Revista Nos Disparan desde el Campanario Año II Nro. 46 MI VIDA COMO HIJO… por Eddy W. Hopper.. a corazón abierto

 

 


Gráfica: cronicaglobal.elespanol.com


PARTE I

 

Ya sé que Facebook no está para esto, pero voy a contar algo, porque mi necesidad de expresión es una condena. Son sufrimientos personales, así que desde ya advierto que lo más probable es que no le interese a nadie. Además, salió largo y fatigoso. Y todos tenemos problemas. Igual lo posteo, a alguien le puede servir. Hay mucha soledad en situaciones como la que voy a contar: quizás alguno se sienta acompañado y eso para mí sería una explosión emocional. Muchos saben que vengo de un núcleo familiar disfuncional. Mi padre es un psicópata y mi mamá, una complementaria de manual. Crecí sin abrazos, sin caricias y expuesto a las crueldades refinadas del entorno. Nunca tuve donde llenar mi vacío de carga narcisista, cosa que descubrí muchísimos años después, cuando dejó de ser natural que tu vieja no te diera jamás un beso porque tu papá no la dejaba. De niño, nadie me defendió de las arbitrariedades y las humillaciones privadas y públicas de mi padre, que alguna vez me obligó a sonreír y me sacó una foto después de uno de sus abusos morales. Papá siempre postuló que yo era un enfermo mental. Decía que yo padecía “esquizofrenia paranoide”. No sólo lo afirmaba desde su autoridad mórbida, asentada en el núcleo patologizado compuesto por él, su esclava complaciente, mis dos hermanos y yo. También revestía su diagnóstico de cierta autoridad proveniente de “haber llegado hasta Tercer Año de Medicina”. En 1975, teniendo yo 8 años, mi mamá me llevó al médico, para ver si había alguna manera de que me curaran la enfermedad mental. Mi mamá es maestra, había estudiado psicología; pero la realidad del psicópata, que ella aceptaba porque necesitaba ser castigada, se imponía. El médico le dijo que para él no había ninguna anomalía del tipo que ella quería en mi salud mental, pero que sí tenía un monto de angustia inusual para un niño de esa edad. Ofreció que se me hiciera un electroencefalograma para que mis padres “salieran de dudas”. Al enterarse del precio del estudio, dijeron que no.

De tanto en tanto, papá me preguntaba, retóricamente y con el único fin de lastimar, de cuál de sus dos huevos había salido el polvo al pedo que se echó cuando me tuvo en una revolcada de domingo a la tarde con "tu madre", que no sabía por qué carajo no se fueron a tomar algo en vez de quedarse en la casa. Mi mamá estaba a su lado y no me defendía. Yo era adolescente y no tenía la menor idea, como ahora, de lo que es echarse un polvo con mi madre. Tiempo después descubrí que esa pregunta era un refinamiento que no sólo tenía por finalidad el desprecio: también se burlaba de mi pubertad y me excluía del ámbito de los hombres. Papá decía que yo era un inútil con las manos y que no iba a poder ganarme jamás la vida; pero esas manos (las mías) habían construido otro varón donde solamente debía haber uno, o más bien otro, no yo. Podría contar diez miles de estas putrefacciones, y más también. Había que agradecerle la comida, la ropa, las sábanas. Había que aceptar su diagnóstico: yo tenía que reconocer que era un “tarado”, para empezar a hablar. El día que una chica se enamoró de mí fue una tragedia: me vino a visitar desde lejos y mi viejo me ordenó que terminara de comer y que se fuera a su casa; el día que yo me enamoré, fui un “boludo”. Cuando gané 10 pesos, fue porque no supe ganar 20; cuando gané 50, fue porque no supe ganar 700; cuando gané 900, fui un inútil que no se daba cuenta de que hoy por hoy sin 2.500 no sos nada. Cuando me compré un departamento, no lo iba a poder mantener. No tuve dificultades para afrontar los gastos: entonces, fui un inservible que no sabía arreglar el calefón cuando se rompía y tenía que pagarle a otro tarado que, como yo no sabía nada, lo arreglaba mal y me fajaba lo que quería. Cuando trabajé dando clases particulares en mi casa estaba sentado todo el día; cuando trabajé en el Poder Judicial fui un cagatintas; cuando tuve mi estudio, un abogado del montón. Novié de vez en cuando: con alguna puta, con otra inútil, con una fea, con otra medio tarada como yo; decidí no llevar a nadie más a mi entorno familiar. Fui buen amigo de mis amigos: los prefería a la familia, pateaba para el lado de afuera y no para adentro, donde tu madre se desloma para que ustedes sean felices. Andate de vacaciones con quien quieras, después no me vengas a pedir plata a mí.

Nunca le pedí plata a mi padre, y la verdad es que nunca le pedí un peso a nadie. Nunca tuve tarjeta de crédito, ni deudas de ningún tipo. Cuando alguna persona de mucha confianza (mi pareja, por ejemplo) me permite comprar con sus herramientas de crédito algo que solo puede conseguirse a través de ese medio, en el mismo momento de la compra pago todo el precio, aunque la tarjeta venza dentro de 25 días. Compro únicamente cuando tengo toda la plata del precio. Las veces que mi padre me pegó, tenía yo más de 30 años. Se enojaba porque lo contradecía; es decir, porque no estaba de acuerdo y le exponía razones. Una vez me sangró la nariz porque le dije, frente a su anécdota consistente en que estaba arreglando el auto en la vereda mientras los vecinos venían a “romper las pelotas”, que ninguna acción trasciende de la persona que la realiza, y se enojó. Otra vez, era tan evidente que yo le gustaba a una amiga de mi hermana, que un día que estaba en casa de la nada armó un conflicto para rebajarme delante de ella, y también me tiró un cachetazo que esquivé. Otra vez convenció a una novia de que yo no me había curado la “esquizofrenia paranoide”. Otra vez convenció a mis sobrinos pequeños de que yo “todavía estaba en la edad del pavo”, y me vinieron a preguntar qué cosa era eso de la edad del pavo que dice el abuelo. De niño, mandaba a mi mamá a hablar con mis maestras para decirles que yo estaba “enfermo”; tres décadas más tarde, mi mamá justificó esa conducta en el hecho de que yo “lloraba todo el día”.

Como dije, papá no aceptó mi ingreso en la adolescencia. A pesar de ser ya 1980, no tenía yo ninguna información acerca de por qué esa cosa crecía monstruosa entre pelos que ayer no estaban, y por qué uno no podía parar de tocársela, de mirarla. Papá gritaba en la puerta del baño. Cuando yo salía, miraba a mi mamá y le decía “qué falta de criterio” o “Ajjjj”. Me reprochaba que tuviera olor y que me sentara en otro lado. Cada tanto, me hacía algún regalo, y después comentaba lo boludo que era usándolo. Mamá callaba y a veces lloraba. Me echaba la culpa, llorando: “mirá cómo ponés a tu padre”, y me decía “hijo de puta”, ella. Una vez, de niño, se me enganchó el prepucio con el cierre de un pantalón. Según mi papá, fue porque “las bolitas tienen que estar adentro del calzoncillo y no afuera”; pero mi mamá me había comprado uno de esos calzones horribles que tienen una abertura del lado del pene. Nunca me pude manejar bien con esas prendas: es horrible describirlo, pero tengo “todo” como muy adelante. Esto me trajo algunos problemas con la aceptación de mi masculinidad, tanto por mi parte como por la del núcleo disfuncional: debía “cambiarme la malla” si venían parientes, o ir a bañarme porque “llega una edad en que las bolitas, ¿viste? empiezan a jeder”. Entonces yo me ponía perfume y mi papá decía “Pfffffffffff”, y mi mamá acompañaba diciendo que le daba repulsión comer con tanto olor a perfume, que encima era de mi papá. El caso es que me enganché el prepucio, mi viejo sacó una lima y comenzó a abrir el cierre. “Tirá para atrás”, me ordenaba a cada rato. “No puedo”, le decía yo. Ahí descubrió que tenía fimosis, pero esta vez no me llevó al médico. A los 18 años me reventé el glande con una trabajadora sexual de Comodoro Rivadavia a instancias de uno de los médicos del servicio militar y obviamente de la catarata de lo que se les ocurra que 120 tipos juntos me tiraron dentro de la cuadra donde dormíamos cuando se enteraron de que había llegado virgen al ejército. La gente con desviación psicopática es muy inteligente: la psicopatía requiere un desarrollo importante de la esfera intelectiva de la conciencia. Son capaces de captar la necesidad del Otro y de prever conductas, para trazarse fines que sirven únicamente a su goce y que alguien que no es psicópata ni siquiera es capaz de imaginar. Bueno, y aquí paro. Hay una segunda parte que quizás sea igual de extensa. Si querés, te la cuento, y si no, que quede todo acá.

 

Parte II

 

Es necesario dar un final, por más pesada que resulte la lectura. Pido disculpas, de verdad. Debo necesariamente volver al tema de las noviecitas para contar una anécdota que pinta entero el tenor del afectado por psicopatía. Una niña, compañera de la escuela primaria, había pasado toda la infancia enamorada de mí, según su relato. Por supuesto, jamás me lo habría podido imaginar. Yo no soy atractivo; pero –creo que como cualquiera- ya con más de 50 años puedo contar alguna historia de gente a la que sí atraje, qué sé yo. Supongo que la naturaleza, en fin, no entiendo. El caso es que mi padre sí captó la inclinación de esta niña. Durante una fiesta de cumpleaños la llevó hasta el limonero que había en la casa y le dijo que no se preocupara que cuando fuera grande ella se casaría conmigo. Y que se acordara siempre de ese limonero y del regalo que le hacía en ese momento: dos limones recién sacados. ¿Qué tendría que ver una cosa con la otra? ¿Por qué debía ella “acordarse del limonero” el día del casamiento? Treinta años después, gracias a las facilidades del recién masificado Facebook, todo el grupo de la primaria se reencontró. Esta chica se había maridado con un tipo que se llamaba “Eduardo”. Yo venía de abandonar a mi familia, como luego voy a contar, después de cuatro décadas de degradación. En cuanto me vio, cayó otra vez en el enamoramiento de los años 70. Dejó al muchacho y me ofreció un “proyecto de vida”. Nadie había hecho eso por mí hasta entonces, y dije que sí, sin amarla. Ella había desarrollado una neurosis mucho más profunda que la mía. A partir de entonces, fui su mundo y su referencia. Su marido y sus hijos se violentaron contra ella y contra mí. Lloraba todo el día; yo no podía sostenerme mucho desde lo anímico porque venía de la ruptura familiar y de quedar en la calle, es muy largo de explicar. La chica veía infidelidades en todos lados, quería estar las 24 horas conmigo. Yo estaba muy desorientado y tenía algún dinero, porque había vendido mi departamento (que compré luego de 15 años de dar clases particulares a 9 pesos y luego 9 dólares la hora, mientras durante esos 15 años estudiaba Derecho como podía) para irme a vivir al campo cuando descubrí el ambiente de distorsión en que se había desarrollado mi vida. Se me acercaba mucha gente, eso provocaba inconveniencias. Era porque yo estaba caído y venían a buscar leña de cualquier especie, varones y mujeres. Mi novia de entonces terminó medicada por sus fantasías de estafa, y en gran medida porque se dio cuenta de que yo no había sido nunca el Príncipe Azul que había soñado por más de tres décadas. Se derrumbó primero; y luego del fin revivió en una andanada de violencia explícita que hasta terminó judicializada. El equipo de psicólogos y psicólogas del Cuerpo Médico Forense me citó a declarar por una falsa denuncia que me hizo el marido de esta chica, aprovechando el desatado vigor con que quiso vengarse de que yo no era ya aquel niño del que ella se había enamorado. La película “Prohibida Obsesión” puede dar una idea del asunto. Al cabo de la audiencia, una de las profesionales me dijo: “Perdón, no tengo que decirte esto, pero te compadezco. Cuídate mucho”. Ahí estaban los dos limones y aun el limonero entero, la cristalización de la metáfora. Los psicópatas saben todo.

¿Cómo descubrí la irregularidad moral de mi familia? En un posgrado de Derecho Penal. Me faltaba muy poco para cumplir 40 años. Estudiábamos el abanico de patologías y desvíos que importa el concepto de “inimputabilidad”. Entonces apareció la psicopatología y su discusión: el psicópata COMPRENDE la CRIMINALIDAD de su accionar; pero NO LE IMPORTA. Los y las psicópatas graves no sienten culpa, porque NO TIENEN CAPACIDAD para sentirla: la reducción de la esfera afectiva de su conciencia es de tal magnitud, que los elementos que determinan sus decisiones y sus conductas vienen de su inteligencia y de su desmedida voluntad, su fortísima energía. Además, los y las psicópatas suelen ser personas muy seductoras, aunque no sean bellas. Una de las veces que más se enojó mi padre conmigo fue cuando le dije “Quasimodo”: quien no se deja seducir por personas como mi papá, advierte en pocos segundos sus imposibilidades estéticas, su ridículo. Olvídense de que Hitler es Hitler y vean sus caras mientras da un discurso. Olvídense de que Mussolini es Mussolini: ¿alguna vez vieron, aunque más no fuera durante pocos segundos, sus gesticulaciones groseras, graciosísimas? Bueno, esos tipos convencieron a millones de que había que MATAR A TODO EL MUNDO. Cuando le dije “Quasimodo” a mi papá, estaba denunciando una realidad, estaba raspando el estuco y descubriendo la verdad de la milanesa. El tipo enloqueció, como Videla cuando le decían “Pantera Rosa”. Y esta seducción y el poder de convencer consecuente operaron cuando abandoné a todo el grupo disfuncional del que hablaba al principio, en el año 2007. En verdad, no quería yo “irme”. Había renunciado a mi trabajo en el Poder Judicial porque uno de los camaristas era un calco de mi viejo y me aplicaba un mobbing prácticamente idéntico, con la complacencia cobarde de los demás, reflejo de la de mi mamá y de la de mis hermanos. Luego de la renuncia, con 40 años, tenía que reorganizar mi vida. Era noviembre: me tomaría vacaciones en el campo hasta fines de febrero. Alquilé un departamento en Balcarce, provincia de Buenos Aires: al regresar armaría un estudio jurídico para empezar de cero. Mi padre apoyó el proyecto porque “no podía ser que me dejara humillar de esa manera en el trabajo”. Hasta me sugirió que, si no había cama en el lugar que había alquilado (no sé cómo lo supo), me comprara un colchón inflable, cosa que hice. El mismo día de mi partida por tres meses, fui a su casa a dejar una planta para que la cuidaran, y 3.000 dólares que tenía, por si alguien entraba al departamento. Entonces, su psicopatía afloró en forma abrupta y en toda su dimensión. Estaban mis hermanos y mi mamá. Estaban también mis sobrinos pequeños. Me degradó delante de todos ellos, señalando una a una todas esas imposibilidades que me asignó desde chico. Jamás podría valerme por mí mismo; por qué había renunciado, si tenía trabajo fijo y lo único que sé hacer es buscar cosas en “los libros”; por qué ahora toda la familia tenía que sentarse a esperar que me fundiera para salir a ayudar a un inútil; quién me creía que era, para preocupar a todos, que ya tuvieron que preocuparse por la neumonía que me había agarrado ese año y por la que estuve ocho días en terapia intensiva. “Me agarré neumonía porque me bajaron las defensas por la depresión”; “Te agarró neumonía porque te bajaron las defensas porque sos un tarado, siempre fuiste un chico enfermo, siempre fuiste un esquizofreno-paranoico, no sabés ganarte la vida, tenés 40 años y vamos a tener que estar manteniéndote por lo tarado que sos, mirá lo que me dejás: 3.000 dólares, qué querés que haga con esto, si mañana te los voy a tener que volver a dar porque vas a estar en la calle, pedazo de pelotudo, 40 años”. "Necesito descansar, ya tengo todo hablado para empezar el estudio en marzo". "Qué mierda vas a empezar". Mi mamá no decía nada, mi hermana callaba, mis sobrinos aprendían. Estaba el marido de mi hermana, también, que tampoco decía nada. Entré llorando a la psicóloga. A la medianoche salí para Balcarce. Llegué a las 6 de la mañana al lugar que había alquilado, caí rendido sobre el colchón inflable y me desperté 18 horas más tarde. Hice varios meses de terapia telefónica, por larga distancia. Fue, hasta ahora, la última vez que vi a mi padre; y espero que sea la última.

Desprovisto de contexto, vagué. Balcarce, Necochea, Buenos Aires. Una casa, otra. Personas, otras familias, historias. Pasé de tener un departamento de 100 metros cuadrados a tratar alquileres de pocilgas con propietarios de clase media. Me estafaron con el proyecto de un bar cultural y perdí la mitad de lo que me quedaba. Vino el “romance” con esta mujer de la primaria y perdí más. Me explotó la abogada con la que trabajé muchos años. Conocí otra abogada extorsionadora que se quedó con varios de mis muebles. Nadie escuchaba mi relato; para la mayoría, era un tipo "raro" que "no sabía lo que quería" y que mejor no hablarle porque "te llena la cabeza con sus kilombos". Mientras pasaba estas miserias, mis hermanos, como si se hubieran librado de un lastre, comenzaron a progresar fuertemente. La muerte del primogénito, que siempre es fundacional. Uno, con su emprendimiento personal, alcanzó la pequeña burguesía; mi hermana, en tiempo record, logró ser “senior” en no sé qué empresa, que la llevó a viajar por decenas de destinos y a escribir en Facebook frases superadoras de Louis Hay. Mis padres iniciaron una travesía por el mundo que llevó varias etapas y con ello varios años: España, China, Malasia, Turquía, Egipto, Norte de África, Italia, Europa del Este, Rusia, Indonesia, Ushuaia, el Norte argentino, el Mar Negro, Grecia, Francia, me olvido de muchos.

Nadie preguntaba por mí. Unos tíos viajaron a Barcelona, donde vive una de mis primas, y le dijeron que no volviera a generar vínculo conmigo, cosa que hizo. Me comuniqué con otro tío, que me contestó: “Iría a visitarte, pero no tenés casa”. Comencé a ser palabra prohibida en todos lados, mucho más después de que publicara la historia en un blog y TODOS se ofendieran. Murió una de mis abuelas y me enteré varios meses después; durante el funeral, mi hermana le preguntó a mi papá si quería que me avisaran (¡había muerto la mamá de mi mamá, no la mamá de él!), y él le contestó que yo ya estaba muerto. Mi hermana, que se había atrevido a llamarme después de tanto tiempo, me dijo: “Yo rescato como positivo que ni él quiere verte a vos, ni vos querés verlo a él, con lo cual no hay problemas”. Miserable de mierda. A tal punto sucedió que por obra del psicópata todos identificaron mi ausencia con mi muerte, que no solo NADIE me habló NUNCA MÁS; sino que, en el colmo de la insania, una vez me encontré con mi mamá EN UN ASCENSOR y NO ME RECONOCIÓ. No me importan si creen que miento. Fue verdad: estación Carabobo del subte de Buenos Aires. Iba a la psicóloga y tomé el ascensor para no subir la escalera hasta la vereda (fueron años en que mi fuerza física decayó para siempre). Entonces, apareció mamá, que me miró a los ojos y dio la vuelta. Le dije: “Mamá”, y giró para ver quién le hablaba. Me miró como a un objeto que se trata de identificar. Tardó algunos segundos: “Ah, hola”. No sabía qué decir: no estaba mi papá a su lado. Hubo un pequeño silencio y me preguntó, en uno de sus picos de grotesco: “¿Estás en Buenos Aires?” Había también una señora, que se rió. “Estoy acá”, le dije. La señora volvió a reírse. Mamá tenía el equilibrio de un perro durante el bombardeo del Lusitania. Yo me debatía entre si era una tonta o una perversa. La psicóloga intentó por todos los medios discursivos posibles hacerme entender que mi mamá estaba sintomatizando, que una mujer con un aparato psíquico armonizado o estándar reconoce a su hijo siquiera por el olor, aunque pasen décadas de no haberlo visto. Le conté que mamá no se había dado cuenta de que era yo, porque tenía barba; pero que también tenía barba cuando me fui a vivir al campo. “Está enferma, Eduardo, por favor te pido que lo entiendas. Dejá de dañarte, no tenés nada que ver. Para que tu madre reaccionara así, vos solo pusiste tu presencia, que ella había construido como ausencia natural por la relación complementaria que tiene con tu papá. Vos apareciste, como si ahora acá apareciera un mono o cualquier otra cosa”. Tardé muchos años en incorporarlo.

En fin. Sibila Lacan escribió aquel librito de denuncia tan fuerte y tan explícito, y la mitad del mundo le dijo que había sido una apocada, que no había hecho nada por ella más que quejarse. Mi familia, afincada en las comodidades de la aceptación cobarde, también dice que soy un indeseable, un díscolo, un tipo que “está así porque quiso”. Sin embargo, Platón afirma que Sócrates le enseñó que también se puede ser valiente resistiendo: yo lo he vivido y estoy de acuerdo. Y aquí estoy. Conté, por favor que se me crea, tan solo el 0,1 % -quizás- de TODA la verdad. Incluso termino de contarlo y me arrepiento, porque el daño deja huellas y no puedo evitar sentirme otra vez un “tarado”. Mi psicóloga –que con mucho esfuerzo timoneó mi pasaje de la aberración a cierto sosiego- llegó a decirme, después de algunos años de conocer mi historia, que muchos en tal situación no aguantan y toman “cualquier decisión”. Le pregunté si esa decisión era “pegarse un tiro”; y me contestó “por ejemplo”. Me salvó alguna inteligencia con la que nací –por qué modestia improcedente lo negaría, si no es de otro modo- y cierta incipiente motivación intelectual. Los libros decían “otra cosa”, y tuve la energía para leer. El cine destilaba belleza y también mostraba otras realidades, ficcionaba neurosis, construía espejos. Desde esa “extrazona”, un día me llamó mi compañera. Hoy vivo en Mendoza, a muy agradecidos mil kilómetros, porque con el tiempo aceptó lo poco que soy y que dejaron. Vivo como si tuviera fuerza, que es lo mismo que tenerla y que no sé de dónde viene. Gracias a esa mirada “hacia fuera” del círculo psicopático (aunque no lo crean, un verdadero QUIEBRE tan fuerte como partir hacia América o hacia la luna) estoy aquí, contándolo para ustedes. Hay realidades mucho peores, por supuesto. La mía (el 0,1 % de la mía) es esta. Espero les sirva. Supongo que, en lo sucesivo, volveré a hacer chistes y esas cosas más amenas.

 


*Eddy W. Hopper. Abogado

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