Revista Nos Disparan desde el Campanario Año III Nro. 48 Libro del mes: El Tungsteno de César Vallejo
César Vallejo es, indiscutiblemente, uno de los mayores poetas en lengua
castellana del siglo XX. En su famoso poemario Trilce (1922) anticipó gran parte
del vanguardismo que se instalaría en la literatura a partir de entonces, con
exponentes tan significativos como el poemario Altazor de Vicente Huidobro o el
Finnegans Wake de James Joyce. En Trilce, Vallejo lleva a la lengua española a
límites insospechados: inventa palabras, fuerza la sintaxis, emplea la
escritura automática y otras técnicas utilizadas por los movimientos dadá y
surrealista. Sin embargo, su obra narrativa tomó otro camino, directamente
emparentado con el realismo social. Así sucede en El tungsteno, novela a la vez
indigenista y proletaria, de sabor amargo pero teñido, al final, de esperanza.
Novela de denuncia, comprometida con la defensa de los más humildes, El
tungsteno es un alegato contra los abusos de todo tipo cometidos contra los
indios y a favor de una toma de conciencia de los trabajadores sometidos a una
brutal explotación. Vallejo partió a París en 1923, y nunca regresó a Perú. El
tungsteno fue escrito en Madrid, según contó su viuda, en sólo tres semanas,
aunque probablemente algunos fragmentos habrían sido redactados mucho antes,
cuando aún vivía en Perú. En España fue testigo de la caída de la Monarquía y
de la proclamación de la República, con la que se comprometió. Frecuentó a los
escritores españoles de la época; entre ellos Unamuno, García Lorca, Alberti,
Gerardo Diego y Bergamín. Falleció en París en 1938.( https://www.libreriasinopsis.com/)
I
Dueña, por fin, la empresa
norteamericana "Mining Society", de las minas de tungsteno de
Quivilca, en el departamento del Cusco, la gerencia de Nueva York dispuso dar
comienzo inmediatamente a la extracción del mineral. Una avalancha de peones y
empleados salió de Colca y de los lugares del tránsito, con rumbo a las minas.
A esa avalancha siguió otra y otra, todas contratadas para la colonización y
labores de minería. La circunstancia de no encontrar en los alrededores y
comarcas vecinas de los yacimientos, ni en quince leguas a la redonda, la mano
de obra necesaria, obligaba a la empresa a llevar, desde lejanas aldeas y
poblaciones rurales, una vasta indiada, destinada al trabajo de las minas. El
dinero empezó a correr aceleradamente y en abundancia nunca vista en Colca,
capital de la provincia en que se hallaban situadas las minas. Las
transacciones comerciales adquirieron proporciones inauditas. Se observaba por
todas partes, en las bodegas y mercados, en las calles y plazas, personas
ajustando compras y operaciones económicas. Cambiaban de dueños gran número de
fincas urbanas y rurales, y bullían constantes ajetreos en las notarías
públicas y en los juzgados. Los dólares de la "Mining Society" habían
comunicado a la vida provinciana, antes tan apacible, un movimiento inusitado.
Todos mostraban aire de viaje. Hasta el modo de andar, antes lento y dejativo,
se hizo rápido e impaciente. Transitaban los hombres, vestidos de caqui,
polainas y pantalón de montar, hablando con voz que también había cambiado de
timbre, sobre dólares, documentos, cheques, sellos fiscales, minutas, cancelaciones,
toneladas, herramientas. Las mozas de los arrabales salían a verlos pasar, y
una dulce zozobra las estremecía, pensando en los lejanos minerales, cuyo
exótico encanto las atraía de modo irresistible. Sonreían y se ponían
coloradas, preguntando: —¿Se va usted a Quivilca? —Sí. Mañana muy temprano.
—¡Quién como los que se van! ¡A hacerse ricos en las minas! Así venían los
idilios y los amores, que habrían de ir luego a anidar en las bóvedas sombrías
de las vetas fabulosas. En la primera avanzada de peones y mineros marcharon a
Quivilca los gerentes, directores y altos empleados de la empresa. Iban allí,
en primer lugar, místers Taik y Weiss, gerente y subgerente de la "Mining
Society"; el cajero de la empresa, Javier Machuca; el ingeniero peruano
Baldomero Rubio; el comerciante José Marino, que había tomado la exclusiva del
bazar y de la contrata de peones para la "Mining Society"; el
comisario del asiento minero, Baldazari, y el agrimensor Leónidas Benites,
ayudante de Rubio. Este traía a su mujer y dos hijos pequeños. Marino no
llevaba más parientes que un sobrino de unos diez años, a quien le pegaba a
menudo. Los demás iban sin familia. El paraje donde se establecieron era una
despoblada falda de la vertiente oriental de los Andes, que mira a la región de
los bosques. Allí encontraron, por todo signo de vida humana, una pequeña
cabaña de indígenas, los soras. Esta circunstancia, que les permitiría servirse
de los indios como guías en la región solitaria y desconocida, unida a la de
ser ese el punto que, según la topografia del lugar, debía servir de centro de
acción de la empresa, hizo que las bases de la población minera fuesen echadas
en torno a la cabaña de los soras. Azarosos y grandes esfuerzos hubo de
desplegarse para poder establecer definitiva y normalmente la vida en aquellas
punas y el trabajo en las minas. La ausencia de vías de comunicación con los
pueblos civilizados, a los que aquel paraje se hallaba apenas unido por una
abrupta ruta para llamas, constituyó, en los comienzos, una dificultad casi
invencible. Varias veces se suspendió el trabajo por falta de herramientas y no
pocas por hambre e intemperie de la gente, sometida bruscamente a la acción de
un clima glacial e implacable. Los soras, en quienes los mineros hallaron todo
género de apoyo y una candorosa y alegre mansedumbre, jugaron allí un rol cuya
importancia llegó a adquirir tan vastas proporciones, que en más de una ocasión
habría fracasado para siempre la empresa, sin su oportuna intervención. Cuando
se acababan los víveres y no venían otros de Colca, los soras cedían sus
granos, sus ganados, artefactos y servicios personales, sin tasa ni reserva y,
lo que es más, sin remuneración alguna. Se contentaban con vivir en armoniosa y
desinteresada amistad con los mineros, a los que los soras miraban con cierta
curiosidad infantil, agitarse día y noche, en un forcejeo sistemático de
aparatos fantásticos y misteriosos. Por su parte, la "Mining Society"
no necesitó, al comienzo, de la mano de obra que podían prestarle los soras en
los trabajos de las minas, en razón de haber traído de Colca y de los lugares
del tránsito una peonada numerosa y suficiente. La "Mining Society"
dejó, a este respecto, tranquilos a los soras, hasta el día en que las minas
reclamasen más fuerzas y más hombres. ¿Llegaría ese día? Por el instante, los
soras seguían viviendo fuera de las labores de las minas. —¿Por qué haces
siempre así? —le preguntó un sora a un obrero que tenía el oficio de aceitar
grúas. —Es para levantar la cangalla. —¿Y para qué levantas la cangalla? —Para
limpiar la veta y dejar libre el metal. —¿Y qué vas a hacer con metal? —¿A ti
no te gusta tener dinero? ¡Qué indio tan bruto! El sora vio sonreír al obrero y
él también sonrió maquinalmente, sin motivo. Le siguió observando todo el día y
durante muchos días más, tentado de ver en qué paraba esa maniobra de aceitar
grúas. Y otro día, el sora volvió a preguntar al obrero, por cuyas sienes
corría el sudor: —¿Ya tienes dinero? ¿Qué es dinero? El obrero respondió
paternalmente, haciendo sonar los bolsillos de su blusa: —Esto es dinero.
Fíjate. Esto es dinero. ¿Lo oyes?... Dijo el obrero esto y sacó a enseñarle
varias monedas de níquel. El sora las vio, como una criatura que no acaba de
entender una cosa: —¿Y qué haces con dinero? —Se compra lo que se quiere. ¡Qué
bruto eres, muchacho! Volvió el obrero a reírse. El sora se alejó saltando y
silbando. En otra ocasión, otro de los soras, que contemplaba absortamente y
como hechizado a un obrero que martillaba en el yunque de la forja, se puso a
reír con alegría clara y retozona. El herrero le dijo: —¿De qué te ríes,
cholito? ¿Quieres trabajar conmigo? —Sí. Yo quiero hacer así. —No. Tú no sabes,
hombre. Esto es muy difícil. Pero el sora se empecinó en trabajar en la forja.
Al fin, le consintieron y trabajó allí cuatro días seguidos, llegando a prestar
efectiva ayuda a los mecánicos. Al quinto, al mediodía, el sora puso
repentinamente a un lado los lingotes y se fue. —Oye —le observaron—, ¿por qué
te vas? Sigue trabajando. —No —dijo el sora—. Ya no me gusta. —Te van a pagar.
Te van a pagar por tu trabajo. Sigue no más trabajando. —No. Ya no quiero. A
los pocos días, vieron al mismo sora echando agua con un mate a una batea,
donde lavaba trigo una muchacha. Después se ofreció a llevar la punta de un
cordel en los socavones. Más tarde, cuando se empezó a cargar el mineral de la
bocamina a la oficina de ensayos, el mismo sora estuvo llevando las parihuelas.
El comerciante Marino, contratista de peones, le dijo un día: — Ya veo que tú
también estás trabajando. Muy bien, cholito, muy bien. ¿Quieres que te
"socorra"? ¿Cuánto quieres? El sora no entendía este lenguaje de
"socorro" ni de "cuánto quieres". Solo quería agitarse y
obrar y entretenerse, y nada más. Porque no podían los soras estarse quietos.
Iban, venían, alegres, acesando, tensas las venas y erecto el músculo en la
acción, en los pastoreos, en la siembra, en el aporque, en la caza de vicuñas y
guanacos salvajes, o trepando las rocas y precipicios, en un trabajo incesante
y, diriase, desinteresado. Carecían en absoluto del sentido de la utilidad. Sin
cálculo ni preocupación sobre sea cual fuese el resultado económico de sus
actos, parecían vivir la vida como un juego expansivo y generoso. Demostraban
tal confianza en los otros, que en ocasiones inspiraban lástima. Desconocían la
operación de compraventa. De aquí que se veían escenas divertidas al respecto.
—Véndeme una llama para charqui. Entregado era el animal, sin que se diese y ni
siquiera fuese reclamado su valor. Algunas veces se les daba por la llama una o
dos monedas, que ellos recibían para volverlas a entregar al primer venido y a
la menor solicitud. * * * Apenas instalada en la comarca la población minera,
empleados y peones fueron prestando atención a la necesidad de rodearse de los
elementos de vida que, aparte de los que venían de fuera, podía ofrecerles el
lugar, tales como animales de trabajo, llamas para carne, granos alimenticios y
otros. Solo que había que llevar a cabo un paciente trabajo de exploración y
desmonte en las tierras incultas, para convertirlas en predios labrantíos y
fecundos. El primero en operar sobre las tierras, con miras no solo de obtener
productos para su propia subsistencia, sino de enriquecerse a base de la cría y
del cultivo, fue el dueño del bazar y contratista exclusivo de peones de
Quivilca, José Marino. Al efecto, formó una sociedad secreta con el ingeniero
Rubio y el agrimensor Benites. Marino tomó a su cargo la gerencia de esta
sociedad, dado que él, desde el bazar, podía manejar el negocio con facilidades
y ventajas especiales. Además, Marino poseía un sentido económico
extraordinario. Gordo y pequeño, de carácter socarrón y muy avaro, el
comerciante sabía envolver en sus negocios a las gentes, como el zorro a las
gallinas. En cambio, Baldomero Rubio era un manso, pese a su talle alto y un
poco encorvado en los hombros, que le daba un asombroso parecido de cóndor en
acecho de un cordero. En cuanto a Leónidas Benites, no pasaba de un asustadizo
estudiante de la Escuela de Ingenieros de Lima, débil y mojigato, cualidades completamente
nulas y hasta contraproducentes en materia comercial. José Marino puso el ojo,
desde el primer momento, en los terrenos, ya sembrados, de los soras, y
resolvió hacerse de ellos. Aunque tuvo que vérselas en apretada competencia con
Machuca, Baldazari y otros, que también empezaron a despojar de sus bienes a
los soras, el comerciante Marino salió ganando en esta justa. Dos armas le
sirvieron para el caso: el bazar y su cinismo excepcional. Los soras andaban
seducidos por las cosas, raras para sus mentes burdas y salvajes, que veían en
el bazar: franelas en colores, botellas pintorescas, paquetes polícromos,
fósforos, caramelos, baldes brillantes, transparentes vasos, etc. Los soras se
sentían atraídos al bazar, como ciertos insectos a la luz. José Marino hizo el
resto con su malicia de usurero. —Véndeme tu chacra del lado de tu choza —les
dijo un día en el bazar, aprovechando de la fascinación en que estaban sumidos
los soras ante las cosas del bazar. —¿Qué dices, taita? —Que me des tu chacra
de ocas y yo te doy lo que quieras de mi tienda. —Bueno, taita. La venta, o,
mejor dicho, el cambio, quedó hecho. En pago del valor del terreno de ocas,
José Marino le dio al sora una pequeña garrafa azul con flores rojas. —¡Cuidado
que la quiebres! —le dijo paternalmente Marino. Después le enseñó cómo debía
llevar la garrafa el sora, con mucho tiento, para no quebrarla. El indio,
rodeado de otros dos soras, llevó la vasija lentamente a su choza, paso a paso,
como una custodia sagrada. Recorrieron la distancia —que era de un kilómetro —
en dos horas y media. La gente salía a verlos y se morían de risa. El sora no
se había dado cuenta de si esa operación de cambiar su terreno de ocas con una
garrafa, era justa o injusta. Sabía en sustancia que Marino quería su terreno y
se lo cedió. La otra parte de la operación —el recibo de la garrafa la
imaginaba el sora como separada e independiente de la primera. Al sora le había
gustado ese objeto y creía que Marino se lo había cedido, únicamente porque la
garrafa le gustó a él, al sora. Y en esta misma forma siguió el comerciante
apropiándose de los sembríos de los soras, que ellos seguían, a su vez,
cediendo a cambio de pequeños objetos pintorescos del bazar y con la mayor
inocencia imaginable, como niños que ignoran lo que hacen. Los soras, mientras
por una parte se deshacían de sus posesiones y ganados en favor de Marino.
Machuca, Baldazari y otros altos empleados de la "Mining Society" no
cesaban, por otro lado, de bregar con la vasta y virgen naturaleza, asaltando
en las punas y en los bajíos, en la espesura, en los acantilados, nuevos oasis
que surcar y nuevos animales para amansar y criar. El despojo de sus intereses
no parecía infligirles el más remoto perjuicio. Antes bien, les ofrecía ocasión
para ser más expansivos y dinámicos, ya que su ingénita movilidad hallaba así
más jubiloso y efectivo empleo. La conciencia económica de los soras era muy
simple: mientras pudiesen trabajar y tuviesen cómo y dónde trabajar, para
obtener lo justo y necesario para vivir, el resto no les importaba. Solamente
el día en que les faltase dónde y cómo trabajar para subsistir, solo entonces
abrirían acaso más los ojos y opondrían a sus explotadores una resistencia
seguramente encarnizada. Su lucha con los mineros seria entonces a vida o muerte.
¿Llegaría ese día? Por el momento, los soras vivían en una especie de
permanente retirada, ante la invasión, astuta e irresistible, de Marino y
compañía. Los peones, por su parte, censuraban estos robos a los soras, con
lástima y piedad. —¡Qué temeridad! —exclamaban los peones, echándose cruces —.
¡Quitarles sus sembríos y hasta su barraca! ¡Y botarlos de lo que les
pertenece! ¡Qué pillería! Alguno de los obreros observaba: —Pero si los mismos
soras tienen la culpa. Son unos zonzos. Si les dan el precio, bien; si no les
dan, también. Si les piden sus chacras, se ríen como una gracia y se la regalan
en el acto. Son unos animales. ¡Unos estúpidos! ¡Y más pagados de su suerte!...
¡Que se frieguen! Los peones veían a los soras como si estuviesen locos o fuera
de la realidad. Una vieja, la madre de un carbonero, tomó a uno de los soras
por la chaqueta, refunfuñando muy en cólera: —¡Oye, animal! ¿Por qué regalas
tus cosas? ¿No te cuestan tu trabajo? ¿Y ya te vas a reír? ¿No ves? Ya te vas a
reír... La señora se puso colorada de ira, y por poco no le da un tirón de
orejas. El sora, por toda respuesta, fue a traerle un montón de ollucos, que la
vieja rechazó, diciendo: —Pero si yo no te digo para que me des nada. Llévate
tus ollucos. Luego la asaltó un repentino remordimiento, poniéndose en el caso
de que fuesen aceptados por ella los ollucos, y puso en el sora una mirada
llena de ternura y de piedad. En otra ocasión, la mujer de un picapedrero
derramó lágrimas, de verles tan desprendidos y desarmados de cálculo y malicia.
Les había comprado una cosecha de zapallos ya recolectados, por los que, en vez
de darles el valor prometido, les había dicho a última hora, poniendo en la
mano del sora unas monedas: —Toma cuatro reales. No tengo más. ¿Quieres?
—Bueno, mama —dijo el sora. Pero como la mujer necesitase dinero para remedios
de su marido, cuya mano fue volada con un dinamitazo en las vetas, y viese que
todavía podía apartar de los cuatro reales algo más para sí, le volvió a decir,
suplicante: —Toma mejor tres reales solamente. El otro lo necesito. —Bueno,
mama. La pobre mujer cayó aún en la cuenta de que podía apartar un real más. Le
abrió la mano al sora y le sacó otra moneda, diciéndole, vacilante y temerosa:
—Toma mejor dos reales. Lo demás te lo daré otro día. —Bueno, mama —volvió a
contestar, impasible, el sora. Fue entonces que aquella mujer bajó los ojos,
enternecida por el gesto de bondad inocente del sora. Apretó en la mano los dos
reales que habrían de servir para el remedio del marido y la estremeció una desconocida
y entrañable emoción, que la hizo llorar toda la tarde. * * * En el bazar de
José Marino solían reunirse, después de las horas de trabajo, a charlar y a
beber coñac —todos trajeados y forrados de gruesas telas y cueros contra el
frío—, místers Taik y Weiss, el ingeniero Rubio, el cajero Machuca, el
comisario Baldazari y el preceptor Zavala, que acababa de llegar a hacerse
cargo de la escuela. A veces, acudía también Leónidas Benites, pero no bebía
casi y solía irse muy temprano. Allí se jugaba también a los dados, y, si era
domingo, había borrachera, disparos de revólver y una crápula bestial. Al
principio de la tertulia, se hablaba de cosas de Colca y de Lima. Después,
sobre la guerra europea. Luego se pasaba a tópicos relativos a la empresa y a la
exportación de tungsteno, cuyas cotizaciones aumentaban diariamente. Por fin se
departía sobre los chismes de las minas, las domésticas murmuraciones
vinculadas a la vida privada. Al llegar al caso de los soras, Leónidas Benites
decía, con aire de filósofo y en tono redentor y dolorido: —¡Pobres soras! Son
unos cobardes y unos estúpidos. Todo lo hacen porque no tienen coraje para
defender sus intereses. Son incapaces de decir no. Raza endeble, servil,
humilde hasta lo increíble. ¡Me dan pena y me dan rabia! Marino, que ya estaba
en sus copas, le salía al encuentro: —Pero no crea usted. No crea usted. Los
indios saben muy bien lo que hacen. Además, esa es la vida: una disputa y un
continuo combate entre los hombres. La ley de la selección. Uno sale perdiendo,
para que otro salga ganando. Mi amigo: usted, menos que nadie... Estas últimas
palabras eran dichas con marcado retintín. Y todo, por la manía de socarronear
y acallar a los demás, que era rasgo dominante en el carácter de Marino.
Benites comprendía la alusión y se turbaba visiblemente, sin poder replicar a
un hombre fanfarrón, y que, además, estaba borracho. Pero los contertulios
sorprendían el detalle, gritando a una voz y con burla: —¡Ah! ¡Claro! ¡Natural,
natural! El ingeniero Rubio, rayando con la uña, según su costumbre, el zinc
del mostrador, argumentaba con su voz tartamuda y lejana: —No, señor. A mí me
parece que a estos indios les gusta la vida activa, el trabajo, abrir brechas
en las tierras vírgenes, ir tras de los animales salvajes. Esa es su costumbre
y su manera de ser. Se deshacen de sus cosas, solo por lanzarse de nuevo en
busca de otros ganados y otras chozas. Y así viven contentos y felices. Ignoran
lo que es el derecho de propiedad y creen que todos pueden agarrar
indistintamente las cosas. ¿Recuerdan ustedes lo de la puerta?... —¿Lo de la
puerta de la oficina? —interrogó el cajero, tosiendo. —Exactamente. El sora, de
buenas a primeras, echó la puerta al hombro y se la llevó a colocar en su
corral, con el mismo desenfado y seguridad del que toma una cosa que es suya.
Una carcajada resonó en el bazar. —¿Y qué hicieron con él? Es divertido.
—Cuando le preguntaron adónde llevaba la puerta, "a mi cabaña",
contestó sonriendo con un candor cómico e infantil. Naturalmente, se la quitaron.
Creía que cualquiera podía apropiarse de la puerta si necesitaba de ella. Son
divertidos. Marino dijo, guiñando el ojo y echando toda la barriga: —¡Se hacen
los tontos! Son unas balas. A cuyo concepto se opuso Benites, poniendo una cara
de asco y piedad: —¡Nada, señor! Son unos débiles. Se dejan despojar de lo que
les pertenece, por pura debilidad. Rubio se exasperó: —¿Llama usted débiles a
quienes se enfrentan a bosques y jalcas, entre animales feroces y toda clase de
peligros, a buscarse la vida? ¿A que no lo hace usted, ni ninguno de los que
estamos aquí? —Eso no es valor, amigo mío. Valor es luchar de hombre a hombre;
el que echa abajo al otro, ese es el valiente. Lo demás es cosa muy distinta.
—¿Así es que usted cree que la fuerza de un hombre, su valor, ha sido creada
para invertirla en echar abajo a otro hombre?... ¡Magnífico! A mí me parecía
que el valor de un individuo debe servirle para trabajar y hacer la riqueza
colectiva, y no para usarlo como arma ofensiva contra los demás. ¡Su teoría es
maravillosa!... —Ni más ni menos. Yo soy una persona incapaz de hacer daño a
nadie. Todos me conocen. Pero yo me creo obligado a defender mi vida e
intereses si se me ataca y me despojan de ellos. Marino terció: —Yo no digo
nada. En boca cerrada no entran moscas... ¿Qué se bebe? ¿Quién manda? ¡Vamos!
¡Déjense de zonceras! El agrimensor no le hizo caso: —Aquí, por ejemplo, he
venido a trabajar, no para dejarme quitar lo que yo gane, sino para reunir
dineros que me faltan. Por lo demás, yo no quito a nadie nada, ni quiero echar
a tierra a ningún hijo de vecino. Marino se cansaba de preguntar quién pedía
las copas, y como Benites, su socio en lo de la cría y los cultivos, no le
hiciese caso, embebecido como estaba en la discusión, el comerciante dijo, con
una risa de cortante ironía, para hacerle callar: —Yo no digo nada. ¡Benites!
¡Benites! ¡Benites!... Acuérdese de que en boca cerrada no entran moscas... El
cajero Machuca tuvo un acceso de tos, pasado el cual dijo, congestionadas por
el esfuerzo las mantecas de su cuello: —Yo sé decir... Le volvió la tos. —Yo sé
decir que... No podía continuar. Tosió durante algún tiempo y, al fin, pudo
desahogarse: —Los soras son unos indios duros, insensibles al dolor ajeno y que
no se dan cuenta de nada. He visto el otro día a uno de ellos suspenderse a una
cuerda, que sujetaba por el otro extremo un muchacho, arrollada a la cintura.
El sora, con el peso de su cuerpo, templó la soga y la ajustó de tal manera,
que iba a cortarle la cintura al otro, que no tenía cómo deshacerse y pataleaba
de dolor, poniendo morada la cara y echando la lengua. El sora le veía y, sin
embargo, seguía en su maroma, riéndose como un idiota. Son unos crueles y
despiadados. Unos fríos de corazón. Les falta ser cristianos y practicar las
virtudes de la Iglesia. —¡Bravo! ¡Bien dicho! ¿Pide usted las copas? —dijo
Marino. —Déjeme, que estoy hablando... —Pero pide usted... —¡Maldito sea! Sirva
usted nomás... Leónidas Benites no hacía más que expresar por medio de palabras
lo que practicaba en la realidad de su conducta cotidiana. Benites era la
economía personificada y defendía el más pequeño centavo, con un celo
edificante. Vendrían días mejores, cuando se haya hecho un capitalito y se
pueda salir de Quivilca, para emprender un negocio independiente en otra parte.
Por ahora, había que trabajar y ahorrar, sin otro punto de vista que el
porvenir. Benites no ignoraba que en este mundo, el que tiene dinero es el más
feliz, y que, en consecuencia, las mejores virtudes son el trabajo y el ahorro,
que procuran una existencia tranquila y justa, sin ataques a lo ajeno, sin
vituperables manejos de codicia y despecho y otras bajas inclinaciones, que
producen la corrupción y la ruina de personas y sociedades. Leónidas Benites
solía decir a Julio Zavala, maestro de la escuela: —Debía usted enseñar a los
niños dos únicas cosas: trabajo y ahorro. Debía usted resumir la doctrina
cristiana en esos dos apotegmas supremos, que, en mi concepto, sintetizan la
moral de todos los tiempos. Sin trabajo y sin ahorro, no es posible
tranquilidad de conciencia, caridad, justicia, nada. Esa es la experiencia de
la historia. ¡Lo demás son pamplinas! Después, emocionándose y dando una
inflexión de sinceridad a sus palabras, añadía: —A mí me crió una mujer y vivo
agradecido a ella por haberme dado la educación que tengo. Por eso puedo
manejarme de la manera que todos conocen: trabajando día y noche y esforzándome
en hacerme una posición económica, bien humilde por cierto, pero libre y
honrada. Y su crónica mueca de angustia se desembarazaba. Le brillaban los
ojos. Como si se acordase de algo, explicaba a Julio Zavala: —Y no crea
usted... Una cosa es el ahorro y otra cosa es la avaricia. De Marino a mí, por
ejemplo, hay esa distancia: de la avaricia al ahorro. Usted ya me comprende, mi
querido amigo... El preceptor daba señal de que le comprendía, y luego parecía
reflexionar hondamente en las ideas de Benites. El agrimensor tenía, en
general, íntima y sólida convicción de que era un joven de bien, laborioso,
ordenado, honorable y de gran porvenir. Siempre estaba aludiendo a su persona,
señalándose como un paradigma de vida, que todos debían imitar. Esto último no
lo expresaba claramente, pero fluía de sus propias palabras, pronunciadas con
dignidad apostólica y ejemplar en ocasiones en que se perfilaban problemas de
moral y de destino entre sus amistades. Peroraba entonces extensamente sobre el
bien y el mal, la verdad y la mentira, la sinceridad y el tartufismo y otros
temas importantes. * * * Debido a la vida ordenada que llevaba Leónidas
Benites, jamás sufrió quebranto alguno de su salud. —¡Pero el día en que se
enferme usted!... —vociferaba José Marino, que en Quivilca se las echaba de
médico empírico— ¡ya no levanta nunca! Leónidas Benites, ante estas palabras
sombrías, cuidaba aun más de su conservación. La higiene de su cuarto y de su
persona era de una pulcritud esmerada, no dejando nada que tachársela. Andaba
siempre buscando el bienestar fisico, valiéndose de una serie de actos que
nadie sino él, con su paciente meticulosidad de anciano desconfiado, podía
realizar. Por la mañana, ensayaba, antes de salir a su trabajo, distintas ropas
interiores, para ver cuál se conformaba mejor al tiempo reinante y al estado de
su salud, no escaseando ocasiones en que volvía de mitad del camino a ponerse
otra camiseta o calzoncillo, porque había mucho frío o porque los que llevó le
daban un abrigo excesivo. Lo mismo ocurría con el uso de las medias, calzado,
sombrero, chompa y aun con los guantes y su cartera de trabajo. Si caía nieve,
no solo cargaba con el mayor número de papeles, reglas y cuerdas, sino que,
para ejercitarse más, sacaba sus niveles, trípodes y teodolitos, aunque no
tuviese nada que hacer con ellos. Se le veía otras veces agitarse y saltar y
correr como un loco, hasta ya no poder. Otras veces, no salía de su cuarto por
nada, y si alguien venía, abría con sigilo y lentamente la puerta, a fin de que
no entrase de golpe el ventisquero. Pero si había sol, abría todas las puertas
y ventanas de par en par y no quería cerrarlas. Así es como un día, estando Benites
en la oficina del cajero, el muchacho a quien dejó cuidando la puerta abierta
de su cuarto, se distrajo y entraron a robarle el anafe y el azúcar. Mas no era
esto todo. Tratándose de medidas previsoras contra el contagio de los males, su
pulcritud era mayor. De nadie recibía así no más un bocado o bebida, sino
exorcizándola previamente y echando sobre las cosas cinco cruces, ni una más ni
una menos. El cajero vino a verle un domingo en la mañana, en que la cocinera
le acababa de traer de regalo un plato de humitas calientes. Entró el cajero en
el preciso momento en que Leónidas Benites echaba la tercera cruz sobre las
humitas. Olvidó la cuenta de las cruces y este fue el motivo por el cual ya no
se atrevió a probar del regalo y se lo dio al perro. Poco afecto a tender la
mano era. Cuando se veía obligado a hacerlo, tocaba apenas con la punta de los
dedos la mano del otro, y luego permanecía preocupado, con una mueca de asco,
hasta que podía ir a lavarse con dos clases de jabón desinfectante que nunca le
faltaba. Todo en su habitación estaba siempre en su lugar, y él mismo, Benites,
estaba siempre en su lugar, trabajando, meditando, durmiendo, comiendo o
leyendo Ayúdate, de Smilles, que consideraba la mejor obra moderna. En los días
feriados de la Iglesia, hojeaba el Evangelio según San Mateo, librito fileteado
de oro, que su madre le enseñó a amar y a comprender en todo lo que él vale
para los verdaderos cristianos. Con el correr del tiempo, su voz se había
apagado mucho, a consecuencia de las nieves de la cordillera. Esta
circunstancia aparecía como un defecto de los peores a los ojos de José Marino,
su socio, con quien frecuentemente disputaba por esta causa. —¡No se haga
usted! ¡No se haga usted! —le decía Marino, en tono socarrón y en presencia de
los parroquianos del bazar—. ¡Hable usted fuerte, como hombre! ¡Déjese de
humildades y santurronerías! Ya está usted viejo para hacerse el tonto. Beba
bien, coma bien, enamore y ya verá usted cómo se le aclara la voz... Algo
respondía Leónidas Benites, que en medio de las risas provocadas por las frases
picantes de Marino, no se podía oír. Su socio, entonces, le gritaba con mofa:
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué dice? ¿Qué cosa? ¡Pero si no se le oye nada!... Las risas
redoblaban. Leónidas Benites, herido en lo profundo por la burla y el escarnio
de los otros, se ponía más colorado y acababa por irse. En general, Leónidas
Benites no era muy querido en Quivilca. ¿Por qué? ¿Por su género de vida? ¿Por
su manía moralista? ¿Por su debilidad física? ¿Por su retraimiento y desconfianza
de los otros? La única persona que seguía de cerca y con afecto la vida del
agrimensor era una señora, madre de un tornero, medio sorda y ya entrada en
años, que tenía fama de beata y, por ende, de amiga de las buenas costumbres y
de la vida austera y ejemplar. En ninguna parte se complacía de estar Leónidas
Benites, descontado el rancho de la beata, con quien sostenía extensas
tertulias, jugando a las cartas, comentando la vida de Quivilca y, muy a
menudo, echando alguna plática sobre graves asuntos de moral. Una tarde
vinieron a decirle a la señora que Benites estaba enfermo, en cama. La señora
fue al punto a verle, hallándole, en efecto, atacado de una fiebre elevada, que
le hacía delirar y debatirse de angustia en el lecho. Le preparó una infusión
de eucalipto, bien cargada, con dos copas de alcohol y dispuso lo conveniente
para darle un baño de mostaza. Se produciría así una copiosa transpiración,
signo seguro de haber cedido el mal, que no parecía consistir sino en un fuerte
resfrío. Pero, efectuados los dos remedios, y aun cuando el enfermo empezó a
sudar, la fiebre persistía y hasta crecía por momentos. La noche había llegado
y empezó a nevar. La habitación de Benites tenía la puerta de entrada y la
ventanilla herméticamente cerradas. La señora tapó las rendijas con trapos,
para evitar las rachas de aire. Una vela de esperma ardía y ponía toques
tristes y amarillos en los ángulos de los objetos y en la cama del paciente.
Según este se moviese o cambiase de postura, movido por la fiebre, las sombras palpitaban
ya breves, largas, truncas o encontradas, en los planos de su rostro cejijunto
y entre las almohadas y las sábanas. Accesaba Benites y daba voces confusas de
pesadilla. La señora, abatida por la gravedad creciente del enfermo, se puso a
rezar, arrodillada ante un cuadro del Corazón de Jesús que había a la cabecera
de la cama. Dobló la cabeza pálida e inexpresiva, como la mascarilla de yeso de
un cadáver, y se puso a orar y gemir. Después se levantó reanimada. Dijo, junto
al lecho: —¿Benites? Se oía ahora más baja y pausada su respiración. La señora
se acercó de puntillas, inclinose sobre la cama y observó largo rato. Habiendo
meditado un momento, volvió a llamar, aparentando tranquilidad: —¿Benites? El
enfermo lanzó un quejido oscuro y cargado de orfandad que vino a darla en todas
sus entrañas de mujer. —¿Benites? ¿Cómo se siente usted? ¿Le haré otro remedio?
Benites hizo un movimiento brusco y pesado agitó ambas manos en el aire, como
si apartase invisibles insectos, y abrió los ojos que estaban enrojecidos y
parecían inundados de sangre. Su mirada era vaga y, sin embargo, amenazadora.
Hizo chasquear los labios amoratados y secos, murmurando sin sentido: —¡Nada!
¡Aquella curva es más grande! ¡Déjeme! ¡Yo sé lo que hago! ¡Déjeme!... Y se
volvió de un tirón hacia la pared, doblando las rodillas y metiendo los brazos
en el lecho. En Quivilca no había médico. Lo habían reclamado a la empresa, sin
resultado. Se combatía las enfermedades cada uno según su entendimiento, salvo
en el caso de neumonía, en cuyo tratamiento se había especializado José Marino,
el empírico del bazar. La señora que asistía a Benites no sabía si acudir al
comerciante, por si fuese neumonía, o procurarse otra receta por cuenta propia,
sin pérdida de tiempo. Daba mil vueltas por el cuarto, desesperada. De cuando
en cuando, observaba al paciente o ponía oído a la puerta, atenta a la caída de
la nieve. Podría ser que su hijo acertase a acudir en su busca o que cualquiera
otro pasase, para pedirle consejo o ayuda. A veces, el enfermo se sumía en un
silencio absoluto, del que la señora no se apercibía por su sordera, pero, en
general, la noche avanzaba poblándose de los gritos dolorosos y las palabras
del delirio. Contiguo había, por toda vecindad, un extenso depósito de mineral.
El resto de los ranchos quedaba lejos, en plena falda del cerro, y había que
llamar a gritos para hacerse escuchar. La señora decidió hacerle otro remedio.
Entre las cosas útiles que por precaución guardaba Benites en su mesita,
encontró un poco de glicerina, sustancia que le sugirió de golpe la nueva
receta. Encendió otra vez el anafe. Habiéndose luego acercado de puntillas a la
cama, examinó al paciente, que hacía rato permanecía en calma, y se percató de
que dormía. Decidió entonces dejarle reposar, postergando el remedio para más
tarde y para el caso de que la fiebre continuase. Fue a arrodillarse ante el
lienzo sagrado y masculló, con vehemencia dolorosa y durante mucho tiempo,
largas oraciones mezcladas de suspiros y sollozos. Después se levantó y llegose
de nuevo a la cama del enfermo, enjugándose las lágrimas con un canto de su
blusa de percal. Benites continuaba tranquilo. —¡Dios es muy grande! —exclamó
la señora, enternecida y con voz apenas perceptible—. ¡Ay, divino Corazón de
Jesús! —añadió, levantando los ojos a la efigie y juntando las manos, henchida
de inefable frenesí—. ¡Tú lo puedes todo! ¡Vela por tu criatura! ¡Ampárale y no
le abandones! ¡Por tu santísima llaga! ¡Padre mío, protégenos en este valle de
lágrimas!... No pudo contener su emoción y se puso a llorar. Dio algunos pasos
y se sentó en un banco. Allí se quedó adormecida. Despertó de súbito. La vela
estaba para acabarse y se había chorreado de una manera extraña, practicando un
portillo hondo y ancho, por el que corría la esperma derretida, yendo a
amontonarse y enfriarse en un solo punto de la palmatoria, en forma de un puño
cerrado, con el índice alzado hacia la llama. Acomodó la vela, y como notase
que Benites no había cambiado de postura y que seguía durmiendo, se inclinó a
verle el rostro. "Duerme", se dijo, y resolvió no despertarle.
Leónidas Benites, en medio de las visiones de la fiebre, había mirado a menudo
el cuadro del Corazón de Jesús que pendía en su cabecera. La divina imagen se
mezclaba a las imágenes del delirio, envuelta en el blanco arrebol de la
caliche del muro. Las alucinaciones se relacionaban con lo que más preocupaba a
Benites en el mundo tangible, tales como el desempeño de su puesto en las
minas, su negocio en sociedad con Marino y Rubio y el deseo de un capital
suficiente para ir a Lima a terminar lo más pronto sus estudios de ingeniero y
emprender luego un negocio por su cuenta y relacionado con su profesión. En el
delirio vio que el comerciante Marino se quedaba con su dinero y le amenazaba
pegarle, ayudado por todos los pobladores de Quivilca. Benites protestaba
enérgicamente, pero tenía que batirse en retirada, en razón del inmenso número
de sus atacantes. Caía en la fuga por escarpadas rocas y, al doblar de golpe un
recodo del terreno fragoso, se daba con otra parte de sus enemigos. El susto le
hacía entonces dar un salto. El Corazón de Jesús entraba inmediatamente en el
conflicto y espantaba con su sola presencia a los agresores y ladrones, para
luego desaparecer súbitamente, dejándole desamparado, en el preciso momento en
que míster Taik, muy enojado, le decía a Benites: —¡Fuera de aquí! ¡La
"Mining Society" le cancela el nombramiento en razón de su pésima
conducta! ¡Fuera de aquí, zamarro! Benites le rogaba, cruzando las manos
lastimeramente. Míster Taik ordenó a dos criados que le sacasen de la oficina.
Venían dos soras sonriendo, como si escarneciesen su desgracia. Le cogían por
los brazos, arrastrándole, y le propinaban un empellón brutal. Entonces, el
Corazón de Jesús acudía con tal oportunidad, que todo volvía a quedar
arreglado. El Señor se esfumaba después en un relámpago. Benites, poco después,
sorprendía a un sora robándole un fajo de billetes de su caja. Se lanzaba sobre
el bribón, persiguiéndole, impulsado no tanto por la suma que le llevaba,
cuanto por la cínica risa con que el indio se burlaba de Benites, montado sobre
el lomo de un caimán, en medio de un gran río. Benites llegó a la misma orilla
del río, y ya iba a penetrar en la corriente, cuando se sintió de pronto
entorpecido y privado de todo movimiento voluntario. Jesús, aureolado esta vez
de un halo fulgurante, apareció ante Benites. El río se dilató de golpe,
abrazando todo el espacio visible, hasta los más remotos confines. Una inmensa
multitud rodeaba al Señor, atenta a sus designios, y un aire de tremenda
encrucijada llenó el horizonte. A Benites le poseyó un pavor repentino, dándose
cuenta, de modo oscuro, pero cierto, de que asistía a la hora del juicio final.
Benites intentó entonces hacer un examen de conciencia, que le permitiera
entrever cuál sería el lugar de su eterno destino. Trató de recordar sus buenas
y malas acciones de la tierra. Recordó, en primer lugar, sus buenos actos. Los
recogió ávidamente y los colocó en sitio preferente y visible de su
pensamiento, por riguroso orden de importancia: abajo, los relativos a
procederes de bondad más o menos discutible o insignificante, y arriba, a la
mano, sobre todos, los relativos a grandes rasgos de virtud, cuyo mérito se
denunciaba a la distancia, sin dejar duda de su autenticidad y trascendencia.
Luego pidió a su memoria los recuerdos amargos, y su memoria no le dio ninguno.
Ni un solo recuerdo roedor. A veces, se insinuaba alguno, tímido y borroso, que
bien examinado, a la luz de la razón, acababa por desvanecerse en las neutras
comisuras de la clasificación de valores, o, mejor sopesado aun, llegaba a
despojarse del todo de su tinte culpable, reemplazado este, no ya solo por otro
indefinible, sino por el tinte contrario: tal recuerdo resultaba ser, en el
fondo, el de una acción meritoria, que Benites reconocía entonces con verdadera
fruición paternal. Felizmente, Benites era inteligente y había cultivado con
esmero su facultad discursiva y crítica, con la cual podía ahora profundizar
las cosas y darles su sentido verdadero y exacto. Muy poco le faltaba a
Benites, según lo intuía, para presentarse ante el Salvador. Al razonarlo, un
gran miedo le hizo arrebujarse en su propio pensamiento. De allí vino a sacarle
un alfalfero de Accoya, al que no veía muchos años, y a quien la madre del
agrimensor solía comprarle hierba para sus cuyes, echándole maldiciones por su
codicia y avaricia. Por rápida asociación de ideas, recordó que él mismo,
Benites, amó también, a veces, el dinero, y quizás con exceso. Recordó que en
Colca, una noche, había oído en una vasta estancia desolada, donde dormía a
solas, ruido de almas en pena. Empezaron en la oscuridad a empujar la puerta,
Benites tuvo miedo y guardó silencio. Rememoraba que al otro día, refirió a los
vecinos lo acontecido, no faltando quien le asegurase que en aquella casa
penaban las almas a menudo, a causa de un entierro de oro que dejó allí un
español, encomendero de la Colonia. Como se repitiesen después los ruidos
nocturnos, el ansia de oro tentó, al fin, a Benites. Y una media noche, cuando
fueron a empujar la puerta sumida en tinieblas, el agrimensor invocó a las
penas. —¿Quién es? —interrogó, incorporándose en la cama, y dándose diente con
diente de miedo. No contestaron. Siguieron empujando. Benites volvió a
preguntar, anheloso y sudando frío: —¿Quién es? Si es una alma en pena, que
diga lo que desea. Una voz gangosa, que parecía venir de otro mundo, respondió
con lastimero acento: —Soy un alma en pena. Benites sabía que era malo correr
de las penas y argumentó al punto: —¿Qué le pasa? ¿Por qué pena? A lo que le
replicaron casi llorando: —En el rincón de la cocina dejé enterrados cinco
centavos. No me puedo salvar a causa de ellos. Agrega noventa y cinco centavos
más de tu parte y paga con eso una misa al cura, para mi salvación... Indignado
Benites por el sesgo inesperado y oneroso que tomaba la aventura, gruñó,
agarrando un palo contra el alma en pena: —He visto muertos sinvergüenzas, pero
como este, nunca!... Al siguiente día, Benites abandonó la posada. Recordando
ahora todo esto, ya lejos de la vida terrenal, juzgó pecaminosa su conducta y
digna de castigo. Sin embargo, estimó, tras de largas reflexiones, que sus
palabras injuriosas para el alma en pena fueron dictadas por un estado anormal
de espíritu y sin intención malévola. No olvidaba que, en materia de moral, las
acciones tienen la fisonomía que les da la intención y solo la intención.
Respecto a que no pagase la misa solicitada por el alma en pena, suya no había
sido la culpa, sino más bien del párroco, a quien una fuerte dispepsia impedía
por aquellos días ir al templo. A Benites no se le ocultaba, dicho sea de paso,
que dicha enfermedad del sacerdote no era mayor que alcanzase a sustraerle del
todo del cumplimiento de sus sagrados deberes. Por último, en una análisis más
juicioso y serio, quizás no fue, en realidad, un alma en pena, sino una broma
pesada de alguno de sus amigos sabedores de sus cuitas en pos del supuesto
tesoro. Puesto en este caso, y de haberse oficiado la misa, la broma habría
tenido una repercusión de burla y de impiedad, con Benites de por medio, como
uno de sus promotores. Indudablemente había, pues, hecho bien en proceder como
procedió, defendiendo subconscientemente los fueros de seriedad de la Iglesia,
y su conducta podía, en consecuencia, aparejar mérito suficiente para un premio
del Señor. Benites puso este recuerdo en medio, exactamente en medio, de todos
sus recuerdos, movido de una dialéctica singular e inextricable. Un sentimiento
de algo jamás registrado en su sensibilidad, y que le nacía del fondo mismo de
su ser, le anunció de pronto que se hallaba en presencia de Jesús. Tuvo
entonces tal cantidad de luz en su pensamiento, que le poseyó la visión entera
de cuanto fue, es y será, la conciencia integral del tiempo y del espacio, la
imagen plena y una de las cosas, el sentido eterno y esencial de las lindes. Un
chispazo de sabiduría le envolvió, dándole servida en una sola plana, la noción
sentimental y sensitiva, abstracta y material, nocturna y solar, par e impar,
fraccionaria y sintética, de su rol permanente en los destinos de Dios. Y fue
entonces que nada pudo hacer, pensar, querer ni sentir por sí mismo ni en sí
mismo exclusivamente. Su personalidad, como yo de egoísmo, no pudo sustraerse
al corte cordial y solidario de sus flancos. En su ser se había posado una nota
orquestal del infinito, a causa del paso de Jesús y su divina oriflama por la
antena mayor de su corazón. Después, volvió en sí y, al sentirse apartado del
Señor y condenado a errar al acaso, como número disperso, zafado de la armonía
universal, por una gris e incierta inmensidad, sin alba ni ocaso, un dolor
indescriptible y jamás experimentado le llenó el alma hasta la boca,
ahogándole, como si mascase amargos vellones de tinieblas, sin poderlas
siquiera ni pasar. Su tormento interior, la funesta desventura de su espíritu,
no era a causa del perdido paraíso, sino a causa de la expresión de tristeza
infinita que vio o sintió dibujarse en la divina faz del Nazareno, al llegar
ante sus pies. ¡Oh, qué mortal tristeza la suya, y cómo no la pudo contener ni el
vaso de dos bocas del Enigma! Por aquella gran tristeza, Benites sufría un
dolor incurable y sin orillas. —¡Señor! —murmuró Benites suplicante—. ¡Al
menos, que no sea tanta tu tristeza! ¡Al menos, que un poco de ella pase a mi
corazón! ¡Al menos, que las piedrecillas vengan a ayudarme a reflejar tu gran
tristeza! El silencio imperó en la extensión trascendental. —¡Señor! ¡Apaga la
lámpara de tu tristeza, que me falta corazón para reflejarla! ¿Qué he hecho de
mi sangre? ¿Dónde está mi sangre? ¡Ay, Señor! ¡Tú me la diste y he aquí que yo,
sin saber cómo, la dejé coagulada en los abismos de la vida, avaro de ella y
pobre de ella! Benites lloró hasta la muerte. — ¡Señor! ¡Yo fui el pecador y tu
pobre oveja descarriada! ¡Cuando estuvo en mis manos ser el Adán sin tiempo,
sin mediodía, sin tarde, sin noche y sin segundo día! ¡Cuando estuvo en mis
manos embridar y sujetar los rumores edénicos para toda eternidad y salvar lo
Absoluto en lo Cambiante! ¡Cuando estuvo en mis manos realizar mis fronteras
homogéneamente, como en los cuerpos simples, garra a garra, pico a pico, guija
a guija, manzana a manzana! ¡Cuando estuvo en mis manos desgajar los senderos a
lo largo y al través, por diámetros y alturas, a ver si así salía yo al
encuentro de la Verdad!... Empezó a callar el silencio por el lado de la nada.
—¡Señor! ¡Yo fui el delincuente y tu ingrato gusano sin perdón! ¡Cuando hasta
pude no haber nacido! ¡Cuando pude, al menos, eternizarme en los capullos y en
las vísperas! ¡Felices los capullos, porque ellos son las joyas natas de los
paraísos, aunque duerman en sus selladas entrañas, estambres escabrosos!
¡Felices las vísperas, porque ellas no han llegado y no han de llegar jamás a
la hora de los días definibles! ¡Yo pude ser solamente el óvulo, la nebulosa,
el ritmo latente e inmanente: Dios!... Estalló Benites en un grito de
desolación infinita, que luego de apagado, dejó al silencio mudo para siempre.
* * * Benites despertó bruscamente. La luz de la mañana inundaba la habitación.
Junto a la cama de Benites, estaba José Marino. —¡Qué buena vida, socio!
—exclamaba Marino, cruzándose los brazos—. ¡Las once del día y todavía en cama!
¡Vamos, vamos! ¡Levántese! Me voy esta tarde a Colca. Benites dio un salto:
—¿Usted a Colca? ¿Hoy se va usted a Colca? Marino se paseaba a lo largo de la
pieza, apurado. —¡Sí, hombre! ¡Levántese! ¡Vamos a arreglarnos de cuentas! Ya
Rubio nos espera en el bazar... Benites, sentado en su cama, tuvo un calofrío:
—Bueno. Me levanto en seguida. Tengo todavía un poco de fiebre, pero no
importa. —¿Fiebre, usted? ¡No friegue, hombre! ¡Levántese! ¡Levántese! Lo
espero en el bazar. Marino salió y Benites empezó a vestirse, tomando sus
precauciones de costumbre: medias, calzoncillo, camiseta, camisa, todo debía
adaptarse y servir al momento particular por el que atravesaba su salud. Ni
mucho abrigo ni poca ropa. A la una de la tarde, el caballo en que debía montar
José Marino esperaba ensillado a la puerta del bazar. Lo sujetaba por una soga
el sobrino del comerciante. Dentro del bazar se discutía a grandes voces y
entre carcajadas. Arregladas las cuentas entre Marino, Rubio y Benites, daban
la despedida al comerciante, sus dos socios, el cajero Machuca, el profesor
Zavala, el comisario Baldazari y místers Taik y Weiss. Las copas menudeaban.
Machuca, ya un tanto bebido, preguntaba zumbonamente a Marino: —¿Y con quién
deja usted a la Rosada? La Rosada era una de las queridas de Marino. Muchacha
de dieciocho años, hermoso tipo de mujer serrana, ojos grandes y negros y
empurpuradas mejillas candorosas, la trajo de Colca como querida un apuntador
de las minas. Sus hermanas, Teresa y Albina, la siguieron, atraídas por el
misterio de la vida en las minas, que ejercía sobre los aldeanos, ingenuos y
alucinados, una seducción extraña e irresistible. Las tres vinieron a Quivilca,
huidas de su casa. Sus padres —unos viejos campesinos miserables— las lloraron
mucho tiempo. En Quivilca, las muchachas se pusieron a trabajar, haciendo y
vendiendo chicha, obligándolas este oficio a beber y embriagarse frecuentemente
con los consumidores. El apuntador se disgustó pronto de este género de trabajo
de la Graciela y la dejó. A las pocas semanas, José Marino la hizo suya. En
cuanto a Albina y a Teresa, corrían en Quivilca muchos rumores. Marino, a las
preguntas repetidas de Machuca, respondió con desparpajo: —Juguémosla al
cachito, si usted quiere.¡Eso es! ¡Al cacho! ¡Al cacho! ¡Pero juguémosla entre
todos! —argumentó Baldazari. En torno al mostrador se formó un círculo. Todos,
y hasta el mismo Benites, estaban borrachos. Marino agitaba el cacho
ruidosamente, gritando: —¿Quién manda? Tiró los dados y contó, señalando con el
dedo y sucesivamente a todos los contertulios: —¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Usted
manda! Fue Leónidas Benites a quien tocó jugar el primero. —¿Pero qué jugamos?
—preguntaba Benites, cacho en mano. —¡Tire no más! —decía Baldazari—. ¿No está
usted oyendo que vamos a jugar a la Rosada? Benites respondió turbado, a pesar
de su borrachera: —¡No, hombre! ¡Jugar al cacho a una mujer! ¡Eso no se hace!
¡Juguemos una copa! Unánimes reproches, injurias y zumbas ahogaron los tímidos
escrúpulos de Leónidas Benites, y se jugó la partida. —¡Bravo! ¡Que pague una
copa! ¡El remojo de la sucesión! El comisario Baldazari se ganó al cacho a la
Rosada y mandó servir champaña. Machuca se le acercó, diciéndole: —¡Qué buena
chola se va usted a comer, comisario! ¡Tiene unas ancas así!... El cajero,
diciendo esto, abrió en círculo los brazos e hizo una mueca golosa y
repugnante. Los ojos del comisario también chispearon, recordando a la Rosada, y
preguntó a Machuca: —¿Pero dónde vive ahora? Hace tiempo que no la veo. —Por la
Poza. ¡Mándela traer ahora mismo! —¡No, hombre! Ahora no. Es de día. La gente
puede vernos. —¡Qué gente ni gente! ¡Todos los indios están trabajando!
¡Mándela traer! ¡Ande! —Además, no. Ha sido una broma. ¿Usted cree que Marino
va a soltar a la chola? Si se fuera para no volver, sí. Pero solo se va a Colca
por unos días... —¿Y eso qué importa? Lo ganado es ganado. ¡Hágase usted el
cojudo! ¡Es una hembra que da el opio! ¡A mí me gusta que es una barbaridad!
¡Mándela traer! ¡Además, usted es el comisario y usted manda! ¡Qué vainas! ¡Lo
demás son cojudeces! ¡Ande, comisario! —¿Y cree usted que va a venir? —¡Pero es
claro! —¿Con quién vive? —Sola, con sus hermanas, que son también estupendas.
Baldazari se quedó pensando y moviendo su foete. Unos minutos más tarde, José
Marino y el comisario Baldazari salieron a la puerta. —Anda, Cucho —dijo Marino
a su sobrino—, anda a la casa de las Rosadas y dile a la Graciela que venga
aquí, al bazar, que la estoy esperando, porque ya me voy. Si te pregunta con
quién estoy, no le digas quiénes están aquí. Dile que estoy solo, completamente
solo. ¿Me has oído? —Sí, tío. —¡Cuidado con que te olvides! Dile que estoy
solo, que no hay nadie más en el bazar. Deja el caballo. Amárralo a la pata del
mostrador. ¡Anda! ¡Pero volando! ¡Ya estás de vuelta!... Cucho amarró la punta
de la soga del caballo a una pata del mostrador y partió a hacer el mandado.
—¡Volando, volando! —le decían Marino y Baldazari. José Marino adulaba a todo
el que, de una u otra manera, podía serle útil. Su servilismo al comisario no
tenía límites. Marino le servía hasta en sus aventuras amorosas. Salían de
noche a recorrer los campamentos obreros y los trabajos en las minas, acompañados
de un gendarme. A veces, Baldazari se quedaba a dormir, de madrugada, en alguna
choza o vivienda de peones, con la mujer, la hermana o la madre de un
jornalero. El gendarme volvía entonces solo a la comisaría, y Marino,
igualmente solo, a su bazar. ¿Por qué las adulaciones del comerciante al
comisario? Las causas eran múltiples. Por el momento, el comerciante iba a
ausentarse y le había pedido al comisario el favor de supervigilar la marcha
del bazar, que quedaba a cargo del profesor Zavala, que estaba de vacaciones.
De otro lado, el comisario le estaba consumiendo ahora en gran escala en el
bazar, al propio tiempo que entrenaba a los otros a hacer lo mismo. Las tres de
la tarde y ya José Marino había vendido muchas botellas de champaña, de
cinzano, de coñac y de whisky... Pero todas estas no eran sino razones del
momento y muy nimias. Otras eran las de siempre y las más serias. El comisario
Baldazari era el brazo derecho del contratista José Marino, en punto a la
peonada y en punto a los gerentes de la "Mining Society". Cuando
Marino no podía con un peón, que se negaba a reconocerle una cuenta, a aceptar
un salario muy bajo o a trabajar a ciertas horas de la noche o de un día
feriado, Marino acudía al comisario, y este hacía ceder al peón con un carcelazo,
con la "barra" (suplicio original de las cárceles peruanas) o a
foetazos. Asimismo, cuando Marino no podía obtener directamente de místers Taik
y Weiss tales o cuales ventajas, facilidades o, en general, cualquier favor o
granjería, Marino acudía a Baldazari y este intervenía, con la influencia y
ascendiente de su autoridad, obteniendo de los patrones todo cuanto quería José
Marino. Nada, pues, de extraño que el comerciante estuviese ahora dispuesto a
entregar a su querida al comisario, ipso facto y en público. Al poco rato, la
Graciela aparecía en la esquina acompañada de Cucho. Los del bazar se
escondieron. Solamente José Marino apareció a la puerta, tratando de disimular
su embriaguez. —Pasa —dijo afectuosamente Marino a la Graciela—. Ya me voy.
Pasa. Te he hecho llamar porque ya me voy. La Graciela decía tímidamente: —Yo
creía que se iba usted a ir así nomás, sin decirme ni siquiera hasta luego. Una
repentina carcajada estalló en el bazar y todos los contertulios aparecieron de
golpe ante Graciela. Colorada, estupefacta, dio un traspié contra el muro. La
rodearon, unos estrechándole la mano, otros abrazándola y otros acariciándola
por el mentón. Marino le decía, desternillándose de risa: —Siéntate. Siéntate.
Es la despedida. ¡Qué quieres! ¡Los amigos! ¡Nuestros patrones! ¡Nuestro grande
y querido comisario! ¡Siéntate! ¡Siéntate! ¿Y qué tomas?... Cerraron a medias
la puerta y Cucho jaló de afuera la soga del caballo, sentándose en el quicio a
esperar. Cayó nieve. Varias veces vino gente a hacer compras en el bazar y se
iban sin atreverse a entrar. Una india de aire doloroso y apurada, llegó
corriendo. —¿Ahí está tu tío? —le preguntó jadeante a Cucho. —Sí, ahí está.
¿Para qué? —Para que me venda láudano. Estoy muy apurada, porque ya se muere mi
mama. —Pase usted, si quiere. —¿Pero quién sabe está con gente? —Está con
muchos señores. Pero entre usted, si quiere... La mujer vaciló y se quedó a la
puerta, esperando. Una angustia creciente se pintaba en su cara. Cucho, sin
soltar la soga del caballo, se entretenía en dibujar con el cabo de un lápiz
rojo, y en un pedazo de su cuaderno de la escuela, las armas de la patria. La
mujer iba y venía, desesperada y sin atreverse a entrar al bazar. Aguaitaba lo
que adentro sucedía, se ponía a escuchar y volvía a pasearse. Le preguntaba a
Cucho: —¿Quién está ahí? —El comisario. —¿Quién más? —El cajero, el ingeniero,
el profesor, los gringos... Están bien borrachos. Están tomando champaña.
—¡Pero oigo una mujer!... —La Graciela. —¿La Rosada? —Sí. Mi tío la ha mandado
llamar, porque ya se va. —¡Ay, Dios mío! ¿A qué hora se irán? ¿A qué hora se
irán?... La mujer empezó a gemir. —¿Por qué llora usted? —le preguntó Cucho.
—Ya se muere mi mama y don José está con gente... —Si quiere usted, lo llamaré
a mi tío, para que le venda... —Quién sabe se va a enojar... Cucho aguaitó
hacia adentro y llamó tímidamente: —¡Tío Pepe!... La orgía estaba en su colmo.
De la tienda salía un vocerío confuso, mezclado de risas y gritos y un tufo
nauseante. Cucho llamó varias veces. Al fin, salió José Marino. —¿Qué quieres,
carajo? —le dijo, irritado, a su sobrino. Cucho, al verle borracho y colérico,
dio un salto atrás, amedrentado. La mujer se hizo también a un lado. —Para que
venda usted láudano —murmuró Cucho, de lejos. —¡Qué láudano ni la puta que te
parió! —rugió José Marino, lanzándose furibundo sobre su sobrino. Le dio un
bofetón brutal en la cabeza y le derribó. —¡Carajo! —vociferaba el comerciante,
dándole de puntapiés—. ¡Cojudo! ¡Me estás jodiendo siempre! Algunos transeúntes
se acercaron a defender a Cucho. La mujer del láudano le rogaba a Marino,
arrodillada: —¡No le pegue usted, taita! Si lo ha hecho por mí. Porque yo le
dije. ¡Pégueme a mí, si quiere! ¡Pégueme a mí, si quiere!... Algunas patadas
cayeron sobre la mujer. José Marino, ciego de ira y de alcohol, siguió
golpeando al azar, durante unos segundos, hasta que salió el comisario y lo
contuvo. —¿Qué es esto, mi querido Marino? —le dijo, sujetándole por las
solapas. —¡Perdone, comisario! —respondía Marino, humildemente—. ¡Le pido mil
perdones! Ambos penetraron al bazar. Cucho yacía sobre la nieve, llorando y
ensangrentado. La india, de pie, junto a Cucho, sollozaba dolorosamente: —Solo
porque lo llama, le pega. ¡Solo por eso! ¡Y a mí también, solo porque vengo por
un remedio!... Apareció un indio mocetón llorando y a la carrera: —¡Chana!
¡Chana! ¡Ya murió mama! ¡Ven! ¡Ven! ¡Ya murió!... Y Chana, la india del
láudano, se echó a correr, seguida del indio y llorando. El caballo de José
Marino, espantado, había huido. Cucho, secándose las lágrimas y la sangre, lo
fue a buscar. Sabía muy bien que, de irse el caballo, "las nalgas ya no
serian suyas", como solía decir su tío cuando le amenazaba azotarle.
Volvió, felizmente, con el animal, y se sentó de nuevo a la puerta del bazar,
que continuaba entreabierta. Se agachó y aguaitó a hurtadillas. ¿Qué sucedía
ahora en el bazar? José Marino conversaba tras de la puerta, en secreto y copa
en mano, con míster Taik, el gerente de la "Mining Society". Le decía
en tono insinuante y adulador: —Pero, míster Taik: yo mismo, con mis propios
ojos, lo he visto... —Usted es muy amable, pero eso es peligroso —replicaba muy
colorado y sonriendo el gerente. —Sí, sí, sí. Míster Taik, decídase nomás. Yo
sé por qué le digo. Rubio es un enfermo. Ella (hablaban de la mujer de Rubio)
no lo quiere. Además, se muere por usted. Yo la he visto. El gerente sonreía
siempre: —Pero, señor Marino, puede saberlo Rubio... —Yo le aseguro que no lo
sabrá, míster Taik. Yo se lo aseguro con mi cuello. Marino bebió su copa y
añadió, decidido: —¿Quiere usted que yo me lleve a Rubio un día fuera de
Quivilca, para que usted aproveche? —Bueno, ya veremos. Ya veremos. Muchas
gracias. Usted es muy amable... —Tratándose de usted, míster Taik, ya sabe que
yo no reparo en nada. Soy su amigo, muy modesto, sin duda, muy humilde y muy
pobre, el último, quién sabe, pero amigo de veras y dispuesto a servirle hasta
con mi vida. Su pobre servidor, míster Taik. ¡Su pobre amigo! Marino se inclinó
largamente. En ese momento, míster Weiss, del otro extremo del bazar, llamaba
al comerciante: —¡Señor Marino! ¡Otra tanda de champaña!... José Marino voló a
servir las copas. Entretanto, la Graciela estaba ya borracha. José Marino, su
amante, la había dado a beber un licor extraño y misterioso, preparado por él
en secreto. Una sola copa de este licor la había embriagado. El comisario le
decía en voz baja y aparte a Marino: —¡Formidable! ¡Formidable! Es usted un
portento. Ya está más para la otra que para esta... —Y eso —respondía Marino,
jactancioso—, y eso que no le he puesto _ mucho de lo verde. De otro modo, ya
habría doblado el pico hace rato... Abrazaba a Baldazari, añadiendo: —Usted se
lo merece todo, comisario. Por usted todo. ¡No digo un "tabacazo"!
¡No digo una mujer! ¡Por usted, mi vida! Créalo. La Graciela, en los espasmos
producidos por el "tabacazo", cantaba y lloraba sin causa. Se paraba
de pronto y bailaba sola. Todos hacían palmas, entre risas y requiebros. La
Graciela, con una copa en la mano, decía, bamboleándose y sin pañolón: —¡Yo soy
una pobre desgraciada! ¡Don José! ¡Venga usted! ¿Quién es usted para mí?
¡Hágame el favor! Yo solo soy una pobre y nada más... Las risas y los gritos
aumentaban. José Marino, del brazo del comisario, le dijo entonces a la
Graciela, como a una ciega, y ante todos los contertulios: —¿Ves? Aquí está el
señor comisario, la autoridad, el más grande personaje de Quivilca, después de
nuestros patrones, místers Taik y Weiss. ¿Lo ves aquí, con nosotros? La
Graciela, los ojos velados por la embriaguez, trataba de ver al comisario. —Sí.
Lo veo. Sí. El señor comisario. Sí... —Bueno. Pues el señor comisario va a
encargarse de ti mientras mi ausencia. ¿Me entiendes? Él verá por ti. Él hará
mis veces en todo y para todo... Marino, diciendo esto, hacía muecas de burla y
añadía: —Obedécele como a mí mismo. ¿Me oyes? ¿Me oyes, Graciela?... La
Graciela respondía, la voz arrastrada y casi cerrando los ojos: —Sí... Muy
bien... Muy bien... Después vaciló su cuerpo y estuvo a punto de caer. El
cajero Machuca soltó una risotada. José Marino le hizo señas de callarse y
guiñó elojo a Baldazari, significándole que la melaza estaba en punto. Los
demás, en coro, le decían a media voz a Baldazari: —¡Ya comisario! ¡Entre
nomás! ¡Éntrele!... El comisario se limitaba a reír y a beber. Graciela,
agarrándose del mostrador para no caer, fue a sentarse, llamando a grandes
voces: —¡Don José! ¡Venga usted a mi lado! ¡Venga usted!... José Marino insinuó
de nuevo a Baldazari que se acercase a la Rosada. Baldazari volvió, por toda
respuesta, a beber otra copa. A los pocos instantes, Baldazari se encontraba
completamente borracho. Hizo servir varias veces champaña. Los demás estaban,
asimismo, ebrios y en una inconsciencia absoluta. Rubio hablaba de política
internacional a gritos con míster Taik y, de otro lado, el profesor Zavala,
Leónidas Benites y míster Weiss se abrazaban en grupo. José Marino y el
comisario Baldazari rodeaban siempre a la Graciela. Un momento, la Rosada
abrazó a Marino, pero este se escabulló suavemente, poniendo en su lugar a
Baldazari en los brazos de Graciela. La muchacha se dio cuenta y apartó
bruscamente al comisario: —¡Besa al señor comisario! —le ordenó entonces
Marino, irritado. —¡No! —respondió Graciela enérgicamente y como despertando.
—¡Déjela! —dijo Baldazari a Marino. Pero el contratista de peones estaba ya
colérico e insistió: —¡Besa al señor comisario te he dicho, Graciela! —¡No!
¡Eso, nunca! ¡Nunca, don José! —¿No le besas? ¿No cumples lo que yo te ordeno?
¡Espérate! — gruñó el comerciante y se fue a preparar otro
"tabacazo". Al venir la noche, cerraron herméticamente la puerta y el
bazar quedó sumido en las tinieblas. Todos los contertulios —menos Benites, que
se había quedado dormido— conocieron entonces, uno por uno, el cuerpo de
Graciela. José Marino primero y Baldazari después, habían brindado a la
muchacha a sus amigos, generosamente. Los primeros en gustar de la presa
fueron, naturalmente, los patrones místers Taik y Weiss. Los otros personajes
entraron luego a escena, por orden de jerarquía social y económica: el
comisario Baldazari, el cajero Machuca, el ingeniero Rubio y el profesor
Zavala. José Marino, por modestia, galantería o refinamiento, fue el último. Lo
hizo en medio de una batahola demoníaca. Marino pronunciaba en la oscuridad
palabras, interjecciones y gritos de una abyección y un vicio espeluznantes. Un
diálogo espantoso sostuvo, durante su acto horripilante, con sus cómplices. Un
ronquido, sordo y ahogado, era la única seña de vida de Graciela. José Marino
lanzó, al fin, una carcajada viscosa y macabra... Y, cuando encendieron luz en
el bazar, viose botellas y vasos rotos sobre el mostrador, champaña derramado
por el suelo, piezas de tejidos deshechas al azar, y las caras, macilentas y
sudorosas. Una que otra mancha de sangre negreaba en los puños y cuellos de las
camisas. Marino trajo agua en un lavador para lavarse las manos. Mientras se
estaban lavando, todos en círculo, sonó un tiro de revólver, volando el lavador
por el techo. Una carcajada partió de la boca del comisario, que era quien
había tirado. —¡Para probar mis hombres! —dijo Baldazari, guardando su
revólver—. Pero veo que todos han temblado. Leónidas Benites despertó. —¿Y la
Graciela? —interrogó, restregándose los ojos—. ¿Ya se fue?... Míster Taik,
limpiando sus lentes, dijo: —Señor Baldazari: hay que despertarla. Me parece
que debe irse ya a su rancho. Ya es de noche. —Sí, sí, sí —dijo el comisario,
poniéndose serio—. ¡Hay que despertarla; usted, Marino, que es siempre el
hombre! —¡Ah! —exclamó el comerciante—. Eso va a ser difícil. Contra el
"tabacazo" no hay otro remedio sino el sueño. —Pero, de todos modos
—argumentó Rubio—, no es posible dejarla botada así, en el suelo... ¿No le
parece, míster Taik? —¡Oh, sí, sí! —decía el gerente, fumando su pipa. Leónidas
Benites se acercó a Graciela, seguido de los demás. La Rosada yacía en el
suelo, inmóvil, desgreñada, con las polleras en desorden y aún medio
remangadas. La llamaron, agitándola fuertemente y no dio señales de despertar.
Trajeron una vela. Volvieron a llamarla y a moverla. Nada. Seguía siempre
inmóvil. José Marino puso la oreja sobre el pecho de la moza y los otros
esperaron en silencio. —¡Carajo! —exclamó el comerciante, levantándose—. ¡Está
muerta!... —¿Muerta? —preguntaron todos, estupefactos—. ¡No diga usted
disparates! ¡Imposible! —Sí —repuso en tono despreocupado el amante de
Graciela—. Está muerta. Nos hemos divertido. Míster Taik dijo entonces en voz
baja y severa: —Bueno. Que nadie diga esta boca es mía. ¿Me han oído? ¡Ni una
palabra! Ahora hay que llevarla a su casa. Hay que decir a sus hermanas que le
ha dado un ataque y que la dejen reposar y dormir. Y mañana, cuando la hallen
muerta, todo estará arreglado... Los demás asintieron y así se hizo. A las diez
de la noche, José Marino montó a caballo y partió a Colca. Y, al día
subsiguiente, se enterró a Graciela. En primera fila del cortejo fúnebre iba el
comisario de Quivilca, acompañado de Zavala, de Rubio, de Machuca y de Benites.
De lejos, seguía el cortejo Cucho, el sobrino del amante de la muerta. Todos
los del bazar volvieron del cementerio tranquilos y conversando
indiferentemente. Solo Leónidas Benites estaba muy pensativo. El agrimensor era
el único de los del bazar en quien la muerte de Graciela dejó cierto pesar y
hasta cierto remordimiento. En conciencia, sabía Benites que la Rosada no había
fallecido de muerte natural. Verdad es que él no vio nada de lo que ocurrió con
Graciela en la oscuridad, por haberse quedado profundamente dormido; pero lo
sospechaba todo, aunque solo fuese de modo oscuro y dudoso. Benites, de regreso
del entierro, se encerró en su cuarto, arrepentido de la escena del bazar, cosa
a la que no estaba acostumbrado y que, en principio, le repugnaba, y se tendió
en su cama a meditar. Después, se quedó dormido. Por la tarde de ese mismo día,
se presentaron de pronto en el escritorio del gerente de la "Mining
Society", míster Taik, las dos hermanas de la muerta, Teresa y Albina.
Venían llorando. Otras dos indias, chicheras también, como las Rosadas, las
acompañaban. Albina y Teresa pidieron audiencia al patrón y, tras de una breve
espera, fueron introducidas ante el yanqui, a quien acompañaba a la sazón su
compatriota, el subgerente, míster Weiss. Ambos chupaban sus pipas. —¿Qué se
les ofrece? —preguntó secamente míster Taik. —Aquí, patrón —dijo Teresa,
llorando—, venimos porque todos dicen en Quivilca que a la Graciela la han
matado y que no se ha muerto ella. Nos dicen que es porque la emborracharon en
el bazar. Por eso. Y que usted, patroncito, debe hacernos justicia. Cómo ha de
ser, pues, que maten así a una pobre mujer y que todo se quede así nomás... El
llanto no la dejó continuar. Míster Taik se apresuró a contestar, enojado:
—¿Pero quién dice eso? —Todos, señor, todos... —¿Han ido ustedes a quejarse al
comisario? —Sí, patrón. Pero él nos dice que son habladurías y nada más, y que
no es cierto. —¿Entonces? Si así les ha contestado el señor comisario, ¿a qué
vienen ustedes aquí y por qué siguen creyendo tonterías y chismes imbéciles?
Déjense de zonceras y váyanse a su casa tranquilas. La muerte es la muerte y el
resto son necedades y lloriqueos inútiles... ¡Váyanse! ¡Váyanse! —añadió
paternalmente míster Taik, disponiéndose él también a salir. —¡Váyanse!
—repitió, también en tono protector, míster Weiss, chupando su pipa y
paseándose—. No hagan caso de tonterías. Váyanse. No estamos para cantaletas y
majaderías. Hagan el favor... Los dos patrones, llenos de dignidad y
despotismo, indicaron la puerta a las Rosadas, pero Teresa y Albina, cesando de
llorar, exclamaron, a la vez, airadas: —¡Solo porque son patrones! ¡Por eso hacen
lo que quieren y nos botan así, solo porque venimos a quejamos! ¡Han matado a
mi Graciela! ¡La han matado! ¡La han matado!... Vino un sirviente y las hizo
salir de un empellón. Las dos muchachas se alejaron protestando y llorando,
seguidas de las otras chicheras, que también protestaban y lloraban.
II
José Marino fue a Colca por urgentes
negocios. En Colca tenía otro bazar, que corría de ordinario a cargo de su
hermano menor, Mateo. Los hermanos Marino tenían, además, en Colca, la agencia
de enganche de peones para los trabajos de las minas de Quivilca. En suma, la
firma "Marino Hermanos" consistía, de una parte, en los bazares de
Colca y de Quivilca, y, de otra, en el enganche de peones para la "Mining
Society". La "Mining Society" celebró un contrato con
"Marino Hermanos", cuyas estipulaciones principales eran las
siguientes: "Marino Hermanos" tomaban la exclusiva de proporcionar a
la empresa yanqui toda la mano de obra necesaria para la explotación minera de
Quivilca y, en segundo lugar, tomaban, asimismo, la exclusiva del
abastecimiento y venta de víveres y mercaderías a la población minera de
Quivilca, como medio de facilitar el enganche y reenganche de la peonada.
"Marino Hermanos", de este modo, se constituían en intermediarios, de
un lado, como verdaderos patrones de los obreros y, de otro lado, como agentes
o instrumentos al servicio de la empresa norteamericana. Este contrato con la
"Mining Society" estaba enriqueciendo a los hermanos Marino con una
rapidez pasmosa. De simples comerciantes en pequeño, que eran en Colca, antes
de descubrirse las minas de Quivilca, se habían convertido en grandes hombres
de finanza, cuyo nombre empezaba a ser conocido en todo el centro del Perú. El
solo movimiento de mercaderías de sus bazares de Colca y Quivilca representaba
respetables capitales. En el momento en que José Marino venía a Colca, después
de la jarana y la muerte de Graciela, en el bazar de Quivilca, "Marino
Hermanos" iban a decidir de la compra de unos yacimientos auríferos en una
hoya del Huataca. Tal era el principal motivo del viaje de José Marino a Colca.
Pero, el mismo día de su llegada, por la noche, después de comer, la atención
de los hermanos Marino, en el curso de una larga conferencia, fue de pronto y
preferentemente atraída hacia diversas cuestiones relativas al enganche de
peones para Quivilca. Antes de su partida de Quivilca, José Marino había tenido
acerca de este asunto una extensa conversación con míster Taik. La oficina de
la "Mining Society" en Nueva York exigía un aumento en la extracción
de tungsteno de todas sus explotaciones del Perú y Bolivia. El sindicato minero
hacía notar la inminencia en que se encontraban los Estados Unidos de entrar en
la guerra europea y la necesidad consiguiente para la empresa, de acumular en
el día un fuerte stock de metal, listo para ser transportado, a una orden
telegráfica de Nueva York, a los astilleros y fábricas de armas de los Estados
Unidos. Míster Taik le había dicho secamente a José Marino: —Usted me pone,
antes de un mes, cien peones más en las minas... —Haré, míster Taik, lo que yo
pueda —respondió Marino. —¡Ah, no! No me diga usted eso. Usted tiene que
hacerlo. Para los hombres de negocio, no hay nada imposible... —Pero, míster
Taik, fíjese que ahora es muy difícil traer peones desde Colca. Los indios ya
no quieren venir. Dicen que es muy lejos. Quieren mejores salarios. Quieren
venirse con sus familias. El entusiasmo de los primeros tiempos ha pasado...
Míster Taik, sentado rígidamente ante su escritorio, y después de chupar su
pipa, puso fin a los alegatos de José Marino diciendo con implacable decisión:
—Bueno. Bueno. Cien peones más dentro de un mes. Sin falta. Y míster Taik salió
solemnemente de su oficina. José Marino, caviloso y vencido, lo siguió a pocos
pasos. Pero un diálogo tal — dicho sea de paso—, lejos de enfriar la amistad
—si amistad era eso — entre ambos hombres, la afianzó más. José Marino volvió
al bazar, y en lo primero que pensó fue en hacer venir por medio de un amigo,
el cajero Machuca, a míster Taik, a la reunión de despedida al comerciante.
—Tráigame a míster Taik y a míster Weiss. —Va a ser dificil. —No, hombre. Vaya
usted a traerlos. Hágalo como cosa suya, y que no se den cuenta que yo se lo he
dicho. Dígales que solo van a estar unos minutos. —Va a ser imposible. Están los
gringos trabajando. Usted sabe que solo vienen al bazar en la tarde. —No,
hombre. Vaya usted nomás. Ande, querido cajero. Además, ya va a ser hora de
almuerzo... Machuca fue y logró hacer venir a los dos yanquis. Entonces José
Marino se deshizo en reverencias y atenciones para míster Taik, lo que,
naturalmente, no modificó en nada las exigencias de la "Mining
Society" en orden al tungsteno destinado a los Estados Unidos y a la
guerra mundial. —Una vez en el bazar —refería José Marino a su hermano en Colca—,
volví a hablarle al gringo sobre el asunto y volvió a decirme que no eran cosas
suyas, y que él tenía que cumplir las órdenes del sindicato, muy a su pesar.
—Pero, entonces —argumentaba Mateo—, ¿qué vamos a hacer ahora? En Quivilca
mismo, o en los alrededores, no será posible encontrar indios salvajes. ¿Y los
soras? —¡Los soras! —dijo José, burlándose—. Hace tiempo que metimos a los
soras a las minas y hace tiempo también que desaparecieron. ¡Indios brutos y
salvajes! Todos ellos han muerto en los socavones, por estúpidos, por no saber
andar entre las máquinas... —¿Entonces? —volvió a preguntarse con angustia
Mateo—. ¿Qué se puede hacer? ¿Qué podemos hacer? —¿Cuántos peones hay
socorridos? —preguntó, a su vez, José. Mateo, hojeando los libros y los talonarios
de los contratos, decía: —Hay , que debían haber partido a Quivilca este mes,
antes del . —¿Los has hecho llamar? ¿Qué dicen? —He visto a algunos, a nueve de
ellos, hace quince días, más o menos, y me prometieron salir para Quivilca a
fines de la semana pasada. Si no lo han hecho, habría que ir a verlos de nuevo
y obligarlos a salir. —¿Está aquí el subprefecto? —Sí; aquí está, precisamente.
—Bueno. Entonces, no hay más que pedirle dos soldados mañana mismo, para ir por
los cholos inmediatamente. ¿Dónde viven? Mira en el talonario... Mateo hojeó de
nuevo el talonario de los contratos, recitando, uno por uno, los nombres de los
peones contratados y sus domicilios. Luego dijo: —Al Cruz, al Pío, al viejo
Grados y al cholo Laurencio, se les pude ir a ver mañana juntos. De Chocoda se
puede pasar a Conra y después a Cunguay, de un solo tiro... José replicó de
prisa: —No, no, no. Hay que verlos a todos mañana mismo, a los nueve que tú
dices, aunque sea de noche o a la madrugada... —Bueno. Sí. Naturalmente. Claro
que se les puede ver. A los gendarmes les damos su sol a cada uno, su buen
cañazo, su coca y sus cigarros y ya está... —¡Claro! ¡Claro! —exclamaba José,
en tono decidido. Ambos se paseaban en el cuarto, calzados de botas amarillas,
un enorme pañuelo de seda al cuello y vestidos de "diablo-fuerte".
Los hermanos Marino eran originarios de Moliendo. Hacía unos doce años que
fueron a establecerse a la sierra, empezando a trabajar en Colca, en una
tienducha, situada en la calle del Comercio, donde ambos vivían y vendían unos
cuantos artículos de primera necesidad: azúcar, jabón, fósforos, kerosene, sal,
ají, chancaca, arroz, velas, fideos, té, chocolate y ron. ¿Con qué dinero
empezaron a trabajar? Nadie, en verdad, lo sabía a ciencia cierta. Se decía
solamente que en Moliendo trabajaron como cargadores en la estación del
ferrocarril y que allí reunieron cuatrocientos soles, que fue todo el capital
que llevaron a la sierra. ¿Cómo y cuándo pasaron de la conducta o contextura
moral de proletarios, a la de comerciantes o burgueses? ¿Siguieron, acaso — una
vez de propietarios de la tienda de Colca—, siendo en los basamentos sociales
de su espíritu, los antiguos obreros de Moliendo? Los hermanos Marino saltaron
de clase social una noche de junio de . La metamorfosis fue patética. El brinco
de la historia fue cruento, coloreado y casi geométrico, a semejanza de ciertos
números de fondo de los circos. Era el santo del alcalde de Colca y los Marino
fueron invitados, entre otros personajes, a comer con el alcalde. Era la primera
vez que se veían solicitados para alternar con la buena sociedad de Colca. La
invitación les cayó tan de lo alto y en forma tan inesperada, que los Marino,
en el primer momento, reían en un éxtasis medio animal y dramático, a la vez.
Porque era el caso que ni uno ni otro tenía el valor de hacer frente a tamaña
empresa. Ni José ni Mateo querían ir al banquete, de vergüenza de sentirse en
medio de aristócratas. Sus pulmones proletarios no soportarían un aire
semejante. Y tuvieron, a causa de esto, una disputa. José le decía a Mateo que
fuese él a la fiesta, y viceversa. Lo decidieron por medio de la suerte en un
centavo: cruz o cara. Mateo fue a la comida del alcalde. Se puso su vestido de
casimir, su sombrero de paño, camisa con cuello y puños de celuloide, corbata y
zapatos nuevos de charol. Mateo se sintió elegante y aun estuvo a punto de
sentirse ya burgués, de no empezar a ajustarle y dolerle mucho los zapatos.
Primera vez que se los ponía y no tenía otro par digno de aquella noche. Mateo
dijo entonces, sentándose y con una terrible mueca de dolor: —Yo no voy. Me
duelen mucho. No puedo casi dar paso... José le rogó: —¡Pero fíjate que es el
alcalde! ¡Fíjate el honor que vas a tener de comer con su familia y el
subprefecto, los doctores y lo mejor de Colca! ¡Anda! ¡No seas zonzo! Ya verás
que si vas al banquete, nos van a invitar siempre, a todas partes, el juez, el
médico y hasta el diputado, cuando venga. Y seremos nosotros también
considerados después como personas decentes de Colca. De esta noche depende
todo. Y vas a ver. Todo está en entrar en la sociedad, y el resto ya vendrá: la
fortuna, los honores. Con buenas relaciones, conseguiremos todo. ¿Hasta cuándo
vamos a ser obreros y mal considerados?... Ya se hacía tarde y se acercaba la
hora del banquete. Tras de muchos ruegos de José, Mateo, sobreponiéndose al
dolor de sus zapatos, afrontó el heroísmo de ir a la fiesta. Mateo sufría lo
indecible. Iba cojeando, sin poderlo evitar. Al entrar a los salones del
alcalde, entre la multitud de curiosos del pueblo, con algo tropezó el pie que
más le apretaba y le dolía. Casi da un salto de dolor, en el preciso instante
en que la mujer del alcalde aparecía a recibirle a la puerta. Mateo Marino
transformó entonces y sin darse cuenta cómo, su salto de dolor, en una
genuflexión mundana, improvisada e irreprochable. Mateo Marino saludó con
perfecta corrección: —¡Señora, tanto honor!... Estrechó la mano de la alcaldesa
y fue a tomar asiento, con paso firme, desenvuelto y casi flexible. El puente
de la historia, el arco entre clase y clase, había sido salvado. La mujer del
alcalde le decía, días después, a su marido: —¡Pero resulta que Marino es un
encanto! Hay que invitarle siempre. En Colca no tenían los Marino más familia
que Cucho, hijo de Mateo y de una chichera que huyó a la costa con otro amante.
Mateo vivía ahora en una gran casa, que comunicaba con el bazar, ambos —casa y
establecimiento— de propiedad de la firma "Marino Hermanos". Allí, en
una de las habitaciones de esa casa, estaban ahora conferenciando acerca de sus
negocios y proyectos. —¿Y cómo dejas los asuntos en Quivilca? —preguntó más
tarde Mateo a su hermano. —Así, así... Los gringos son terribles. Míster Taik,
sobre todo, no se casa ni con su abuela. ¡Qué hombre! Me tiene hasta las
orejas. —Pero, hermano, hay que saber agarrarlo... —¡Agarrarlo! ¡Agarrarlo!
—repitió José con sorna y escepticismo —. ¿Tú piensas que yo no [he] ensayado
ya mil formas de agarrarlo?... Los dos gringos son unos pendejos. Casi todos
los días los hago venir a los dos al bazar, valiéndome de Machuca, de Rubio, de
Baldazari. Vienen. Se bebe. Yo les invito casi siempre. Con frecuencia, los
meto con mujeres. Nos vamos de juerga al campamento de peones. Muchas veces,
los invito a comer. En fin... Hasta de alcahuete les sirvo... —¡Eso es! ¡Así
hay que hacerlo! —¿Sabes la que le he metido en la cabeza a míster Taik? —le
dijo José riendo—. Como yo sé que es un mujerero endemoniado, le he dicho que
la mujer de Rubio se muere por él. Se lo he dicho el día de mi viaje, porque
como acababa de joderme con la cuestión de los peones, yo quise engatusármelo
así, para que se ablandara y retirase su exigencia de los cien peones para este
mes... —¿Y qué resultó? —Nada. El gringo solo se reía como un idiota. Más a
más, casi me oye y se da cuenta Rubio. Después, quise emborracharlo y tampoco
se ablandó. Por último, llamé a Baldazari y le dije que viese la manera de
tocarle el punto a lo disimulado. Pero tampoco hubo manera de agarrarlo. Con
Baldazari se hacía el cojudo. ¡Total, nada! —¿Pero, en verdad, está la mujer de
Rubio enamorada de él, o tú le sacaste esa? —¡Qué va a estar enamorada, hombre!
Yo se le saqué esa solo por halagarlo y por ver qué resultaba. Si el gringo se
hubiera entusiasmado, la mujer de Rubio y Rubio mismo se habrían hecho de la vista
gorda. Tú conoces ya lo que es Rubio: con tal de sacar algo, vende hasta a su
mujer... —Bueno —dijo Mateo—. Hay que dormir ya. Tú estás rendido y mañana
tenemos mucho que hacer... ¡Laura! —gritó, parándose en la puerta del cuarto.
—¡Ahí voy, señor! —respondió Laura desde la cocina. Laura, una india rosada y
fresca, bajada de la puna a los ocho años y vendida por su padre, un mísero
alparcero, al cura de Colca, fue traspasada, a su vez, por el párroco a una
vieja hacendada de Sonta, y luego, seducida y raptada, hacía dos años, por
Mateo Marino. Laura desempeñaba en casa de "Marino Hermanos" el
múltiple rol de cocinera, lavandera, ama de llaves, sirvienta de mano y querida
de Mateo. Cuando José venía de Quivilca, por pocos días, a Colca, Laura solía
acostarse también con él, a escondidas de Mateo. Este, sin embargo, lo había
sospechado y, más aun, últimamente, de la sospecha, pasó a la certidumbre. Pero
el juego de Laura no parecía incomodar a "Marino Hermanos". Al
contrario, los brazos de la criada parecían unirlos y estrecharlos más
hondamente. Lo que en otros habría encendido celos, en "Marino
Hermanos" avivó la fraternidad. Cuando Laura entró al cuarto donde estaban
los Marino, estos la observaron de reojo y largamente: José, con apetito, y Mateo,
un tanto receloso. Mientras Laura sirvió la comida, los dos hermanos no la
habían hecho caso, absorbidos como estaban por los negocios. Pero ahora, que
venía el sueño y se acercaba el instante de la cama, Laura despertó de pronto
una viva atención en "Marino Hermanos". —¿Ya está lista la cama de
José? —le preguntó Mateo. —Ya, señor —respondió Laura. —Bueno. ¿Has dado de
comer al caballo? —Sí, señor. Le he echado un tercio de alfalfa. —Bueno. Ahora,
más tarde, cuando se enfríe más, le quitas la montura y le echas otro tercio.
—Muy bien, señor. —Y bien de mañana, anda donde el tuerto Lucas y dile que vaya
a traerme la mula negra. Dile que esté aquí, a lo más, a las nueve de la
mañana. Sin falta. Porque tengo que ir a la chacra... —Muy bien, señor. ¿No
necesitan otra cosa? —No. Puedes ir a acostarte. Laura hizo un gesto de
sumisión. —Buenas noches, señores —dijo y salió inclinada. —Buenas noches. Los
hermanos Marino miraron largamente el esbelto y robusto cuerpo de Laura, que se
alejaba a paso tímido, las polleras granates cubriéndole hasta los tobillos, la
cintura cadenciosa y ceñida, los hombros altos, el pelo negro y en trenzas
lacias, el porte seductor. Las camas de José y de Mateo estaban en un mismo
cuarto. Una vez los dos acostados y apagada la vela, reinó en toda la casa un
silencio completo. Ni uno ni otro tenían sueño, pero los dos fingieron quedar
dormidos. ¿Cavilaban en los negocios? No. Cavilaban en Laura, que estaba ahora
haciendo su cama en la cocina. Se oyó de pronto unos pasos de la muchacha.
Después, un leve ruido del colchón de paja, al ser desdoblado. Luego, Laura,
poniéndose a remendar un zapato, se compuso el pecho. ¿En qué pensaba, por su
parte, Laura? ¿En ir a desensillar el caballo y echarle el otro tercio? No.
Laura pensaba en "Marino Hermanos". Laura, por haber vivido, desde su
niñez, la vida de provincia, se había afinado un poco, tomando muchos hábitos y
preocupaciones de señorita aldeana. Sabía leer y escribir. Con lo poco que le
daba Mateo, se compraba secretamente aretes y vinchas, pañuelos blancos y
medias de algodón. También se compró un día una sortija de cobre y unos zapatos
con taco. Uno que otro domingo iba a misa, bien temprano, antes que se
levantase su patrón y amante. Y Laura, sobre todo, se había impregnado de un
erotismo vago y soñador. Tenía veinte años. ¿Quiso alguna vez a un hombre?
Nunca. Pero habría querido querer. Por su patrón sentía más bien odio, aunque
este odio anduviese disfrazado, dorado o amordazado por un sentimiento de
vanidad de aparecer como la querida del señor Mateo Marino, uno de los más
altos personajes de Colca. Pero, el odio existía. Íntimamente, Laura
experimentaba repugnancia por su patrón, cuarentón colorado, medio legañoso,
redrojo, grosero, sucio, tan avaro como su hermano y que, por su parte, tampoco
sentía el menor afecto por su cocinera. Cuando había gente en casa de
"Marino Hermanos", Mateo ostentaba un desprecio encarnizado e
insultante por Laura, a fin de que nadie creyese lo que todo el mundo creía:
que era su querida. Y esto le dolía profundamente a Laura. Con José, otras eran
sus relaciones. Como José no podía poseerla por la fuerza y a la descubierta,
puesto que su hermano estaba con ella, la venció y la retenía con la astucia y
el engaño. José la hizo entender que Mateo era un tonto, que no la quería y que
haría con ella, a la larga, lo que hizo con la madre de Cucho: someterla a la
miseria, obligándola a escaparse con el primer venido. Le dijo, de otro lado,
que él, José, en cambio, la amaba mucho y la haría su "querida de
asiento" el día en que Mateo la abandonase. Además, José, contrariamente a
lo que hacía Mateo — que nunca prometió a Laura nada—, le prometía siempre
darle dinero, aunque nunca, en realidad, le dio nada. En resumen, José sabía
engañarla, halagándola y mostrándose apasionado, cosa esta que Laura no
advirtió nunca en Mateo. El propio género de relaciones culpables que los unía,
azuzaba, de una parte, a José a no ser seco y brutal como su hermano, y de otra
parte, a Laura — mujer, al fin— a sostener y prolongar indefinidamente este
juego con "Marino Hermanos". En ello había también en Laura mucho de
venganza a los desprecios de Mateo. Con todo, y examinando las cosas en
conjunto, tampoco amaba Laura a José Marino, ni mucho menos. Ella no sabía, de
otro lado, si, en el fondo, le detestaba tanto como a su hermano. Pero, en todo
caso, sentía que lo que había entre ella y José era algo muy inconsistente,
difuso, frágil, insípido. Muchas veces, pensándolo, Laura se daba cuenta de que
no sentía nada por este hombre. Y, si más lo pensaba, llegaba a apercibirse, en
fin, de que le odiaba... En esto meditaba Laura, remendando su zapato. Los
hermanos Marino, en sus camas, meditaban, el uno, José, ansiosamente, en Laura,
y el otro, Mateo, con cierto malestar, en Laura y en José. Este quería ir a la
cocina. Mateo no quería que José pudiera ir a la cocina. José esperaba que
Mateo se quedase dormido. Aun cuando estaba convencido de que Mateo lo sabía
todo, estaba también ahora convencido de que Mateo se haría el desentendido y
de que tendría que quedarse, tarde o temprano, dormido. Sin embargo, las
suposiciones de José no correspondían del todo a la realidad del pensamiento y
la voluntad de Mateo. Por primera vez, esta noche, Mateo sentía una especie de
celos vagos e imprecisos. A Mateo, en verdad, le dolía que José fuese a la
cocina. ¿Por qué? ¿Por qué esta noche tales reparos y no las otras veces?...
Pasó largo rato, las cosas así en la cabeza de Laura y en la doble cabeza de
"Marino Hermanos". Estos oyeron luego que Laura salía a desensillar
el caballo y a echarle el otro tercio de alfalfa. El ruido de sus pasos era
blando, casi aterciopelado y voluptuoso, pues Laura llevaba zapatos llanos.
Oyéndola, el deseo se avivó en José. Le vino entonces ganas de tragar saliva y
no lo pudo evitar. Mateo, oyendo la deglución salival de su hermano, se aseguró
entonces de que este desvelaba y sus resquemores se avivaron. Laura volvió a la
cocina y cerró de golpe la puerta. Los hermanos Marino se estremecieron. ¿Qué
quería decir esa manera brusca de cerrar la puerta? José se dijo que se trataba
de un signo tácito, con el cual Laura quería indicarle que pensaba en él y que
la noche era propicia a los idilios. Mateo dudaba entre esto que se decía José
y la idea de que, con aquel portazo, Laura trataba, por el contrario, de
significarle a él, Mateo, su decisión resuelta e inalterable de guardarle
fidelidad. Pero José ya no podía contener sus instintos. Se dio una vuelta
violenta en la cama. Después se oyó el ruido del colchón de paja, cuando el
joven cuerpo de la cocinera cayó y se alargó sobre él. El deseo poseyó entonces
por igual a ambos hombres. Los lechos se hacían llamas. Las sábanas se
atravesaban caprichosamente. La atmósfera del cuarto se llenó de imágenes...
José y Mateo Marino se hallaron, un instante, de espaldas uno al otro, sin
saberlo... Mateo saltó de repente de su cama, y José, al oírle, sintió que le
subía la sangre de golpe a la cabeza. ¿Dónde iba Mateo? Un celo violento de
animal poseyó a José. Mateo tiró suavemente la puerta y salió descalzo al corredor.
Mateo sabía que su hermano lo estaba oyendo todo, pero él era, al fin y al
cabo, el dueño oficial de esa mujer y el deseo le tenía trastornado. José oyó
luego que Mateo rasguñaba la puerta de la cocina, rasguño en el que Laura
reconoció a su amante de todos los días. La rabia le hacía a José castañetear
los dientes, de pie y pegada la oreja a la puerta del dormitorio fraternal.
¿Abriría Laura? Esta misma vaciló un instante en abrir. Hasta el propio Mateo
dudó de si Laura le recibiría. Mas, al fin, habló y triunfó en la cocinera el
sentimiento de esclavitud al patrón "de asiento". Cuando ya Laura
empezó a deslizarse lentamente del colchón de paja, de puntillas y en la
oscuridad, Mateo, a quien la demora de Laura enardecía hasta hacerle perder la
conciencia, volvió a rasguñar la puerta, esta vez ruidosamente. Laura tropezó,
por la prisa, en el batán de la cocina, y se oyó un porrazo en el suelo.
Después se abrió la puerta y Mateo, temblando de ansiedad, entró. José se había
apercibido de toda esta escena en sus menores detalles y tornó a su cama. El
dolor de su carne sedienta y la idea que se hacía de lo que pasaba en esos
momentos entre Laura y su hermano, le hacían retorcerse angustiosamente entre
las sábanas y le arrancaban ahogados rugidos de bestia envenenada. Lo que
sucedió en la cocina fue en el suelo. Laura acababa de caer junto al batán y se
luxó la muñeca de una mano, un hombro y una cadera. Gemía en silencio y la
muñeca le sangraba. Pero nada pudo embridar los instintos de Mateo. Al
comienzo, la tomó la mano, acariciándola y lamiendo la sangre. Un momento
después, apartó brutalmente la muñeca herida de Laura y, según su costumbre,
lanzó unos bufidos de animal ahíto. Ni Laura ni Mateo habían pronunciado
palabra en esta escena. Mateo se puso de pie y, con sumo tiento, ganó la
puerta, salió y volvió a cerrarla despacio. Se paró al borde del corredor y
orinó largo rato. José sintió que una ola de bochorno recorría sus miembros,
jaló las frazadas y se tapó hasta la cabeza. Al entrar Mateo al cuarto, por las
amplias espaldas de José descendió un sudor caliente y casi cáustico. Laura
quedó tendida en el suelo, llorando. Probó de levantarse y no pudo. La cadera
le dolía como quebrada. Una vez en su cama, Mateo sintió frío. Según sus
cálculos, y aunque José daba señas de dormir, estaba Mateo cierto de que no
dormía. ¿Insistiría José en ir a la cocina? Era muy probable. Sí. José quería
siempre ir a la cocina. Pero Mateo ya no sentía ahora celos de su hermano.
Imaginando a José en brazos de Laura, ya no se incomodaba. Un sopor espeso e
irresistible empezó a invadirle y, cuando, unos minutos después, José abrió a
su turno y de golpe la puerta y salía, Mateo no lo oyó, pues roncaba
profundamente. José empujó violentamente la puerta de la cocina y entró. Laura
se incorporó vivamente, a pesar de sus dolores. Al tanteo, la buscó José en la
oscuridad. La tocó al fin. Su mano, ávida y sudorosa, cayendo como una araña
gorda en los senos medio desnudos de la cocinera, la quitó el aliento. Un beso
apretado y largo unió los labios humedecidos aún de lágrimas de Laura, a la
callosa boca encrespada de José. Laura cesó de llorar y su cuerpo cimbrose,
templándose. Laura deseaba, pues, a José, ¿y precisamente a José? No. Cualquier
otro hombre, que no fuese Mateo, habría provocado en ella idéntica reacción. Lo
que bastaba a Laura para reaccionar así era otro contacto que no fuese el
conocido y estúpido del patrón cotidiano. Y si este nuevo contacto venía,
además, apasionado, mimoso y, lo que es más importante, envuelto en las sombras
de lo prohibido, se explica aun mejor por qué Laura acogía a José Marino de una
manera distinta que a Mateo Marino. Laura, la campesina — lo hemos dicho ya—,
había adquirido muchos modos de conducta de señorita aldeana y, entre estos, el
gusto del pecado. Al entrar José en los brazos de la cocinera, del cuerpo de
esta salió una brusca y turbadora emanación. José sintió una extraña impresión
y permaneció inmóvil un momento. ¿Qué olor era ese — mitad de mujer y otra
mitad desconocida—, que le daba así en el olfato, desconcertándole? ¿De dónde
salía? ¿Era el olor de Laura? ¿Y solamente de Laura? José pensó
instantáneamente en su hermano. Un calofrío de pudor —de un pudor profundamente
humano y tormentoso— le sobrecogió. Sí. Mateo acababa de pasar por allí. Sus
instintos viriles retrocedieron, como retrocede o resbala un potro desbocado,
al borde de un precipicio. Mas eso duró un segundo. El animal caído volvió a
pararse y, desatentado y ciego, siguió su camino. Si no olvidamos que José no
hacía más que engañar a Laura y que la caricia y la promesa terminaban una vez
saciados sus instintos, se comprenderá fácilmente por qué José se alejase, unos
minutos más tarde, de Laura, diciéndole desdeñosamente y en voz baja: —Y para
esto he esperado horas enteras... —¡Pero, oiga usted, don José! —le decía
Laura, suplicante—. No se aleje usted, que voy a decirle una cosa... José,
incomodándose y sin acercarse a la cocinera, respondió: —¿Qué cosa? —Yo creo
que estoy preñada... —¿Preñada? ¡No friegues, hombre! —dijo José con una risa
de burla. —Sí, don José, sí. Yo sé que estoy preñada. —¿Y cómo lo sabes?
—Porque tengo vómitos todas las mañanas... —¿Y desde cuándo crees que estás
preñada? —Yo no sé. Pero estoy casi segura. —¡Ah! —gruñó José Marino,
malhumorado—. ¡Eso es una vaina! ¿Y qué dice Mateo? —Yo no le he dicho nada.
—¿No le has dicho nada? ¿Y por qué no le has dicho? Laura guardó silencio. José
volvió a decirle: —Responde. ¿Por qué no se lo has dicho a él? Este él sonó y
se irguió entre José y Laura como una pared divisoria entre dos lechos. Laura y
José conocían muy bien el contenido de esa palabra. Este él era el padre
presunto, y José decía él por Mateo, mientras que Laura pensaba que él no era
precisamente Mateo, sino José. Y la cocinera volvió, por eso, a guardar silencio.
—¡Eso va a ser una vaina! —repitió José, disponiéndose a partir. Laura trató de
retenerlo con un gemido: —¡ Sí, sí! Porque yo no estoy preñada de su hermano,
sino de usted... José rió en la oscuridad, mofándose: —¿De mí? ¿Preñada de mí?
¿Quieres echarme a mí la pelota de mi hermano?... —¡Sí! ¡Sí, don José! ¡Yo
estoy preñada de usted! ¡Yo lo sé! ¡Yo lo sé! ¡Yo lo sé!... Un sollozo la
ahogó. José argumentaba: —Pero si yo no he estado contigo hace ya más de un
mes... —¡Sí, sí, sí, sí!... Fue la última vez. La última vez... —¡Pero tú no
puedes saber nada!... ¿Cómo vas a saberlo, cuando, muchas veces, en una misma
noche, has dormido conmigo y con Mateo?... Laura, en ese momento, sintió algo
que la incomodaba. ¿Era el sudor? ¿Era la posición en que estaba su cuerpo?
¿Eran sus luxaciones? Cambió de posición y algo resbaló por el surco más
profundo de su carne... Instantáneamente cruzó por el corazón de Laura una duda
compacta, tenebrosa, inmensa. En efecto. ¿Cómo iba a saber cuál de los dos
Marino era el padre de su hijo? Ahora mismo, en ese momento, ella sentía
oscuramente gravitar y agitarse en sus entrañas de mujer las dos sangres de
esos hombres, confundidas e indistintas. ¿Cómo diferenciarlas? —¿Pero cómo vas
a saberlo? —repetía José imperiosamente. Laura iba a responder un disparate,
pero se contuvo. No. El hijo no podía ser de los dos hermanos Marino. Un hijo
tiene siempre un solo padre. La cocinera, sintiéndose en el colmo de su
terrible incertidumbre, lanzó un sollozo entrañable y desgarrador. José salió y
cerró la puerta silenciosamente. * * * Al otro día, a las diez de la mañana,
los hermanos Marino fueron a ver al subprefecto Luna, por el asunto de los
peones. Cuando llegaron a la subprefectura, Luna acababa de afeitarse. —Antes
que nada —dijo el viejo subprefecto, en tono campechano— van a probar ustedes
lo que es rico... Sacó de la otra pieza una botella y unas copas, añadiendo
alborozado: —Adivinen ustedes de dónde viene... —¿Del chino Chank? —No, señor
—exclamaba Luna, sirviendo él mismo el pisco. —¿De la vieja Mónica? —Tampoco.
—¿De casa del juez? —Menos. José tomó la primera copa y dijo, saboreándose:
—¿Del cura Velarde? —¡Eso es! —¡Pero es estupendo! —¡Formidable! —¡ Cojonudo !
A la tercera copa, Mateo le dijo al subprefecto: —Necesitamos, querido
subprefecto, dos gendarmes. —¿Para qué, hombre?... —respondió en broma y ya
algo chispo, el viejo Luna—. ¿A quién van a echar bala?... José alegó: —Es para
ir a ver a unos peones prófugos. ¡Qué quiere usted! La "Mining
Society" nos obliga a poner en las minas cien peones de aquí a un mes. La
oficina de Nueva York exige más tungsteno. Y los cholos que tenemos
"socorridos" se resisten a cumplir sus contratos y a salir para
Quivilca... El subprefecto se puso serio, argumentando: —Pero es el caso que yo
no dispongo ahora de gendarmes. Los pocos que tengo, faltan para tomar a mis
conscriptos. Yo también, como ustedes saben, estoy en apuros. El prefecto me
obliga a enviarle para el primero del mes próximo, lo menos cinco conscriptos.
¡Y los cholos se han vuelto humo!... No tengo sino dos en la cárcel.
Precisamente... —dijo, volviéndose a la puerta de su despacho, —que daba sobre
la plaza, y llamando en voz alta:— ¡Anticona!... —¡Su señoría! —respondió un
gendarme, apareciendo al instante, cuadrándose y saludando militarmente desde
la puerta. —¿Salieron los gendarmes por los conscriptos? —Sí, su señoría. —¿A
qué hora? —A la una de la mañana, su señoría. —¿Cuántos han salido? —El
sargento y tres soldados, su señoría. —¿Y cuántos gendarmes hay en el cuartel?
—Dos, su señoría. —¡Ya ven ustedes! —dijo el subprefecto, volviéndose a
"Marino Hermanos"—. Tengo los justos para el servicio. Nada más que
los justos. ¡Esto es una broma! Porque los mismos gendarmes se hacen los
rengos. No quieren secundarme. Son unos borrachos. Unos haraganes. Con tal de
que me traigan los conscriptos, les he prometido ascenderlos y premiarlos, y
les he dado su pisco, su coca, sus cigarros y, en fin, les he autorizado a que
hagan lo que quieran con los indios. ¡Látigo o sable, no me importa! A mí lo
que me importa es que me traigan gente, sin pararse en mientes ni en
contemplaciones... Luna tomó una expresión de crueldad calofriante. El
ordenanza Anticona volvió a saludar y se retiró con la venia del subprefecto.
Este se paseaba, pensativo y ceñudo, y "Marino Hermanos" estaban de
pie, muy preocupados. —¿A qué hora volverán los gendarmes con los conscriptos?
— preguntó José a la autoridad. —Supongo que en la tarde, a eso de las cuatro o
cinco. —Bueno. Entonces los gendarmes pueden ir con nosotros por los peones, en
la noche, entre ocho y nueve, por ejemplo. —Allí veremos. Porque como se han
levantado tan temprano, los gendarmes van a querer descansar esta noche.
—¿Entonces? —dijo José contrariado—. Porque la "Mining Society" nos
exige... —De otra manera —agregó Mateo—, si no se nos proporciona los gendarmes
que necesitamos, nos será completamente imposible cumplir con la empresa.
Porque en el Perú, y particularmente en la sierra, a los obreros les hacen
cumplir los patrones sus contratos civiles, valiéndose de la Policía. La deuda
del obrero es coercible por la fuerza armada, como si se tratara de un delito.
Más todavía. Cuando un obrero se "socorre", es decir, cuando vende su
trabajo, comprometiéndose a darlo en una fecha más o menos fija a las empresas
industriales, nacionales o extranjeras, y no llega a darlo en la fecha
estipulada, es perseguido por las autoridades como un criminal. Una vez
capturado, y sin oír defensa alguna de su parte, se le obliga, por la fuerza, a
prestar los servicios prometidos. Es, en pocas palabras, el sistema de los
trabajos forzados. —En fin —repuso el subprefecto, en tono conciliador—. Ya
veremos el modo de arreglarnos y conciliar intereses. Ya veremos. Tenemos
tiempo... Los hermanos Marino, despechados, refunfuñaron a una voz: — Muy bien.
Perfectamente... El subprefecto sacó su reloj: —¡Las once menos cuarto!
—exclamó—. A las once tenemos sesión de la Junta Conscriptora Militar... Y,
precisamente, al instante, empezaron a llegar al despacho subprefectura los
miembros de la Junta. El primero en llegar fue el alcalde Parga, un antiguo
montonero de Cáceres, muy viejo y encorvado, astuto y ladrón empedernido.
Después llegaron juntos el juez de primera instancia, doctor Ortega, el médico
provincial, doctor Riaño, y el vecino notable de Colca, Iglesias, el más rico
propietario de la provincia. El doctor Ortega sufría de una forunculosis
permanente y, originario de Lima, llevaba ya en Colca unos diez años de juez.
Una historia macabra se contaba de él. Había tenido una querida, Domitila, a
quien parece llegó a querer con frenesí. Pero Domitila murió hacía un año. La
gente referia que el doctor Ortega no podía olvidar a Domitila y que una noche,
pocas semanas después del entierro, fue el juez en secreto, y disfrazado, al
cementerio y exhumó el cadáver. Al doctor Ortega le acompañaron en este acto
dos hombres de toda su confianza. Eran estos dos litigantes de un grave proceso
criminal, a favor de los cuales falló después el juez, en pago a sus servicios
de esa noche. Mas, ¿para qué hizo el doctor Ortega semejante exhumación? Se
refería que, una vez sacado el cadáver, el juez ordenó a los dos hombres que se
alejasen, y se quedó a solas con Domitila. Se refería también que el acto
solitario —que nadie vio, pero del que todos hablaban—, que el doctor Ortega
practicara con el cuerpo de la muerta, era una cosa horrible, espantosa... ¿Era
esto cierto? ¿Era, al menos, presumible? El juez, a partir de la muerte de
Domitila, tomó un aire taciturno, misterioso y, más aun, extraño e inquietante.
Salía poco a la calle. Se decía, asimismo, que vivía ahora con Genoveva, una
hermana menor de Domitila. ¿Qué complejo freudiano y qué morbosa realidad se
ocultaban en la vida de este hombre? Barbudo, medio cojo, con un algodón o
venda siempre en el cuello, emponchado y recogido, cuando pasaba por la calle o
asistía a un acto oficial, miraba vagamente a través de sus anteojos. La gente
experimentaba, al verle, un malestar sutil e insoportable. Algunos se tapaban
las narices. El médico Riaño era nuevo en Colca. Joven de unos treinta años y,
según se decía, de familia decente de Ica, vestía con elegancia y tenía una
palabra fácil y florida. Se declaraba con frecuencia un idealista, un patriota
ardiente, aunque, en el fondo, no podía esconder un arribismo exacerbado.
Soltero y bailarín, tenía locas por él a las muchachas del lugar. En cuanto al
viejo Iglesias, su biografía era muy simple: las cuatro quintas partes de las
fincas urbanas de Colca eran de su exclusiva pertenencia. Tenía, además, una
rica hacienda de cereales y cría, "Tobar", cuya extensión era tan
grande, su población de siervos tan numerosa y sus ganados tan inmensos, que él
mismo ignoraba lo que, a ciencia cierta, poseía. ¿Cómo adquirió Iglesias tamaña
fortuna? Con la usura y a expensas de los pobres. Sus robos fueron tan
ignominiosos, que llegaron a ser temas de yaravíes, marineras y danzas
populares. Una de estas rezaba así: Ahora sí que te conozco que eres dueño de
Tobal, con el sudor de los pobres que les quitaste su pan... con el sudor de
los pobres que les quitaste su pan... Una numerosa familia rodeaba al gamonal.
Uno de sus hijos, el mayor, estaba terminando sus estudios para médico en Lima,
y ya se anunciaba su candidatura a la diputación de la provincia. El
subprefecto Luna poseía una ejecutoria administrativa larga y borrascosa.
Capitán de gendarmes retirado, seductor y jugador, disponía de un ingenio para
la intriga extraordinario. Nunca, desde hacía diez años, le faltó puesto
público. Con todos los diputados, ministros, prefectos y senadores, estuvo
siempre bien. Sin embargo, a causa de su crueldad y falta de tino, no duraba en
los puestos. Es así como había recorrido casi toda la república, de
subprefecto, comisario, mayor de guardias, jefe militar, etc., etc. Una sola
cosa daba unidad a su vida administrativa: los disturbios, motines y sucesos
sangrientos que en todas partes provocaba, en razón de sus intrigas,
intemperancias y vicios. Una vez que los hermanos Marino salieron de la
subprefectura, la sesión de la Junta Conscriptora Militar quedó abierta. Leyó
el acta anterior el secretario del subprefecto, Boado, un joven lleno de barros
en la cara, ronco, de buena letra y muy enamorado. Nadie formuló observación
alguna al acta. Luna dijo luego a su secretario: —Dé usted lectura al despacho.
Boado abrió varios pliegos y empezó a leer en voz alta: —Un telegrama del señor
prefecto del Departamento, que dice así: "Subprefecto, Colca. Requiérole
contingente sangre fin mes indefectiblemente. (Firmado). Prefecto
Ledesma". En ese momento llenó la plaza un ruido de caballería, acompañado
de un murmullo de muchedumbre. El subprefecto interrumpió a su secretario
vivamente: —¡Espérese! Allí vienen los conscriptos... El secretario se asomó a
la puerta. —Sí. Son los conscriptos —dijo—. Pero viene con ellos mucha gente...
La Junta Conscriptora suspendió la sesión y todos sus miembros se asomaron a la
puerta. Una gran muchedumbre venía con los gendarmes y los conscriptos. Eran,
en su mayoría, curiosos, hombres, mujeres y niños. Observaban a cierta distancia
y con ojos absortos, a dos indios jóvenes —los conscriptos— que avanzaban a
pie, amarrados por la cintura al pescuezo de las cabalgaduras de los gendarmes
montados. Tras de cada conscripto, venía su familia llorando. El sargento se
detuvo ante la puerta de la subprefectura, bajó de su caballo, se cuadró ante
la Junta Conscriptora y saludó militarmente: —¡Traemos dos, su señoría! —dijo
en voz alta y dirigiéndose al subprefecto. —¿Son conscriptos? —preguntó Luna,
muy severo. —No, su señoría. Los dos son "enrolados". Algo volvió a
preguntar el subprefecto, que nadie oyó a causa del vocerío de la multitud. El
subprefecto levantó más la voz, golpeándola imperiosamente: —¿Quiénes son?
¿Cómo se llaman? —Isidoro Yépez y Braulio Conchucos, su señoría. Un viejo muy
flaco, cubierto hasta las orejas con un enorme sombrero de junco, doblado el
poncho al hombro, la chaqueta y el pantalón en harapos, uno de los llanques en
la mano, se abrió camino entre la multitud y llegó hasta el subprefecto.
—¡Patroncito! ¡Taita! —dijo juntando las manos lastimosamente—. ¡Suéltalo a mi
Braulio! ¡Suéltalo! ¡Yo te lo pido, taita! Otros dos indios cincuentones,
emponchados y llorosos, y tres mujeres descalzas, la liclla prendida al pecho
con una espina de penca, vinieron a arrodillarse bruscamente ante los miembros
de la Junta Conscriptora: —¡Por qué, pues, taitas! ¡Por qué, pues, al Isidoro!
¡Patroncitos! ¡Suéltalo! ¡Suéltalo! ¡Suéltalo! Las tres indias —abuela, madre y
hermana de Isidoro Yépez— gemían y suplicaban arrodilladas. El padre de Braulio
Conchucos se acercó y besó la mano al subprefecto. Los otros dos indios —padre
y tío de Isidoro Yépez volvieron hacia este y le pusieron su sombrero. A los
pocos instantes había ante la Subprefectura numeroso pueblo. Bajó de su
cabalgadura uno de los gendarmes. Los otros dos seguían montados, y junto a
ellos estaban de pie los dos "enrolados", cada uno atado a la mula de
cada soldado. Braulio Conchucos tendría unos veintitrés años; Isidoro Yépez,
unos dieciocho. Ambos eran yanacones de Guacapongo. Ahora era la primera vez
que venían a Colca. Analfabetos y desconectados totalmente del fenómeno civil,
económico y político de Colca, vivían, por así decirlo, fuera del Estado
peruano y fuera de la vida nacional. Su sola relación con esta y con aquel se reducía
a unos cuantos servicios o trabajos forzados que los yanacones prestaban de
ordinario a entidades o personas invisibles para ellos: abrir acequias de
regadío, desmontar terrenos salvajes, cargar a las espaldas sacos de granos,
piedras o árboles con destino ignorado, arrear recuas de burros o de mulas con
fardos y cajones de contenido misterioso, conducir las yuntas en los barbechos
y las cuadrigas de las trillas en parvas piramidales y abundantes, cuidar
noches enteras una toma de agua, ensillar y desensillar bestias, segar alfalfa
y alcacel, pastear enormes porcadas, caballadas o boyadas, llevar al hombro
literas de personajes extraños, muy ricos y muy crueles; descender a las minas,
recibir trompadas en las narices y patadas en los riñones, entrar a la cárcel,
trenzar sogas o pelar montones de papas, amarrados a un brazadero, tener
siempre hambre y sed, andar casi desnudos, ser arrebatados de sus mujeres para
el placer y la cama de los mandones, y mascar una bola de coca, humedecida de
un poco de cañazo o de chicha... Y, luego, ser conscripto o
"enrolados", es decir, ser traídos a la fuerza a Colca, para prestar
su servicio militar obligatorio. ¿Qué sabían estos dos yanacones de servicio
militar obligatorio? ¿Qué sabían de patria, de gobierno, de orden público ni de
seguridad y garantía nacionales? ¡Garantías nacionales! ¿Qué era eso? ¿Quiénes
debían prestarlas y quiénes podían disfrutarlas? Lo único que sabían los
indígenas era que eran desgraciados. Y en cuanto a ser conscripto o
"enrolados", no sabían sino que, de cuando en cuando solían pasar por
las jalcas y las chozas los gendarmes, muy enojados, amarraban a los indios más
jóvenes a la baticola de sus mulas y se los llevaban, pegándoles y
arrastrándoles al trote. ¿Adónde se los llevaban así? Nadie lo sabía tampoco.
¿Y hasta cuándo se los llevaban? Ningún indio conscripto o "enrolado"
volvió ya nunca a su tierra. ¿Morían en países lejanos de males desconocidos?
¿Los mataban, quién sabe, otros gendarmes o sargentos misteriosos? ¿Se perdían
tal vez por el mundo, abandonados en unos caminos solitarios? ¿Eran, quién
sabe, felices? No. Era muy difícil ser felices. Los yanacones no podían nunca
ser felices. Los jóvenes conscriptos o "enrolados", que se iban para
no volver, eran seguramente desgraciados. Braulio Conchucos, por toda familia,
tenía su padre viejo y dos hermanos pequeños, una mujercita de diez y un varón
de ocho. Su madre murió de tifoidea. Dos hermanos mayores también murieron de
tifoidea, epidemia que arrasó mucha gente hacía cuatro o cinco años en Cannas y
sus alrededores. Pero el Braulio quería a la Bárbara, hija de unos vecinos
vaqueros de Guacapango, y a quien pensaba hacerla su mujer. Cuando cayeron los
soldados en la choza de Braulio, a las cinco de la mañana, y todavía oscuro,
los chicos se asustaron y se echaron a llorar. El padre, al partir, siguiendo
al "enrolado", les decía: —¡Váyanse onde la Bárbara! ¡Váyanse onde la
Bárbara! ¡Que les den de almorzar ahí! ¡Váyanse! ¡No se queden aquí! ¡Váyanse!
¡Yo vuelvo pronto! ¡Vuelvo con el Braulio! ¡Vuelvo! ¡Vuelvo! Los chicos se
agarraron fuertemente a las piernas de Braulio y del viejo, llorando: —¡No, no,
taita! ¡No te vayas! ¡No nos dejes! ¡No te vayas!... Uno de los gendarmes los
tomó por los brazos y los apartó de un tirón. Pero, al soltarlos para ir a
montar, los chicos se precipitaron de nuevo hacia el viejo y hacia Braulio,
llorando desesperadamente e impidiéndolos moverse. El padre los apartaba,
consolándolos: —¡Bueno! ¡Bueno! ¡Ya está! ¡Ya está! ¡Cállense! ¡Váyanse!
¡Váyanse onde la Bárbara! Braulio habría querido abrazarlos, pero le habían
amarrado los brazos a la espalda. El sargento, ya a caballo, vociferó con
cólera: — ¡Arza, carajo, viejo cojudo! ¡Camina y no nos jodas más!... La
comitiva arrancó. Tomó la delantera el sargento al trote. Luego, un gendarme,
con el otro conscripto, Isidoro Yépez, a pie y atado a su mula. Y luego, otro
gendarme, y, junto a él, Braulio Conchucos, también a pie y atado a su
cabalgadura. Un jalón repentino y brutal tiró de la cintura a Braulio, que
habría caído al suelo de no ir amarrado estrechamente al pescuezo de la bestia,
y Braulio empezó a correr al paso acelerado de las mulas. Cerraba la comitiva,
a retaguardia, un tercer gendarme, fumando su cigarro. Detrás, seguían las
familias de los "enrolados". En el momento de ponerse en camino la
mula del gendarme que llevaba a Braulio, este, tirado por sus amarras, dio el
primer paso atropellando a sus hermanos, que cayeron al suelo. Braulio pisó
sobre el vientre de la mujercita. Esta permaneció sin resuello unos segundos,
tendida. El chico volvió a levantarse, medio ciego y tonteado, y siguió un
trecho a Braulio y a su padre. Tropezó varias veces, a causa de la oscuridad,
en las piedras del angosto camino, hincándose en las pencas y en las
zarzamoras. El tumulto se alejó rápidamente. El chico se detuvo y cesó de
llorar, para oír. Un silencio absoluto imperó en torno de la choza. Luego sopló
el viento unos segundos en los guirnales plantados junto al pozo. La chica, al
volver en sí, empezó a llorar, llamando a gritos: —¡Taita! ¡Taita! ¡Taita!
¡Taita! ¡Braulio! ¡Juan! Entonces Juan, el chico, volvió corriendo a la choza.
Los dos subieron a la barbacoa, se taparon con unas jergas y se pusieron a
llorar. Las siluetas de los gendarmes, pegándole al viejo y al Braulio y
amarrándolo a este, entre gritos y vociferaciones, estaban fijas en la retina
de Juan y de su hermana. ¿Quiénes eran esos monstruos vestidos con tantos
botones brillantes y que llevaban escopetas? ¿De dónde vinieron? ¿A qué hora
cayeron en la choza? ¿Y por qué venían por el Braulio y por el taita? ¡Y les
había pegado! ¡Les habían dado muchos golpes y patadas! ¿Por qué? ¿Serian
hombres también como los demás? Juan lo dudaba, pero su hermana, tragando sus
lágrimas, le decía: —Sí. Son como todos. Como taita y como el Braulio. Yo les
vi sus caras.
Sus brazos también, y también sus
manos. Uno me tiró las orejas, sin que yo le haga nada... La chica volvió a
gemir, y Juan, un poco sofocado y nervioso, le dijo: —¡Cállate! ¡Ya no llores,
porque van a volver otra vez a llevarnos!... ¡Cállate! ¡Son los diablos! Tienen
en la cintura unas monturas. Tienen cabezas redondas y picudas. ¡Vas a ver, que
van a volver! —Hablan como todos. Dijeron: "¡Carajo! ¡No te
escaparás!", "¡Viejo e mierda!", "¡Caminar,
"¡Jijoputa!"... Están vestidos como el burro mojino. Andan muy
fuerte. ¿Has visto por onde se fueron? —Se fueron por la cueva, a la carrera.
¡Van a volver! ¡Vas a ver! ¡Han salido de la cueva! ¡Así decía mama! ¡Que salen
de la cueva con espuelas y con látigos y en mulas relinchando y con patas con
candelas! —¡Mientes! Mama no decía así. ¡Estos son cristianos, como nosotros!
¡Vas a ver que mañana volverán otra vez y los verás que son cristianos! ¡Ahí
verás! ¡Ahí verás! Juan y su hermana guardaron silencio. Seguían preguntándose
a sí mismos por qué se llevaban al Braulio y al taita. ¿Adónde se los llevaban?
¿Los volverán a soltar? ¿Cuándo los soltarán? ¿Qué los harán?... Y la mujercita
dijo, tranquilizándose: —¿Y los otros? ¿Y los hombres y las mujeres que iban
con ellos? ¿No ves? ¡Son cristianos! ¡Son cristianos! ¡Yo sé lo que te digo!
—Los otros —argumentaba en tono siempre febril y temeroso Juan—, los otros sí
son cristianos. Pero no son sus compañeros. Los habrán sacado de sus chozas
como a taita y al Braulio. Vas a ver que a todos los van a meter en la cueva.
¡Vas a ver! ¡Antes que amanezca! Ahí adentro tienen su palacio con unos diablos
de reyes. Y hacen sus fiestas. Mandan por gente para que sirvan a los reyes y
vivan allí siempre. Unos se escapan, pero casi todos mueren adentro. Cuando
están ya viejos, los echan a las candelas para achicharrarlos vivos. Uno salió
una vez y contó a su familia todo... La hermana de Juan se había quedado
dormida. Juan siguió pensando mucho rato en los gendarmes, y, cuando asomaba el
día, empezó a tener frío y se durmió. Guacapongo estaba lejos de Colca. Los
gendarmes, para poder llegar a Colca a las once del día, tuvieron que andar
rápido y, con frecuencia, al trote. Las familias de los "enrolados"
se quedaban a menudo rezagadas. Pero los dos "enrolados", quieran o
no quieran, iban al paso de las bestias. Al principio caminaron con cierta
facilidad. Luego, a los pocos kilómetros recorridos, empezaron a flaquear. Les
faltaban fuerzas para avanzar pareja con las bestias. Eran diestros y resistentes
para correr los yanacones, mas esta vez la prueba fue excesiva. El camino,
desde Guacapongo hasta Colca, cambiaba a menudo de terreno, de anchura y de
curso; pero, en general, era angosto, pedregoso, cercado de pencas y de rocas,
y, en su mayor parte, en zigzags, en agudos meandros, cerradas curvas, cuestas
a pico y barrancos imprevistos. Dos ríos, el Patarati y el Huayal, atravesaron
sin puente. La primavera venía parca en aguas, pero las del Huayal arrastraban
todo el año, en esa parte, un volumen encajonado y siempre difícil y arriesgado
de pasar. Un metido de velocidad tremendo tuvo lugar entre las bestias y los
"enrolados". Los gendarmes picaban sus espuelas sin cesar y azotaban
a contrapunto sus mulas. El galope fue continuo, pese a la tortuosidad y
abruptos accidentes de la ruta. Las bestias, mientras fue de noche, se
encabritaron muchas veces, resistiéndose a salvar un precipicio, un lodazal, un
riachuelo o una valla. El sargento, furibundo, enterraba entonces sus espuelas
hasta los talones en los ijares de su caballo y lo cruzaba de riendazos por las
orejas y en las ancas, destapándose en ajos y cebollas. Se desmontaba. Sacaba
de su alforja de cuero una botella de pisco, bebía un gran trago y ordenaba a
los otros gendarmes que hicieran lo propio. Luego llamaba a los deudos de los
"enrolados" y les obligaban a empujar al animal. Al fin, las bestias
eran empujadas. Tras de un pataleo angustioso en el lodazal, hundidos hasta el
pecho, volvían a salir al otro lado del camino. ¿Y los "enrolados"?
¿Cómo salvaban estos los malos pasos? Como las bestias. Solo que, a diferencia
de ellas, los "enrolados" no ofrecían la menor resistencia. La
primera vez que estuvieron ante las gradas de un acantilado a pico y en el que
no había la menor traza de camino, Isidoro Yépez osó decir al gendarme que le
llevaba: —¡Cuidado, taita! ¡Nos vamos a rodar! —¡Calla, animal! —le contestó el
gendarme, dándole un bofetón en las narices. Un poco de sangre le salió a
Isidoro Yépez. A partir de ese momento, los dos "enrolados" se sumieron
en un silencio completo. Los gendarmes pronto se emborracharon. El sargento
quería llegar a Colca cuanto antes, porque a las once tenía una partida de
dados en el cuartel con unos amigos. Las indias y los indios que seguían a
Yépez y a Conchucos, desaparecían por momentos de la comitiva, porque,
conocedores del terreno, y como iban a pie, abandonaban el camino real para
salir más pronto por otro lado, cortando la vía o a campo traviesa. Lo hacían
arañando los peñascos, rodando las lajas, bordeando como cabras las cejas de
las hondonadas o atravesando un río a saltos de pedrón en pedrón o a prueba de
equilibrio sobre un árbol caído. Al cruzar el Huayal, ya de día, Braulio
Conchucos estuvo a punto de encontrar la muerte. Pasó, tras una tenaz
resistencia de su caballo, el sargento. Pasó después el gendarme que conducía a
Isidoro Yépez, y, cuando la mula del segundo gendarme se vio en medio de la
corriente, sus miembros vacilaron y fue arrastrada un trecho por las aguas.
Estaba hundida hasta la mitad de la barriga. Las piernas del gendarme no se
veían. La angustia de este fue inmensa. Azuzaba al animal, gritándole y
azotándole. El "enrolado", sumergido hasta medio pecho en el río, se
mostró, por su parte, impasible y tranquilo ante el peligro. —¡Sal, carajo! —le
decía, poseído de horror, el gendarme—. ¡Párate bien! ¡Avanza! ¡Sal del agua!
¡Tira a la mula! ¡Tira! ¡Avanza! ¡Avanza! ¡No te dejes arrastrar!... A una y
otra orilla, los otros gendarmes lanzaban gritos de espanto y corrían
enloquecidos, viendo cómo la corriente empezaba a derribar a la mula y a
llevársela río abajo, con el gendarme y con el "enrolado". Solo este,
en medio del peligro, e Isidoro Yépez, al otro lado del Huayal, permanecían
mudos, serenos, inalterables. El guardia de Conchucos, en el colmo de su terror
y fuera de sí, solo atinó a abofetear a Braulio ferozmente. Conchucos,
amarrado, empezó a sangrar, pero no hizo nada por salir del peligro ni
pronunció palabra alguna de protesta. A Isidoro Yépez le habían dado de
trompadas solo por haberlos advertido contra un riesgo de la ruta. ¿Para qué
entonces hablar ni hacer nada? Los yanacones comprendían muy bien su situación
y su destino. Ellos no podían nada ni eran nada por sí mismos. Los gendarmes,
en cambio, eran todo y lo podían todo. Por lo demás, Braulio Conchucos perdió
aquella mañana, de golpe, todo interés y todo sentimiento de la vida. Ver
llegar a su choza a los soldados, de noche; ser por ellos golpeado y amarrado y
sentirse perdido para siempre, todo no fue sino uno. Le llevarían no se sabe
dónde, como a otros yanacones mozos, y para no soltarlos nunca. ¿Qué más daba
entonces perecer ahogado o de cualesquiera otra suerte? Además, Braulio
Conchucos e Isidoro Yépez concibieron bruscamente por los gendarmes un rencor
sordo y tempestuoso. De modo oscuro se daban cuenta de que, cualquiera que
fuese su condición de simples instrumentos o ejecutores de una voluntad que
ellos desconocían y no alcanzaban a figurarse, algo suyo ponían los gendarmes
en su crueldad y alevosía. Braulio Conchucos experimentaba ante el miedo del
gendarme, una satisfacción recóndita. ¡Y si el agua se los habría llevado, en
buena hora! ¿No estaba ya viendo Braulio que la sangre que corría de su boca,
se la llevaba el agua? Sintió luego un chicotazo que le cruzó varias veces la
cara y ya no vio más. Un ojo se le tapó. Entonces vaciló todo su cuerpo.
Durante un instante, la mula y el "enrolado" temblaron como
arrancados tallos, a merced de la corriente. Pero el gendarme, loco de espanto
y por todo esfuerzo, para escapar de la muerte, siguió azotando con todas sus
fuerzas al animal y al yanacón. Los chicotazos llovieron sobre las cabezas de
Braulio y de la mula. —¡Carajo! —vociferaba aterrado el gendarme—. ¡Mula!
¡Mula! ¡Anda, indio e mierda! ¡Anda! ¡Anda!... Un postrero esfuerzo de la
bestia y esta alcanzó a ganar el otro borde del Huayal, con su doble carga del
gendarme y de Conchucos. Reanudose la marcha. El sol empezó a quemar. Pasado el
Huayal, el camino se paró en una cuesta larga, interminable. Pero el sargento
picó más espuelas y blandió más su látigo. Paso a paso subían, aunque sin
detenerse, los animales, y junto a ellos, los dos "enrolados". Una
que otra vez solamente se paró la comitiva. ¿Por qué? ¿Eran las mulas que ya no
podían? ¿Eran los yanacones, que ya no podían? ¿Eran mulas y
"enrolados" que ya no podían? —¡Te haces el cojudo por no caminar!
—decían los gendarmes a los yanacones—. ¡Anda, carajo! ¡Anda nomás! ¡Avanza y
no te cuelgues de la mula! ¡Anda o te muelo a riendazos!... Los "enrolados"
y las bestias sudaban y jadeaban. El pelambre de las mulas se encrespó,
arremolinándose en mil rizos y flechas. Por el pecho y por los ijares corría el
sudor y goteaba. Mascaban el freno las bestias, arrojando abundante espuma. Los
cascos delanteros resbalaban en las lajas o, inmovilizados un instante, se
cimbraban arqueándose y doblándose. La cabeza del animal se alargaba entonces,
echando las orejas atrás hasta rozar los belfos el suelo. Las narices se abrían
desmesuradas, rojas, resecas. Pero el cansancio era mayor en Yépez y en
Conchucos. Lampiños ambos, la camisa de cotón negra de mugre, sin sombrero bajo
el sol abrasador, los encallecidos pies en el suelo, los brazos atados hacia
atrás, amarrados por la cintura con un lazo de cuero al pescuezo de las mulas,
ensangrentados —Conchucos, con un ojo hinchado y varias ronchas en la cara—,
los "enrolados" subían la cuesta cayendo y levantando. ¿Cayendo y
levantando? ¡No podían ni siquiera caer! Al final de la cuesta, sus cuerpos,
exánimes, agotados, perdieron todas las fuerzas y se dejaban arrastrar inertes,
como palos o piedras, por las mulas. La voluntad vencida por la inmensa fatiga,
los nervios sin motor, los músculos laxos, demolidas las articulaciones y el
corazón amodorrado por el calor y el esfuerzo de cuatro horas seguidas de
carrera, Braulio Conchucos e Isidoro Yépez no eran más que dos retazos de carne
humana, más muertos que vivos, colgados y arrastrados casi en peso y al azar.
Un sudor frío los bañaba. De sus bocas abiertas salían espumarajos y sangre
mezclados. Yépez empezó a despedir un olor nauseabundo y pestilente. Por sus
tobillos descendía una sustancia líquida y amarilla. Relajadas por la mortal
fatiga y en desgobierno todas sus funciones, estaba defecando y orinándose el
conscripto. —¡Se está cagando este carajo! —vociferó el gendarme que le
llevaba, y se tapó las narices. Los gendarmes se echaron a reír y picaron más
espuelas. Cuando los curiosos se acercaron a Isidoro Yépez, ante la
Subprefectura de Colca, también se reían y se alejaban al punto, sacando sus pañuelos.
Pero cuando se acercaron a Braulio Conchucos, se quedaban viendo largamente su
rostro doloroso y desfigurado. Algunas mujeres del pueblo se indignaron y
murmuraban palabras de protesta. Un revuelo tempestuoso se produjo
inmediatamente entre la multitud. Los gendarmes le habían lavado la cara a
Conchucos en una acequia, antes de entrar a Colca, pero las contusiones y la
hinchazón del ojo resaltaron más. También los soldados reanimaron a los
"enrolados", metiéndoles la cabeza largo tiempo en el agua fría. Así
pudieron Yépez y Conchucos despertar de su coma y penetrar al pueblo andando.
—¡Les han pegado los gendarmes! —gritaba la muchedumbre—. ¡Véanlos cómo tienen
las caras! ¡Están ensangrentados! ¡Están ensangrentados! ¡Qué lisura!
¡Bandidos! ¡Criminales! ¡Asesinos!... Muchos vecinos de Colca se mostraban
quemados de cólera. Una piedad unánime cundió en el pueblo. La ola de
indignación colectiva llegó hasta los pies de la Junta Conscriptora Militar. El
subprefecto Luna, dando un paso hacia la vereda, lanzó un grito colérico sobre
la multitud: —¡Silencio! ¿Qué quieren? ¿Qué dicen? ¿Por qué alegan?... Se le
acercó el alcalde Parga. —¡No haga usted caso, señor subprefecto! —le dijo,
tomándolo del brazo—. ¡Venga usted! ¡Venga usted con nosotros!... —¡No, no!
—gruñó violentamente el subprefecto, en quien las copas de pisco apuradas con
"Marino Hermanos" habían producido una embriaguez furiosa. Luna se
irguió todo lo que pudo al borde de la acera y dijo al sargento, que estaba
frente a él, esperando sus órdenes: —¡Tráigame a los "enrolados"!
¡Hágalos entrar! —¡Muy bien, su señoría! —respondió el sargento, y transmitió
la orden a los gendarmes. Los "enrolados" fueron desatados de los
pescuezos de las mulas e introducidos al despacho de la Junta Conscriptora Militar.
Siempre amarrados los brazos atrás y sujetos por la cintura con el lazo de
cuero, Yépez y Conchucos avanzaron penosamente, empujados y sacudidos por sus
guardias. La muchedumbre, al verlos cárdenos, silenciosos, las cabezas caídas,
los cuerpos desfallecientes, casi agónicos, se agitó en un solo movimiento de
protesta. —¡Asesinos! —gruñían hombres y mujeres—. ¡Ahí van casi muertos! ¡Casi
muertos! ¡Bandidos! ¡Asesinos!... Las familias de los yanacones quisieron
entrar al despacho del sub-prefecto, tras de los "enrolados", pero
los gendarmes se lo impidieron. —¡Atrás! —gritó con sorda ira el sargento,
desenvainando amenazadoramente su espada. Una vez que Yépez y Conchucos
penetraron, un cordón de gendarmes, rifle en mano, cerraron la entrada a todo
el mundo. Algunas amenazas, improperios e insultos dirigieron los gendarmes al
pueblo. —¡Animales! ¡Bestias! ¡No saben ustedes lo que dicen! ¡Ni lo que hacen!
¡Imbéciles! ¡Todos ustedes no son sino unas mulas!... ¡Qué saben nada de nada!
¡Serranos sucios! ¡Ignorantes!... La mayoría de los gendarmes eran costeños. De
aquí que se expresasen así de los serranos. Los de la costa del Perú sienten un
desprecio tremendo e insultante por los de la sierra y la montaña, y estos
devuelven el desprecio con un odio subterráneo, exacerbado. Agolpada a la
puerta de la Subprefectura, y detenida por los rifles de los gendarmes, bullía
en creciente indignación la multitud. Un diálogo huracanado se produjo entre la
fuerza armada y el pueblo. —¿Por qué les pegan así? ¿Por qué? —Porque quisieron
escaparse. Porque nos atacaron a piedras de sus chozas... ¡Indios salvajes!
¡Criminales! —¡No, no! ¡Mienten! —¡Pues, entonces, porque se me da la gana!...
—¡Asesinos! ¿Por qué los traen presos? —¡Porque se me da la gana! —¡Qué
conscriptos ni conscriptos! ¡Cuando después se los llevan a trabajar a las
haciendas y a las minas y les sacan su platita y les quitan sus terrenitos y
sus animalitos!... ¡Ladrones! ¡Ladrones! ¡Ladrones!... Un gendarme lanzó un
grito furibundo: —¡Bueno, carajo! ¡Silencio! ¡O les meto bala!... Levantó su
rifle e hizo ademán de apuntar al azar sobre la muchedumbre, la cual respondió
a la amenaza con un clamor inmenso. Apareció a la puerta del despacho
subprefectural, el alcalde Parga. —¡Señores! —dijo con un respeto protocolar,
que escondía sus temores—. ¿Qué pasa? ¿Qué sucede? ¡Calma! ¡Calma! ¡Serenidad,
señores!... Un hombre del pueblo emergió entonces de entre la muchedumbre y,
avalanzándose sobre el alcalde Parga, le dijo muy emocionado, pero con energía:
—¡Señor alcalde! ¡Señor alcalde! El pueblo quiere ver en qué queda todo esto, y
pide... Los gendarmes lo agarraron por los brazos y le taparon la boca para
impedirle que continuase hablando. Pero el viejo y astuto alcalde de Colca
ordenó que le dejasen hablar. —¡El pueblo, señor, pide que se haga justicia!
—¡Sí!... ¡Sí!... ¡Sí!... —coreó la multitud—. ¡Justicia! ¡Justicia contra los
que les han pegado! ¡Justicia contra los asesinos! El alcalde palideció.
—¿Quién es usted? —se agachó a preguntar al audaz que así le habló—. ¡Pase
usted! ¡Pase usted al despacho! Entre usted y ya hablaremos. El hombre del
pueblo penetró al despacho subprefectural. Pero para hacer valer los derechos
ciudadanos, ¿quién era este hombre de audacia extraordinaria? La acción popular
ante las autoridades no era fenómeno frecuente en Colca. El subprefecto, el
alcalde, el juez, el médico, el cura, los gendarmes, gozaban de una libertad
sin límites en el ejercicio de sus funciones. Ni vindicta pública ni control
social se practicaba nunca en Colca respecto de esos funcionarios. Más todavía.
El más abominable y escandaloso abuso de la autoridad no despertaba en el
pueblo sino un oscuro, vago y difuso malestar sentimental. La impunidad era en
la historia de los delitos administrativos y comunales cosa tradicional y
corriente en la provincia. Pero he aquí que ahora ocurría algo nuevo y jamás
visto. El caso de Yépez y Conchucos sacudió violentamente a la masa popular, y
un hombre salido de esta se atrevía a levantar la voz, pidiendo justicia y
desafiando la ira y la venganza de las autoridades. ¿Quién era, pues, ese
hombre? Era Servando Huanca, el herrero. Nacido en las montañas del Norte, a
las orillas del Marañón, vivía en Colca desde hacía unos dos años solamente.
Una singular existencia llevaba. Ni mujer ni parientes. Ni diversiones ni
muchos amigos. Solitario más bien, se encerraba todo el tiempo en torno a su
forja, cocinándose él mismo. Era un tipo de indio puro: salientes pómulos,
cobrizo, ojos pequeños, hundidos y brillantes, pelo lacio y negro, talla mediana
y una expresión recogida y casi taciturna. Tenía unos treinta años. Fue uno de
los primeros entre los curiosos que habían rodeado a los gendarmes y los
yanacones. Fue el primero asimismo que gritó a favor de estos últimos ante la
Subprefectura. Los demás habían tenido miedo de intervenir contra ese abuso.
Servando Huanca los alentó, haciéndose él guía y animador del movimiento. Otras
veces ya, cuando vivió en el valle azucarero de Chicama, trabajando como
mecánico, fue testigo y actor de parecidas jornadas del pueblo contra los
crímenes de los mandones. Estos antecedentes y una dura experiencia que, como
obrero, había recogido en los diversos centros industriales por los que, para
ganarse la vida, hubo pasado, encendieron en él un dolor y una cólera crecientes
contra la injusticia de los hombres. Huanca sentía que en ese dolor y en esa
cólera no entraban sus intereses personales sino en poca medida. Personalmente,
él, Huanca, había sufrido muy raras veces los abusos de los de arriba. En
cambio, los que él vio cometerse diariamente contra otros trabajadores y otros
indios miserables, fueron inauditos e innumerables. Servando Huanca se dolía,
pues, y rabiaba, más por solidaridad o, si se quiere, por humanidad, contra los
mandones —autoridades o patrones— que por causa propia y personal. También se
dio cuenta de esta esencia solidaria y colectiva de su dolor contra la
injusticia, por haberla descubierto también en los otros trabajadores cuando se
trataba de abusos y delitos perpetrados en la persona de los demás. Por último,
Servando Huanca llegó a unirse algunas veces con sus compañeros de trabajo y de
dolor, en pequeñas asociaciones o sindicatos rudimentarios, y allí le dieron
periódicos y folletos en que leyó tópicos y cuestiones relacionadas con esa
injusticia que él conocía y con los modos que deben emplear los que la sufren,
para luchar contra ella y hacerla desaparecer del mundo. Era un convencido de
que había que protestar siempre y con energía contra la injusticia, dondequiera
que esta se manifieste. Desde entonces, su espíritu, reconcentrado y herido,
rumiaba día y noche estas ideas y esta voluntad de rebelión. ¿Poseía ya
Servando Huanca una conciencia clasista? ¿Se daba cuenta de ello? Su sola
táctica de lucha se reducía a dos cosas muy simples: unión de los que sufren
las injusticias sociales y acción práctica de masas. —¿Quién es usted? —le
preguntó enfadado el subprefecto Luna a Huanca, al verle entrar a su despacho,
introducido por el alcalde Parga. —Es el herrero Huanca —respondió Parga,
calmando al subprefecto—. ¡Déjelo! ¡Déjelo! ¡No importa! Quiere ver a los
conscriptos, que dice que están muertos, y que es un abuso... Luna le
interrumpió, dirigiéndose, exasperado, a Huanca: —¡Qué abuso ni abuso,
miserable! ¡Cholo bruto! ¡Fuera de aquí! —¡No importa, señor subprefecto!
—volvió a interceder el alcalde —. ¡Déjelo! ¡Le ruego que le deje! ¡Quiere ver
lo que tienen los conscriptos! ¡Que los vea! ¡Ahí están! ¡Que los vea! —¡Sí,
señor subprefecto! —añadió con serenidad el herrero—. ¡El pueblo lo pide! Yo
vengo enviado por la gente que está afuera. El médico Riaño, tocado en su
liberalismo, intervino: —Muy bien —dijo a Huanca ceremoniosamente—. Está usted
en su derecho, desde que el pueblo lo pide. ¡Señor subprefecto! —dijo,
volviéndose a Luna en tono protocolar—. Yo creo que este hombre puede seguir
aquí. No nos incomoda de ninguna manera. La sesión de la Junta Conscriptora
puede, a mi juicio, continuar. Vamos a examinar el caso de estos
"enrolados"... —Así me parece —dijo el alcalde—. Vamos, señor subprefecto,
ganando tiempo. Yo tengo que hacer... El subprefecto meditó un instante y
volvió a mirar al juez y al gamonal Iglesias, y, luego, asintió. —Bueno —dijo—.
La sesión de la Junta Conscriptora Militar continúa. Cada cual volvió a ocupar
su puesto. A un extremo del despacho, estaban Isidoro Yépez y Braulio
Conchucos, escoltados por dos gendarmes y sujetos siempre de la cintura por un
lazo. Los dos gendarmes mostraban una lividez mortal. Miraban con ojos lejanos
y con una indiferencia calofriante y vecina de la muerte, cuanto sucedía en
torno de ellos. Braulio Conchucos estaba muy agotado. Respiraba con dificultad.
Sus miembros le temblaban. La cabeza se le doblaba como la de un moribundo. Por
momentos se desplomaba, y habría caído, de no estar sostenido casi en peso por
el guardia. Junto a los yanacones se pasó Servando Huanca, el sombrero en la
mano, conmovido, pero firme y tranquilo. Al sentarse todos los miembros de la
Junta Conscriptora Militar, llegó de la plaza un vocerío ensordecedor. El
cordón de gendarmes, apostado a la puerta, respondió a la multitud con una
tempestad de insultos y amenazas. El sargento saltó a la vereda y esgrimió su
espada con todas sus fuerzas sobre las primeras filas de la muchedumbre.
—¡Carajo! —aullaba de rabia—. ¡Atrás! ¡Atrás! ¡Atrás! El subprefecto Luna
ordenó en un gruñido: —¡Sargento! ¡Imponga usted el orden, cueste lo que
cueste! ¡Yo se lo autorizo!... Un largo sollozo estalló a la puerta. Eran las
tres indias, abuela, madre y hermana de Isidoro Yépez, que pedían de rodillas,
con las manos juntas, se les dejase entrar. Los gendarmes las rechazaban con
los pies y las culatas de sus rifles. El subprefecto Luna, que presidía la
sesión, dijo: —Y bien, señores. Como ustedes ven, la fuerza acaba de traer a
dos "enrolados" de Guacapongo. Vamos, pues, a proceder, conforme a la
ley, a examinar el caso de estos hombres, a fin de declararlos expeditos para
marchar a la capital del departamento, en el próximo contingente de sangre de
la provincia. En primer lugar, lea usted, señor secretario, lo que dice la Ley
de Servicio Militar Obligatorio, acerca de los "enrolados'. El secretario
Boado leyó en un folleto verde: "Título Cuarto.— De los enrolados.
—Artículo : Los peruanos comprendidos entre la edad de diecinueve y veintidós
años, y que no cumpliesen el deber de inscribirse en el registro del Servicio
Militar Obligatorio de la zona respectiva, serán considerados como
"enrolados". —Artículo : Los "enrolados" serán perseguidos
y obligados por la fuerza a prestar su servicio militar, inmediatamente de ser
capturados y sin que puedan interponer o hacer valer ninguno de los derechos,
excepciones o circunstancias atenuantes acordadas a los conscriptos en general
y contenidas en el artículo , título segundo de esta Ley. —Artículo :...".
—Basta —interrumpió con énfasis el juez Ortega—. Yo opino que es inútil la
lectura del resto de la Ley, puesto que todos los señores miembros de la Junta
la conocen perfectamente. Pido al señor secretario abra el registro militar, a
fin de ver si allí figuran los nombres de estos hombres. —Un momento, doctor
Ortega —argumentó el alcalde Parga—. Convendrá saber antes la edad de los
"enrolados". —Sí —asintió el subprefecto—. A ver... —añadió,
dirigiéndose paternalmente a Isidoro Yépez—. ¿Cuántos años tienes tú? ¿Cómo te
llamas, en primer lugar? Isidoro Yépez pareció volver de un sueño, y respondió
con voz débil y amedrentada: —Me llamo Isidoro Yépez, taita. —¿Cuántos años
tienes? —Yo no sé, pues, taita. Veinte o veinticuatro, quién sabe, taita...
—¿Cómo "no sé"? ¿Qué es eso de "no sé"? ¡Vamos! ¿Di,
cuántos años tienes? ¡Habla! ¡Di la verdad! —No lo sabe ni él mismo —dijo con
piedad y asqueado el doctor Riaño—. Son unos ignorantes. No insista usted,
señor subprefecto. —Bueno —continuó Luna, dirigiéndose a Yépez—. ¿Estás
inscrito en el Registro Militar? El yanacón abrió más los ojos, tratando de
comprender lo que le decía Luna, y respondió maquinalmente: —Escriptu, pues,
taita, en tus escritus. El subprefecto renovó su pregunta, golpeando la voz:
—¡Animal! ¿No entiendes lo que te digo? Dime si estás inscrito en el Registro
Militar. Entonces Servando Huanca intervino: —¡Señores! —dijo el herrero con
calma y energía—. Este hombre (se refería a Yépez) es un pobre indígena
ignorante. Ustedes están viéndolo. Es un analfabeto. Un inconsciente. Un
desgraciado. Ignora cuántos años tiene. Ignora si está o no inscrito en el
Registro Militar. Ignora todo, todo. ¿Cómo, pues, se le va a tomar como
"enrolado", cuando nadie le ha dicho nunca que debía inscribirse, ni
tiene noticia de nada, ni sabe lo que es registro ni servicio militar
obligatorio, ni patria, ni Estado, ni Gobierno?... —¡Silencio! —gritó colérico
el juez Ortega, interrumpiendo a Huanca y poniéndose de pie violentamente—.
¡Basta de tolerancias! En ese momento, Braulio Conchucos estiró el cuerpo y,
tras de unas convulsiones y de un breve colapso, súbitamente se quedó inmóvil
en los brazos del gendarme. El doctor Riaño acudió, le animó ligeramente y dijo
con un gran desparpajo profesional: —Está muerto. Está muerto. Braulio Conchucos
cayó lentamente al suelo. Servando Huanca dio entonces un salto a la calle
entre los gendarmes, lanzando gritos salvajes, roncos de ira, sobre la
multitud: —¡Un muerto! ¡Un muerto! ¡Un muerto! ¡Lo han matado los soldados!
¡Abajo el subprefecto! ¡Abajo las autoridades! ¡Viva el pueblo! ¡Viva el
pueblo! Un espasmo de unánime ira atravesó de golpe a la muchedumbre. —¡Abajo
los asesinos! ¡Mueran los criminales! —aullaba el pueblo —. ¡Un muerto! ¡Un
muerto! ¡Un muerto! La confusión, el espanto y la refriega fueron instantáneos.
Un choque inmenso se produjo entre el pueblo y la gendarmería. Se oyó
claramente la voz del subprefecto, que ordenaba a los gendarmes: —¡Fuego!
¡Sargento! ¡Fuego! ¡Fuego!... La descarga de fusilería sobre el pueblo fue
cerrada, larga, encarnizada. El pueblo, desarmado y sorprendido, contestó y se
defendió a pedradas e invadió el despacho de la Subprefectura. La mayoría huyó,
despavorida. Aquí y allí cayeron muchos muertos y heridos. Una gran polvareda
se produjo. El cierre de las puertas fue instantáneo. Luego, la descarga se
hizo rala, y luego, más espaciada. Todo no duró sino unos cuantos segundos. Al
fin de la borrasca, los gendarmes quedaron dueños de la ciudad. Recorrían
enfurecidos la plaza, echando siempre bala al azar. Aparte de ellos, la plaza
quedó abandonada y como un desierto. Solo la sembraban de trecho en trecho los
heridos y los cadáveres. Bajo el radiante y alegre sol de mediodía, el aire de
Colca, diáfano y azul, se saturó de sangre y de tragedia. Unos gallinazos revolotearon
sobre el techo de la Iglesia. El médico Riaño y el gamonal Iglesias salieron de
una bodega de licores. Poco a poco fue poblándose de nuevo la plaza de
curiosos. José Marino buscaba a su hermano angustiosamente. Otros indagaban por
la suerte de distintas personas. Se preguntó con ansiedad por el subprefecto,
por el juez y por el alcalde. Un instante después, los tres, Luna, Ortega y
Parga, surgían entre la multitud. Las puertas de las casas y las tiendas
volvieron a abrirse. Un murmullo doloroso llenaba la plaza. En torno a cada
herido y a cada cadáver se formó un tumulto. Aunque el choque había ya
terminado, los gendarmes y, señaladamente, el sargento, seguían disparando sus
rifles. Autoridades y soldados se mostraban poseídos de una ira desenfrenada y
furiosa, dando voces y gritos vengativos. De entre la multitud, se destacaban
algunos comerciantes, pequeños propietarios, artesanos, funcionarios y
gamonales —el viejo Iglesias a la cabeza de estos—, y se dirigían al
sub-prefecto y demás autoridades, protestando en voz alta contra el
levantamiento del populacho y ofreciéndoles una adhesión y un apoyo decididos e
incondicionales para restablecer el orden público. —Han sido los indios, de
puro brutos, de puro salvajes — exclamaba indignada la pequeña burguesía de
Colca. —Pero alguien los ha empujado —replicaban otros—. La plebe es estúpida,
y no se mueve nunca por sí sola. El subprefecto dispuso que se recogiese a los
muertos y a los heridos y que se formase inmediatamente una guardia urbana
nacional de todos los ciudadanos conscientes de sus deberes cívicos, a fin de
recorrer la población en compañía de la fuerza armada y restablecer las
garantías ciudadanas. Así fue. A la cabeza de este doble ejército iban el
subprefecto Luna, el alcalde Parga, el juez Ortega, el médico Riaño, el
hacendado Iglesias, los hermanos Marino, el secretario subprefectural Boado, el
párroco Velarde, los jueces de paz, el preceptor, los concejales, el gobernador
y el sargento de la gendarmería. En esta incursión por todas las calles y
arrabales de Colca, la gendarmería realizó numerosos prisioneros de hombres y
mujeres del pueblo. El subprefecto y su comitiva penetraban en las viviendas
populares, de grado o a la fuerza, y, según los casos, apresaban a quienes se
suponía haber participado, en tal o cual forma, en el levantamiento. Las
autoridades y la pequeña burguesía hacían responsable de lo sucedido al bajo
pueblo, es decir, a los indios. Una represión feroz e implacable se inició
contra las clases populares. Además de los gendarmes, se armó de rifles y
carabinas un considerable sector de ciudadanos y, en general, todos los
acompañantes del subprefecto llevaban, con razón o sin ella, sus revólveres. De
esta manera, ningún indio sindicado en el levantamiento pudo escapar al castigo.
Se desfondaba de un culatazo una puerta, cuyos habitantes huían despavoridos.
Los buscaban y perseguían entonces revólver en mano, por los techos, bajo las
barbacoas y cuyeros, en los terrados, bajo los albañales. Los alcanzaban, al
fin, muertos o vivos. Desde la una de la tarde, en que se produjo el tiroteo,
hasta media noche, se siguió disparando sobre el pueblo sin cesar. Los más
encarnizados en la represión fueron el juez Ortega y el cura Velarde. —Aquí,
señor subprefecto —rezongaba rencorosamente el párroco—; aquí no cabe sino mano
de hierro. Si usted no lo hace así, la indiada puede volver a reunirse esta
noche y apoderarse de Colca, saqueando, robando, matando... A las doce de la
noche, el Estado Mayor de la guardia urbana, y a la cabeza de él el subprefecto
Luna, estaba concentrado en los salones del Concejo Municipal. Después de un
cambio de ideas entre los principales personajes allí reunidos, se acordó
comunicar por telégrafo lo sucedido a la Prefectura del Departamento. El
comunicado fue así concebido y redactado: "Prefecto. Cusco.— Hoy una
tarde, durante sesión Junta Conscriptora Militar provincia, fue asaltada bala y
piedras Subprefectura por populacho amotinado y armado. Gendarmería restableció
orden respetando vida intereses ciudadanos. Doce muertos y dieciocho heridos y
dos gendarmes con lesiones graves. Investigo causas y fines asonada.
Acompáñanme todas clases sociales, autoridades, pueblo entero. Tranquilidad
completa. Comunicaré resultado investigaciones proceso judicial sanción y castigo
responsables triste acontecimiento. Pormenores correo. (Firmado). Subprefecto
Luna". Después, el alcalde Parga ofreció una copa de coñac a los
circunstantes, pronunciando un breve discurso. —¡Señores! —dijo, con su copa en
la mano—. En nombre del Concejo Municipal, que tengo el honor de presidir,
lamento los desgraciados acontecimientos de esta tarde y felicito al señor
subprefecto de la provincia por la corrección, justicia y energía con que ha
devuelto a Colca el orden, la libertad y las garantías ciudadanas. Asimismo,
interpretando los sentimientos e ideas de todos los señores presentes —dignos
representantes del comercio, la agricultura y administración pública—, pido al
señor Luna reprima con toda severidad a los autores y responsables del
levantamiento, seguro de que así le seremos más agradecidos y de que lo
acompaña lo mejor de la sociedad de Colca. ¡Señores: por nuestro libertador, el
subprefecto señor Luna, salud! Una salva de aplausos premió el discurso del
viejo Parga y se apuró el coñac. El subprefecto contestó en estos términos:
—Señor alcalde: muy emocionado por los inmerecidos elogios que me habéis
brindado, yo no tengo sino que agradeceros. Verdaderamente, yo no he hecho sino
cumplir con mi deber. He salvado a la provincia de los desmanes y crímenes del
populacho enfurecido, ignorante e inconsciente. Eso es todo lo que he hecho por
vosotros. Nada más, señores. Yo también lamento lo sucedido. Pero estoy
resuelto a castigar sin miramiento y sin compasión a los culpables. Lo que ha
hecho la gendarmería no es nada. Yo les haré comprender a estos indios brutos y
salvajes que así nomás no se falta a las autoridades. Yo os prometo
castigarlos, hasta el último. ¡Salud! La ovación a Luna fue resonante y viril,
como su propio discurso. Muchos abrazaron al alcalde y al subprefecto,
felicitándolos emocionados. Se sirvió otra copa. Pronunciaron otros discursos
el juez Ortega, el cura Velarde y el doctor Riaño, todos condenando al bajo
pueblo y reclamando contra él un castigo ejemplar. Los hermanos Marino y el
hacendado Iglesias, expresándose mitad en discurso y mitad en diálogo, pedían
con insistencia una represión sin piedad contra la indiada. Iglesias dijo en
tono vengativo: —Hay que agarrar al herrero, que era el más listo y el que
empujó a los otros. Debe de haber huido. Pero hay que perseguirlo y darle una
gran paliza al hijo de puta... José Marino argumentaba: —¡Qué paliza ni paliza!
¡Hay que meterle un plomo en la barriga! ¡Es un cangrejo! ¡Un loco de mierda!
—Yo creo que ha caído muerto en la plaza —apuntó tímidamente el secretario
Boado. El subprefecto rectificó: —No. Fue el primero en escapar, al primer
tiro. Pero hay que agarrarlo. ¡Sargento! —llamó en alta voz. El sargento acudió
y saludó, cuadrándose: —¡Su señoría! —¡Hay que buscar al herrero Huanca sin
descanso! Hay que encontrarlo a cualquier precio. Dondequiera que se halle, hay
que "comérselo". ¡Un tiro en las tripas y arreglado! ¡Sí! ¡Haga usted
lo posible por traerme su cadáver! ¡Yo ya le he dicho que su ascenso a alférez
es un hecho! —Muy bien, su señoría —respondió con entusiasmo el sargento —. Yo
cumpliré sus órdenes. ¡Pierda usted cuidado! De cuando en cuando se oía a lo
lejos, y en el silencio de la noche, disparos de revólver y de carabinas,
hechos por los grupos de la guardia urbana, que rondaban la ciudad. En los
salones municipales, las copas de coñac se repetían, y el cura Velarde, el
subprefecto Luna y José Marino empezaron a dar signos de embriaguez. Una espesa
humareda de cigarros llenaba la atmósfera. La reunión se hacía cada vez más
alegre. Al tema del tiroteo, sucedieron muy pronto otros rientes y picarescos.
En un grupo formado por el sargento, un gendarme y un juez de paz, este
exclamaba un poco borracho ya y muy colorado: —¡Pero qué indios tan idiotas! El
sargento decía jactancioso: —¡Ah! ¡Pero yo los he jodido! Apenas vi al herrero
saltar a la plaza gritando "¡Un muerto! ¡Un muerto!", le di a un
viejo que estaba a mi lado un soberbio culatazo en la frente y lo dejé tieso.
Después me retiré un poco atrás y empecé a disparar mi rifle sobre la indiada,
como una ametralladora: ¡ran!, ¡ran!, ¡ran!, ¡ran! ¡Carajo! Yo no sé cuántos
cayeron con mis tiros. Pero lo que yo sé es que no vi sino una polvareda de los
diablos y vacié toda mi canana... ¡Ah! ¡Carajo! ¡Yo me he "comido",
yo solamente, lo menos siete, sin contar los heridos!... —¡Y yo! —exclamó con
orgullo el gendarme—. ¡Y yo! ¡Carajo! Yo no les dejé a los indios ni siquiera
menearse. Antes que tirasen ni una sola piedra, yo me había "comido"
ya dos, a boca de jarro, ahí nomás, junto a mí. Uno de ellos fue una india que
desde hacía rato me estaba jodiendo con que "¡patroncito,
patroncito!". De un culatazo en la panza, la dejé seca... El otro se me
arrodilló a pedirme perdón y a llorar, pero le quebré las costillas de un solo
culatazo... El juez de paz les oía poseído de un horror que no podía ocultar.
Sin embargo, decía entusiasmado a los soldados: —¡Bien hecho! ¡Bien hecho!
¡Indios brutos! ¡Animales! ¡Lo que debía haber hecho es "tirarse" al
cholo Huanca! ¡Qué lástima de haberlo dejado vivo! ¡Caramba! —¡Ah! —juraba el
sargento, moviendo las manos—. ¡Ah! ¿Ese? ¡Ya verán ustedes! ¡Ya verán ustedes
cómo me lo "como"! ¡Déjenlo a mi cargo! El subprefecto me ha dicho
que si yo le traigo el cadáver del herrero, que cuente con mi ascenso a oficial...
Pero una conversación más importante aun se desarrollaba en ese momento entre
los hermanos Marino y el subprefecto Luna. José Marino había llamado aparte a
Luna, tomándole afectuosamente por un brazo: —¡Permítame, querido subprefecto!
—le dijo—. Quiero tomar una copa con usted. Mateo Marino sirvió tres copas y
los tres hombres se fueron a un rincón, copa en mano. —¡Mire usted! —dijo José
Marino en voz baja al subprefecto—. Yo, ya lo sabe usted, soy su verdadero
amigo, su amigo de siempre. Yo se lo he probado varias veces. Mi simpatía por
usted ha sido siempre grande y sincera. Muchas veces, sin que usted lo sepa —a
mí no me gusta decir a nadie lo que yo hago por él—, muchas veces he conversado
con místers Taik y Weiss en Quivilca sobre usted. Ellos le tienen mucho
aprecio. ¡Ah! ¡Sí! A mí me consta. A mí me consta que están muy contentos con
usted. ¡Muy contentos! Algunos de aquí —dijo, aludiendo con un gesto a los
personajes allí reunidos— le han escrito a míster Taik repetidas veces contra
usted... —¡Sí! ¡Sí! —dijo sonriendo con suficiencia Luna. Ya me lo han dicho.
Ya lo sabía... —Le han escrito chismeándolo y poniéndolo mal y diciéndole que
usted no es más que un agente del diputado doctor Urteaga y que aquí no hace
usted más que servir a Urteaga en contra de la "Mining Society"... El
subprefecto sonreía con despecho y con rabia. José Marino añadió, irguiéndose y
en tono protector: —Yo, naturalmente, lo he defendido a usted a capa y espada.
Hay más todavía. Míster Taik estaba ya creyendo esos chismes y un día me hizo
llamar a su escritorio y me dijo: "Señor Marino: lo he hecho llamar a mi
escritorio para hablar con usted sobre un asunto muy grave y muy secreto.
Siéntese y contésteme lo que voy a preguntarle. ¿Cómo se porta con ustedes en
Colca el subprefecto Luna? Hágame el favor de contestarme con entera franqueza.
Porque me escriben de Colca tantas cosas contra Luna, que, francamente, no sé
lo que hay en todo esto de cierto. Por eso quiero que usted me diga
sinceramente cómo se conduce Luna con ustedes. ¿Les presta toda clase de
facilidades para el enganche de peones? ¿Los apoya y está con ustedes? Porque
la "Mining Society" hizo nombrar a Luna subprefecto con el único fin
de tener la gendarmería a nuestro servicio para lo que toca a la peonada. Usted
lo sabe muy bien. El resto es de menor importancia: que Luna está siempre con
los correligionarios políticos de Urteaga; que se emborracha con quien quiere,
eso no significa nada". Así me dijo el gringo. Estaba muy enojado. Yo le
dije entonces que usted se portaba correctamente con nosotros y que no teníamos
nada de qué quejamos. "Porque —me dijo el gringo—, si Luna no se porta
bien con ustedes, yo comunico esto inmediatamente a nuestro escritorio de Lima,
para hacerlo destituir en el día. Usted comprende que nuestra empresa
representa intereses muy serios en el Perú y no estamos dispuestos a ponerlos a
merced de nadie". Así me dijo el gringo. Pero yo le contesté que esos
chismes no eran ciertos y que usted era nuestro, completamente nuestro... —Yo
sé —dijo Mateo Marino—, yo sé quiénes les escriben eso a los yanquis...
—¡Bueno! ¡Bueno! —añadió vivamente José Marino—. Pero, en resumen, lo que hay
es que los yanquis ya tienen la pulga en la oreja y que hay que tener mucho
cuidado... —¡Pero si todo eso es mentira! —exclamaba Luna—. Ustedes, más que
nadie, son testigos de mi lealtad absoluta y de mi devoción incondicional a
míster Taik... —¡Naturalmente! —decía José Marino, echando la barriga
triunfalmente—. Por eso, precisamente, lo defendí a usted en toda la línea, y
míster Taik me dijo: "Bueno, señor Marino: su respuesta, que yo la creo
franca, me basta". —¡Muy bien! ¡Muy bien! —exclamó Mateo Marino. El
subprefecto Luna, emocionado, respondió a José Marino: —Yo le agradezco muy de
veras, mi querido don José. Y ya sabe usted que soy su amigo sincero, decidido
a hacer por ustedes todo lo que pueda. Díganme solamente lo que quieren y yo lo
haré en el acto. ¡En el acto! ¡Sí! ¡Como ustedes lo oyen! —¡Muy bien! ¡Pero muy
bien! —volvió a decir Mateo Marino—. ¡Y, por eso, señor subprefecto, bebamos
esta copa! —¡Sí, por usted! —brindó José Marino, dirigiéndose a Luna—. ¡Por
nuestra grande y noble amistad! ¡Salud! —¡Por eso! ¡Por "Marino
Hermanos"! —decía el subprefecto—. ¡Salud! ¡Y por místers Taik y Weiss! ¡Y
por la "Mining Society"! ¡Y por los Estados Unidos! ¡Salud! Varias
copas más tomaron los tres hombres. En una de estas, José Marino le preguntó al
subprefecto Luna, siempre aparte y en secreto: —¿Cuántos indios han caído hoy
presos? —Alrededor de unos cuarenta. José Marino iba a añadir algo, pero se
contuvo. Al fin, habló así a Luna: — ¿Recuerda usted lo que le dijimos esta
mañana sobre los peones?... —Sí. Que necesitan cien peones para las minas...
—Exactamente. Pero hay una cosa: yo creo que podríamos hacer una cosa. Mire
usted: como usted no tiene aún gendarmes suficientes para perseguir en el día a
nuestros peones prófugos, y como usted no va a saber qué hacer con todos esos
indios que están ahora presos en la cárcel, ¿por qué no nos da usted unos
cuantos, para enviarlos a Quivilca inmediatamente? —¡Ah! ¡Eso!... —exclamó el
subprefecto—. Usted comprende. La cosa es un poco difícil. Porque... ¡Espere
usted! ¡Espere usted!... Luna se agarró el mentón, pensativo, y terminó
diciendo a José Marino en voz baja y cómplice: —No hablemos más. Entendidos. Se
lo prometo. Mateo Marino corrió y trajo tres copas. —¡Señores! —exclamó copa en
mano y en alta voz José Marino, dirigiéndose a todos los concurrentes—. Yo les
invito a beber una copa por el señor Roberto Luna, nuestro grande subprefecto,
que acaba de salvarnos de la indiada. Yo, señores, puedo asegurarles que el
Gobierno sabrá premiar lo que ha hecho hoy el señor Luna en favor de Colca. Y
yo propongo firmar aquí mismo todos los presentes un memorial al ministro del
Gobierno, expresándole la gratitud de la provincia al señor Luna. Además,
propongo que se nombre una comisión que se encargue de organizar un homenaje al
señor Luna, con un gran banquete y con una medalla de oro, obsequio de los
hijos de Colca... —¡Bravo! ¡Bravo! ¡Hip, hip, hip! ¡Hurra!... Hubo un revuelo
intenso en los salones municipales. El juez, doctor Ortega, ya muy borracho,
llamó a uno de los gendarmes y le dijo: —Vaya usted a traer la banda de
músicos. Despiértelos a todos los cholos cueste lo que cueste y dígales que el
subprefecto, el juez, el alcalde, el cura, el médico y todo lo mejor de Cannas
está aquí, y que vengan inmediatamente. El médico Riaño opuso un escrúpulo:
—¡Doctor Ortega! ¿Cree usted que debe traer la música? —¡Pero es claro! ¿Por
qué no? —Porque como ha habido muertos hoy, la gente va a decir... —¿Pero qué
gente? ¿Los indios? ¡Qué ocurrencia! ¡Vaya usted, vaya nomás! —volvió a decir
el juez al gendarme. Y el gendarme fue a traer la música corriendo. A la
madrugada, los salones municipales estaban convertidos en un local de fiestas.
La banda de músicos tocaba valses y marineras entusiastas, y una jarana
delirante se produjo. Muchos se habían retirado ya a dormir, pero los que
quedaron —una quincena de personas— se encontraban completamente ebrios.
Bailaban entre hombres. Los más dados a la marinera eran el cura Velarde y el
juez Ortega. El cura se quitó la sotana y se hizo el protagonista de la fiesta.
Bailaba y cantaba en medio de todos y a voz en cuello. Después propuso ir a
casa de una familia de chicheras en la que el cura y el doctor Riaño tenían
pretensiones escabrosas respecto de dos indias buenas mozas. Pero alguien
aseguró que no se podía ir, porque el padre de las indias había caído herido en
la plaza. Tomados del brazo, el alcalde Parga, el subprefecto Luna y los
hermanos Marino discutían acaloradamente. El alcalde balbuceaba, bamboleándose
de borracho: —¡Yo soy todo de los yanquis! ¡Yo se lo debo todo! ¡La alcaldía!
¡Todo! ¡Son mis patrones! ¡Son los hombres de Colca! —¡No solo de Colca
—argumentaba Mateo Marino—, sino del departamento! ¡Ellos mandan! ¡Qué carajo!
¡Viva míster Taik, señores!..„ El subprefecto Luna, hombre versado en temas
internacionales, explicaba entusiastamente a sus amigos: —¡Ah, señores! ¡Los
Estados Unidos es el pueblo más grande de la tierra! ¡Qué progreso formidable!
¡Qué riqueza! ¡Qué grandes hombres, los yanquis! ¡Fíjense que casi toda la
América del Sur está en manos de las finanzas norteamericanas! ¡Las mejores
empresas mineras, los ferrocarriles, las explotaciones caucheras y azucareras,
todo se está haciendo con dólares de Nueva York! ¡Ah! ¡Eso es una cosa
formidable! ¡Y van a ver ustedes que la guerra europea no terminará, mientras
no entren en ella los Estados Unidos! ¡Acuérdense de lo que les digo! ¡Pero es
claro! ¡Ese Wilson es cojonudo! ¡Qué talento! ¡Qué discursos que pronuncia! ¡El
otro día leí uno!... ¡Carajo! ¡No hay que dudarlo!... José Marino adujo
enérgicamente: —¡Pero, sobre todo, la "Mining Society"! ¡Es el más
grande sindicato minero en el Perú! ¡Tiene minas de cobre en el Norte, minas de
oro y plata en el Centro y en el Sur! ¡Por todas partes! Míster Weiss me decía
en Quivilca lo que es la "Mining Society". ¡Qué enorme empresa! ¡Oh!
¡Solo les digo que los socios de la "Mining" son los más grandes
millonarios de los Estados Unidos! ¡Muchos de ellos son banqueros y son socios
de otros mil sindicatos de minas, de azúcar, de automóviles, de petróleo!
¡Misters Taik y Weiss solamente disponen de fortunas colosales!... —¡Bueno,
señores! —dijo, acercándose el cura Velarde del brazo del juez Ortega—. ¿De qué
se trata? —¡Aquí —respondió con orgullo Mateo Marino—, aquí, hablando de los
yanquis! —¡Ah! —exclamó el cura—. ¡Los gringos son los hombres! Bebamos una
copa por los norteamericanos. ¡Ellos son los que mandan! ¡Qué caracoles! Yo he
visto al mismo obispo agacharse ante míster Taik la vez pasada que fui al
Cusco. ¡El obispo quería cambiar al cura de Canta, y míster Taik se opuso y,
claro, monseñor tuvo que agachársele!... Mateo Marino ordenó a los músicos en
alta voz: —¡Un "ataque"! ¡Un "ataque"! ¡Un
"ataque"! Los músicos, que estaban en el corredor e ignoraban de lo
que se hablaba dentro de los salones, tocaron un "ataque" fogoso,
rítmico y algo monótono. Un vocerío confuso y ensordecedor se produjo en los
salones. Todos tenían una copa en la mano y todos hablaban a gritos y a la vez:
—¡Vivan los Estados Unidos! ¡Viva la "Mining Society"! ¡Vivan los
norteamericanos! ¡Viva Wilson! ¡Viva míster Taik! ¡Viva míster Weiss! ¡Viva
Quivilca! ¡Viva, señores, el subprefecto de la provincia! ¡Viva el alcalde!
¡Viva el juez de primera instancia! ¡Viva el señor Iglesias! ¡Viva "Marino
Hermanos"! ¡Abajo los indios! ¡Abajo!... En medio de la bulla, y entre las
notas entusiastas del "ataque", sonaron varios tiros de revólver. El
juez Ortega y el cura Velarde sacaron sus pañuelos y se pusieron a bailar. Los
músicos, al verlos, pasaron a tocar, sin solución de continuidad, la fuga de
una marinera irresistible. Los demás rodearon al cura y al juez, haciendo
palmas y dando gritos estridentes y frenéticos. El día empezó a rayar tras de
los cerros nevados y lejanos de los Andes. * * * Al día siguiente, el doctor
Riaño hizo la autopsia de los cadáveres. Tres de los heridos habían muerto a la
madrugada. Algunos de los cadáveres fueron enterrados por la tarde. El
subprefecto Luna, a eso de la una del día, y todavía en su cama, recibió, entre
su correo matinal, la respuesta telegráfica del prefecto. El telegrama decía
así: "Subprefecto Luna. Colca.— Deplorando sucesos, felicítolo actitud
ante atentado indiada y restablecimiento orden público. (Firmado). Prefecto
Ledesma". Luna empezó luego a leer sus cartas y periódicos. Súbitamente,
con una sonrisa de satisfacción, llamó a su ordenanza Anticona: —¡ Anticona!
—Su señoría. —Vaya usted a llamar al señor José Marino. Dígale que le estoy
esperando y que venga inmediatamente. —Muy bien, su señoría. A los pocos
momentos, José Marino entraba al dormitorio del subprefecto, contento y
sonriente: —¿Qué tal? ¿El sueño ha sido bueno? —Sí —dijo Luna con gesto de
fatiga—. Pase usted. Siéntese. Las copas a mí me hacen siempre mucho daño. La
vejez. ¡Qué quiere usted! —¡Yo, no! ¡Yo he dormido como un chancho! —Bueno, mi
querido Marino. ¡Acabo de recibir telegrama del prefecto! ¡Mire usted!... El subprefecto
le tendió el telegrama y José Marino leyó mentalmente. —¡Estupendo! —exclamaba
Marino—. ¡Estupendo! ¡Ya ve usted, ya se lo decía yo ayer! ¡Naturalmente! El
prefecto y el Ministerio tienen que aprobar lo que usted ha hecho. Además, yo
voy a escribirle en seguida a míster Taik contándole lo que ha pasado y
diciéndole que lo recomiende a usted inmediatamente al Cusco y a Lima, a fin de
que se apruebe lo de ayer y no lo muevan a usted de Cannas. —¡Eso es! ¡Eso es!
¡Bueno! ¡Bueno! Esto lo dejo al cuidado suyo. En cuanto a los indios que están
presos, me parece que usted pude tomar unos quince para las minas. ¡Ah! También
acabo de leer en el periódico la entrada de los Estados Unidos a la guerra
europea. —¿Sí? —preguntó José Marino alborotado. —¡Sí, sí, sí! Acabo de leerlo
en el periódico. —Entonces, míster Taik ya debe también saberlo a estas horas y
habrá redoblado los trabajos de las minas. Tiene que enviar inmediatamente a
Mollendo, para ser embarcado a Nueva York, un gran lote de tungsteno. —Por eso,
justamente, lo he llamado, para decirle que, en vista del apuro de peones en
que está la "Mining Society", disponga usted, hoy mismo, si lo
quiere, de quince indios de los que tengo ahora en la cárcel. —¿No es posible
tomar de ahí unos veinte? —Por mi parte, yo lo haría con mucho gusto. Ya sabe
usted que yo estoy aquí para servirles a ustedes, y eso es lo único que me
interesa. Yo sé que mientras míster Taik esté contento y satisfecho de mí, no
tengo nada que temer. Pero ya les he dicho ayer que yo necesito también lo
menos cinco "conscriptos" antes de fin de mes. De los indios que hay
en la cárcel, tengo que tomar también tres que me faltan para completar mi
contingente. Yo no puedo quedar mal con el prefecto. Póngase usted en mi lugar.
Además, no conviene ir muy lejos en esto de los indios para Quivilca. Hay que
desconfiarse de Riaño y del viejo Iglesias. Si el viejo Iglesias llega a saber
que yo les he dado a ustedes veinte indios para Quivilca, él va a querer
también otros tantos para su hacienda, y, como siempre está escribiéndose con
Urteaga, puede indisponerme con el Gobierno... —Pero si tenemos a míster Taik
con nosotros... —Sí, sí; pero siempre es bueno estar bien con el diputado...
—¡No, no, no! Yo le aseguro, además, que el viejo Iglesias no tiene por qué
saberlo. Quivilca está lejos. Una vez que los indios estén en las minas, nadie
sabrá de ellos nada, ni dónde están ni qué es lo que hacen, ni nada. —¿Y las
familias de los indios? ¿Y si van a Quivilca? —Muy bien; pero si usted se lo
impide, no se moverán ni harán nada. Además, a todo el mundo hay que decirle
que se les ha puesto en libertad y que los indios han huido después de miedo.
Haciéndolo así, si se llega a saber que algunos de ellos están en las minas, se
puede decir que ellos mismos se habían ido a Quivilca, de miedo al juicio por
los sucesos de ayer... Así quedó acordado entre José Marino y el subprefecto
Luna. En la noche de ese mismo día, y previa una selección de los más humildes
e ignorantes, fueron sacados, en la madrugada, veinte indios de la cárcel, de
tres en tres. La ciudad estaba sumida en un silencio absoluto. Las calles
estaban desiertas. Los indios iban acompañados de dos gendarmes, bala en boca y
conducidos a las afueras de Colca, sobre el camino a Quivilca. Allí se formó el
grupo completo de los veinte indios prometidos por Luna a "Marino
Hermanos", y a las cuatro de la mañana fue la partida para las minas de
tungsteno. Los veinte indios iban amarrados los brazos a la espalda y todos
ligados entre sí por un sólido cable, formando una fila en cadena, de uno en
fondo. Custodiaban el desfile, a caballo, José y Mateo Marino, un gendarme y
cuatro hombres de confianza, pagados por los hermanos Marino. Los siete
guardias de los indios iban armados de revólveres, de carabinas y de abundante
munición. La marcha de estos forzados, para evitar encuentros azarosos en la
ruta, se hizo en gran parte por pequeños senderos apartados. Nadie dijo a estos
indios nada. Ni adónde se les llevaba ni por cuánto tiempo ni en qué
condiciones. Ellos obedecieron sin proferir palabra. Se miraban entre sí, sin
comprender nada, y avanzaban a pie, lentamente, la cabeza baja y sumidos en un
silencio trágico. ¿Adónde se les estaba llevando? Quién sabe al Cusco, para
comparecer ante los jueces por los muertos de Colca. ¡Pero si ellos no habían
hecho nada! ¡Pero quién sabe! ¡Quién sabe! O tal vez los estaban llevando a ser
conscriptos. ¿Pero también los viejos podían ser conscriptos? ¡Quién sabe! Y,
entonces, ¿por qué iban con ellos los Marino y otros hombres particulares, sin
vestido militar? ¿Sería que estaban ayudando al subprefecto? ¿O acaso se los
estaban llevando a botarlos lejos, en algún sitio espantoso, por haberlos
agarrado en la plaza, a la hora de los tiros? ¿Pero dónde estaría ese sitio y
por qué esa idea de castigarlos botándolos así, tan lejos? ¡Quién sabe! ¡Quién
sabe! ¡Quién sabe! ¡Pero ni un poco de cancha! ¡Ni un puñado de trigo o de
harina de cebada! ¡Y ni siquiera una bola de coca! Cuando ya fue de mañana y el
sol empezó a quemar, muchos de ellos tuvieron sed. ¡Pero ni siquiera un poquito
de chicha! ¡Ni un poco de cañazo! ¡Ni un poco de agua! ¿Y las familias? ¡La
pobre Paula, embarazada! ¡El Santos, todavía tan chiquito! ¡El taita Nico, que
se quedó almorzando en el corral! ¡La mama Dolores, tan flacuchita la pobre y
tan buena! ¡Y los rocotos amarillos, grandes ya! ¡El tingo de maíz, verde,
verde! ¡Y el gallo cenizo, para llevarlo a Chuca!... ¡Ya todo iba quedando
lejos, lejos!... ¿Hasta cuándo? ¡Quién sabe! ¡Quién sabe!
III
Pocas semanas después, el herrero
Huanca conversaba en Quivilca con Leónidas Benites y el apuntador y ex amante
de la finada Graciela. Era de noche. Estaban en el rancho del apuntador,
situado en el campamento obrero, pero muy a las afueras de Quivilca, cerca ya
de las quebradas de "Sal si puedes". En el único cuarto del rancho
miserable, donde el apuntador vivía solo, ardía, junto a la cama, un candil de
kerosene. Por todo mueble, un burdo banco de palo y dos troncos de alcanfor
para sentarse. En los muros de cercha, empapelados de periódicos, había pegadas
con goma unas fotografías arrancadas de Variedades, de Lima. Los tres hombres
hablaban misteriosamente y en voz baja. Con frecuencia, callaban y aguaitaban
con cautela entre los magueyes de la puerta, hacia la rúa desierta y hundida en
el silencio de la puna. ¿Qué insólito motivo había podido juntar en un ambiente
semejante a estos hombres tan distintos unos de otros? ¿Qué inaudito
acontecimiento había sacudido a Benites, al punto de agitarlo y arrastrarlo
hasta el humilde apuntador y, lo que era más extraño, hasta Servando Huanca, el
herrero rebelde y taciturno? ¿Y cómo, de otra parte, había ido a parar Huanca a
Quivilca, después de los sucesos sangrientos de Colca? —¿Estamos, entonces, de
acuerdo? —preguntó vivamente Huanca a Benites y al apuntador. Benites parecía
vacilar, pero el apuntador, en tono de plena convicción, respondía: —¡Ya lo
creo! ¡Yo estoy completamente convencido! Servando Huanca volvió a la carga
sobre Benites. —Pero, vamos a ver, señor Benites. ¿Usted no está convencido de
que los gringos y los Marino son unos ladrones y unos criminales, y que viven y
se enriquecen a costa de la vida y la sangre de los indios? —Completamente
convencido —dijo Benites. —¿Entonces? Lo mismo, exactamente lo mismo sucede en
todas las minas y en todos los países del mundo: en el Perú, en la China, en la
India, en África, en Rusia... Benites interrumpió: —Pero no en los Estados
Unidos, ni en Inglaterra, ni en Francia, ni en Alemania, porque allí los
obreros y la gente pobre está muy bien... —¿"La gente pobre está muy
bien"? ¿Qué es eso de que "la gente pobre está muy bien"? Si es
pobre, no puede entonces estar bien... —Es decir, que los patrones de Francia,
de Inglaterra, de Alemania y de los Estados Unidos no son tan malos ni explotan
tanto a sus compatriotas como hacen con los indígenas de los otros países...
—Muy bien, muy bien. Los patrones y millonarios franceses, yanquis, alemanes,
ingleses son más ladrones y criminales con los peones de la India, de Rusia, de
la China, del Perú, de Bolivia, pero son también muy ladrones y asesinos con
los peones de las patrias de ellos. En todas partes, en todas, pero en todas,
hay unos que son patronos y otros que son peones, unos que son ricos y otros
pobres. Y la revolución, lo que busca es echar abajo a todos los gringos y
explotadores del mundo, para liberar a los indios y trabajadores de todas
partes. ¿Han leído ustedes en los periódicos lo que dicen que en Rusia se han
levantado los peones y campesinos? Se han levantado contra los patrones, y los
ricos, y los grandes hacendados, y contra el Gobierno, y los han botado, y
ahora hay otro Gobierno... —Sí. Sí. Sí he leído en El Comercio —decía Benites—.
Pero se han levantado solo contra el zar. No contra los patrones y ricos
hacendados, porque hay siempre patrones y millonarios... Solo han botado al
zar. —¡Sí, pero ya van a ver ustedes!... —¡Claro! —dijo Benites
entusiasmándose—. Hay en el nuevo Gobierno de Rusia un gran hombre, que se
llama... Que se llama... —¡Kerenski! —dijo Huanca. —Ese, ese. Kerenski. Y ese
dicen que es muy inteligente, un gran orador y muy patriota, y que va a hacer
justicia a los obreros y a los pobres... Servando Huanca se echó a reír,
repitiendo con zumba: —¡Qué va a hacer justicia! ¡Qué va a hacer justicia!...
—Sí, porque es muy inteligente y honrado y muy patriota... —¡Será otro zar, y
nada más! —dijo enérgicamente el herrero—. Los inteligentes nunca hacen nada de
bueno. Los que son inteligentes y no están con los obreros y con los pobres,
solo saben subir y sentarse en el Gobierno y hacerse, ellos también, ricos y no
se acuerdan más de los necesitados y de los trabajadores. Yo he leído, cuando
trabajaba en los valles azucareros de Lima, que solo hay ahora un solo hombre
en todo el mundo, que se llama Lenin, y que ese es el único inteligente que
está siempre con los obreros y los pobres y que trabaja para hacerles justicia
contra los patrones y hacendados criminales. ¡Ese sí que es un gran hombre! ¡Y
van a ver! Dicen que es ruso y que los patrones de todas partes no le pueden
ver ni pintado, y han hecho que los gobiernos lo persigan para fusilarlo... El
agrimensor decía incrédulo: —No hará tampoco nada. ¿Qué va a hacer, si lo
persiguen para fusilarle? —¡Ya verán ustedes! ¡Ya verán! Ahí tengo un periódico
que me han enviado de Lima, escondido. Ahí dicen que Lenin va a ir a Rusia y va
a levantar las masas contra ese Kerenski y lo va a botar y va a poner en el
Gobierno a los obreros y a los pobres. ¡Y allí también dicen que lo mismo hay
que hacer en todas partes: aquí en el Perú, en Chile, en el extranjero, en
todos los países, para botar a los gringos y patrones, y ponernos nosotros, los
obreros y los pobres, en el Gobierno! Benites sonreía con escepticismo. El
apuntador, en cambio, oía con profunda unción al herrero. —Eso —dijo Benites
muy preocupado—, eso es muy difícil. Los indios y los peones no pueden ser
Gobierno. No saben ni leer. Son aún ignorantes. Además, hay dos cosas que no
hay que olvidar: primero, que los obreros sin los intelectuales —abogados,
médicos, ingenieros, sacerdotes, profesores— no pueden hacer nada, ¡y no
podrán, no podrán, y no podrán nunca! Segundo, que los obreros, así estuviesen
preparados para gobernar, tienen que ceder siempre los primeros puestos a los
que ponen el capital, porque los obreros solo ponen su trabajo... —Muy bien.
¡Pero entendámonos, señor Benites! Ya les he dicho que... — Sí. De acuerdo.
Estamos acordes en que deben gobernar solo los que... —¡No, no, no! ¡Espéreme
un instante! ¡Hágame el favor! Déjeme hablar. Vamos por orden: dice usted que
los obreros no pueden hacer nada sin los abogados, profesores, médicos,
sacerdotes, ingenieros. Bueno. Pero lo que pasa es que los curas, profesores,
abogados y demás son los primeros ladrones y explotadores del indio y del peón.
Benites protestó: —¡No, señor! ¡No, señor!... —¡Sí, señor! ¡Sí! —decía el
herrero enardecido. —¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —decía también con ímpetu el apuntador—.
Los médicos, los ingenieros y todos esos que se las dan de señoritos
inteligentes, son unos ladrones y esquilman a los indios y a los pobres. ¡Sí!
¡Sí! ¡Usted mismo —añadió irritado el apuntador, dirigiéndose a boca de jarro
al agrimensor—, usted mismo y el profesor Zavala y el ingeniero Rubio tomaron
parte en la muerte de la Graciela en el bazar!... —¡No, señor! ¡Está usted
equivocado! —argumentaba en tono amedrentado Benites. —¡Sí! ¡Sí! —decía el
apuntador, desafiando al agrimensor—. Usted es un hipócrita, que solo vino a
ver a Huanca para vengarse de los gringos y de Marino, porque le han quitado el
puesto y porque le han robado sus socios, y nada más. Usted y Rubio fueron los
primeros, con el coche Marino, en quitarles sus chacras, sus animales y sus
granos a los soras, robándoles y metiéndoles después en las minas, para
hacerlos morir entre las máquinas y la dinamita como perros... Usted quiere
ahora engañarnos y decir que quiere ponerse con nosotros, cuando no es cierto.
Usted se irá con los gringos y con los Marinos, apenas le vuelvan a llamar y a
dar un puesto. Y entonces, usted será el primero en traicionarnos y decir a los
patrones lo que estamos haciendo y lo que estamos diciendo aquí. ¡Sí! ¡Sí! ¡Así
son los ingenieros y todos los profesores, y doctores, y curas, y todos, todos!
¡No hay que creerles a ustedes nada! ¡Nada! ¡Ladrones! ¡Criminales! ¡Traidores!
¡Hipócritas! ¡Sinvergüenzas!... —¡Basta! ¡Basta! ¡Calle! —le dijo
afectuosamente Huanca al apuntador, interponiéndose entre este y Leónidas
Benites—. ¡Ya está! ¡Ya está! No se gana nada con ponerse así. Hay que ser
serenos. ¡Nada de alborotos ni de atolondramientos! El revolucionario debe ser
tranquilo... —¡Además —decía Benites, pálido y suplicante—, yo no he hecho nada
de eso! Yo les juro por mi madre que yo no me metí en nada para la muerte de la
Rosada... —¡Bueno, bueno! —dijo serenamente Huanca—. ¡Dejemos eso ya! ¡Vamos al
grano! Yo le decía a usted —añadió dirigiéndose a Benites— que los curas y los
doctores también son enemigos de los indios y los trabajadores. ¿Qué es lo que
pasó aquella vez en Colca? ¡Entre el sub-prefecto, el médico, el juez de
primera instancia, el alcalde y el sargento, y el gamonal Iglesias, y los
soldados dieron la muerte a más de quince pobres indios! ¡El tuerto Ortega fue
el más malo y el más cruel! ¿Y el cura Velarde? ¿No estuvo con todos ellos
recorriendo el pueblo, revólver en mano, y persiguiendo a balazos a los indios
inocentes?... ¿Y el profesor García?... El apuntador, con la cara encendida por
el rencor, se paseaba nerviosamente en el rancho. Leónidas Benites oía a
Huanca, cabizbajo y como presa de hondas luchas interiores. Una aguda
incertidumbre suscitaban en su espíritu los alegatos del herrero. Benites, en
el fondo, tenía fe absoluta en la doctrina, según la cual, son los
intelectuales los que deben dirigir y gobernar a los indios y a los obreros.
Eso lo había aprendido en el colegio y en la universidad y lo seguía leyendo en
libros, revistas y periódicos, nacionales y extranjeros. Sin embargo. Benites
acogía esta noche la opinión en contrario de Servando Huanca, con extraña
atención, con respeto y hasta con simpatía. ¿Por qué? Verdad es que místers
Taik y Weiss le habían arrojado de su puesto de agrimensor y que José Marino
rompió también con él la sociedad de cultivo y cría. Verdad es que Benites
odiaba ahora, a causa de estos daños, a los patrones yanquis tanto como a los
patrones peruanos —encarnados estos últimos en las personas de "Marino
Hermanos"—. Pero —se decía en conciencia—, de aquí a ponerse en tratos con
Huanca, para mover a los peones contra la "Mining Society" y —lo que
era más grave— para provocar así nomás un levantamiento de las masas contra el
orden social y económico reinante, medía, en realidad, un gran abismo... ¡Y si
las pretensiones del herrero no fuesen más que esas! ¡Si el herrero quisiese
únicamente el aumento de los salarios a la peonada, buenos ranchos, disminución
de las horas de trabajo, descanso por las noches y los domingos, asistencia
medical y farmacéutica, remuneración por accidentes del trabajo, escuelas para
los hijos de los obreros, dignificación moral de los indios, el libre ejercicio
de sus derechos y, por último, la justicia igual para grandes y pequeños, para
patrones y jornaleros, poderosos y desvalidos!... Mas eso no era todo.
¡Servando Huanca osaba ir hasta hablar de revolución y de botar a los
millonarios y grandes caciques que están en el Gobierno, para ponerlo a este en
manos de los obreros y campesinos, pasando por sobre las cabezas de la gente
culta e ilustrada, como los abogados, ingenieros, médicos, hombres de ciencia y
sacerdotes!... No podía el agrimensor concebir a un herrero de ministro y a un
obispo, un catedrático o un sabio, pidiendo audiencia a aquel y guardándole
antesala. ¡Ah, no! Eso pasaba todo límite y toda seriedad. Pongamos por caso
que muchos intelectuales fuesen pícaros y explotadores del pueblo. Pero,
juzgando las cosas en el terreno estrictamente científico y técnico, para
Benites, la idea y los hombres de ideas constituyen la base y el punto de
partida del progreso, ¿qué podrán hacer los pobres campesinos y jornaleros el
día en que se pusieran a la cabeza del Gobierno? ¡Sin ideas, sin noción de
nada, sin conciencia de nada! ¡Reventarían! De esto estaba completamente
convencido Leónidas Benites. Y justamente, por estarlo, no podía explicarse el
agrimensor por qué seguía oyendo y discutiéndole a Huanca, un hombre chiflado y
ante quien él, Benites, aparecía nada menos que como enemigo y explotador de la
clase obrera y campesina. —Pero, Huanca —le argumentó Benites—, no diga usted
disparates. Nosotros, los intelectuales, estamos lejos de ser enemigos de la
clase obrera. Todo lo contrario: yo, por ejemplo, soy el primero en venir a
hablar con ustedes espontáneamente y sin que nadie me obligue y hasta con
peligro de que lo sepan los gringos y me boten de Quivilca... El apuntador le
respondió violentamente: —Pero yo le apuesto que si mañana le vuelven a dar su
puesto los gringos, usted no vuelve más a buscarnos y, si hay una huelga, será
usted el primero en echarles bala a los peones... —¡Sí! ¡Sí! —dijo Servando
Huanca—. Los obreros no debemos confiarnos de nadie, porque nos traicionan. Ni
de doctores, ni de ingenieros, ni menos de curas. Los obreros estamos solos
contra los yanquis, contra los millonarios y gamonales del país, y contra el
Gobierno, y contra los comerciantes, y contra todos ustedes, los intelectuales...
Leónidas Benites se sintió profundamente herido por estas palabras del herrero.
Herido, humillado y hasta triste. Aunque rechazaba la mayor parte de las ideas
de Huanca, una misteriosa e irrefrenable simpatía sentía crecer en su espíritu,
por la causa en globo de los pobres jornaleros de las minas. Benites había
también visto muchos atropellos, robos, crímenes e ignominias practicados
contra los indios por los yanquis, las autoridades y los grandes hacendados del
Cusco, de Colca, de Accoya, de Lima y de Arequipa. Sí. Ahora los recordaba
Benites. Una vez, en una hacienda de azúcar de los valles de Lima, Leónidas
Benites se hallaba de paseo, invitado por un colega universitario, hijo del
propietario de ese fundo, senador de la República este y profesor de la
Facultad de Derecho en la Universidad Nacional. Este hombre, célebre en la
región por su despotismo sanguinario con los trabajadores, solía levantarse de
madrugada para vigilar y sorprender en falta a los obreros. En una de sus
incursiones nocturnas a la fábrica, le acompañaron su hijo y Leónidas Benites.
La fábrica estaba en plena molienda y eran las dos de la mañana. El patrón y
sus acompañantes se deslizaron con gran sigilo junto al trapiche y a las
turbinas, dieron la vuelta por las máquinas wrae y descendieron por una angosta
escalera a la sección de las centrifugas. En un ángulo del local, se detuvieron
a observar, sin ser vistos, a los obreros. Benites vio entonces una multitud de
hombres totalmente desnudos, con un pequeño taparrabo por toda vestimenta,
agitarse febrilmente y en diversas direcciones delante de enormes cilindros que
despedían estampidos isócronos y ensordecedores. Los cuerpos de los obreros
estaban, a causa del sofocante calor, bañados de sudor, y sus ojos y sus caras
tenían una expresión angustiosa y lívida de pesadilla. —¿Qué temperatura hace
aquí? —preguntó Benites. —Unos a grados —dijo el patrón. —¿Y cuántas horas
seguidas trabajan estos hombres? —De seis de la tarde a seis de la mañana. Pero
ganan una prima. El patrón dijo esto y añadió, alejándose en puntillas en
dirección a los obreros desnudos, pero sin que estos pudiesen verlo: —Un
momento. Espéreme aquí. Un momento... El patrón avanzó a paso rápido, agarró un
balde que encontró en su camino y lo llenó de agua fría en una bomba. ¿Qué iba
a hacer ese hombre? Uno de los obreros, desnudos y sudorosos, estaba sentado,
un poco lejos, en el borde del rectángulo de acero. Acodado en sus rodillas,
apoyaba en sus manos la cabeza inundada de sudor. Dormía. Algunos de los otros
obreros advirtieron al patrón y, como de ordinario, temblaron de miedo. Y fue
entonces que Leónidas Benites vio con sus propios ojos estupefactos una escena
salvaje, diabólica, increíble. El patrón se acercó en puntillas al obrero
dormido y le vació de golpe el balde de agua fría en la cabeza. —¡Animal!
—vociferó el patrón, haciendo esto—. ¡Haragán! ¡Sinvergüenza! ¡Ladrón!
¡Robándome el tiempo!... ¡A trabajar! ¡A trabajar!... El cuerpo del obrero dio
un salto y se contrajo luego por el suelo, en un temblor largo y convulsivo,
como un pollo en agonía. Después se incorporó de golpe, lanzando una mirada
larga, fija y sanguinolenta en el vacío. Vuelto en sí, y aún atontado un poco,
reanudó su trabajo. Aquella misma madrugada murió el obrero. Benites recordó esta
escena, como en un relámpago, mientras Servando Huanca le decía a él y al
apuntador: —Hay una sola manera de que ustedes, los intelectuales, hagan algo
por los pobres peones, si es que quieren, en verdad, probarnos que no son ya
nuestros enemigos, sino nuestros compañeros. Lo único que pueden hacer ustedes
por nosotros es hacer lo que nosotros les digamos y oírnos y ponerse a nuestras
órdenes y al servicio de nuestros intereses. Nada más. Hoy por hoy, esta es la
única manera como podemos entendernos. Más tarde, ya veremos. Allí
trabajaremos, más tarde, juntos y en armonía, como verdaderos hermanos...
¡Escoja usted, señor Benites!... ¡Escoja usted!... Un silencio profundo
guardaron los tres hombres, El herrero y el apuntador miraban fijamente a
Benites, esperando su respuesta. El agrimensor seguía meditabundo y agachado.
El peso de los argumentos de Huanca le estaban trayendo por tierra. Ya no
podía. Ya se sentía casi vencido, por mucho que no alcanzaba a explicarse esa
su testaruda inclinación de ahora hacia la causa de los indios y peones. No se
daba cuenta Benites, o no quería darse cuenta, de que si ahora estaba con esos
dos obreros en el rancho, era solo porque había caído en desgracia con los
yanquis y con "Marino Hermanos". ¿Cómo no tuvo antes lástima de los
obreros y yanacones, cuando era agrimensor de la "Mining Society" y
alternaba, en calidad de amigo, con místers Taik y Weiss? Tipo clásico del
pequeño burgués criollo y del estudiante peruano, dispuesto a todas las
complacencias con los grandes y potentados y a todos los arribismos y cobardías
de su clase. Leónidas Benites, al perder su puesto en las minas y verse
arrojado de los pies de sus patrones y cómplices, cayó en un abatimiento moral
inmenso. Su infortunio era tan completo, que se sentía el más pequeño y
desgraciado de los hombres. Vagaba ahora solo y como un sonámbulo, cada día más
escuálido y timorato, por los campamentos obreros y por los roquedales de
Quivilca. Por las noches, no podía dormir y, con frecuencia, lloraba en su
cama. Una gran crisis nerviosa le devoraba. Alguna vez, le vinieron muy negros
pensamientos y, entre estos, la idea del suicidio. Para Benites, la vida sin un
puesto y sin una situación social no valía la pena de ser vivida. Su temple
moral, su temperatura religiosa, en fin, todo su instituto vital cabía a las
justas entre un sueldo y un apretón de manos de un magnate. Perdidos o
desplazados estos dos polos fundamentales de su vida, la caída fue automática,
tremenda, casi mortal. Cuando tuvo noticias de quién era Huanca y de su llegada
oculta a Quivilca, tuvo el agrimensor un súbito sacudimiento moral. Antes de
buscar a Huanca, sus reflexiones fueron muchas y desgarradoras. Vaciló varios
días entre suplicar y esperar de los yanquis la piedad, o ir a ver a Huanca.
Hasta que, una noche, su desesperación fue tan grande que ya no pudo más y fue
a buscar al herrero. Por su parte, Servando Huanca no quiso, al comienzo,
descubrirle sus secretos propósitos. El apuntador había puesto a Huanca al
corriente de toda la situación de los obreros, patrones y altos empleados de la
"Mining Society" y le había hablado muy mal de Leónidas Benites. Sin
embargo, la insistencia dramática y angustiosa del agrimensor por ponerse al
lado de los peones y, en particular, la circunstancia de haber sido Benites
despedido de la empresa, pesaron en el ánimo y la táctica de Huanca, y se puso
en inteligencia con el agrimensor. Quizás este —pensaba para sí el herrero— le
traía un secreto, una confidencia, un documento o cualesquiera otra arma
estratégica de combate, sorprendida y agarrada a los manejos íntimos de la
empresa y de sus directores. —¿Pero en qué puede usted ayudarnos? —le había
preguntado Huanca a Benites, desde el primer momento. —¡Ah! —había respondido
gravemente el agrimensor—. Ya le diré después... ¡Yo tengo en mis manos una
cosa formidable!... ¡Ya se lo diré otro dia! Servando Huanca aguardaba con
ansiedad esta revelación del agrimensor, y de aquí su campaña tenaz y ardiente
por ganarlo totalmente a la causa de los peones. Además, el herrero tenía prisa
en ver claro y orientarse cuanto antes en lo tocante a los lados flacos de la
"Mining Society" y de los gringos, para iniciar inmediatamente sus
trabajos de propaganda y agitación entre las masas. Ya por impulso propio, los
obreros empezaban a dar signos prácticos de descontento y de protesta. No había
entonces tiempo que perder. Huanca volvió a decir ahora al agrimensor, con un
calor creciente: —¡Escoja usted! ¡Y escoja usted con sinceridad, con franqueza
y sin engañarse a usted mismo! ¡Abra bien los ojos! ¡Piénselo! ¡Usted mismo me
dice que le dan asco y pena y rabia los crímenes y robos de los
"Marino"! ¡Usted mismo está convencido de que, en buena cuenta, la
"Mining Society" no hace más que venir al Perú a sacar nuestros
metales, para llevárselos al extranjero! ¿Entonces?... ¿Y a usted mismo, por
qué lo han botado de su puesto? ¿Por qué? ¿Usted cumplía con su deber? ¿Usted
trabajaba? ¿Entonces? —¡Porque Taik se deja llevar de los chismes de Marino! —
respondió en una queja infinita Benites—. ¡Por eso! ¡Porque Marino me detesta!
¡Solo por eso! ¡Pero yo sabré vengarme! ¡Por esta luz que nos alumbra! ¡Yo me
vengaré!... Huanca y el apuntador, impresionados por el juramento rencoroso de
Benites, se lo quedaron mirando. —¡Eso es! —dijo después Huanca a Benites—.
¡Hay que vengarse! ¡Hay que vengarse de las injusticias de los ricos! ¡Pero que
esto no se quede en simples palabras! ¡Hay que hacerlo! El apuntador dijo, por
su parte, con rabia: —¡Y yo!... ¡Y yo!... ¡A mí me han de pagar lo que hicieron
con la Graciela! ¡Ah! ¡Por estas!... ¡Gringos, jijos de puta!... Los tres
hombres estaban caldeados. Una atmósfera dramática, sombría y de conspiración,
reinó en el rancho. Leónidas Benites se acercó a la puerta, miró afuera por las
rendijas y se volvió a los otros. —¡Yo tengo cómo fregar a la "Mining
Society"! —les dijo en voz baja—. Míster Taik no es yanqui. ¡Es alemán!
¡Yo tengo las pruebas: una carta de su padre, escrita en Hannóver! Se le cayó
del bolsillo una noche en el bazar, estando borracho... —¡Muy bien! —dijo a
Benites el herrero—. Muy bien. Lo que importa es que usted esté decidido a
ponerse a nuestro lado y a luchar contra los gringos. ¡Hay mil maneras de
joderlos!... ¡Las huelgas, por ejemplo! Ya que usted quiere ayudarnos y usted
mismo me ha buscado para hablar sobre estas cosas, yo quisiera saber si usted
puede o no ayudarme a mover a los peones... Tras de un largo silencio de los
tres, cargado de una gran tensión nerviosa, Benites, abrumado por las verdades,
claras y sencillas, del herrero, dijo enérgicamente: —¡Bueno! ¡Yo estoy con los
peones! ¡Cuenten conmigo!... ¡La carta de míster Taik está a la disposición de
ustedes!... —¡Muy bien! —dijo con firmeza Huanca—. Entonces, mañana, en la
noche, hay que traer con engaños aquí al arriero García, al mecánico Sánchez y
al sirviente de los gringos. Usted —añadió, dirigiéndose a Benites—, usted me
trae también mañana la carta de míster Taik. Y creo que mañana seremos seis.
Hoy empezamos ya entre tres. ¡Buen número!... Unos instantes después, salió del
rancho Leónidas Benites, cuidando de no ser visto. Minutos más tarde, salió,
tomando idénticas precauciones, Servando Huanca. Sesgó a la derecha, a paso
lento y tranquilo, y se alejó, perdiéndose ladera abajo, por "Sal si
puedes". Sus pisadas se apagaron de golpe a la distancia. Dentro del
rancho, el apuntador trancó su puerta, apagó el candil y se acostó. No
acostumbraba desvestirse, a causa del frío y de la miseria del camastro. No
podía dormir. Entre los pensamientos y las imágenes que guardaba de las admoniciones
del herrero, sobre "trabajo", "salario",
"jornada", "patrones", "obreros",
"máquinas"', "explotación", "industria",
"productos", "reivindicaciones", "conciencia de
clase", "revolución", "justicia", "Estados
Unidos", "política", "pequeña burguesía",
"capital", "Marx", y otras, cruzaba esta noche por su mente
el recuerdo de Graciela, la difunta. La había querido mucho. La mataron los
gringos, José Marino y el comisario. Recordándola ahora, el apuntador se echó a
llorar.
El viento soplaba afuera, anunciando
tempestad.
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