Revista Nos Disparan desde el Campanario Año III Nro. 47 El narciso neoliberal y la oligarquía de la soledad – Por José Luis Lanao para la Tecl@ Eñe
Fuente La Tecl@ Eñe
https://lateclaenerevista.com/
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En la sociedad de la hiperconexión hemos sustituido la solidaridad por el
narcisismo. Desde una engañosa empatía, esa conectividad ha generado una
especie de sociedad de la interpretación, el engaño y la impostura.
Por José Luis Lanao*
Estamos solos. Solos de solemnidad.
Hiperconectados y solos. Hiperconsumiendo y solos. Solos, delante del
espejo, esperando a Godot junto al árbol del camino. Refugiados en esa obsesión
por uno mismo, en esa traicionera pérdida de tiempo. En vivir más fuera que
dentro. En el desgarro de vernos socialmente obligados a ser dichosos. Con el
hambre de “ser” para ser visto, y ser visto para seguir siendo. Esa hambre que
nunca se termina de quitar del todo. Estamos solos, y no lo sabemos.
No hay nada que ciegue más que
nuestro yo pegajoso e hipervalorado. Ese gran narciso envuelto en sueños de
ginebra.
Que inocencia la nuestra creyendo
estar al mando de nuestras vidas. Hace tiempo que dejamos de ser, para ser
otros. Vidas corrientes convertidas en frenéticos narcisos neoliberales, de
lealtad alambicada, casi feudal, de admirable habilidad para consumir servicios
inútiles y productos vacíos que no necesitamos pero creemos necesitar. Nos
hemos instalado en el reino del hedonismo neoliberal, en un imparable “vanitas
vanitatum”, donde resultamos estar dócilmente amaestrados, impelidos por un
deseo imposible de calmar: la sobreexposición a las pantallas y a la
sobreabundancia de información. Una mutación monstruosa de masa
mayoritariamente plana, nivelada y sorda, incapacitada para cualquier acto de
resistencia.
Hemos dejado de “pensar” y de leer
para mirar. Para mirar sin ver. Sin horarios, sin párpados. Un mundo-pantalla
donde se vuelve muy difícil cerrar los ojos, y ante la saturación y
disponibilidad de “ver todo el tiempo” se complica observar lo mirado, detener
la imagen y profundizar en ella, abordando el espesor más allá de lo
epidérmico. La sumisión de un mundo sin párpados debilita las formas éticas, de
solidaridad y ciudadanía, pero también de pensamiento propio que requiere
sujetos con párpados, con reflexión, con racionalidad y vida íntima. Una
zozobra extrema ante una concepción postmoderna de la existencia que diluye los
contornos de la realidad y la identidad.
Nos gusta creer en un yo que decide,
pero tu vida del “hacer” ya no existe. Ya ha sido programada. Diseñada por la
“oligarquía de la soledad”, con sus dopantes multinacionales de liberalismo
neo-feudal, que te inducen a ser uno y otro al mismo tiempo. Esa ignorancia
voluntaria de la realidad donde se viven dos vidas paralelas: la real y la que
hay que enseñar en la sociedad virtual. Así llegamos a la estupidez oscura de
la que hablaba Musil. Un catálogo de pulgares que se deslizan por un lugar ya
normalizado, donde las emociones se ordenan en etiquetas de códigos y “links”
entre contactos que determinan la deriva de estímulos a seguir. Tu celular ya
no es solo el centro del mundo, es también su dueño. El algoritmo lo rige todo.
Se genera la ilusión de olvido bajo la contingencia y el exceso, pero todo se
archiva de forma indefinida, para ser utilizado ahora o cuando seamos otros.
Una sugestión de individualidad en un tiempo de subjetividades ensimismadas y
reblandecidas de tanto contemplarnos a nosotros mismos. El mercado te necesita,
como producto y como consumidor. Te necesita: solo, conectado, y consumiendo; sin
salir de la habitación, como recomendaba Pascal. Que nadie te pise la
desesperanza, es tuya, te la has ganado.
Hemos entrado en modo hobbesiano. Y,
como suele ocurrir cuando vuelve Hobbes, Kant se eclipsa. El apremio
civilizador de los grandes principios que declarábamos con carácter universal
cede ante los datos de la realidad. Ese Kant indomable que todos llevamos
dentro ha desaparecido.
La sociedad líquida que pronosticó
Bauman ha mutado ya de estado y empieza a ser gaseosa, cáustica y hasta
pomposa, más fluida que sustancial, más disuelta que diluida. Hemos sustituido
la solidaridad por el narcisismo, nos hemos sumido en la barbarie de la
uniformidad, en la corrosiva zona gris de la indiferencia. Desde una engañosa
empatía, esa conectividad ubicua gobernada por calculados diseños de pantalla,
ha generado esta especie de sociedad de la interpretación, del disimulo, del
engaño, de la impostura.
En “La Odisea” por primera vez en
nuestra cultura un humano habla no con sus semejantes o con los dioses, sino consigo
mismo. Ulises, derrotado, dice: “Corazón, se paciente, en otras ocasiones ya
sufriste reveses”. El diálogo íntimo nació así, con una llamada a la calma y al
sosiego. Todavía es posible concebir una utopía del espíritu, a pesar de que
hoy, Ulises, seguramente, hubiera enviado un “tuit”.
Hay una vida ahí afuera que supura.
Un espacio sencillo, humano, con las puertas y las voluntades abiertas. Sal de
la habitación. Sal de ti mismo. Sintoniza con la gente, con el movimiento de
las ramas, con la llegada repentina de la lluvia, con el sol cancelando la
tarde sobre esa pareja que yace sobre la hierba, con las manos entrelazadas,
esperando el rocío de la madrugada. Eso es la belleza. Tan solo eso. Y nada
menos que eso. La vida duele, pero la belleza te rescata. Esa belleza de la
olorosa vida corta, que es todo lo que tenemos.
*Periodista. Colabora en Página 12, Revista Haroldo y El Litoral de Santa Fe. Ex periodista de “El Correo”, Grupo Vocento y Cadena Cope en España. Jugador de Vélez Sarfield, clubs de España, y Campeón Mundial Juvenil Tokio 1979.
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