajosas, y que algunas llegan acaso a hacerse imposibles cuando el hombre se
ve obligado a usar anteojos y no puede caminar sin la ayuda de un bastón. Los
libros están bien en su estilo, pero son apenas un pálido sucedáneo de la vida.
Es una pena estar como la dama de Shalott, mirándose al espejo, de espaldas al
clamor y al bullicio de la realidad. Y si un hombre se entrega demasiado a la
lectura, como nos lo recuerda la vieja anécdota, no le quedará tiempo para
pensar. Si recordamos los tiempos de nuestra educación, estoy seguro de que no
serán las intensas, vívidas e instructivas horas de travesuras las que
deploremos; serán más bien los deslustrados períodos entre el sueño y la vela
de las clases. Por mi parte, asistí a una buena cantidad de clases en mi
tiempo. Todavía puedo recordar que el girar de una peonza es un caso de
estabilidad cinética. Recuerdo también que la enfiteusis no es una enfermedad,
ni el estilicidio un crimen. Pero aunque no renuncio a estas migajas de
ciencia, no las sitúo en el mismo lugar que otras cosas sueltas que aprendí
mientras vagaba en la calle. No es este el momento para extenderme sobre ese
poderoso lugar de educación -la calle- que fue la escuela favorita de Dickens y
de Balzac, y que cada año otorga títulos a tantos desconocidos en el Arte de la
Vida. Basta con decir esto: el muchacho que no aprende en la calle, es porque
no tiene capacidad para aprender. No es preciso estar siempre en la calle para
vagabundear, pues, si se lo prefiere, se puede ir al campo atravesando los
suburbios; puede sentarse al lado de unas lilas y fumar innumerables pipas
arrullado por el golpear del agua sobre las piedras. Un pájaro cantará en la
enramada. Mientras tanto, podrá sumirse en agradables pensamientos, ver las
cosas en una nueva luz. Si no es esto educación, ¿qué lo es? Podemos imaginar a
Don Mundanal Prudencio, acercándose al muchacho y sosteniendo la siguiente
conversación:
-
Vamos
muchacho, ¿qué haces aquí?
-
A
decir verdad, señor, paso el rato.
-
¿No
es acaso tu hora de clase? ¿No deberías ahora hallarte sumido en tus libros con
diligencia, de modo que puedas obtener conocimientos?
-
¡Si
usted me lo permite, así también aprendo!
-
Aprendes
¿qué? Contéstame, ¿matemáticas?
-
No,
ciertamente.
-
¿Metafísica?
-
Tampoco.
-
¿Alguna
lengua?
-
No,
ninguna.
-
¿Comercio?
-
No,
comercio tampoco.
-
¿Qué
cosa, pues?
-
En
efecto, señor, como pronto llegará para mí el momento de hacer mi peregrinaje,
deseo saber qué hacen los que están en casos similares al mío, y dónde están
los peores abismos y espesuras del camino. Además, quiero saber qué cosas me
habrán de ser útiles para el camino. Más aún, estoy aquí, al lado del arroyo,
para aprender una canción que mi maestro me enseñó y que se llama Paz o
Contento.
Aquí el señor Mundanal
Prudencio no pudo contener su enojo y blandiendo su bastón de modo amenazador,
se expresó de este modo:
-
¡Aprendiendo!
¡Qué va! Si por mí fuera, todos estos bandidos serían azotados por el verdugo!
Y siguió su camino,
arreglándose la corbata entre crujidos de almidón, como un pavo cuando extiende
sus plumas. Ahora bien, esta opinión del señor Prudencio es la opinión común.
Un hecho, por ejemplo, no es considerado un hecho, sino meras habladurías, si
no cae dentro de alguna de las categorías anotadas. Una investigación debe ir
orientada en una dirección reconocida y con un nombre definido. De otro modo,
no se estará investigando sino haraganeando, y el asilo será algo demasiado
cómodo para nosotros. Se supone que todo conocimiento se encuentra en el fondo
de un pozo, o a una distancia inusitada. Sainte Beuve, al envejecer, empezó a considerar
toda experiencia como contenida en un gran libro único, en el que estudiamos
unos pocos años antes de partir. Y le daba igual si se leía el capítulo XX,
sobre el cálculo diferencial, o el capítulo XXXIX, sobre el oír tocar la banda
en el jardín. De hecho, una persona inteligente, teniendo abiertos los ojos y
atentos los oídos, sin dejar de sonreír, adquirirá una educación más verdadera
que muchos otros que viven en heroicas vigilias. Hay, en verdad, cierto árido y
frío conocimiento propio de las cimas de las ciencias formales y laboriosas;
pero es mirando alrededor como se podrán adquirir los cálidos y palpitantes
hechos de la vida. Mientras otros llenan su memoria con una baraúnda de
palabras, la mitad de las cuales olvidarán antes de que termine la semana,
nuestro vagabundo aprenderá tal vez un arte útil como tocar el violín, apreciar
un buen cigarro o hablar con propiedad y facilidad a toda clase de personas.
Muchos que se han aplicado a los libros con diligencia y lo saben todo a
propósito de esta u otra rama de la sabiduría aceptada, terminan sus estudios
con un aire de búhos viejos, y se muestran secos, rancios y dispépticos en los
aspectos mejores y más brillantes de la vida. Algunos llegan a amasar grandes
fortunas sin que por ello dejen de ser vulgares y patéticamente estúpidos hasta
el final de sus días. Mientras tanto, ahí va nuestro ocioso, que empezó su vida
a la par con ellos, y que nos muestra, si ustedes me lo conceden, una figura
bien distinta. Ha tenido tiempo para cuidar de su salud y de su espíritu; ha
pasado buena parte de su tiempo al aire libre, que es lo más saludable tanto
para el cuerpo como para la mente; y si nunca ha leído lo más oscuro y
recóndito del libro, se ha hundido en él y lo ha ojeado con excelentes
resultados. ¿No estaría acaso el estudiante dispuesto a entregar algunas raíces
hebreas, y el hombre de negocios algunas de sus coronas, por compartir algunos
conocimientos que el ocioso posee sobre la vida en general y sobre el Arte de
Vivir? El ocioso, incluso, tiene otras y más importantes cualidades que estas.
Me refiero a su sabiduría. Él, que con tanto detenimiento ha contemplado las
pueriles satisfacciones de los otros en sus entretenimientos, mirará los
propios con una muy irónica indulgencia. Su voz no se oirá entre el coro de los
dogmáticos. Tendrá siempre una gran comprensión por todo tipo de gentes y
opiniones. Del mismo modo que no halla verdades irrefutables, tampoco se identificará
con flagrantes falsedades. Su camino lo lleva siempre por vías laterales, no
demasiado frecuentadas, pero muy llanas y placenteras, que a menudo se las
llama el Belvedere del Sentido Común. Desde allí contemplará un paisaje, si no
noble, al menos agradable. Mientras otros contemplan el Este y el Oeste, el
Demonio y la Aurora, él observará contento una suerte de hora matutina que se
posa sobre todas las cosas sublunares, con un ejército de sombras que se cruzan
rápidamente y en todas direcciones acercándose al luminoso día de la eternidad.
Las sombras y las generaciones, los eruditos doctores y las clamorosas guerras,
se hunden al cabo y para siempre en el silencio y el vacío. Pero, por encima de
todo esto, un hombre puede ver, a través de las ventanas del Belvedere, un
paisaje verde y pacífico. Muchas habitaciones alumbradas; la buena gente que
ríe, bebe, y hace el amor como se hacía antes del Diluvio y la revolución
francesa; y al viejo pastor que cuenta sus historias bajo el espino. El celo
extremado, trátese de la escuela o del colegio, de la iglesia o del mercado, es
síntoma de deficiente vitalidad; y una capacidad para el ocio implica un
apetito universal y un fuerte sentimiento de identidad personal. Hay un buen
número de muertos-vivos, gentes gastadas, apenas conscientes de que están
vivos, salvo por el ejercicio que les demanda una ocupación convencional.
Lléveselos al campo, o embárqueselos, y se los verá cómo claman por su
escritorio o sus estudios. Carecen de curiosidad; no pueden abandonarse a los
excitantes imprevistos; y no derivan ningún placer en el ejercicio de sus facultades
como tales; y a menos que la necesidad los espolee, no se moverán de su lugar;
no vale la pena hablar con esta gente: no pueden estar ociosos, su naturaleza
no es lo suficientemente generosa; y pasan aquellas horas que no dedican
furiosamente a hacer dinero, en un estado de coma. Cuando no tienen que ir a la
oficina, cuando no están hambrientos o sedientos, el mundo que respiran
alrededor suyo está vacío. Si deben esperar una hora el tren, caen en un
estúpido trance con los ojos abiertos. Al verlos, uno supone que no hay nada
que mirar en el mundo, ni nadie con quién hablar. Se creerá que sufren de
parálisis o de enajenación; y, sin embargo, se trata de gentes que trabajan
duro en sus oficios, y que tienen una mirada rápida para descubrir un error en
la escritura o un cambio en la bolsa. Han estado en el colegio y en la
universidad, pero siempre han tenido los ojos fijos en las medallas; han
recorrido el mundo y han tratado con gente de mérito, pero todo el tiempo han
estado sumidos en sus propios asuntos. Como si el alma humana no fuera de por
sí suficientemente pequeña, han empequeñecido y estrechado las suyas, mediante
una vida dedicada al trabajo y carente en absoluto de juego. Al llegar a los
cuarenta, ahí los tenemos, con una atención distraída, la mente vacía de toda
diversión, y ningún pensamiento qué frotar con otro mientras esperan el tren.
Antes de "echarse los pantalones largos", hubieran trepado a los
vagones; a los veinte, seguramente habrían mirado a las muchachas; pero ahora la
pipa se ha consumido, el rapé se agotó, y mi hombre se halla tieso sentado en
una silla, con ojos lastimosos. Esta forma de éxito no me parece atractiva en
lo más mínimo. Pero no es sólo la propia persona la que sufre con sus malos
hábitos, sino también su mujer y sus hijos, sus amigos y conocidos, e inclusive
la gente que se sienta con él en el tren o el carruaje. La perpetua devoción a
lo que un hombre llama sus asuntos, sólo puede sostenerse a costa de la
perpetua negligencia hacia muchas otras cosas; y no es de manera alguna cierto
que el trabajo de un hombre sea lo más importante. Desde una mirada imparcial,
resulta claro que los papeles más sabios, más virtuosos y más benéficos que
pueden representarse en el Teatro de la Vida son representados por actores gratuitos,
y que estos aparecen ante el mundo en general como períodos de ocio; pues en
dicho Teatro, no sólo los caballeros paseantes, las doncellas que cantan, los
diligentes violinistas de la orquesta, sino también aquéllos que observan y
aplauden desde las graderías cumplen con la misma eficacia su cometido en bien
del resultado final. No hay duda de que dependemos en buena medida del consejo
de nuestros abogados y agentes de bolsa, del guarda y de los conductores que
nos llevan rápidamente de un lugar a otro, del policía que se pasea por las
calles para darnos protección; pero ¿hay un pensamiento de gratitud en nuestro
corazón para algunos otros benefactores que nos hacen sonreír cuando nos los
topamos, o sazonan nuestras comidas con su buena compañía? El coronel Newcome
ayudaba a sus amigos a malbaratar su fortuna; Fred Bayham tenía la fea manía de
pedir camisas prestadas; y, sin embargo, era preferible estar con ellos que con
Mr. Barnes; y aunque Falstaff no fue ni sabio ni sobrio, conozco a más de un
Barrabás sin cuya presencia el mundo no habría perdido mucho. Hazlitt comenta
que se sintió más obligado para con Northcote, quien por lo demás no le prestó
jamás nada que pudiera llamarse un servicio, que respecto a su círculo de
ostentosos amigos; ya que consideraba que un buen compañero es, enfáticamente,
el más grande benefactor. Sé que hay personas que no pueden sentirse
agradecidas a menos que el favor que se les haga se haya logrado al costo del
dolor y las dificultades. Pero esto no es más que una mezquindad. Un hombre nos
envía seis cuartillas repletas de los chismes más entretenidos, o un artículo
que nos hace pasar media hora divertida y provechosa. ¿Pensamos que el servicio
habría sido mayor si los hubiera escrito con sangre, o en pacto con el demonio?
Seríamos más considerados con nuestro corresponsal, en caso de que hubiera
estado maldiciéndonos por nuestra falta de oportunidad? Aquello que hacemos por
placer es más benéfico que lo que hacemos por obligación, pues, al igual que la
piedad, resulta dos veces bendito. Un beso puede hacer felices a dos, pero una
broma a veinte. Pero donde quiera que se encuentre un sacrificio, o el favor se
conceda con dolor, la gente generosa lo recibe con confusión. Ningún deber se
valora menos entre nosotros que el deber de ser felices. Siendo felices
sembramos anónimamente beneficios para el mundo, que permanecen desconocidos
aún para nosotros mismos, o que cuando se les revela a nadie sorprenden tanto
como a nosotros mismos. El otro día, un muchacho andrajoso y descalzo corría
calle abajo detrás de una piedra, con tal aire de felicidad que contagiaba a
todo el que se encontraba de su buen humor; una de estas personas, cuyos negros
pensamientos habían desaparecido como por arte de magia, detuvo al muchacho y
le dio algunas monedas a tiempo que comentaba: "ya ves lo que sucede con
sólo parecer contento". Si antes había parecido contento, ahora
seguramente debía parecer mistificado. Por mi parte, no puedo dejar de
justificar el que se anime a los niños a sonreír antes que a llorar. No deseo
pagar por ver otras lágrimas que las del teatro. Encontrar un hombre feliz o
una mujer feliz es mejor que encontrarnos con un billete de cinco libras. Él o
ella son focos que irradian buenos sentimientos; y cuando entran a un salón, sucede
algo así como si se hubiera encendido una vela de más. No nos importa si pueden
o no demostrar la proposición cuarenta y siete; hacen algo más que eso:
demuestran, prácticamente, el gran teorema de lo Vivible que es la Vida.
Consecuentemente, si una persona sólo puede ser feliz permaneciendo ociosa,
ociosa debe permanecer. Es un precepto revolucionario; pero debido al hambre y
a los asilos, uno del que no puede abusarse fácilmente; y dentro de límites
prácticos, se trata de una de las más incontrovertibles verdades del Corpus
Moral. Contemplemos uno de esos tipos industriosos por un momento. Siembra
afanes y malas digestiones; hace rentar una gran cantidad de actividad, y
recibe como beneficio una buena suma de desgaste nervioso. Una de dos: o se
retira del mundo y de toda compañía, como un recluso en su buhardilla, con
zapatillas y un pesado tintero, o se mete entre la gente ácida y afanosamente,
sintiendo contracciones en su sistema nervioso, para descargar su malhumor
antes de volver al trabajo. No me interesa qué tanto o qué tan bien trabaja,
este sujeto es dañino para las vidas de los otros. Se viviría mejor si él
hubiese muerto. Preferirían en la oficina pasarse sin sus servicios, antes que
tener que tolerar su malhumor. Emponzoña la vida en la fuente. Es mejor verse
empobrecido por un sobrino bribón, que soportar día a día a un tío receloso. ¿Y
para qué, Dios mío, tantos afanes? ¿Cuál es la causa por la que amargan sus
vidas y las de otros? Que un hombre pueda publicar tres o treinta artículos al
año, que pueda o no terminar su gran pintura alegórica, son asuntos de poca
importancia para el mundo. Las filas de la vida están llenas; y aunque unos
cuantos caigan, habrá siempre otros que vengan a llenar la brecha. Cuando se le
dijo a Juana de Arco que debía estar en casa realizando oficios de mujer, ella
respondió que había muchas para hilar y lavar; y lo mismo podría afirmarse de
cualquiera, aunque tuviera las más raras habilidades; cuando la naturaleza es
tan "descuidada de la vida individual", ¿por qué habríamos de
imaginar que la nuestra tiene excepcional importancia? Supongamos que
Shakespeare hubiera sido golpeado en la cabeza alguna noche oscura en la cota
de caza de sir Thomas Lucy; ¿marcharía el mundo mejor o peor, dejaría el
cántaro de ir a la fuente, la hoz al grano y el estudiante al libro? Y ni de la
pérdida del más sabio nos habríamos dado cuenta. Entre las obras existentes no
hay muchas, si se miran las alternativas, que valgan lo que una libra de tabaco
para un hombre de medios limitados. Esta es solamente una reflexión que
serenará nuestra vanidad terrena. Ni siquiera el estanquero podrá encontrar
vanagloria personal en lo que acabo de expresar; pues aunque el tabaco resulte
un excelente sedante, las cualidades requeridas para venderlo no son raras ni
preciosas en sí mismas. i Ay! Esto puede tomárselo como se quiera, pero pocas
son las funciones individuales verdaderamente indispensables. Atlas fue
solamente un individuo con una prolongada pesadilla; y, con todo, es fácil ver
comerciantes que labran una gran fortuna y que terminan en los tribunales por
quiebra; escribientes que pasan su vida escribiendo pequeños artículos, hasta
que su temperamento se convierte en una cruz para quienes están a su lado, como
si se tratara de Faraones, que en vez de construir pirámides, construyeran
alfileres; y muchachos que trabajan hasta el agotamiento, para ser
transportados luego en una carroza fúnebre adornada de plumas blancas. ¿No
suponemos que en el oído de éstos, alguien habría susurrado la promesa de un
destino sobresaliente? ¿Y que la bola en que su destino se jugó, era el centro
y ombligo del universo? Y, sin embargo, no hay tal. Las metas por las que ellos
entregaron su inapreciable juventud, en lo que les toca, pueden ser quiméricas
o perjudiciales; las glorias y las riquezas que esperan, pueden no llegar
jamás, o llegar cuando les son indiferentes; y ellos mismos y el mundo que
habitan son tan insignificantes, que la mente se hiela con sólo pensarlo.
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