Revista Nos Disparan desde el Campanario Año II Nro 46 Qué sería la subversión hoy... por Sebastián Piasek… invita Horacio Pili
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La pandemia, la democracia y la
posibilidad de un sistema de representación más directo. El autor plantea la
necesidad de un involucramiento político de la ciudadanía que se logra con
acuerdos sociales realmente participativos.
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Página 12
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I
Los
ideales revolucionarios de otra época apuntaban a la eliminación de toda
diferencia de clase como medio para la equidad social. Si bien el norte suena
tentador, hoy sabemos que la segregación lamentablemente constituye el hueso de
la especie humana. Freud señalaba en Psicología de las masas y análisis
del yo que toda masa tiende a un aumento en la afectividad --dirigida a
alguna suerte de líder o ideal-- y a una disminución de la capacidad
intelectual que, más allá de toda sed de sometimiento, implica un sacrificio
necesario para formar parte de ese lazo entre pares. Aunque nunca de forma
consciente, quien sacrifica una posición intelectual lo hace porque existe el
riesgo de la exclusión, y la exclusión es una posibilidad porque siempre debe
haber un resto que la masa extranjeriza.
Jacques
Lacan retoma esta lectura freudiana sobre el lazo social y la masa
especialmente en El reverso del psicoanálisis, para destacar que el
único origen de la fraternidad es la segregación misma, porque “...no hay
fraternidad que pueda concebirse si no es por estar separados juntos, separados
del resto”. En lo que respecta a la distinción entre fraternidad y sororidad,
es evidente que los movimientos de mujeres y disidencias demuestran una
potencia emancipatoria enorme para una sociedad más sana, pero el problema de
la segregación habita sin embargo todos los espacios, demostrando un origen más
bien estructural. Es decir, hecho de palabras. De toda esa pasta significante
que nos “sirve” para advertir que existimos, y con la que paradójicamente
intentamos desmentir a diario el sinsentido de nuestra existencia.
Dos
problemas se derivan de esta evidencia, y los dos aportan a la impotencia
reflexiva con la que Mark Fisher caracteriza a la sociedad actual en el
libro Realismo capitalista: el primero tiene que ver con la
pretensión de un horizonte totalmente equitativo para evitar toda segregación,
núcleo duro de los golpazos más fuertes que se dieron las luchas
revolucionarias en el último siglo (en parte porque desconocían que, en
palabras de Lacan, una revolución conduce siempre al lugar de partida, en
física y en política, y que toda esa vuelta revolucionaria nunca prescinde de
un nuevo amo al volante). Esa pretensión insiste hoy y nos lleva a un purismo
intelectual y partidario que se agota en lo discursivo, fomentando un
enfrentamiento entre formas progresistas que desconocen la potencia que podría
tener una discusión en conjunto. El segundo problema es casi opuesto, aunque
paradójicamente surge como efecto del primero: hay quienes creen que la
imposibilidad de un sistema perfecto alcanza para defender a una coalición de
gobierno que, sin querer queriendo, cree más en el devenir capitalista de lo
que dice que cree, como quien acepta un destino ya escrito que sólo podría ser
acolchonado con políticas de corto plazo; y hay quienes creen tener un nivel de
vida lo suficientemente aceptable como para que la discusión política nunca más
exceda lo descriptivo. Porque privilegio mata deconstrucción, tanto en la
Grecia antigua como en la Argentina actual.
¿Qué
se deduce de estos problemas? Ya sea desde el purismo moral o el conformismo
que negocia, hablamos del sistema capitalista como si fuera un ente maligno
ajeno, nos sorprendemos con sus nuevas formas, y comentamos su violencia con
intelectualizaciones que nos hunden en un pesimismo inerte. Lo que no
advertimos de todo ese proceso es el nivel de violencia que nuestra complicidad
encarna, y el enorme aporte que hacemos a la co-construcción de un escenario
cada vez más absurdo. Si la segregación es un fenómeno de estructura, la
verdadera mano de obra del capitalismo contemporáneo la encarnan quienes más
creen estar en contra de todo ese sistema mientras lo reproducen. Así se dibuja
hoy el lazo social capitalista, y el 1% del sistema saca provecho de esa
modalidad.
II
Un
discurso neo-fascista se sostiene sobre la idea de que la segregación
económica, racial y de género (entre otras formas) no remite a una cuestión de
privilegios sino a la falta de esfuerzo individual, dejemos de lado la tesis de
que hay segregación desde que existe comunidad. Porque ya sea por estructura o
falta de compromiso, nos enfrentamos hoy con una evidencia incontrastable: el
crecimiento de los fenómenos de segregación en los últimos dos años es abismal
en Argentina y en el mundo. Lo que todavía no podemos dimensionar, porque poca
gente quiere pensar qué sucedió en estos dos años, es cómo aprendimos a
naturalizar una serie de sinsentidos ya existentes, pero ahora de forma mucho
más brutal. Eso, como todo en la vida, tiene efectos. Se construye
progresivamente un “saber” para nada teórico sobre la actualidad de la
catástrofe, una suerte de panorama general acuciante que confronta a cualquier
persona con dilemas que podrían resumirse en una fórmula: asumir esos
sinsentidos, cuestionando las propias acciones que los reproducen a diario, o
desentenderse por completo. La primera alternativa no tiene retorno, porque
quien asume fuertemente sus privilegios en una crisis no puede seguir adelante
con esa ropa. La segunda sí, pero el llamado es urgente.
Lo
que el virus trajo como evidencia es el crecimiento inaudito de una masa que
ahora segrega de otro modo, al menos a nivel del Yo. Porque si la
característica primera de la masa es la cohesión entre quienes la integran en
torno a un ideal, ahora el individualismo denota una posición bastante más
idiota: el ideal es la plusvalía misma. Como señaló Esther Díaz en una nota
reciente en este diario, el término idiota remitía en la Grecia
antigua a la ausencia de lazo con los asuntos públicos: si la forma de la masa
lograba segregar con su consolidación misma, la distinción hoy radica en la
carrera que cada sujeto corre para despegarse de lo social.
La
libertad individual ya no gira sólo en torno a la propiedad privada, como
destacó Alain Badiou en su retorno al seminario, hace pocas semanas, sino que
agrupa toda una actitud hacia lo real, desentendiéndose del prójimo como
condición de un lazo onanista: “Yo soy yo-yo-yo, y soy yo quien tiene que
decidir si se pincha o no en el hombro para salvar a otras personas que me son
naturalmente indiferentes, porque su grave defecto es que no son yo...”. Como
con la inmunidad celular, la catástrofe pandémica inoculó en gran parte de la
civilización la idea de que ya no hay más salida por fuera del yo. Se
fomenta en todos los lazos sociales la construcción de
una es–cultura identitaria individual, cuya lógica perfectible
convoca siempre a más --como señala Freud, por la vía
del superyó--, ya sea con seguidores virtuales o con dólares.
III
Es
cierto que la necesidad de acopiar alguna moneda de cambio para la
supervivencia no es nueva, y la historia del capitalismo es la historia de la acumulación.
Pero hoy la tenencia de dinero no hace al cambio sino a su multiplicación, por
el sólo hecho de tenerlo, principal pilar de la ideología individualista que
extremó la crisis pandémica: los efectos de la financiarización de la vida
cotidiana en el lazo social. Quien tiene un excedente en sus ingresos compra
dólares, departamentos o cualquier cosa que obtenga más dinero en el corto
plazo. No se trata de una conducta reprochable. Pero que ese sea el norte de
nuestro día a día, más allá de todo oficio o profesión, también tiene efectos.
Cuanto
más se centra la vida en torno a esa lógica, tanto más en déficit queda
cualquier posicionamiento político para deconstruir la gimnasia capitalista
cotidiana. El acopio de dinero entonces resulta solidario del acopio de
privilegios, que nadie quiere ceder porque en época de catástrofe la única
“épica” realmente existente en el imaginario colectivo tiene que ver con la
acumulación como refugio y como identidad. De todo esto se deriva que cuanto
más tiempo pasa alguien replicando acciones capitalistas a diario, más cómoda
resulta aquella idea del capitalismo como un ente maligno ante el cual nada se
puede hacer, porque siempre será neuróticamente mucho más cómodo proyectar la
responsabilidad por todas esas microacciones capitalistas hacia afuera.
Eso
explica por qué ciertos contradiscursos como el psicoanálisis son tan
criticados hoy: un psicoanálisis que no estafe apunta a situar la
responsabilidad por una posición ante el deseo. Si la relación a ese deseo se
tapona con una ingesta gozosa de privilegios tanto más apetitosa, esto es
porque las formas ideológicas más ligadas a la plusvalía (y al plus de gozar
solidario, que siempre pide un poco más) tomaron la escena por la vía
del yo. Y el yo no se lleva bien con la toma de responsabilidad
por una posición más deseante porque eso, como cualquier cosa impagable, no
tiene valor de cambio a nivel social.
Lo
único que puede iluminar una salida a esta encerrona es la involucración
política de toda la ciudadanía, que no se logra con un pedido voluntarioso de
militancia --porque la pulsión de muerte es más fuerte que la voluntad-- sino
con acuerdos sociales realmente participativos. Si una democracia adormece más
de lo que empodera, más vale sospechar de sus coordenadas. Es posible un
sistema de representación más directo, en el que cada persona asuma su
responsabilidad por lo que afirma y por lo que omite para sostener un
privilegio. Si el gasto obsceno en campañas vacías se impone naturalmente a la
posibilidad de una lógica más plebiscitaria que cuestione a la sociedad sobre
la deuda, el río Paraná, el litio, los bosques ocupados por magnates
extranjeros o el impuesto fijo a la fortuna, más vale que indaguemos qué
teorías estamos usando para no admitir el juego al que seguimos jugando.
Antes
de que la pantalla tome por completo nuestra subjetividad, lo político puede
ser pensado de forma subversiva.
Sebastián Piasek es psicoanalista,
docente e investigador en Psicología, Ética y DDHH (UBA). Integrante de Zona de
Frontera.
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