Narciso: Cuadro de Michelangelo Merisi da Caravaggio
– 1597-1599
1914
EL término narcisismo procede de la
descripción clínica, y fue elegido en 1899 por Paul Näcke para designar
aquellos casos en los que individuo toma como objeto sexual su propio cuerpo y
lo contempla con agrado, lo acaricia y lo besa, hasta llegar a una completa
satisfacción. Llevado a este punto, el narcisismo constituye una perversión que
ha acaparado toda la vida sexual del sujeto, cumpliéndose en ella todas las
condiciones que nos ha revelado el estudio general de las perversiones. La
investigación psicoanalítica nos ha descubierto luego rasgos de esta conducta
narcisista en personas aquejadas de otras perturbaciones; por ejemplo según
Sadger, en los homosexuales, haciéndonos, por tanto, sospechar que también en
la evolución sexual regular individuo se dan ciertas localizaciones narcisistas
de la libido. Determinadas dificultades del análisis de sujeto neuróticos nos
habían impuesto ya esta sospecha, pues una de las condicione que parecían
limitar eventualmente la acción psicoanalítica era precisamente tal conducta
narcisista del enfermo. En este sentido, el narcisismo no sería ya una
perversión sino el complemento libidinoso del egoísmo del instinto de
conservación; egoísmo que atribuimos justificadamente, en cierta medida a todo
ser vivo. La idea de un narcisismo primario normal acabó de imponérsenos en la
tentativa de aplicar las hipótesis de la teoría de la libido a la explicación
de la demencia precoz (Kraepelin) o esquizofrenia (Bleuler). Estos enfermos, a
los que yo he propuesto calificar de parafrénicos, muestran dos características
principales: el delirio de grandeza y la falta de todo interés por el mundo
exterior (personas y cosas). Esta última circunstancia los sustrae totalmente a
influjo del psicoanálisis, que nada puede hacer así en su auxilio. Pero el
apartamiento del parafrénico ante el mundo exterior presenta caracteres
peculiarísimos que será necesario determinar. También el histérico o el
neurótico obsesivo pierden su relación con la realidad, y, sin embargo, el
análisis nos demuestra que no han roto su relación erótica con las personas y
las cosas. La conservan en su fantasía; esto es, han sustituido los objetos
reales por otros imaginarios, o los han mezclado con ellos, y, por otro lado,
han renunciado a realizar los actos motores necesarios para la consecución de
sus fines en tales objetos. Sólo a este estado podemos denominar con propiedad
'introversión' de la libido, concepto usado indiscriminadamente por Jung. El
parafrénico se conduce muy diferentemente. Parece haber retirado realmente su
libido de las personas y las cosas del mundo exterior, sin haberlas sustituido
por otras en su fantasía. Cuando en algún caso hallamos tal sustitución, es
siempre de carácter secundario y corresponde a una tentativa de curación, que
quiere volver a llevar la libido al objeto. Surge aquí la interrogación
siguiente: ¿Cuál es en la esquizofrenia el destino de la libido retraída de los
objetos? La megalomanía, característica de estos estados, nos indica la
respuesta, pues se ha constituido seguramente a costa de la libido objetal. La
libido sustraída al mundo exterior ha sido aportada al yo, surgiendo así un
estado al que podemos dar el nombre de narcisismo. Pero la misma megalomanía no
es algo nuevo, sino como ya sabemos, es la intensificación y concreción de un
estado que ya venía existiendo, circunstancia que nos lleva a considerar el
narcisismo engendrado por el arrastrar a sí catexis objetales, como un
narcisismo secundario, superimpuestas a un narcisismo primario encubierto por
diversas influencias.
Hago constar de nuevo que no pretendo dar aquí
una explicación del problema de la esquizofrenia, ni siquiera profundizar en
él, limitándome a reproducir lo ya expuesto en otros lugares, para justificar
una introducción del narcisismo. Nuestras observaciones y nuestras teorías
sobre la vida anímica de los niños y de los pueblos primitivos nos han
suministrado también una importante aportación a este nuevo desarrollo de la
teoría de la libido. La vida anímica infantil y primitiva muestra, en efecto,
ciertos rasgos que si se presentaran aislados habrían de ser atribuidos a la
megalomanía: una hiperestimación del poder de sus deseos y sus actos mentales
la «omnipotencia de las ideas» una fe en la fuerza mágica de las palabras y una
técnica contra el mundo exterior: la «magia», que se nos muestra como una
aplicación consecuente de tales premisas megalómanas. En el niño de nuestros
días, cuya evolución nos es mucho menos transparente, suponemos una actitud
análoga ante el mundo exterior. Nos formamos así la idea de una carga
libidinosa primitiva del yo, de la cual parte de ella se destina a cargar los
objetos; pero que en el fondo continúa subsistente como tal viniendo a ser con
respecto a las cargas de los objetos lo que el cuerpo de un protozoo con
relación a los seudópodos de él destacados. Esta parte de la localización de la
libido tenía que permanecer oculta a nuestra investigación inicial, al tomar
ésta su punto de partida en los síntomas neuróticos. Las emanaciones de esta
libido, las cargas de objeto, susceptibles de ser destacadas sobre el objeto o
retraídas de él, fueron lo único que advertimos, dándonos también cuenta, en
conjunto, de la existencia de una oposición entre la libido del yo y la libido
objetal. Cuando mayor es la primera, tanto más pobre es la segunda. La libido
objetal nos parece alcanzar su máximo desarrollo en el amor, el cual se nos
presenta como una disolución de la propia personalidad en favor de la carga de
objeto, y tiene su antítesis en la fantasía paranoica (o auto percepción) del
«fin del mundo». Por último, y con respecto a la diferenciación de las energías
psíquicas, concluimos que en un principio se encuentran estrechamente unidas,
sin que nuestro análisis pueda aún diferenciarla, y que sólo la carga de
objetos hace posible distinguir una energía sexual, la libido, de una energía
de los instintos del yo. Antes de seguir adelante he de resolver dos
interrogaciones que nos conducen al nódulo del mismo tema. Primera: ¿Qué
relación puede existir entre el narcisismo, del que ahora tratamos, y el
autoerotismo, que hemos descrito como un estado primario de la libido?.
Segunda: si atribuimos al yo una carga primaria de libido, ¿para qué precisamos
diferenciar una libido sexual de una energía no sexual de los instintos del yo?
¿La hipótesis básica de una energía psíquica unitaria no nos ahorraría acaso
todas las dificultades que presenta la diferenciación entre energía de los
instintos del yo y libido del yo, libido del yo y libido objetal? Con respecto
a la primera pregunta, haremos ya observar que la hipótesis de que en el
individuo no existe, desde un principio, una unidad comparable al yo, es
absolutamente necesaria. El yo tiene que ser desarrollado. En cambio, los
instintos autoeróticos son primordiales. Para constituir el narcisismo ha de venir
a agregarse al autoerotismo algún otro elemento, un nuevo acto psíquico. La
invitación a responder de un modo decisivo a la segunda interrogación ha de
despertar cierto disgusto en todo analista. Repugnamos, en efecto, abandonar la
observación por discusiones teóricas estériles; pero, de todos modos, no
debemos sustraernos a una tentativa de explicación. Desde luego,
representaciones tales como la de una libido del yo, una energía de los
instintos del yo, etc., no son ni muy claras ni muy ricas en contenido, y una
teoría especulativa de estas cuestiones tendería, ante todo, a sentar como base
un concepto claramente delimitado. Pero, a mi juicio, es precisamente ésta la
diferencia que separa una teoría especulativa de una ciencia basada en la
interpretación de la empírea. Esta última no envidiará a la especulación el
privilegio de un fundamento lógicamente inatacable, sino que se contentará con
ideas iniciales nebulosas, apenas aprehensibles, que esperará aclarar o podrá
cambiar por otras en el curso de su desarrollo. Tales ideas no constituyen, en
efecto, el fundamento sobre el cual reposa tal ciencia, pues la verdadera base
de la misma es únicamente la observación. No forman la base del edificio, sino
su coronamiento, y pueden ser sustituidas o suprimidas sin daño alguno. El
valor de los conceptos de libido del yo y libido objetal reside principalmente
en que proceden de la elaboración de los caracteres íntimos de los procesos
neuróticos y psicóticos. La división de la libido es una libido propia del yo y
otra que inviste los objetos es la prolongación inevitable de una primera
hipótesis que dividió los instintos en instintos del yo e instintos sexuales.
Esta primera división me fue impuesta por el análisis de las neurosis puras de
transferencia (histeria y neurosis obsesiva), y sólo sé que todas las demás
tentativas de explicar por otros medios estos fenómenos han fracasado
rotundamente.
Ante la falta de toda teoría de los instintos,
cualquiera que fuese su orientación, es lícito, e incluso obligado, llevar
consecuentemente adelante cualquier hipótesis, hasta comprobar su acierto o su
error. En favor de la hipótesis de una diferenciación primitiva de instintos
sexuales e instintos del yo testimonian diversas circunstancias, además de su
utilidad en el análisis de las neurosis de transferencia. Concedemos, desde
luego, que este testimonio no podría considerarse definitivo por sí sólo, pues
pudiera tratarse de una energía psíquica indiferente, que sólo se convirtiera
en libido en el momento de investir el objeto. Pero nuestra diferenciación
corresponde, en primer lugar, a la división corriente de los instintos en dos
categorías fundamentales: hambre y amor. En segundo lugar, se apoya en
determinadas circunstancias biológicas. El individuo vive realmente una doble
existencia, como fin en sí mismo y como eslabón de un encadenamiento al cual
sirve independientemente de su voluntad, si no contra ella. Considera la
sexualidad como uno de sus fines propios, mientras que, desde otro punto de
vista, se advierte claramente que él mismo no es sino un agregado a su plasma
germinativo, a cuyo servicio pone sus fuerzas, a cambio de una prima de placer,
que no es sino el substrato mortal de una sustancia inmortal quizá. La
separación establecida entre los instintos sexuales y los instintos del yo no harían
más que reflejar esta doble función del individuo. En tercer lugar, habremos de
recordar que todas nuestras ideas provisorias psicológicas habrán de ser
adscritas alguna vez a substratos orgánicos, y encontraremos entonces verosímil
que sean materias y procesos químicos especiales los que ejerzan la acción de
la sexualidad y faciliten la continuación de la vida individual en la de la
especie. Por nuestra parte, atendemos también a esta probabilidad, aunque
sustituyendo las materias químicas especiales por energías psíquicas
especiales. Precisamente porque siempre procuro mantener apartado de la
Psicología todo pensamiento de otro orden, incluso el biológico, he de confesar
ahora que la hipótesis de separar los instintos del yo de los instintos
sexuales, o sea la teoría de la libido, no tiene sino una mínima base
psicológica y se apoya más bien en fundamento biológico. Así, pues, para no
pecar de inconsciente, habré de estar dispuesto a abandonar esta hipótesis en
cuanto nuestra labor psicoanalítica nos suministre otra más aceptable sobre los
instintos. Pero hasta ahora no lo ha hecho. Puede ser también que la energía
sexual, la libido, no sea, allá en el fondo, más que un producto diferencial de
la energía general de la psique. Pero tal afirmación no tiene tampoco gran
alcance. Se refiere a cosas tan lejanas de los problemas de nuestra observación
y tan desconocidas, que se hace tan ocioso discutirla como utilizarla.
Seguramente esta identidad primordial es de tan poca utilidad para nuestros
fines analíticos como el parentesco primordial de todas las razas humanas para
la prueba de parentesco exigida por la autoridad judicial para adjudicar una
herencia. Estas especulaciones no nos conducen a nada positivo; pero como no
podemos esperar a que otra ciencia nos procure una teoría decisiva de los
instintos, siempre será conveniente comprobar si una síntesis de los fenómenos
psicológicos puede arrojar alguna luz sobre aquellos enigmas biológicos
fundamentales. Sin olvidar la posibilidad de errar, habremos, pues, de llevar
adelante la hipótesis, primeramente elegida, de una antítesis de instintos del
yo e instintos sexuales, tal y como nos la impuso el análisis de las neurosis
de transferencia, y ver si se desarrollan sin obstáculos y puede ser aplicada
también a otras afecciones; por ejemplo, a la esquizofrenia. Otra cosa sería,
naturalmente, si se demostrara que la teoría de la libido ha fracasado ya en la
explicación de aquella última enfermedad. C. G. Jung lo ha afirmado así,
obligándome con ello a exponer prematuramente observaciones que me hubiese
gustado reservar aún algún tiempo. Hubiera preferido seguir hasta su fin el
camino iniciado en el análisis del caso Schreber sin haber tenido que exponer
antes sus premisas. Pero la afirmación de Jung es por lo menos prematura y muy
escasas las pruebas en que la apoya. En primer lugar, aduce equivocadamente mi
propio testimonio, afirmando que yo mismo he declarado haberme visto obligado a
ampliar el concepto de la libido ante las dificultades del análisis del caso
Schreber (esto es, a abandonar su contenido sexual), haciendo coincidir la
libido con el interés psíquico en general. En una acertada crítica del trabajo
de Jung ha demostrado ya Ferenczi lo erróneo de esta interpretación. Por mi parte
sólo he de confirmar lo dicho por Ferenczi y repetir que jamás he expresado tal
renuncia a la teoría de la libido. Otro de los argumentos de Jung, el de que la
pérdida de la función normal de la realidad sólo puede ser causa de la
retracción de la libido no es un argumento, sino una afirmación gratuita; its
begs the question (escamotea el problema) y ahorra su discusión, pues lo que
precisamente habría que investigar es si tal retracción es posible y en qué
forma sucede. En su inmediato trabajo importante se aproxima mucho Jung a la
solución indicada por mí largo tiempo antes: «De todos modos, hay que tener en
cuenta - como ya lo hace Freud en el caso Schreber- que la introversión de la
libido sexual conduce a una carga libidinosa del yo, la cual produce
probablemente la pérdida del contacto con la realidad. La posibilidad de
explicar en esta forma el apartamiento de la realidad resulta harto tentadora.»
Pero contra lo que era de esperar después de esta declaración, Jung no vuelve a
ocuparse grandemente de tal posibilidad, y pocas páginas después la excluyen,
observando que de tal condición «surgirá quizá la psicología de un anacoreta
ascético, pero no una demencia precoz». La inconsistencia de este argumento
queda demostrada con indicar que tal anacoreta, «empeñado en extinguir toda
huella de interés sexual» (pero «sexual» sólo en el sentido vulgar de la
palabra), no tendría por qué presentar siquiera una localización anormal de la
libido. Puede mantener totalmente apartado de los humanos su interés sexual y
haberlo sublimado, convirtiéndolo en un intenso interés hacia lo divino, lo
natural o lo animal, sin haber sucumbido a una introversión de la libido sobre
sus fantasías o a una vuelta de la misma al propio yo. A nuestro juicio, Jung
olvida por completo en esta comparación la posibilidad de distinguir un interés
emanado de fuentes eróticas y otro de distinta procedencia. Por último,
habremos de recordar que las investigaciones de la escuela Suiza, no obstante
sus merecimientos, sólo han logrado arrojar alguna luz sobre dos puntos del
cuadro de la demencia precoz: sobre la existencia de los complejos comunes a
los hombres sanos y a los neuróticos y sobre la analogía de sus fantasías con
los mitos de los pueblos, sin que hayan podido conseguir una explicación del
mecanismo de la enfermedad. Así, pues, podremos rechazar la afirmación de Jung
de que la teoría de la libido ha fracasado en su tentativa de explicar la
demencia precoz, quedando, por tanto, excluida su aplicación a las neurosis. II
El estudio directo del narcisismo tropieza aún con dificultades insuperables.
El mejor acceso indirecto continúa siendo el análisis de las parafrenias. Del
mismo modo que las neurosis de transferencia nos han facilitado la observación
las tendencias instintivas libidinosas, la demencia precoz y la paranoia habrán
de procurarnos una retrospección de la psicología del yo. Habremos, pues, de
deducir nuevamente de las deformaciones e intensificaciones de lo patológico lo
normal, aparentemente simple. De todos modos, aún se nos abren algunos otros
caminos de aproximación al conocimiento del narcisismo. Tales caminos son la
observación de la enfermedad orgánica, de la hipocondría y de la vida erótica
de los sexos. Al dedicar mi atención a la influencia de la enfermedad orgánica sobre
la distribución de la libido sigo un estímulo de mi colega el doctor S.
Ferenczi. Todos sabemos, y lo consideramos natural, que el individuo aquejado
de un dolor o un malestar orgánico cesa de interesarse por el mundo exterior,
en cuanto no tiene relación con su dolencia. Una observación más detenida nos
muestra que también retira de sus objetos eróticos el interés libidinoso,
cesando así de amar mientras sufre. La vulgaridad de este hecho no debe
impedirnos darle una expresión en los términos de la teoría de la libido.
Diremos, pues, que el enfermo retrae a su yo sus cargas de libido para
destacarlas de nuevo hacia la curación. `Concentrándose está su alma', dice
Wilhelm Busch del poeta con dolor de muelas, en el estrecho hoyo de su molar'.
La libido y el interés del yo tienen aquí un destino común y vuelven a hacerse
indiferenciables. Semejante conducta del enfermo nos parece naturalísima,
porque estamos seguros de que también ha de ser la nuestra en igual caso. Esta
desaparición de toda disposición amorosa, por intensa que sea, ante un dolor
físico, y su repentina sustitución por la más completa indiferencia, han sido
también muy explotadas como fuentes de comicidad. Análogamente a la enfermedad,
el sueño significa también una retracción narcisista de las posiciones de la
libido a la propia persona o, más exactamente, sobre el deseo único y exclusivo
de dormir. El egoísmo de los sueños tiene quizá en esto su explicación. En
ambos casos vemos ejemplos de modificaciones de la distribución de la libido consecutivas
a una modificación del yo. La hipocondría se manifiesta, como la enfermedad
orgánica, en sensaciones somáticas penosas o dolorosas, y coincide también con
ella en cuanto a la distribución de la libido. El hipocondriaco retrae su
interés y su libido con especial claridad esta última -de los objetos del mundo
exterior y los concentra ambos sobre el órgano que le preocupa. Entre la
hipocondría y la enfermedad orgánica observamos, sin embargo, una diferencia:
en la enfermedad, las sensaciones dolorosas tienen su fundamento en
alteraciones comprobables, y en la hipocondría, no. Pero, de acuerdo con
nuestra apreciación general de los procesos neuróticos, podemos decidirnos a
afirmar que tampoco en la hipocondría deben faltar tales alteraciones orgánicas.
¿En qué consistirán, pues?
Nos dejaremos orientar aquí por la experiencia
de que tampoco en las demás neurosis faltan sensaciones somáticas displacientes
comparables a las hipocondriacas. Ya en otro lugar hube de manifestarme
inclinado a asignar a la hipocondría un tercer lugar entre las neurosis
actuales. al lado de la neurastenia y la neurosis de angustia. No nos parecía
exagerado afirmar que a todas las demás neurosis se mezcla también algo de
hipocondría. Donde mejor se ve esta inmixtión es en la neurosis de angustia con
su superestructura de histeria. Ahora bien: en el aparato genital externo en
estado de excitación tenemos el prototipo de un órgano que se manifiesta
dolorosamente sensible y presenta cierta alteración, sin que se halle enfermo,
en el sentido corriente de la palabra. No está enfermo y, sin embargo, aparece
hinchado, congestionado, húmedo, y constituye la sede de múltiples sensaciones.
Si ahora damos el nombre de «erogeneidad» a la facultad de una parte del cuerpo
de enviar a la vida anímica estímulos sexualmente excitantes, y recordamos que
la teoría sexual nos ha acostumbrado hace ya mucho tiempo a la idea de que
ciertas otras partes del cuerpo -las zonas erógenas- pueden representar a los
genitales y comportarse como ellos, podremos ya aventurarnos a dar un paso más
y decidirnos a considerar la erogeneidad como una cualidad general de todos los
órganos, pudiendo hablar entonces de la intensificación o la disminución de la
misma en una determinada parte del cuerpo. Paralelamente a cada una de estas
alteraciones de la erogeneidad en los órganos, podría tener efecto una
alteración de la carga de libido en el yo. Tales serían, pues, los factores
básicos de la hipocondría, susceptibles de ejercer sobre la distribución de la
libido la misma influencia que la enfermedad material de los órganos. Esta
línea del pensamiento nos llevaría a adentrarnos en el problema general de las
neurosis actuales, la neurastenia y la neurosis de angustia, y no sólo en el de
la hipocondría. Por tanto, haremos aquí alto, pues una investigación puramente
psicológica no debe adentrarse tanto en los dominios de la investigación
fisiológica. Nos limitaremos a hacer constar la sospecha de que la hipocondría
se halla, con respecto a la parafrenia, en la misma relación que las otras
neurosis actuales con la histeria y la neurosis obsesiva, dependiendo, por
tanto, de la libido del yo, como las otras de la libido objetal. La angustia
hipocondriaca seria la contrapartida, en la libido del yo, de la angustia
neurótica. Además, una vez familiarizados con la idea de enlazar el mecanismo
de la adquisición de la enfermedad y de la producción de síntomas en las
neurosis de transferencia -el paso de la introversión a la regresión-, a un
estancamiento de la libido objetal, podemos aproximarnos también a la de un
estancamiento de la libido del yo y relacionarlo con los fenómenos de la
hipocondría y la parafrenia. Naturalmente nuestro deseo de saber nos planteará
la interrogación de por qué tal estancamiento de la libido en el yo ha de ser sentido
como displacentero. De momento quisiera limitarme a indicar que el displacer es
la expresión de un incremento de la tensión, siendo, por tanto, una cantidad
del suceder material la que aquí, como en otros lados, se transforma en la
cualidad psíquica del displacer. El desarrollo de displacer no dependerá, sin
embargo, de la magnitud absoluta de aquel proceso material, sino más bien de
cierta función específica de esa magnitud absoluta. Desde este punto, podemos
ya aproximarnos a la cuestión de por qué la vida anímica se ve forzada a
traspasar las fronteras del narcisismo e investir de libido objetos exteriores.
La respuesta deducida de la ruta mental que venimos siguiendo sería la de que
dicha necesidad surge cuando la carga libidinosa del yo sobrepasa cierta
medida. Un intenso egoísmo protege contra la enfermedad; pero, al fin y al
cabo, hemos de comenzar a amar para no enfermar y enfermamos en cuanto una
frustración nos impide amar. Esto sigue en algo a los versos de Heine acerca
una descripción que hace de la psicogénesis de la Creación: (dice Dios) `La
enfermedad fue sin lugar a dudas la causa final de toda la urgencia por crear.
Al crear yo me puedo mejorar, creando me pongo sano'. A nuestro aparato
psíquico lo hemos reconocido como una instancia a la que le está encomendado el
vencimiento de aquellas excitaciones que habrían de engendrar displacer o
actuar de un modo patógeno. La elaboración psíquica desarrolla extraordinarios
rendimientos en cuanto a la derivación interna de excitaciones no susceptibles
de una inmediata descarga exterior o cuya descarga exterior inmediata no
resulta deseable. Mas para esta elaboración interna es indiferente, en un
principio, actuar sobre objetos reales o imaginarios. La diferencia surge
después, cuando la orientación de la libido hacia los objetos irreales
(introversión) llega a provocar un estancamiento de la libido. La megalomanía
permite en las parafrenias una análoga elaboración interna de la libido
retraída al yo, y quizá sólo cuando esta elaboración fracasa es cuando se hace
patógeno el estancamiento de la libido en el yo y provoca el proceso de
curación que se nos impone como enfermedad. 5 Introducción al narcisismo
Sigmund Freud Intentaré penetrar ahora algunos pasos en el mecanismo de la
parafrenia, reuniendo aquellas observaciones que me parecen alcanzar ya alguna
importancia. La diferencia entre estas afecciones y las neurosis de
transferencia reside, para mí, en la circunstancia de que la libido, libertada
por la frustración, no permanece ligada a objetos en la fantasía, sino que se
retrae al yo. La megalomanía corresponde entonces al dominio psíquico de esta
libido aumentada y es la contraparte a la introversión sobre las fantasías en
las neurosis de transferencia. Correlativamente, al fracaso de esta función
psíquica correspondería la hipocondría te la parafrenia, homóloga a la angustia
de las neurosis de transferencia. Sabemos ya que esta angustia puede ser
vencida por una prosecución de la elaboración psíquica, o sea: por conversión,
por formaciones reactivas o por la constitución de un dispositivo protector
(fobias). Esta es la posición que toma en las parafrenias la tentativa de
restitución, proceso al que debemos los fenómenos patológicos manifiestos. Como
la parafrenia trae consigo muchas veces -tal vez la mayoría- un desligamiento
sólo parcial de la libido de sus objetos, podrían distinguirse al -su cuadro
tres grupos de fenómenos: 1º. Los que quedan en un estado de normalidad o de
neurosis (fenómenos residuales); 2º. Los del proceso patológico (el desligamiento
de la libido de sus objetos, la megalomanía, la perturbación afectiva, la
hipocondría y todo tipo de regresión), y 3º. Los de la restitución, que ligan
nuevamente la libido a los objetos, bien a la manera de una histeria (demencia
precoz o parafrenia propiamente dicha), bien a la de una neurosis obsesiva
(paranoia). Esta nueva carga de libido sucede desde un nivel diferente y bajo
distintas condiciones que la primaria. La diferencia entre las neurosis de
transferencia en ella creadas y los productos correspondientes del yo normal
habrían de facilitarnos una profunda visión de la estructura de nuestro aparato
anímico. La vida erótica humana, con sus diversas variantes en el hombre y en
la mujer, constituye el tercer acceso al estudio del narcisismo. Del mismo modo
que la libido del objeto encubrió al principio a nuestra observación la libido
del yo, tampoco hasta llegar a la elección del objeto del lactante (y del niño
mayor), hemos advertido que el mismo toma sus objetos sexuales de sus experiencias
de satisfacción. Las primeras satisfacciones sexuales autoeróticas son vividas
en relación con funciones vitales destinadas a la conservación. Los instintos
sexuales se apoyan al principio en la satisfacción de los instintos del yo, y
sólo ulteriormente se hacen independientes de estos últimos. Pero esta relación
se muestra también en el hecho de que las personas a las que ha estado
encomendada la alimentación, el cuidado y la protección del niño son sus
primeros objetos sexuales, o sea, en primer lugar, la madre o sus subrogados.
Junto a este tipo de la elección de objeto, al que podemos dar el nombre de
tipo de apoyo (o anaclítico) (Anlehnungstypus), la investigación psicoanalítica
nos ha descubierto un segundo tipo que ni siquiera sospechábamos. Hemos comprobado
que muchas personas, y especialmente aquellas en las cuales el desarrollo de la
libido ha sufrido alguna perturbación (por ejemplo, los perversos y los
homosexuales), no eligen su ulterior objeto erótico conforme a la imagen de la
madre, sino conforme a la de su propia persona. Demuestran buscarse a sí mismos
como objeto erótico, realizando así su elección de objeto conforme a un tipo
que podemos llamar `narcisista'. En esta observación ha de verse el motivo
principal que nos ha movido a adoptar la hipótesis del narcisismo. Pero de este
descubrimiento no hemos concluido que los hombres se dividan en dos grupos,
según realicen su elección de objeto conforme al tipo de apoyo o al tipo
narcisista, sino que hemos preferido suponer que el individuo encuentra
abiertos ante sí dos caminos distintos para la elección de objeto, pudiendo
preferir uno de los dos. Decimos, por tanto, que el individuo tiene dos objetos
sexuales primitivos: él mismo y la mujer nutriz, y presuponemos así el
narcisismo primario de todo ser humano, que eventualmente se manifestará luego,
de manera destacada en su elección de objeto. El estudio de la elección de
objeto en el hombre y en la mujer nos descubre diferencias fundamentales,
aunque, naturalmente, no regulares. El amor completo al objeto, conforme al
tipo de apoyo, es característico del hombre. Muestra aquella singular
hiperestimación sexual, cuyo origen está, quizá, en el narcisismo primitivo del
niño, y que corresponde, por tanto, a una transferencia del mismo sobre el objeto
sexual. Esta hiperestimación sexual permite la génesis del estado de
enamoramiento, tan peculiar y que tanto recuerda la compulsión neurótica;
estado que podremos referir, en consecuencia, a un empobrecimiento de la libido
del yo en favor del objeto. La evolución muestra muy distinto curso en el tipo
de mujer más corriente y probablemente más puro y auténtico. En este tipo de
mujer parece surgir, con la pubertad y por el desarrollo de los órganos
sexuales femeninos, latentes hasta entonces, una intensificación del narcisismo
primitivo, que resulta desfavorable a la estructuración de un amor objetal
regular y acompañado de hiperestimación sexual. Sobre todo en las mujeres
bellas nace una complacencia de la sujeto por sí misma que la compensa de las
restricciones impuestas por la sociedad a su elección de objeto. Tales mujeres
sólo se aman, en realidad, a sí mismas y con la misma intensidad con que el
hombre las ama. No necesitan amar, sino ser amadas, y aceptan al hombre que
llena esta condición. La importancia de este tipo de mujeres para la vida
erótica de los hombres es muy elevada, pues ejercen máximo atractivo sobre
ellos, y no sólo por motivos estéticos, pues por lo general son las más bellas,
sino también a consecuencia de interesantísimas constelaciones psicológicas.
Resulta, en efecto, fácilmente visible que el narcisismo de una persona ejerce
gran atractivo sobre aquellas otras que han renunciado plenamente al suyo y se
encuentran pretendiendo el amor del objeto. El atractivo de los niños reposa en
gran parte en su narcisismo, en su actitud de satisfacerse a sí mismos y de su
inaccesibilidad, lo mismo que el de ciertos animales que parecen no ocuparse de
nosotros en absoluto, por ejemplo, los gatos y las grandes fieras.
Análogamente, en la literatura, el tipo de criminal célebre y el del humorista
acaparan nuestro interés por la persistencia narcisista con la que saben
mantener apartado de su yo todo lo que pudiera empequeñecerlo. Es como si los
envidiásemos por saber conservar un dichoso estado psíquico, una inatacable
posesión de la libido, a la cual hubiésemos tenido que renunciar por nuestra
parte. Pero el extraordinario atractivo de la mujer narcisista tiene también su
reverso; gran parte de la insatisfacción del hombre enamorado, sus dudas sobre el
amor de la mujer y sus lamentaciones sobre los enigmas de su carácter tienen
sus raíces en esa incongruencia de los tipos de elección de objeto. Quizá no
sea inútil asegurar que esta descripción de la vida erótica femenina no implica
tendencia ninguna a disminuir a la mujer. Aparte de que acostumbro mantenerme
rigurosamente alejado de toda opinión tendenciosa, sé muy bien que estas
variantes corresponden a la diferenciación de funciones en un todo biológico
extraordinariamente complicado. Pero, además, estoy dispuesto a reconocer que
existen muchas mujeres que aman conforme al tipo masculino y desarrollan
también la hiperestimación sexual correspondiente. También para las mujeres
narcisistas y que han permanecido frías para con el hombre existe un camino que
las lleva al amor objetal con toda su plenitud. En el hijo al que dan la vida
se les presenta una parte de su propio cuerpo como un objeto exterior, al que
pueden consagrar un pleno amor objetal, sin abandonar por ello su narcisismo.
Por último, hay todavía otras mujeres que no necesitan esperar a tener un hijo
para pasar del narcisismo (secundario) al amor objetal. Se han sentido
masculinas antes de la pubertad y han seguido, en su desarrollo, una parte de
la trayectoria masculina, y cuando esta aspiración a la masculinidad queda rota
por la madurez femenina, conservan la facultad de aspirar a un ideal masculino,
que en realidad, no es más que la continuación de la criatura masculina que
ellas mismas fueron. Cerraremos estas observaciones con una breve revisión de
los caminos de la elección de objeto. Se ama: 1º. Conforme al tipo narcisista:
a) Lo que uno es (a sí mismo). b) Lo que uno fue. c) Lo que uno quisiera ser.
d) A la persona que fue una parte de uno mismo. 2º. Conforme al tipo de apoyo
(o anaclítico): a)A la mujer nutriz. b)Al hombre protector Y a las personas
sustitutivas que de cada una de estas dos parten en largas series. El caso c)
del primer tipo habrá de ser aún justificado con observaciones ulteriores. En
otro lugar y en una relación diferente habremos de estudiar también la
significación de la elección de objeto narcisista para la homosexualidad
masculina. El narcisismo primario del niño por nosotros supuesto, que contiene
una de las premisas de nuestras teorías de la libido, es más difícil de
aprehender por medio de la observación directa que de comprobar por deducción
desde otros puntos. Considerando la actitud de los padres cariñosos con
respecto a sus hijos, hemos de ver en ella una reviviscencia y una reproducción
del propio narcisismo, abandonado mucho tiempo ha. La hiperestimación, que ya
hemos estudiado como estigma narcisista en la elección de objeto, domina, como
es sabido, esta relación afectiva. Se atribuyen al niño todas las perfecciones,
cosa para la cual no hallaría quizá motivo alguno una observación más serena, y
se niegan o se olvidan todos sus defectos. (Incidentemente se relaciona con
esto la repulsa de la sexualidad infantil.) Pero existe también la tendencia a
suspender para el niño todas las conquistas culturales, cuyo reconocimiento
hemos tenido que imponer a nuestro narcisismo, y a renovar para él privilegios
renunciados hace mucho tiempo. La vida ha de ser más fácil para el niño que
para sus padres. No debe estar sujeto a las necesidades reconocidas por ellos
como supremas de la vida. La enfermedad, la muerte, la renuncia al placer y la
limitación de la propia voluntad han de desaparecer para él, y las leyes de la
naturaleza, así como las de la sociedad, deberán detenerse ante su persona.
Habrá de ser de nuevo el centro y el nódulo de la creación: His Majesty the
Baby, como un día lo estimamos ser nosotros. Deberá realizar los deseos
incumplidos de sus progenitores y llegar a ser un grande hombre o un héroe en
lugar de su padre, o, si es hembra, a casarse con un príncipe, para tardía
compensación de su madre. El punto más espinoso del sistema narcisista, la
inmortalidad del yo, tan duramente negada por la realidad conquista su
afirmación refugiándose en el niño. El amor parental, tan conmovedor y tan
infantil en el fondo, no es más que una resurrección del narcisismo de los
padres, que revela evidentemente su antigua naturaleza en esta su
transformación en amor objetal. III Las perturbaciones a las que está expuesto
el narcisismo primitivo del niño, las reacciones con las cuales se defiende de
ellas el infantil sujeto y los caminos por los que de este modo es impulsado,
constituyen un tema importantísimo, aún no examinado, y que habremos de
reservar para un estudio detenido y completo. Por ahora podemos desglosar de
este conjunto uno de sus elementos más importantes, el «complejo de la
castración» (miedo a la pérdida del pene en el niño y envidia del pene en la
niña), y examinarlo en relación con la temprana intimidación sexual. La
investigación psicoanalítica que nos permite, en general, perseguir los
destinos de los instintos libidinosos cuando éstos, aislados de los instintos
del yo, se encuentran en oposición a ellos, nos facilita en este sector ciertas
deducciones sobre una época y una situación psíquica en las cuales ambas clases
de instintos actúan en un mismo sentido e inseparablemente mezclados como
intereses narcisistas. De esta totalidad ha extraído A. Adler su «protesta
masculina», en la cual ve casi la única energía impulsora de la génesis del
carácter y de las neurosis, pero que no la funda en una tendencia narcisista,
y, por tanto, aún libidinosa, sino en una valoración social. La investigación
psicoanalítica ha reconocido la existencia y la significación de la «protesta
masculina» desde un principio, pero sostiene, contra Adler, su naturaleza
narcisista y su procedencia del complejo de castración. Constituye uno de los
factores de la génesis del carácter y es totalmente inadecuada para la
explicación de los problemas de las neurosis, en las cuales no quiere ver Adler
más que la forma en la que sirven a los instintos del yo. Para mí resulta
completamente imposible fundar la génesis de la neurosis sobre la estrecha base
del complejo de castración, por muy poderosamente que el mismo se manifieste
también en los hombres bajo la acción de las resistencias opuestas a la
curación. Por último, conozco casos de neurosis en los cuales la «protesta
masculina» o, en nuestro sentido el complejo de castración, no desempeña papel
patógeno alguno o no aparece en absoluto. La observación del adulto normal nos
muestra muy mitigada su antigua megalomanía y muy desvanecidos los caracteres
infantiles de los cuales dedujimos su narcisismo infantil. ¿Qué ha sido de la
libido del yo? ¿Habremos de suponer que todo su caudal se ha gastado en cargas
de objeto? Esta posibilidad contradice todas nuestras deducciones. La
psicología de la represión nos indica una solución distinta. Hemos descubierto
que las tendencias instintivas libidinosas sucumben a una represión patógena
cuando entran en conflicto con las representaciones éticas y culturales del
individuo. No queremos en ningún caso significar que el sujeto tenga un mero
conocimiento intelectual de la existencia de tales ideas sino que reconoce en
ellas una norma y se somete a sus exigencias. Hemos dicho que la represión
parte del yo, pero aún podemos precisar más diciendo que parte de la propia
autoestimación del yo. Aquellos mismos impulsos,sucesos, deseos e impresiones
que un individuo determinado tolera en sí o, por lo menos, elabora conscientemente,
son rechazados por otros con indignación o incluso ahogados antes que puedan
llegar a la consciencia. Pero la diferencia que contiene la condición de la
expresión puede ser fácilmente expresada en términos que faciliten su
consideración desde el punto de vista de la teoría de la libido. Podemos decir
que uno de estos sujetos ha construido en sí un ideal, con el cual compara su
yo actual, mientras que el otro carece de semejante formación de ideal. La
formación de un ideal sería, por parte del yo, la condición de la represión. A
este yo ideal se consagra el amor de sí mismo de que en la niñez era objeto el
yo real. El narcisismo aparece desplazado sobre este nuevo yo ideal, adornado,
como el infantil, con todas las perfecciones. Como siempre en el terreno de la
libido, el hombre se demuestra aquí, una vez más, incapaz de renunciar a una
satisfacción ya gozada alguna vez. No quiere renunciar a la perfección de su
niñez, y ya que no pudo mantenerla ante las enseñanzas recibidas durante su
desarrollo y ante el despertar de su propio juicio, intenta conquistarla de
nuevo bajo la forma del ideal del yo. Aquello que proyecta ante sí como su
ideal es la sustitución del perdido narcisismo de su niñez, en el cual era él
mismo su propio ideal. Examinemos ahora las relaciones de esta formación de un
ideal con la sublimación. La sublimación es un proceso que se relaciona con la
libido objetal y consiste en que el instinto se orienta sobre un fin diferente
y muy alejado de la satisfacción sexual. Lo más importante de él es el
apartamiento de lo sexual. La idealización es un proceso que tiene efecto en el
objeto, engrandeciéndolo y elevándolo psíquicamente, sin transformar su
naturaleza. La idealización puede producirse tanto en el terreno de la libido
del yo como en el de la libido objetal. Así, la hiperestimación sexual del
objeto es una idealización del mismo. Por consiguiente, en cuanto la
sublimación describe algo que sucede con el instinto y la idealización algo que
sucede con el objeto, se trata entonces de dos conceptos totalmente diferentes.
La formación de un ideal del yo es confundida erróneamente, a veces, con la
sublimación de los instintos. El que un individuo haya trocado su narcisismo
por la veneración de un ideal del yo, no implica que haya conseguido la
sublimación de sus instintos libidinosos. El ideal del yo exige por cierto esta
sublimación, pero no puede imponerla. La sublimación continúa siendo un proceso
distinto, cuyo estímulo puede partir del ideal, pero cuya ejecución permanece
totalmente independiente de tal estímulo. Precisamente en los neuróticos
hallamos máximas diferencias de potencial entre el desarrollo del ideal del yo
y el grado de sublimación de sus primitivos instintos libidinosos, y, en
general, resulta más difícil convencer a un idealista de la inadecuada
localización de su libido que a un hombre sencillo y mesurado en sus
aspiraciones. La relación de la formación de ideal y la sublimación respecto a
la causación de la neurosis es también muy distinta. La producción de un ideal eleva,
como ya hemos dicho, las exigencias del yo y favorece más que nada la
represión. En cambio, la sublimación representa un medio de cumplir tales
exigencias sin recurrir a la represión.
No sería de extrañar que encontrásemos una
instancia psíquica especial encargada de velar por la satisfacción narcisista
procedente del ideal del yo y que, en cumplimiento de su función, vigile de
continuo el yo actual y lo compare con el ideal. Si tal instancia existe, no
nos sorprenderá nada descubrirla, pues reconoceremos en el acto en ella aquello
a lo que damos el nombre de conciencia. El reconocimiento de esta instancia nos
facilita la comprensión del llamado delirio de autorreferencia o, mas
exactamente, de ser observado, tan manifiesto en la sintomatología de las enfermedades
paranoicas y que quizá puede presentarse también como perturbación aislada o
incluida en una neurosis de transferencia. Los enfermos se lamentan entonces de
que todos sus pensamientos son descubiertos por los demás y observados y
espiados sus actos todos. De la actuación de esta instancia les informan voces
misteriosas, que les hablan característicament en tercera persona. («Ahora
vuelve él a pensar en ello; ahora se va.») Esta queja de los enfermos está
perfectamente justificada y corresponde a la verdad. En todos nosotros, y
dentro de la vida normal, existe realmente tal poder, que observa, advierte y
critica todas nuestras intenciones. El delirio de ser observado representa a
este poder en forma regresiva, descubriendo con ello su génesis y el motivo por
el que el enfermo se rebela contra él. El estímulo para la formación del ideal
del yo, cuya vigilancia está encomendada a la conciencia, tuvo su punto de
partida en la influencia crítica ejercida, de viva voz, por los padres, a los
cuales se agrega luego los educadores, los profesores y, por último, toda la
multitud innumerable de las personas del medio social correspondiente (los
compañeros, la opinión pública). De este modo son atraídas a la formación del
ideal narcisista del yo grandes magnitudes de libido esencialmente homosexual y
encuentran en la conservación del mismo una derivación y una satisfacción. La
institución de la conciencia fue primero una encarnación de la crítica parental
y luego de la crítica de la sociedad, un proceso como el que se repite en la
génesis de una tendencia a la represión, provocada por una prohibición o un
obstáculo exterior. Las voces, así como la multitud indeterminada, reaparecen
luego en la enfermedad, y con ello, la historia evolutiva de la conciencia regresivamente
reproducida. La rebeldía contra esta instancia censora proviene de que el
sujeto (correlativamente al carácter fundamental de la enfermedad) quiere
desligarse de todas estas influencias, comenzando por la parental, y retira de
ellas la libido homosexual. Su conciencia se le opone entonces en una manera
regresiva, como una acción hostil orientada hacia él desde el exterior. Las
lamentaciones de los paranoicos demuestran también que la autocrítica de la
conciencia coincide, en último término, con la autoobservación en la cual se
basa. La misma actividad psíquica que ha tomado a su cargo la función de la
conciencia se ha puesto también, por tanto, al servicio de la introspección,
que suministra a la filosofía material para sus operaciones mentales. Esta
circunstancia no es quizá indiferente en cuanto a la determinación del estímulo
de la formación de sistemas especulativos que caracteriza a la paranoia. Será
muy importante hallar también en otros sectores indicios de la actividad de
esta instancia crítica observadora, elevada a la categoría de conciencia y de
introspección filosófica. Recordaré, pues, aquello que H. Silberer ha descrito
con el nombre de «fenómeno funcional» y que constituye uno de los escasos
complementos de valor indiscutible aportados hasta hoy a nuestra teoría de los
sueños. Silberer ha mostrado que, en estados intermedios entre la vigilia y el
sueño, podemos observar directamente la transformación de ideas en imágenes
visuales; pero que, en tales circunstancias, lo que surge ante nosotros no es,
muchas veces, un contenido del pensamiento, sino del estado en el que se
encuentra la persona que lucha con el sueño. Asimismo ha demostrado que algunas
conclusiones de los sueños y ciertos detalles de los mismos corresponden
exclusivamente a la autopercepción del estado de reposo o del despertar. Ha
descubierto, pues, la participación de la autopercepción -en el sentido del
delirio de observación paranoica- en la producción onírica. Esta participación
es muy inconstante. Para mí hubo de pasar inadvertida, porque no desempeña
papel alguno reconocido en mis sueños. En cambio, en personas de dotes
filosóficas y habituadas a la introspección, se hace quizá muy perceptible.
Recordaremos haber hallado que la producción onírica nace bajo el dominio de una
censura que impone a las ideas latentes del sueño una deformación. Pero no
hubimos de representarnos esta censura como un poder especial, sino que
denominamos así aquella parte de las tendencias represoras dominantes en el yo
que aparecía orientada hacia las ideas del sueño. Penetrando más en la
estructura del yo, podemos reconocer también en el ideal del yo y en las
manifestaciones dinámicas de la conciencia este censor del sueño. Si suponemos
que durante el reposo mantiene aún alguna atención, comprenderemos que la
premisa de su actividad, la autoobservación y la autocrítica, puedan
suministrar una aportación al contenido del sueño, con advertencias tales como
«ahora tiene demasiado sueño para pensar» o «ahora despierta» [*]. Partiendo de
aquí podemos intentar un estudio de la autoestimación en el individuo normal y
en el neurótico. En primer lugar, la autoestimación nos parece ser una
expresión de la magnitud del yo, no siendo el caso conocer cuáles son los
diversos elementos que van a determinar dicha magnitud. Todo lo que una persona
posee o logra, cada residuo del sentimiento de la primitiva omnipotencia
confirmado por su experiencia, ayuda a incrementar su autoestimación. Al
introducir nuestra diferenciación de instintos sexuales e instintos del yo,
tenemos que reconocer en la autoestimación una íntima relación con la libido
narcisista. Nos apoyamos para ello en dos hechos fundamentales: el de que la
autoestimación aparece intensificada en las parafrenias y debilitada en las
neurosis de transferencia, y el de que en la vida erótica el no ser amado
disminuye la autoestimación, y el serlo, la incrementa. Ya hemos indicado que
el ser amado constituye el fin y la satisfacción en la elección narcisista de
objeto. No es difícil, además, observar que la carga de libido de los objetos
no intensifica la autoestimación. La dependencia al objeto amado es causa de
disminución de este sentimiento: el enamorado es humilde. El que ama pierde,
por decirlo así, una parte de su narcisismo, y sólo puede compensarla siendo
amado. En todas estas relaciones parece permanecer enlazada la autoestimación
con la participación narcisista en el amor. La percepción de la impotencia, de
la imposibilidad de amar, a causa de perturbaciones físicas o anímicas,
disminuye extraordinariamente la autoestimación. A mi juicio, es ésta una de
las causas del sentimiento de inferioridad del sujeto en las neurosis de
transferencia. Pero la fuente principal de este sentimiento es el
empobrecimiento del yo, resultante de las grandes cargas de libido que le son
sustraídas, o sea el daño del yo por las tendencias sexuales no sometidas ya a
control ninguno. A. Adler ha indicado acertadamente que la percepción por un
sujeto de vida psíquica activa de algunos defectos orgánicos, actúa como un
estímulo capaz de rendimientos, y provoca, por el camino de la
hipercompensación, un rendimiento más intenso. Pero sería muy exagerado querer
referir todo buen rendimiento a esta condición de una inferioridad orgánica
primitiva. No todos los pintores padecen algún defecto de la visión, ni todos
los buenos oradores han comenzado por ser tartamudos. Existen también muchos
rendimientos extraordinarios basados en dotes orgánicas excelentes. En la
etiología de las neurosis, la inferioridad orgánica y un desarrollo imperfecto
desempeña un papel insignificante, el mismo que el material de la percepción
corriente actual en cuanto a la producción onírica. La neurosis se sirve de
ella como de un pretexto, lo mismo que de todos los demás factores que pueden
servirle para ello. Si una paciente nos hace creer que ha tenido que enfermar
de neurosis porque es fea, contrahecha y sin ningún atractivo, siendo así
imposible que nadie la ame, no tardará otra en hacernos cambiar de opinión
mostrándonos que permanece tenazmente refugiada en su neurosis y en su repulsa
sexual, no obstante ser extraordinariamente deseable y deseada. Las mujeres
histéricas suelen ser, en su mayoría, muy atractivas o incluso bellas, y, por
otro lado, la acumulación de fealdad y defectos orgánicos en las clases inferiores
de nuestra sociedad no contribuye perceptiblemente a aumentar la incidencia de
las enfermedades neuróticas en este medio. Las relaciones de la autoestimación
con el erotismo (con las cargas libidinosas de objeto) pueden encerrarse en las
siguientes fórmulas. Deben distinguirse dos casos, según que las cargas de
libido sean ego-sintónicas o hayan sufrido, por lo contrario, una represión. En
el primer caso (dado un empleo de la libido aceptado por el yo), el amor es
estimado como otra cualquier actividad del yo. El amor en sí, como anhelo y
como privación, disminuye la autoestimación, mientras que ser amado o
correspondido, habiendo vuelto el amor a sí mismo, la posesión del objeto
amado, la intensifica de nuevo. Dada una represión de la libido, la carga
libidinosa es sentida como un grave vaciamiento del yo, la satisfacción del
amor se hace imposible, y el nuevo enriquecimiento del yo sólo puede tener
efecto retrayendo de los objetos la libido que los investía. La vuelta de la
libido objetal al yo y su transformación en narcisismo representa como si fuera
de nuevo un amor dichoso, y por otro lado, es también efectivo que un amor
dichoso real corresponde a la condición primaria donde la libido objetal y la
libido del yo no pueden diferenciarse. La importancia del tema y la
imposibilidad de lograr de él una visión de conjunto justificarán la agregación
de algunas otras observaciones, sin orden determinado. La evolución del yo
consiste en un alejamiento del narcisismo primario y crea una intensa tendencia
a conquistarlo de nuevo. Este alejamiento sucede por medio del desplazamiento
de la libido sobre un ideal del yo impuesto desde el exterior, y la
satisfacción es proporcionada por el cumplimiento de este ideal.
Simultáneamente ha destacado el yo las cargas libidinosas de objeto. Se ha
empobrecido en favor de estas cargas, así como del ideal del yo, y se enriquece
de nuevo por las satisfacciones logradas en los objetos y por el cumplimiento
del ideal. Una parte de la autoestima es primaria: el residuo del narcisismo
infantil; otra procede de la omnipotencia confirmada por la experiencia (del
cumplimiento del ideal); y una tercera, de la satisfacción de la libido
objetal. El ideal del yo ha conseguido la satisfacción de la libido en los
objetos bajo condiciones muy difíciles, renunciando a una parte de la misma,
considerada rechazable por su censor. En aquellos casos en los que no ha
llegado a desarrollarse tal ideal, la tendencia sexual de que se trate entra a
formar parte de la personalidad del sujeto en forma de perversión. El ser
humano cifra su felicidad en volver a ser su propio ideal una vez más como lo
era en su infancia, tanto con respecto a sus tendencias sexuales como a otras
tendencias. El enamoramiento consiste en una afluencia de la libido del yo al
objeto. Tiene el poder de levantar represiones y volver a instituir
perversiones. Exalta el objeto sexual a la categoría de ideal sexual. Dado que
tiene afecto, según el tipo de elección de objeto por apoyo, y sobre la base de
la realización de condiciones eróticas infantiles, podemos decir todo lo que
cumple estas condiciones eróticas es idealizado. El ideal sexual puede entrar
en una interesante relación auxiliar con el ideal del yo.Cuando la satisfacción
narcisista tropieza con obstáculos reales, puede ser utilizado el ideal sexual
como satisfacción sustitutiva. Se ama entonces, conforme al tipo de la elección
de objeto narcisista. Se ama a aquello que hemos sido y hemos dejado de ser o
aquello que posee perfecciones de que carecemos. La fórmula correspondiente
sería: es amado aquello que posee la perfección que le falta al yo para llegar
al ideal. Este caso complementario entraña una importancia especial para el
neurótico, en el cual ha quedado empobrecido el yo por las excesivas cargas de
objeto e incapacitado para alcanzar su ideal. El sujeto intentará entonces
retornar al narcisismo, eligiendo, conforme al tipo narcisista, un ideal sexual
que posea las perfecciones que él no puede alcanzar. Esta sería la curación por
el amor, que el sujeto prefiere, en general, a la analítica. Llegara incluso a
no creer en la posibilidad de otro medio de curación e iniciará el tratamiento
con la esperanza de lograrlo en ella, orientando tal esperanza sobre la persona
del médico. Pero a este plan curativo se opone, naturalmente, la incapacidad de
amar del enfermo, provocada por sus extensas represiones. Cuando el tratamiento
llega a desvanecer un tanto esta incapacidad surge a veces un desenlace
indeseable; el enfermo se sustrae a la continuación del análisis para realizar
una elección amorosa y encomendar y confiar a la vida en común con la persona
amada el resto de la curación. Este desenlace podría parecernos satisfactorio
si no trajese consigo, para el sujeto, una invalidante dependencia de la
persona que le ha prestado su amoroso auxilio. Del ideal del yo parte un
importante cambio para la comprensión de la psicología colectiva. Este ideal
tiene, además de su parte individual, su parte social: es también el ideal
común de una familia, de una clase o de una nación. Además de la libido
narcisista, atrae a sí gran magnitud de la libido homosexual, que ha retornado
al yo. La insatisfacción provocada por el incumplimiento de este ideal deja
eventualmente en libertad un acopio de la libido homosexual, que se convierte
en consciencia de culpa (angustia social). La consciencia de culpa fue,
originariamente, miedo al castigo de los padres o, más exactamente, a perder el
amor de los mismos. Más tarde, los padres quedan sustituidos por un indefinido
número de compañeros. La frecuente causación de la paranoia por una
mortificación del yo; esto es, por la frustración de satisfacción en el campo
del ideal de yo, se nos hace así comprensible, e igualmente la coincidencia de
la idealización y la sublimación en el ideal del yo como la involución de las
sublimaciones y la eventual transformación de los ideales en trastornos
parafrénicos.
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