Revista Nos Disparan desde el Campanario Año III Nro. 47 Literatura: libro del mes: LA LIBERTAD DEL ESPÍRITU de PAUL VALÉRY
El problema del futuro
es que ya no es lo que era
LA LIBERTAD DEL ESPÍRITU es un signo
de los tiempos, y no muy bueno, que hoy sea necesario -y no sólo necesario,
sino incluso urgente- interesar a los espíritus en la suerte del Espíritu, es
decir en su propia suerte. Esta necesidad surge al menos en hombres de cierta
edad (cierta edad es, desgraciadamente una edad demasiado cierta), que han
conocido una época completamente diferente, que han vivido una vida
completamente diferente, que han aceptado, sufrido, examinado los males y
bienes de la existencia en un medio completamente diferente, en un mundo muy
diferente.
Admiraron cosas que ya casi no se
admiran; vieron vivas verdades que están casi muertas; especularon, en fin,
acerca de valores cuyo descenso o derrumbe es tan claro, tan manifiesto y tan
ruinoso para sus esperanzas y sus creencias, como el descenso o el derrumbe de
los títulos y las monedas que consideraban, como todo el mundo, valores
inquebrantables. Asistieron a la bancarrota de la confianza que habían tenido
en el espíritu, confianza que fue para ellos el fundamento y, de alguna manera,
el postulado de su vida ¿pero qué espíritu, y qué entendían por esa palabra?...
Esa palabra es infinita, ya que evoca el origen y el valor de todas las demás.
Pero los hombres de los que hablo le
adjudicaban una significación particular: tal vez entendían por espíritu una
actividad personal pero universal, actividad interior, actividad exterior -que
da a la vida, a las fuerzas mismas de la vida, al mundo y a las reacciones que
el mundo suscita en nosotros-, un sentido y un uso, una aplicación y una
expansión del esfuerzo, o expansión de acción, muy diferentes de los que están
adaptados al funcionamiento normal de la vida ordinaria, a la mera conservación
del individuo.
Para comprender bien este punto,
tenemos que entender aquí por el término «espíritu» la posibilidad, la
necesidad y la energía de distinguir y desarrollar las reflexiones y los actos
que no son necesarios para el funcionamiento de nuestro organismo o que no
tienden a una mejor economía de ese funcionamiento. Pues nuestro ser vivo, como
todos los seres vivos, exige la posesión de una capacidad, una capacidad de
transformación que se aplica a las cosas que nos rodean en tanto nos las
representamos. Esta capacidad de transformación se prodiga para resolver los
problemas vitales que nos impone nuestro organismo y nos impone nuestro medio.
Somos ante todo una organización de
transformación más o menos compleja (conforme a la especie animal), ya que todo
lo que vive está obligado a prodigar y recibir de la vida, hay un intercambio
de modificaciones entre el ser vivo y su medio. Sin embargo, una vez satisfecha
la necesidad vital, una especie, la nuestra, especie positivamente extraña,
cree su deber crearse otras necesidades y otras tareas además de la de
conservar la vida: otros intercambios la preocupan, otras transformaciones la
requieren.
Sea cual sea el origen, sea cual sea
la causa de esta curiosa desviación, la especie humana se ha empeñado en una
inmensa aventura... Aventura cuyo objetivo ignora, como ignora su término e
incluso cree ignorar sus límites. Se empeñó en esta aventura, y lo que llamo el
espíritu le ha provisto a la vez la dirección instantánea, el aguijón, la
punta, el empuje, el impulso, como le ha provisto los pretextos y todas las
ilusiones que necesita para la acción. Esos pretextos e ilusiones variaron,
además, de época en época. La perspectiva de la aventura intelectual es
cambiante... Esto es pues, aproximadamente, lo que quise decir con mis primeras
palabras. Quiero detenerme un poco más sobre este punto, para mostrar con más
precisión cómo se diferencia la capacidad humana -no completamente - de la
capacidad animal que está concentrada en conservar nuestra vida y se
especializa en el cumplimiento de nuestro ciclo habitual de funciones
fisiológicas. Se diferencia; pero se asemeja, y está estrechamente emparentada
a ella.
Es un hecho importante que esta
similitud, que radica en la reflexión, es singularmente fecunda en
consecuencias. La observación es muy simple: no hay que olvidar que, hagamos lo
que hagamos, sea cual sea el objeto de nuestra acción, cualquiera sea el
sistema de impresiones que recibimos del mundo que nos rodea y sean las que
sean nuestras reacciones, el mismo organismo es el encargado de esta misión, el
mismo aparato de relaciones se utiliza para las dos funciones que indiqué, la
útil y la inútil, la indispensable y la arbitraria. Son los mismos sentidos,
los mismos músculos, los mismos miembros; además son los mismos tipos de
signos, los mismos instrumentos de intercambio, los mismos lenguajes, los
mismos modos lógicos, que participan en los actos más indispensables de nuestra
vida, y aparecen en los actos más gratuitos, más convencionales, más
suntuarios.
Resumiendo, el hombre no tiene dos
instrumentos; sólo tiene uno, y ese instrumento le sirve tanto para la
conservación de la existencia, del ritmo fisiológico, como para emplearlo en
las ilusiones y en los trabajos de nuestra gran aventura. Al comparar nuestras
acciones, con frecuencia me ha sucedido, acerca de una cuestión específica,
decir que los mismos órganos, los mismos músculos, los mismos nervios producen
la marcha tanto como la danza, exactamente como nuestra facultad de lenguaje
nos sirve para expresar nuestras necesidades y nuestras ideas, mientras las
mismas palabras y las mismas formas pueden combinarse y producir obras de
poesía. En los dos casos, un mismo mecanismo es utilizado para dos fines
completamente diferentes. Es natural cuando se habla de los temas espirituales
(denominando espiritual a todo lo que es ciencia, arte, filosofía, etc.), es
pues natural, hablando de nuestros temas espirituales y de nuestros problemas
de orden práctico, que exista entre ellos un paralelismo notable, que ese
paralelismo se pueda estudiar y a veces deducir de él una enseñanza.
Se pueden simplificar así algunos
problemas muy difíciles, poner en evidencia la similitud que existe, a partir
de los órganos de acción y de relación, entre la actividad que se puede llamar
superior, y la actividad que se puede llamar práctica, o pragmática... Por una
y otra parte, ya que son los mismos órganos los que se utilizan, hay analogía
de funcionamiento, correspondencia de las fases y de las condiciones dinámicas;
todo esto es de origen profundo, de origen sustancial, ya que es el mismo
organismo quien lo inspira. Hace un momento les decía hasta qué punto los
hombres de mi edad están tristemente afectados por la época que sustituye, tan
pronta y brutalmente, a la época que conocieron, y les decía hace un momento:
-pronunciaba en relación a esto, la palabra Valor.
Me parece que hablé de la caída y la
bancarrota que se produce ante nuestros ojos, de los valores de la vida; y por
ese término «valor» reunía en una misma expresión, bajo un mismo signo, los
valores de orden material y los valores de orden espiritual. Dije «valor» y es
precisamente de eso de lo que deseo hablar; es el punto capital sobre el cual
querría llamar la atención.
Hoy estamos en presencia de una
verdadera y gigantesca transmutación de valores (para utilizar la excelente
expresión de Nietzsche), e intitulando esta conferencia «Libertad del
Espíritu», simplemente hice alusión a uno de los valores esenciales que en la
actualidad parece sufrir la suerte de los valores materiales. Así pues dije
«valor» y dije que hay un valor llamado «espíritu», como hay un valor petróleo,
trigo u oro. Dije valor, porque hay evaluación, juicio de importancia y hay
también discusión sobre el precio que se está dispuesto a pagar por este valor:
el espíritu. Puede haberse hecho una inversión en este valor; se la puede
seguir, como dicen los hombres de la Bolsa; se pueden observar sus
fluctuaciones, como en cualquier cotización que representa la opinión general
del mundo sobre él. Se puede ver en esta cotización inscrita en todas las
páginas de los diarios, cómo viene compitiendo aquí y allá con otros valores.
Porque hay valores rivales. Son por ejemplo: el poder político, que no siempre
está de acuerdo con el valor espíritu, el valor seguridad social, y el valor
organización del Estado. Todos esos valores que suben y bajan constituyen el
gran mercado de los negocios humanos. Entre ellos, el desdichado valor espíritu
casi no deja de bajar. La consideración del valor espíritu permite, como todos
los valores, dividir a los hombres según la confianza que pusieron en él. Hay
hombres que depositaron todo, todas sus esperanzas, todas sus economías de
vida, de corazón y de fe. Hay otros que se le han consagrado mediocremente.
Para ellos, es una inversión sin demasiado interés, sus fluctuaciones les
interesan muy escasamente.
Hay otros que se preocupan
extremadamente poco por ellas, que no pusieron su dinero vital en este negocio.
Y por fin, hay que confesar que están quienes lo hacen descender lo más
posible. Ya ven que tomo prestado el lenguaje de la Bolsa. Puede parecer
extraño, adaptado a cosas espirituales; pero considero que no hay otro mejor y
tal vez, que no hay otro para expresar relaciones de esta especie, pues la
economía espiritual, como la economía material, cuando se las piensa, se
resumen una y otra muy bien en un simple conflicto de evaluaciones.
A menudo me sorprendieron, pues, las
analogías que aparecen, sin que fueran solicitadas en absoluto, entre la vida
del espíritu y sus manifestaciones, y la vida económica y las suyas. Una vez
que se ha percibido esta similitud es casi imposible no seguirla hasta el límite.
En uno y otro asunto, en la vida económica como en la vida espiritual,
encontrarán ante todo las mismas nociones de producción y de consumo. El
productor, en la vida espiritual, es un escritor, un artista, un filósofo, un
sabio; el consumidor es un lector, una audiencia, un espectador.
Asimismo encontrarán esta noción de
valor que acabo de retomar, que es esencial en los dos órdenes, como lo es la
noción de intercambio y la de oferta y demanda. Todo esto es simple, todo esto
se explica fácilmente; son términos que tienen sentido tanto sobre el mercado
interior (donde cada espíritu discute, negocia o transige con el espíritu de
los otros) como en el universo de los intereses materiales. Además, se puede
considerar igualmente el trabajo y el capital por ambos lados; una civilización
es un capital cuyo crecimiento puede proseguirse durante siglos como el de
ciertos capitales, y que absorbe en sí sus intereses compuestos. Este
paralelismo sorprende a la reflexión; la analogía es muy natural; podría llegar
a ver en él una verdadera identidad, y la razón es que: primero, ya lo dije,
interviene el mismo tipo orgánico bajo los nombres de producción y de recepción
-producción y recepción son inseparables de los intercambios; pero, aún más,
todo lo social resulta de las relaciones entre el gran número de individuos,
todo lo que ocurre entre el vasto sistema de seres vivos y pensantes (más o
menos pensantes), cada uno de los cuales es a la vez solidario con todos los
demás, y opuesto a todos los otros, único, en cuanto a sí, indiscernible e
inexistente en el interior del número. Este es el punto. Se observa y se
verifica tanto en el orden práctico como en el orden espiritual. De un lado, el
individuo; del otro, la cantidad indistinta y las cosas; en consecuencia, la
forma general de esas relaciones no puede ser muy diferente, ya se trate de
producción, intercambio o consumo de productos para el espíritu, o bien
producción, intercambio o consumo de productos en la vida material. ¿Cómo
podría ser de otra manera?... Volvemos a encontrar el mismo problema; siempre
individuo y cantidad indistinta de individuos en relaciones directas o
indirectas; sobre todo indirectas, porque, en el mayor número de casos,
sufrimos indirectamente la presión exterior tanto en materia económica como en
materia espiritual, y recíprocamente, ejercemos nuestra acción exterior sobre
una cantidad indeterminada de auditores o de espectadores.
Se establece así una doble relación.
Ya que tiene que haber intercambio mientras por otra parte hay pluralidad de
necesidades y pluralidad de hombres, desde el momento que la singularidad de
los individuos, sus gustos que son incomunicables, o bien su capacidad, su
industria, talentos e ideologías personales se exponen en el mercado, ya se
trate de doctrinas o de ideas, de materias primas o de objetos manufacturados,
la competencia que esos valores individuales se provocan, compone el equilibrio
móvil, equilibrio que determinan, por un instante solamente, los valores de ese
instante. Así como tal mercadería hoy vale tanto, durante algunas horas, porque
está sujeta a bruscas fluctuaciones, o a variaciones muy lentas, pero
continuas; asimismo los valores en materia de gusto, doctrinas, estilo, ideal,
etc.
Sólo que la economía del espíritu nos
propone fenómenos mucho más difíciles de definir, pues en general no son
calculables y aparte no están establecidos por organismos o instituciones
especializadas a ese efecto. Ya que consideramos al individuo en contraste con
sus semejantes, recordemos el adagio de los antiguos, que sobre gustos no hay
nada escrito. Pero de hecho, es todo lo contrario; no se hace otra cosa.
Pasamos nuestro tiempo discutiendo acerca de gustos y de colores. Lo hacemos en
la Bolsa, lo hacemos en infinitos jurys, en las Academias y no puede ser de
otra manera; todo es regateo en los casos donde el individuo, el colectivo, el
singular y el plural deben enfrentarse y buscar ya entenderse, ya reducirse a
silencio. Aquí la analogía que seguimos es tan sorprendente que atañe a la
identidad. Así, cuando hablo del espíritu, quiero señalar ahora un aspecto y
una propiedad de la vida colectiva; aspecto, propiedad tan real como la riqueza
material, y a veces tan precaria como ésta. Quiero pensar una producción, una
evaluación, una economía, próspera o no, más o menos estable, tanto como otra,
que se desarrolla o declina, que tiene sus fuerzas universales, sus
instituciones, sus leyes propias y tiene también sus misterios. No crean que me
complazca aquí en realizar una simple comparación, más o menos poética y que,
de la idea de la economía material, paso por simples artificios retóricos a la
economía espiritual o intelectual. En realidad, si quisiéramos reflexionar,
sería todo lo contrario.
Es el espíritu el que ha comenzado, y
no podría ser de otro modo. Necesariamente es el comercio de los espíritus el
primer comercio del mundo, el primero, el que ha comenzado, el que
necesariamente es el inicial, pues antes de trocar las cosas, es necesario que
se troquen los signos, y por consiguiente es necesario que se instituyan los
signos. No hay mercado, no hay intercambio sin lenguaje; el primer instrumento
de todo tráfico es el lenguaje, se puede decir aquí (dándole un sentido
convenientemente alterado) el célebre enunciado: Al comienzo fue el Verbo. Fue
necesario que el Verbo precediera al acto mismo del comercio. Pero el verbo no
es otra cosa que uno de los nombres más precisos de lo que he llamado el
espíritu. El espíritu y el verbo son casi sinónimos en muchos usos. El término
que se traduce por verbo en la Vulgata, es el griego «logos» que quiere decir
simultáneamente cálculo, razonamiento, palabra, discurso, conocimiento, al
mismo tiempo que expresión. En consecuencia, al decir que el verbo coincide con
el espíritu, no creo decir una herejía - incluso en el orden lingüístico. Por
otra parte, la mínima reflexión hace evidente que en todo comercio es necesario
que haya antes con qué iniciar una conversación, designar el objeto que se debe
intercambiar, mostrar lo que necesitamos; por eso se necesita algo sensible, pero
que tenga poder inteligible; y ese algo, es lo que llamé de un modo general, el
verbo.
El comercio de los espíritus precede
pues al comercio de las cosas. Voy a demostrar que lo acompaña, y de muy cerca.
No sólo es lógicamente necesario que sea así, sino que también puede
establecerse históricamente. Encontrarán su demostración en el hecho notable de
que las regiones del globo que han conocido el comercio de cosas más
desarrolladas, el más activo y más antiguamente establecido, son también las
regiones del globo donde la producción de los valores del espíritu, la
producción de ideas, la producción de obras del espíritu y de obras de arte han
sido más precoces y más fecundas y más diversas. Además observo que en esas
regiones, lo que se llama libertad del espíritu ha sido más ampliamente
admitido, y agrego que no podía ser de otro modo. Desde que las relaciones se
vuelven más frecuentes, activas, extremadamente numerosas entre los hombres, es
imposible mantener entre ellos grandes diferencias, no de castas o de
estatutos, pues esta diferencia puede subsistir, sino de comprensión.
La conversación, incluso entre
superiores e inferiores, adquiere una familiaridad y una facilidad que no surge
en las regiones donde las relaciones son mucho menos frecuentes; por ejemplo es
sabido que en la antigüedad, y en particular en Roma, el esclavo y su patrón
mantenían relaciones totalmente familiares a pesar de la dureza, la disciplina
y las atrocidades que podían ejercerse legalmente. Decía pues, que la libertad
de espíritu y el espíritu mismo se han desarrollado más en las regiones donde
simultáneamente se desarrollaba el comercio. En cualquier época, sin excepción,
una producción intensa de arte, de ideas, de valores espirituales se revela en
puntos culminantes por la actividad económica que allí se observa. En lo
concerniente a la cuenca del Mediterráneo, se sabe que presentó el ejemplo más
asombroso y convincente. La cuenca, efectivamente es un lugar de algún modo
privilegiado, predestinado, providencialmente señalado como para que se
produjera sobre sus márgenes, se estableciera entre sus orillas, uno de los
comercios más activos. Se perfila y se profundiza en la región más templada del
globo; ofrece facilidades muy particulares para la navegación; baña tres zonas
del mundo muy diferentes; y en consecuencia atrae a las más diversas razas; las
pone en contacto, en competencia, en armonía o en conflicto; las enciende, como
también a los intercambios de cualquier naturaleza.
La cuenca tiene la propiedad tan
notable de que se puede llegar bien por vía terrestre siguiendo el litoral o
bien atravesando el mar, de un punto a otro totalmente diferente de su
contorno, y durante siglos ha sido teatro de la mezcla y de los contrastes de
diferentes familias de la especie humana, que mutuamente se enriquecieron con
experiencias de todo orden. En la cuenca, entusiasmo por el intercambio, viva
competencia, competencia del negocio, competencia de fuerzas, competencia de
influencias, competencia de religiones, competencia de propagandas, competencia
simultánea de los productos materiales y de los valores espirituales; casi no
había diferencias. El mismo navío, la misma barca traían mercaderías y dioses;
ideas y procedimientos. Cuántas cosas se desarrollaron en las costas del
Mediterráneo, por contagio o por irradiación. Así se constituyó ese tesoro al
que nuestra cultura debe casi todo, al menos en sus orígenes; puedo decir que
el Mediterráneo constituyó una verdadera máquina de fabricar de la
civilización. Pero todo esto establecía necesariamente la libertad del
espíritu, estableciendo al mismo tiempo negocios. Encontramos pues
estrechamente asociados sobre las costas del Mediterráneo: Espíritu, cultura y
comercio. Pero hay otro ejemplo menos banal que el que acabo de dar. Consideren
la línea del Rin, esta línea de agua que va desde Basilea hasta el mar, y
adviertan la vida que se ha desarrollado sobre las costas de esta gran vía
fluvial, desde los primeros siglos de nuestra era hasta la guerra de los
Treinta Años. Todo un sistema de ciudades parecidas se asentó a lo largo del
río, que juega el papel de un conductor como el Mediterráneo, y de un colector.
Ya se trate de Estrasburgo, de Colonia o de otras ciudades hasta el mar, estos
poblados se conforman en condiciones análogas y presentan una similitud notable
en su espíritu, sus instituciones, sus funciones y su actividad a la vez
material e intelectual. Son ciudades donde la prosperidad surge temprano;
ciudades de comerciantes y de banqueros; su sistema, se extiende hacia el mar y
se comunica al oeste con las ciudades industriales de Flandes y con los puertos
hanseáticos hacia el nordeste (1).
Allí, la riqueza material, la riqueza
espiritual o intelectual y la libertad de las formas comunales, se instituyen,
se consolidan, se fortifican de siglo en siglo. Son plazas financieramente
potentes y son posiciones estratégicas del espíritu. Encontramos una industria
que requiere de técnicos a la vez que la banca exige diseñadores y diplomáticos
de negocios, gente especialmente dedicada al intercambio en una época donde los
medios de intercambio y de circulación eran muy poco prácticos; pero también
descubrimos vitalidad artística, curiosidad erudita, producción de pintura, de
música, de literatura -en suma, una creación y una circulación de valores
totalmente paralela a la actividad económica de los mismos centros. Es entonces
cuando se inventa la imprenta; desde allí se propaga por el mundo; pero es en
la costa del río, y como elemento del comercio producido por el río, que puede
desarrollarse la industria del Libro y alcanzar todo el espacio del mundo
civilizado. Ya dije que todas esas ciudades presentan notables similitudes en
su espíritu, costumbres y organización interna; obtienen o compran una especie
de autonomía. En ellas la riqueza y el aficionado se dan cita y tampoco falta
el conocedor.
El espíritu alienta en forma de
artistas, escritores o impresores: descubre uno de los más favorables terrenos
de elección para la cultura, que exige de libertad y de recursos. Así este
conjunto de ciudades crea a lo largo del río una franja de territorios que se
ramifican hacia el mar y se oponen a las regiones interiores del Este y del
Oeste que son agrícolas, regiones éstas que durante mucho tiempo perduran como
de tipo feudal. Está claro que hago aquí una exposición muy sumaria y que sería
necesario, para precisar el panorama que acabo de esbozar, consultar muchos
libros y reconstruir toda mi composición de época y de lugares. Pero lo que he
dicho bastará tal vez para justificar mi opinión acerca del paralelismo de los
desarrollos intelectuales con el desarrollo comercial, bancario, industrial de
las regiones mediterránea y renana. Lo que denominamos la Edad Media se
transformó en mundo moderno por la acción de los intercambios -acción que lleva
al punto más alto la temperatura del espíritu. No porque la Edad Media haya
sido un período oscuro, como se ha dicho. Están sus testigos de piedra. Pero
esos trabajos, las construcciones de catedrales, obras in-comparables que
levantaron sus arquitectos, franceses sobre todo, son para nosotros verdaderos
enigmas si nos preguntamos sobre las condiciones de su concepción y su
ejecución. En efecto, no tenemos ningún documento que nos informe sobre la
verdadera cultura de esos maestros de la construcción, que sin embargo debían
tener una ciencia muy desarrollada para construir obras de esta amplitud y
extrema audacia. No nos dejaron tratados de geometría, ni de mecánica,
arquitectura, resistencia de los materiales, perspectiva, ni planos, ni
diseños, nada que nos aporte la mínima claridad sobre lo que sabían.
Una cosa, sin embargo, conocemos: que
estos arquitectos eran nómades. Iban construyendo de ciudad en ciudad.
Aparentemente transmitían de persona a persona sus procedimientos teóricos y
técnicos de construcción. Los obreros y sus jefes o capataces se formaban en
sociedades de compañeros, que iban transmitiéndose los procedimientos de corte
de piedra y de aparejamiento, de encofrado, de cerrajería. Pero ningún documento
escrito nos ha llegado sobre todas esas técnicas. El famoso cuaderno de Villard
de Honnecourt es un documento totalmente insuficiente. Los
viajeros-constructores, introductores de métodos y recetas de arte eran pues
también instrumentos de intercambio -pero primitivos, personales y además
celosos de sus secretos y de sus habilidades manuales. Ellos mantenían arcano
lo que una época de intensa cultura tiende a transmitir lo más posible, y tal
vez, a transmitir demasiado. También había una cierta vida intelectual en los
monasterios. En la sombra de los claustros pudo nacer el estudio de la
antigüedad, la literatura y las lenguas, la civilización de los antiguos ser
estudiada, preservada, cultivada durante algunos tristes siglos...
La vida del espíritu es, en todo
Occidente, terriblemente pobre entre siglo V y el XI. Incluso en la época de
las primeras cruzadas, no se compara con lo que se observaba en Bizancio y en
el Islam, de Bagdad a Granada, en el orden de las artes, las ciencias y las
costumbres. Saladino debía ser, por sus gustos y cultura, muy superior a
Ricardo Corazón de León. ¿Esta mirada sobre la alta Edad Media no se
corresponde con nuestro tiempo? Cultura, variaciones de la cultura, valor de
las cosas del espíritu, estimación de sus producciones, importancia que se da
en la jerarquía de las necesidades del hombre, hoy sabemos que por un lado todo
esto está en relación con la facilidad de la multiplicidad de los intercambios
de cualquier especie; por otro lado, que es extrañamente precario. Todo lo que
ocurre hoy debe relacionarse con estos dos puntos. Miremos en nosotros y a
nuestro alrededor. Lo que constatamos, lo he resumido en mis primeras palabras.
Les decía que en el invitar a los espíritus a preocuparse por el Espíritu y su
destino, surgía un signo de los tiempos, un síntoma. ¿Se me hubiera ocurrido
esta idea si todo el conjunto de impresiones no hubiera sido demasiado
significativo y potente como para hacerme pensar y que esta reflexión se
hiciera acto? Y este acto, que consiste en expresarlo ante ustedes ¿podría
haberlo realizado si no hubiera presentido que mis impresiones eran las de
mucha gente, que la sensación de disminución del espíritu, de amenaza para la
cultura, de un crepúsculo de las divinidades más puras era una sensación que se
imponía con más y más fuerza en todos los que pueden tener percepciones acerca
de los valores superiores de los que hablamos?
Cultura, civilización son sustantivos
demasiado vagos que puede ser divertido diferenciar, oponer o conjugar. No me
detendré en eso. Para mí, ya lo he dicho, se trata de un capital que se forma,
se emplea, se conserva, se aumenta, declina, como todos los capitales
imaginables -el más conocido de los cuales es, sin duda, lo que denominamos
nuestro cuerpo... ¿De qué se compone ese capital Cultura o Civilización?
Primero está constituido por cosas, objetos materiales -libros, cuadros,
instrumentos, etc.-, que tienen su duración probable, su fragilidad, su
precariedad de cosas. Pero ese material no basta. No más que un lingote de oro,
una hectárea de buena tierra, o una máquina no son capi-tales en ausencia de
hombres que tienen necesidad de ellos y que saben utilizarlos. Consideren estas
dos condiciones. Para que el material de la cultura sea un capital exige,
también él, la existencia de hombres que lo necesiten y que puedan utilizarlo
-es decir hombres que tengan sed de conocimientos y de poder de transformación
interiores, sed de desarrollo de su sensibilidad; y que sepan, además, adquirir
o ejercer lo que corresponde a hábitos, disciplina intelectual, convenciones y
prácticas para utilizar el arsenal de documentos y de instrumentos que los
siglos han acumulado. Digo que el capital de nuestra cultura está en peligro.
Lo está bajo varios aspectos. Lo está de diversas maneras. Brutalmente.
Insidiosamente. Está atacado por más de uno. Disipado, descuidado, envilecido
por todos nosotros. Los progresos de esta disgregación son evidentes. Aquí
mismo, varias veces dí ejemplos.
Mostré lo mejor posible hasta qué
punto toda la vida moderna constituye, bajo apariencias a menudo muy brillantes
y muy seductoras, una verdadera enfermedad de la cultura, ya que somete a esta
riqueza que debe acumularse como una riqueza natural, ese capital que debe
formarse mediante capas progresivas en los espíritus, la somete a la agitación
general del mundo, propagada, proyectada por la exageración de todos los medios
de comunicación. En este punto de actividad, los intercambios demasiado rápidos
son fiebre, la vida se vuelve “devoración” de la vida. Perpetuas conmociones,
novedades, noticias; inestabilidad esencial, transformada en verdadera
necesidad, nerviosidad generalizada por todos los medios que el mismo espíritu
ha creado. Se puede decir que hay suicidio en esta forma ardiente y superficial
de existencia del mundo civilizado. ¿Cómo concebir el futuro de la cultura
cuando la edad que tenemos permite comparar lo que fue antes con lo que está
desarrollando?
Este es un simple hecho que propongo
a la reflexión como se impuso a la mía. He asistido a la desaparición
progresiva de seres extremadamente preciosos para la formación regular de
nuestro capital ideal, tan preciosos como los mismos creadores. He visto
desaparecer uno a uno esos entendidos, los inapreciables aficionados que, si
bien no creaban obra, creaban su verdadero valor; eran jueces apasionados pero
incorruptibles, para los cuales o contra los cuales era bueno trabajar. Sabían
leer: virtud que se ha perdido. Sabían escuchar, e incluso oír. Sabían ver. Es
decir que lo que apreciaban releer, volver a escuchar o volver a ver, se
constituía, por ese regreso, en valor sólido. Así aumentaba el capital
universal. No digo que todos hayan muerto y que no puedan nacer nunca más. Pero
constato con pena su extremada disminución. Tenían por profesión ser sí mismos
y gozar de su opinión con total independencia, que ninguna publicidad, ningún
artículo conmovía. La más desinteresada y más ardiente vida intelectual y
artística era su razón de ser. No había espectáculo, exposición, libro al que
no concediesen su escrupulosa atención. Con alguna ironía se los calificaba a
veces como hombres de gusto, pero la especie se volvió tan rara, que el mismo
término ya es tomado como burla. Es una pérdida importante, pues nada es más
valioso para el creador que los que pueden apreciar su obra y sobre todo dar al
cuidado de su trabajo, al valor de trabajo del trabajo, la evaluación de la que
hablaba hace un momento, la estimación que fija, fuera de la moda y del efecto
de un día, la autoridad de una obra y de un nombre. Hoy las cosas van muy
rápido, las reputaciones se crean velozmente y se desvanecen del mismo modo. No
se hace nada estable, pues nada se hace para lo estable. ¿Cómo quieren que el
artista no sienta, bajo la apariencia de difusión del arte, de su enseñanza generalizada,
toda la futilidad de la época, la confusión de valores que allí se produce,
toda la facilidad que favorece? Si concede a su trabajo todo el tiempo y el
cuidado que puede darle, lo concede con el sentimiento de que algo de ese
trabajo se impondrá al espíritu de quien lo lee; espera que le sea devuelto,
mediante una cierta cualidad y cierto período de atención, un poco del esfuerzo
que se ha tomado escribiendo su página. Confesemos que le pagamos muy mal... No
es nuestra culpa, estamos abrumados de libros. Sobre todo estamos asediados por
lecturas de interés inmediato y violento. Hay en las hojas de los diarios tal
diversidad, tal incoherencia, tal intensidad de noticias (sobre todo en ciertos
días) que el tiempo que podemos otorgar sobre veinticuatro horas a la lectura
está completamente ocupado, y los espíritus turbados, agitados o
sobreexcitados.
El hombre que tiene un empleo, el
hombre que gana su vida y que puede consagrar una hora por día a la lectura, la
haga en su casa, en el tranvía o en el subte, la hora es devorada por las
noticias criminales, necedades incoherentes, chismes y los hechos menos
diversos, cuyo desorden y abundancia parecen concebidos para atontar y
simplificar groseramente los espíritus. Nuestro hombre está perdido para el libro...
Esto es fatal y no podemos hacer nada. Todo esto trae como consecuencia una
disminución real de la cultura; y, en segundo lugar, una disminución real de la
verdadera libertad de espíritu, pues esta libertad exige un desprendimiento, un
rechazo de todas esas sensaciones incoherentes o violentas que recibimos de la
vida moderna a cada instante. Acabo de hablar de libertad... Existe simplemente
la libertad, y la libertad de los espíritus. Todo esto sale un poco de mi tema,
pero sin embargo tenemos que detenernos brevemente.
La libertad, palabra inmensa, palabra
que la política ha utilizado ampliamente -pero que proscribe; aquí y allá,
desde hace algunos años- la libertad ha sido un ideal, un mito; ¡ha sido una
palabra llena de promesas para unos, llena de amenazas para otros! Una palabra
que ha enfrentado a los hombres y agitado las calles. Una palabra que era la
palabra de reunión de los que parecían más débiles y se sentían más fuertes,
contra los que parecían los más fuertes y no se sentían más débiles. La
libertad política es difícilmente separable de las nociones de igualdad, de las
nociones de soberanía; pero es difícilmente compatible con la idea de orden; y
a veces con la idea de justicia. Pero no es ése mi tema. Vuelvo al espíritu.
Cuando se examinan un poco más de cerca todas esas libertades políticas,
rápidamente se llega a apreciar la libertad de pensamiento. La libertad de
pensamiento se confunde en los espíritus con la libertad de publicar, que no es
lo mismo. Jamás se impidió a nadie pensar como quisiera. Sería difícil; a menos
que se tengan aparatos para rastrear el pensamiento en los cerebros. Se llegará
a eso seguramente, pero todavía no es del todo así, ¡y no deseamos ese
descubrimiento! La libertad de pensamiento, mientras tanto, existe -en la
medida en que no esté limitada por el mismo pensamiento. Es muy bonito tener
libertad para pensar, ¡pero aún hay que pensar algo! Pero en el uso más
ordinario en que se dice libertad de pensar, se quiere decir libertad de
publicar, o bien libertad de enseñar.
Esta libertad da lugar a graves
problemas: siempre suscita alguna dificultad; y tanto la Nación, como el
Estado, como la Iglesia, tanto la Escuela, como la Familia, han criticado la
libertad de pensar publicando, de pensar públicamente o de enseñar. Son ellas
potencias más o menos celosas de las manifestaciones exteriores del individuo
pensante. No quiero ocuparme aquí del fondo de la cuestión. Es un asunto de
casos particulares. Es cierto que en tales casos, es bueno que la libertad de
publicar sea vigilada y restringida. Pero el problema se vuelve muy difícil
cuando se trata de medidas generales. Por ejemplo, está claro que durante una
guerra es imposible permitir la publicación de todo. No sólo es imprudente
permitir publicar noticias sobre la conducción de las operaciones; esto lo
comprende todo el mundo, pero hay además algunas cosas que el orden público no
permite que sean publicadas. No es todo. La libertad de publicar que es una
parte esencial de la libertad de comercio del espíritu, se encuentra hoy, en
ciertos casos, en ciertas regiones, severamente restringida y también suprimida
de hecho. Ustedes advierten hasta qué punto este tema es tórrido; y que se
plantea un poco en todas partes. Quiero decir en todo lugar donde aún se puede
plantear un tema cualquiera. Personalmente no soy de los más proclives a
publicar mis ideas. Perfectamente se puede no publicar ¿quién obliga a
publicar?... ¿Qué demonio? ¿Por qué hacerlo, después de todo? Uno puede guardar
sus ideas. ¿Por qué exteriorizarlas?... Son tan bellas en el fondo de un cajón
como en una cabeza... Pero hay gente a la que le gusta publicar, a la que gusta
inculcar sus ideas a los otros, que sólo piensan para escribir, y que sólo
escriben para publicar. Ellos se aventuran entonces en el espacio político.
Aquí se perfila el conflicto. La política, obligada a falsificar todos los
valores que el espíritu tiene por misión controlar, admite todas las
falsificaciones o todas las reticencias que le convienen, que estén de acuerdo
con ella y rechaza incluso violentamente, o prohíbe a todas las que no lo son.
Resumiendo ¿qué es la política?... La política consiste en la voluntad de
conquista y de conservación del poder; exige en consecuencia, una acción de
coacción o de ilusión sobre los espíritus, que son la materia de todo poder.
Necesariamente, todo poder piensa en impedir la publicación de cosas que no
convienen a su ejercicio. Se empeña en eso al máximo. El espíritu político
termina siempre por obligar a falsificar. Introduce en la circulación, en el
comercio, la falsa moneda intelectual; introduce nociones históricas
falsificadas; construye razonamientos aparentes; en suma, se permite todo lo
que necesita para conservar su autoridad, que es llamada, no sé por qué, moral.
Hay que confesar que en todos los casos, política y libertad de espíritu se
excluyen. Esta es la enemiga esencial de los partidos, como lo es, además, de
toda doctrina en posesión del poder. Por eso quise insistir sobre los matices
que estas expresiones pueden implicar en francés.
La libertad es una noción que aparece
en expresiones contradictorias, ya que las empleamos a veces para decir que
podemos hacer lo que queramos, y a veces para decir que podemos hacer lo que no
queremos, lo que es, para algunos, el máximo de la libertad. Esto equivale a
decir que hay varios seres en nosotros, pero al disponer de un único y mismo
lenguaje, puede suceder que una misma palabra (como libertad) se utilice según
necesidades de expresión muy diferentes. Es una palabra buena para todo. Somos
libres porque nada se opone a lo que se nos propone y nos seduce y también
somos supremamente libres porque, al sentirnos desembarazados de una seducción
o tentación, podremos actuar contra su tendencia: hay allí un máximo de
libertad. Observemos pues un poco esta noción tan furtiva en sus usos
espontáneos.
De inmediato descubro que la idea de
libertad no es inicial en nosotros; nunca se la evoca si no como provocación;
quiero decir que siempre es una respuesta. Jamás pensamos que somos libres
cuando nada nos demuestra que no lo somos, o que podríamos no serlo. La idea de
libertad es una respuesta a cierta sensación o a cierta hipótesis de molestia,
de impedimento, de resistencia, que se opone a un impulso de nuestro ser, a un
deseo de los sentidos, a una necesidad, y también al ejercicio de nuestra
voluntad meditada. No soy libre sino cuando me siento libre; pero no me siento
libre sino cuando me pienso obligado, cuando me pongo a imaginar un estado que
contrasta con mi estado presente. La libertad, pues, no es sensible, no es
concebida, no es deseada sino por efecto de un contraste.
Si mi cuerpo encuentra obstáculos en
sus movimientos naturales, en sus reflexiones; si mi pensamiento es perturbado
en sus operaciones por algún dolor físico, por alguna obsesión, por la acción
del mundo exterior, por la estridencia, por el calor excesivo o el frío, por la
trepidación o por la música que hacen los vecinos, aspiro a un cambio de
estado, a una liberación, a una libertad. Trato de reconquistar el uso de mis
facultades en su plenitud. Trato de negar el estado que me lo rehúsa. Ven
ustedes pues que existe negación en ese término libertad cuando se busca su
papel original, en estado naciente.
Esta es el resultado que obtengo.
Puesto que la necesidad de libertad y la idea no se provocan en aquellos que no
están sujetos a molestias y a impedimentos, cuanto menos sensibles a esas
restricciones seamos, menos se provocará el término y el reflejo libertad. Un
ser poco sensible a los obstáculos que surgen a la libertad del espíritu, a las
adversidades que le imponen los poderes públicos, por ejemplo, o a
circunstancias exteriores de cualquier tipo, sólo reaccionará un poco contra
esas adversidades. No sufrirá ningún estremecimiento de rebelión, ningún
reflejo, ninguna resistencia contra la autoridad que le impone ese obstáculo.
Al contrario, en muchos casos se encontrará aliviado de una vaga
responsabilidad. Liberarse, para él, su libertad, consistirá en sentirse
descargado de la preocupación de pensar, de decidir y de desear. Comprenden las
consecuencias enormes de esto: en los hombres donde la sensibilidad por las
cosas del espíritu es tan débil que las presiones que se ejercen sobre la
producción de las obras del espíritu son imperceptibles, no hay reacciones, al
menos exteriores.
Ustedes saben que esta consecuencia
se verifica muy cerca de nosotros: observen en el horizonte los efectos más
visibles de esta presión sobre el espíritu, y al mismo tiempo observen la poca
reacción que provoca. Esto es un hecho. Y demasiado evidente. Tampoco quiero
juzgar porque no me corresponde juzgar. ¿Quién puede juzgar a los hombres?...
¿No es considerarse más que hombre? Si hablo de esto es porque para nosotros no
existe un tema más interesante, pues no sabemos qué nos reserva el futuro, a nosotros,
que llamaré hombres del espíritu si quieren... Considero hoy a la vez necesario
e inquietante estar obligados a invocar, no sólo lo que se llama derechos del
espíritu, ¡son sólo palabras!... no hay derechos si no hay fuerza... sino
invocar el interés, para todo el mundo, en la preservación y el sostén de los
valores del espíritu. ¿Por qué? Porque la creación y la existencia organizada
de la vida intelectual se encuentra en una de las más complejas relaciones,
pero de las más ciertas y más estrechas con la vida -simplemente- la vida
humana. Nadie explicó jamás qué significábamos nosotros, los hombres, y nuestra
singularidad que es espíritu. Este espíritu es en nosotros una potencia que nos
ha comprometido en una aventura extraordinaria, nuestra especie se ha alejado
de todas las condiciones iniciales y normales de la vida. Inventamos un mundo
para nuestro espíritu y, queremos vivir en el mundo de nuestro espíritu. El
quiere vivir en su obra. Se trata de rehacer lo que la naturaleza había hecho o
corregirla y entonces terminar por rehacer, de algún modo, al hombre mismo.
Rehacer en la medida de sus medios que ya son muy grandes, rehacer la vivienda,
equipar la porción de planeta que habita; recorrerla en todos los sentidos, ir
hacia lo alto, hacia lo bajo; explotar, extraer todo lo que contiene de
utilizable para nuestros designios. Todo eso está muy bien; y no vemos qué
haría el hombre si no hiciera eso, a menos que volviera a la condición animal.
No olvidemos aquí decir que toda la actividad propiamente espiritual, a la par
de las disposiciones materiales del globo están relacionadas, es una verdadera
disposición del espíritu, que ha consistido en crear el conocimiento
especulativo y los valores artísticos y producir una cantidad de obras, un capital
de riqueza inmaterial. Pero, materiales o espirituales, nuestros tesoros no son
imperecederos.
Hace ya mucho tiempo, en 1919,
escribí que las civilizaciones son tan mortales como cualquier ser viviente,
que no es tan difícil pensar que la nuestra pueda desaparecer con sus
procedimientos, sus obras de arte, su filosofía, sus monumentos, como han
desaparecido tantas civilizaciones desde los orígenes - como desaparece un gran
navío que naufraga. Es cómodo estar manido de los procedimientos más modernos
para encaminarse, para defenderse contra el mar, es cómodo enorgullecerse de
las máquinas todopoderosas que lo mueven, lo mueven tanto hacia su perdición
como hacia el puerto, y se hunde con todo lo que lleva, cuerpos y bienes. Todo
eso me había impresionado entonces; hoy no me siento más tranquilo. Por eso no
creo inútil recordar la precariedad de todos esos bienes, ya sea la cultura
misma, como la libertad de la expresión. Pues allí donde no hay libertad de
espíritu, la cultura se marchita... Se ven importantes publicaciones, revistas
(antes muy activas) de allende las fronteras, que ahora están llenas de
artículos de erudición insoportable; advertimos que la vida se ha retirado de
esas colecciones, en las que sin embargo hay que hacer como que se conserva la
vida intelectual. Esta simulación recuerda lo que pasaba antes, en la época en
que Stendhal se burlaba de ciertos eruditos que había conocido: el despotismo
los condenaba a refugiarse en la discusión de las comas en un texto de
Ovidio... Tales miserias habían llegado a parecer increíbles. Su absurdo
parecía condenado definitivamente... Pero está de vuelta y todopoderosa aquí y
allí... Por todos lados percibimos adversidades y amenazas contra el espíritu
cuyas libertades son combatidas al mismo tiempo que la cultura, y en nuestras
invenciones y nuestros modos de vida y en la política general y en diversas
políticas particulares, de manera que tal vez no sea ni vano ni exagerado dar
la voz de alarma y mostrar los peligros que rodean lo que nosotros, los hombres
de mi edad, hemos considerado como el bien supremo. Traté de decir estas cosas
fuera de aquí. Hace poco tuve que hablar en Inglaterra y observé que era
escuchado con gran interés, que mis palabras expresaban sentimientos y
pensamientos captados inmediatamente por mi audiencia. Escuchen ahora lo que me
resta por decir.
Quisiera, si me permiten expresar un
deseo, que Francia, aunque presa de preocupaciones muy distintas, se transforme
en el conservatorio, el templo donde se conserven las tradiciones de la más alta
y más fina cultura, la del verdadero gran arte, la que se distingue por la
pureza de la forma y el rigor del pensamiento; que también re-coja y conserve
todo lo que se elabora de más elevado y más libre en la producción de las
ideas: ¡es eso lo que deseo para mi país! Tal vez las circunstancias son
demasiado difíciles, las circunstancias económicas, políticas, materiales, el
estado de las naciones, los intereses, los nervios, y la tormentosa atmósfera
que nos ha-ce respirar la inquietud. ¡Pero después de todo, habré cumplido mi
deber si lo digo!
(1939)
1 Liga o Hanse de ciudades comerciales de Alemania del No-roeste, a la
cabeza de las cuales estaba Lubeck. La Hanse o liga hanseática data de 1241,
tenía por finalidad proteger el' comercio de las ciudades alemanas contra los
piratas del Báltico y defender sus franquicias contra sus vecinos. Hamburgo,
Lubeck y Colonia eran los principales centros. Esta confederación política y
comercial floreció durante varios siglos y extendió ampliamente su comercio. A
fines del siglo XV poseía flota, ejército, un tesoro y un gobierno particular.
La marina de estas ciudades tenía el monopolio del comercio del Báltico y la
liga tenía oficinas desde Nantes a la extrema Rusia. La guerra de los Treinta
Años señaló su decadencia. (N. de la T.)
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