Revista Nos Disparan desde el Campanario Año III Nro. 47 Sociedad de Consumidores y Degradación Social por Zygmunt Bauman
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"En la sociedad de consumidores, esa
incapacidad es causa determinante de degradación social y «exilio interno».
Esta falta de idoneidad, esta imposibilidad de cumplir con los deberes del
consumidor, se convierten en resentimiento: quien la sufre está excluido del
banquete social que comparten los demás. ".- Zygmunt Bauman
En la edad dorada de la sociedad de
productores, la ética del trabajo extendía su influencia más allá de las
plantas industriales y los muros de los asilos. Sus preceptos conformaban el
ideal de una sociedad justa todavía por alcanzar; mientras tanto, servían como
horizonte hacia el cual orientarse y como parámetro para evaluar criticamente
el estado de situación en cada momento. La condición a que se aspiraba era el
pleno empleo: una sociedad integrada únicamente por gente de trabajo.
El «pleno empleo» ocupaba un lugar en cierto
modo ambiguo, ya que era al mismo tiempo un derecho y una obligación.
Según desde qué lado del «contrato de trabajo»
se invocara ese principio, una u otra modalidad saltaba a primer plano; pero,
como sucede con todas las normas, ambos aspectos debían estar siempre presentes
para garantizar la validez general del principio. El pleno empleo como
característica indispensable de una «sociedad normal» implicaba tanto un deber
aceptado universal y voluntariamente, como un deseo compartido por toda la
comunidad y elevado al rango de derecho universal.
Definir una norma es definir, también, cuanto
queda fuera de ella. La ética del trabajo encerraba, por ejemplo, el fenómeno
del desempleo: no trabajar era «anormal». Y, como podía esperarse, la
insistente presencia de los pobres se explicaba, alternativamente, por la falta
de trabajo o por la falta de disposición para el trabajo. Algunas ideas como
las de Charles Booth o Seebohm Rowntree (la afirmación de que es posible seguir
siendo pobre aunque se cumpla jornada completa, y que por lo tanto la pobreza
no puede ser explicada por el desconocimiento de la ética del trabajo)
conmocionaron la opinión ilustrada británica. La sola noción de «pobres que
trabajan» aparecía como una evidente contradicción en sí misma; y no podía ser
de otro modo mientras la ética del trabajo mantuviera su lugar en la opinión
generalizada, como cura y solución para todos los males sociales.
Pero a medida que el trabajo dejaba de ser
punto de encuentro entre las motivaciones individuales por un lado y la
integración de la sociedad y su reproducción por el otro, la ética del trabajo
—como dijimos— perdió su función de primer principio regulador. Por entonces ya
se había retirado, o había sido apartada por la fuerza, de numerosos campos de
la vida social e individual, que antes regía directa o indirectamente. El
sector de la sociedad que no trabajaba era quizá su último refugio o, mejor, su
última oportunidad de sobrevivir. Cargar la miseria de los pobres a su falta de
disposición para el trabajo y, de ese modo, acusarlos de degradación moral, y
presentar la pobreza como un castigo por los pecados cometidos, fueron los
últimos servicios que la ética del trabajo prestó a la nueva sociedad de
consumidores.
Durante mucho tiempo, la pobreza fue una
amenaza para la supervivencia: el riesgo de morirse de hambre, la falta de
atención médica o la carencia de techo y abrigo fueron fantasmas muy reales a lo
largo de gran parte de la historia. Todavía, en muchas partes del planeta, esos
peligros siguen a la orden del día. Y aunque la condición de ser pobre se
encuentre por encima del umbral de supervivencia, la pobreza implicará siempre
mala nutrición, escasa protección contra los rigores del clima y falta de una
vivienda adecuada; todas, características que definen lo que una sociedad
entiende como estándares mínimos de vida.
La pobreza no se reduce, sin embargo, a la
falta de comodidades y al sufrimiento físico. Es también una condición social y
psicológica: puesto que el grado de decoro se mide por los estándares
establecidos por la sociedad, la imposibilidad de alcanzarlos es en sí misma
causa de zozobra, angustia y mortificación. Ser pobre significa estar excluido
de lo que se considera una «vida normal»; es «no estar a la altura de los
demás». Esto genera sentimientos de vergüenza o de culpa, que producen una
reducción de la autoestima. La pobreza implica, también, tener cerradas las
oportunidades para una «vida feliz»; no poder aceptar los «ofrecimientos de la
vida». La consecuencia es resentimiento y malestar, sentimientos que —al
desbordarse— se manifiestan en forma de actos agresivos o autodestructivos, o
de ambas cosas a la vez.
En una sociedad de consumo, la «vida normal»
es la de los consumidores, siempre preocupados por elegir entre la gran
variedad de oportunidades, sensaciones placenteras y ricas experiencias que el
mundo les ofrece. Una «vida feliz» es aquella en la que todas las oportunidades
se aprovechan, dejando pasar muy pocas o ninguna; se aprovechan las
oportunidades de las que más se habla y, por lo tanto, las más codiciadas; y no
se las aprovecha después de los demás sino, en lo posible, antes. Como en
cualquier comunidad, los pobres de la sociedad de consumo no tienen acceso a
una vida normal; menos aún, a una existencia feliz. En nuestra sociedad, esa
limitación los pone en la condición de consumidores manqués: consumidores
defectuosos o frustrados, expulsados del mercado. A los pobres de la sociedad
de consumo se los define ante todo (y así se autodefinen) como consumidores
imperfectos, deficientes; en otra palabras, incapaces de adaptarse a nuestro
mundo.
En la sociedad de consumidores, esa
incapacidad es causa determinante de degradación social y «exilio interno».
Esta falta de idoneidad, esta imposibilidad de cumplir con los deberes del
consumidor, se convierten en resentimiento: quien la sufre está excluido del
banquete social que comparten los demás. El único remedio posible, la única
salida a esa humillación es superar tan vergonzosa ineptitud como
consumidor.
Como revelaron Peter Kelvin y Joanna E. Jarett
en su estudio sobre los efectos psicosociales del desempleo en la sociedad de
consumo, hay algo particularmente doloroso para quienes perdieron el trabajo :
la aparición de un «tiempo libre que no parece tener fin», unida a la
«imposibilidad de aprovecharlo». «Gran parte de la existencia diaria carece de
estructura» —sostienen los autores—, pero los desocupados no pueden dársela en
forma que resulte razonable, satisfactoria o valiosa:
"Una de las quejas más comunes de los
desocupados es que se sienten encerrados en su casa… El hombre sin trabajo no
sólo se ve frustrado y aburrido, [sino que] el hecho de verse así (sensación
que, por cierto, coincide con la realidad) lo pone irritable. Esa irritabilidad
es una característica cotidiana en la vida de un marido sin trabajo"
Stephen Hutchens obtuvo las siguientes
respuestas de sus entrevistados (hombres y mujeres jóvenes sin trabajo) con
respecto al tipo de vida que llevaban: «Me aburría, me deprimía con facilidad;
estaba la mayor parte del tiempo en casa, mirando el diario». «No tengo dinero,
o no me alcanza. Me aburro muchísimo». «Paso mucho tiempo en la cama; salvo cuando
voy a ver amigos o vamos al pub si tenemos dinero…, y no hay mucho más que
decir». Hutchens resume sus conclusiones: "La palabra más usada para
describir la experiencia de estar sin trabajo es “aburrido”… El aburrimiento y
los problemas con el tiempo; es decir, no tener “nada que hacer".
En la vida del consumidor no hay lugar para el
aburrimiento; la cultura del consumo se propuso erradicarlo. Una vida feliz,
según la definición de esta cultura, es una vida asegurada contra el hastío,
una vida en la que siempre «pasa algo»: algo nuevo, excitante; y excitante
sobre todo por ser nuevo. El mercado de consumo, fiel compañero de la cultura
del consumo y su indispensable complemento, ofrece un seguro contra el hastío,
el esplín, el ennui, la sobresaturación, la melancolía, la flojedad, el
hartazgo o la indiferencia: todos males que, en otro tiempo, acosaban a las
vidas repletas de abundancia y de confort. El mercado de consumo garantiza que
nadie, en momento alguno, llegue a sentirse desconsolado porque, «al haberlo
probado todo», agotó la fuente de placeres que la vida le puede ofrecer.
Como señaló Freud antes del comienzo de la era
del consumo, la felicidad no existe como estado; sólo somos felices por
momentos, al satisfacer una necesidad acuciante. Inmediatamente surge el
aburrimiento. El objeto del deseo pierde su atractivo ni bien desaparece la
causa que nos llevó a desearlo. Pero el mercado de consumo resultó ser más
ingenioso de lo que Freud había pensado. Como por arte de magia, creó el estado
de felicidad que —según Freud— resultaba inalcanzable. Y lo hizo encargándose
de que los deseos surgieran más rápidamente que el tiempo que llevaba
saciarlos, y que los objetos del deseo fueran reemplazados con más velocidad de
la que se tarda en acostumbrarse y aburrirse de ellos. No estar aburrido —no
estarlo jamás— es la norma en la vida de los consumidores. Y se trata de una
norma realista, un objetivo alcanzable. Quienes no lo logran sólo pueden
culparse a sí mismos: serán blanco fácil para el desprecio y la condena de los
demás.
Para paliar el aburrimiento hace falta dinero;
mucho dinero, si se quiere alejar el fantasma del aburrimiento de una vez para
siempre y alcanzar el «estado de felicidad». Desear es gratis; pero, para
desear de forma realista y, de este modo, sentir el deseo como un estado
placentero, hay que tener recursos. El seguro de salud no da remedios contra el
aburrimiento. El dinero es el billete de ingreso para acceder a los lugares
donde esos remedios se entregan (los grandes centros comerciales, parques de
diversiones o gimnasios); lugares donde el solo hecho de estar presente es la
poción más efectiva o profiláctica para prevenir la enfermedad; lugares
destinados ante todo a mantener vivos los deseos, insaciados e insaciables y, a
pesar de ello, profundamente placenteros gracias a la satisfacción anticipada.
El aburrimiento es, así, el corolario
psicológico de otros factores estratificadores, que son específicos de la
sociedad de consumo: la libertad y la amplitud de elección, la libertad de
movimientos, la capacidad de borrar el espacio y disponer del propio tiempo.
Probablemente, por conformar el lado psicológico de la estratificación, el
aburrimiento sea sentido con más dolor y rechazado con más ira por quienes
alcanzaron menor puntaje en la carrera del consumo. Es probable, también, que
el desesperado deseo de escapar al aburrimiento —o, al menos, de mitigarlo— sea
el principal acicate para su acción.
Sin embargo, las probabilidades de lograr su
objetivo son ínfimas. Quienes están hundidos en la pobreza no tienen acceso a
los remedios comunes contra el aburrimiento; cualquier alternativa inusual,
irregular o innovadora, por otra parte, será sin duda clasificada como
ilegítima y atraerá sobre quienes la adopten la fuerza punitiva del orden y la
ley. Paradójicamente —o, pensándolo bien, quizá no tan paradójicamente—, es
posible que, para los pobres, tentar al destino desafiando el orden y la ley se
transforme en el sustituto preferido de las razonables aventuras contra el
aburrimiento en que se embarcan los consumidores acaudalados, donde el volumen
de riesgos deseados y permitidos está cuidadosamente equilibrado.
Si, en el sufrimiento de los pobres, el rasgo
constitutivo es el de ser un consumidor defectuoso, quienes viven en un barrio
deprimido no pueden hacer mucho colectivamente para encontrar formas novedosas
de estructurar su tiempo, en especial de un modo que pueda ser reconocido como
significativo y gratificante. Es posible combatir (y, en rigor, se lo hizo en
forma notable durante la Gran Depresión de la década de 1930) la acusación de
pereza, que siempre ronda los hogares de los desocupados, con una dedicación
exagerada, ostentosa —y en última instancia, ritualista— a las tareas
domésticas: fregar pisos y ventanas, lavar paredes, cortinas, faldas y
pantalones de los niños, cuidar el jardín del fondo. Pero nada puede hacerse
contra el estigma y la vergüenza de ser un consumidor inepto; ni siquiera
dentro del gueto compartido con sus iguales. De nada sirve estar a la altura de
los que lo rodean a uno; el estándar es otro, y se eleva continuamente, lejos
del barrio, a través de los diarios y la lujosa publicidad televisiva, que
durante las veinticuatro horas del día promocionan las bendiciones del consumo.
Ninguno de los sustitutos que pueda inventar el ingenio del barrio derrotará a
esa competencia, dará satisfacción y calmará el dolor de la inferioridad
evidente. La capacidad de cada uno como consumidor está evaluada a la
distancia, y no se puede apelar en los tribunales de la opinión local.
Como recuerda Jeremy Seabrook , el
secreto de nuestra sociedad reside en «el desarrollo de un sentido subjetivo de
insuficiencia creado en forma artificial», ya que «nada puede ser más
amenazante» para los principios fundacionales de la sociedad que «la gente se
declare satisfecha con lo que tiene». Las posesiones de cada uno quedan
denigradas, minimizadas y empequeñecidas al exhibirse en forma ostentosa y
agresiva el desmedido consumo de los ricos: «Los ricos se transforman en
objetos de adoración universal».
Recordemos que los ricos, los individuos que
antes se ponían como modelo de héroes personales para la adoración universal,
eran self-made men [hombres que habían triunfado por su propio esfuerzo], cuya
vida era ejemplo vivo del resultado de adherirse a la ética del trabajo. Ahora
ya no es así. Ahora, el objeto de adoración es la riqueza misma, la riqueza
como garantía de un estilo de vida lo más extravagante y desmesurado posible.
Lo que importa ahora es lo que uno pueda hacer, no lo que deba hacerse ni lo
que se haya hecho. En los ricos se adora su extraordinaria capacidad de elegir
el contenido de su vida (el lugar donde viven, la pareja con quien conviven) y
de cambiarlo a voluntad y sin esfuerzo alguno. Nunca alcanzan puntos sin retorno,
sus reencarnaciones no parecen tener fin, su futuro es siempre más estimulante
que su pasado y mucho más rico en contenido. Por último —aunque no por ello
menos importante—, lo único que parece importarles a los ricos es la amplitud
de perspectivas que su fortuna les ofrece. Esa gente sí está guiada por la
estética del consumo; es su dominio de esa estética —no su obediencia a la
ética del trabajo o su éxito financiero, sino su refinado conocimiento de la
vida— lo que constituye la base de su grandeza y les da derecho a la universal
admiración.
«Los pobres no habitan una cultura aparte de
la de los ricos —señala Seabrook—; deben vivir en el mismo mundo, ideado para
beneficio de los que tienen dinero. Y su pobreza se agrava con el crecimiento
económico de la sociedad y se intensifica también con la recesión y el
estancamiento».
En primer lugar, señalemos que el concepto de
«crecimiento económico», en cualquiera de sus acepciones actuales, va siempre
unido al reemplazo de puestos de trabajo estables por «mano de obra flexible»,
a la sustitución de la seguridad laboral por «contratos renovables», empleos
temporales y contrataciones incidentales de mano de obra; y a reducciones de
personal, reestructuraciones y «racionalización»: todo ello se reduce a la disminución
de los empleos. Nada pone de manifiesto esta relación de forma más espectacular
que el hecho de que la Gran Bretaña posterior a Thatcher —aclamada como el
«éxito económico» más asombroso del mundo occidental, dirigida por la más
ferviente precursora y defensora de aquellos «factores de crecimiento»— sea
también el país que ostente la pobreza más abyecta entre las naciones ricas del
globo. El último Informe sobre Desarrollo Humano, editado por el Programa de
Desarrollo de las Naciones Unidas, revela que los pobres británicos son más
pobres que los de cualquier otro país occidental u occidentalizado. En Gran
Bretaña, alrededor de una cuarta parte de los ancianos viven en la pobreza, lo
que equivale a cinco veces más que en Italia, «acosada por problemas
económicos», y tres veces más que en la «atrasada» Irlanda. Un quinto de los
niños británicos sufren la pobreza: el doble que en Taiwán o en Italia, y seis
veces más que en Finlandia. En total, «la proporción de gente que padece
“pobreza de ingresos” creció aproximadamente un 60% bajo el gobierno [de la
Sra. Thatcher ».
En segundo lugar, a medida que los pobres se
hacen más pobres, los ricos — dechados de virtudes para la sociedad de consumo—
se vuelven más ricos todavía. Mientras la quinta parte más pobre de Gran
Bretaña —el país del «milagro económico» más reciente— puede comprar menos que
sus pares en cualquier otro país occidental de importancia, la quinta parte más
rica se cuenta entre la gente más acaudalada de Europa y disfruta de un poder
de compra similar al de la legendaria élite japonesa. Cuanto más pobres son los
pobres, más altos y caprichosos son los modelos puestos ante sus ojos: hay que
adorarlos, envidiarlos, aspirar a imitarlos. Y el «sentimiento subjetivo de
insuficiencia», con todo el dolor del estigma y la humillación que acarrea, se
agrava ante una doble presión: la caída del estándar de vida y el aumento de la
carencia relativa, ambos reforzados por el crecimiento económico en su forma
actual: desprovisto de regulación alguna, entregado al más salvaje
laissez-faire.
El cielo, último límite para los sueños del
consumidor, está cada vez más lejos; y las magníficas máquinas voladoras, en
otro tiempo diseñadas y financiadas por los gobiernos para subir al hombre
hasta el cielo, se quedaron sin combustible y fueron arrojadas a los
desarmaderos de las políticas «discontinuadas». O son finalmente recicladas,
para hacer con ellas patrulleros policiales.
*Zygmunt Bauman. Sociólogo
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