Revista Nos Disparan desde el Campanario Año II Nro. 44 " EL TECHO " - Relato de Eduardo De Vincenzi
I
El
Gordo Roberto, de los amigos del alma, siempre fue gestor de hermosas anécdotas,
que alguna vez pude compartir. Estoy diciendo que estuve allí cuando esas
inolvidables historias se insertaban en nosotros de por vida. Acaso no tengamos
manera de no compartirlas, de no contarlas. Son de una gran enseñanza,
risueñas, son de esas que uno quiere escuchar, acaso perfectas
Los
que andamos hoy por los sesenta fuimos educados con esa suerte de mandamiento,
obligación que hace referencia al techo, a los ladrillos, a la casa propia. Nada
debería ocurrir, ningún proyecto se podía colocar delante de éste. Tipos como
yo no se dieron cuenta o les llegó más tarde el tema como prioridad, pero al Gordo,
no.
El
Gordo estuvo siempre muy atento a esta situación y cuando empezó a trabajar
tempranamente tuvo todo el tiempo la idea muy presente. Amerita compartir una
escueta miscelánea de lo que yo pude conocer y de muy estrecha relación con lo
que se va a develar en el relato.
Roberto
vivía en un PH de dos plantas alquilado que no tendría en total más de 35 a 40
metros cuadrados. Los padres, casados ambos en segundas nupcias, no tenían
hijos en común, pero sí de sus matrimonios anteriores. El padre del Gordo, de
nombre Oscar, había enviudado muy joven, y Victoria su nueva esposa, tenía a
Julio, de su anterior matrimonio Este
hombre había muerto, en circunstancias un tanto duras para la familia, me
parece recordar. Eran vecinos, se conocían, sospecho que alguna vez habrán
caído en la cuenta que sus vidas se parecían mucho y que iba a ser muy
conveniente la compartieran. Sostengo que la vida de a dos es infinitamente más
placentera, más feliz.
Don
Oscar, el padre del Gordo, había sido retirado de la Policía Federal
tempranamente como consecuencia de un disparo que recibió en una de sus rodillas
durante un procedimiento, lesión que le dejara una secuela motriz evidente. Don
Oscar, caminaba con la pierna izquierda rígida. Se lo podía ver en las mañanas
por el barrio haciendo las compras. Victoria era enfermera y trabajaba de
noche. Volvía muy temprano en la mañana. El padre del Gordo la esperaba en la
parada del 92, le cargaba el bolso y de la mano caminaban lentamente de regreso.
Julio, al que todos llamábamos “Julito”, por ser menor que todos nosotros, y
también que Silvia y Roberto, se acopló a su nueva familia rápidamente, nadie
hubiera podido reconocer que no eran hermanos de sangre. Silvia estaba siempre
muy cerca de Victoria pero Roberto y Julito compartían absolutamente todo, jamás
se los pudo ver enemistados ni por sendas diferentes, ni siquiera de la
diferencia de edad los distanció. Cuatro años cuando se tienen diez u once es
una gran diferencia, tenían amigos de edades acordes, pero entre ellos. Como se
dijo la casa de los Bisognio era en extremo pequeña, cualquier otra persona que
llegara, complicaría los espacios. No se hacían reuniones, excepto las muy
íntimas, de las que solo ellos participaban. Una o dos personas más, en el
mejor de los casos.
El
episodio que vincula el espacio con el relato, fue una vez que Roberto me
contara que dormía arriba, en la habitación de sus padres, donde solo había lugar
para la cama matrimonial. Dos tablitas atornilladas a la pared oficiaban de
mesa de luz. Habían logrado entrar un diminuto ropero, nadie se explicaba cómo.
Roberto llegaba, y de detrás de un mueble, antes de subir la estrecha escalera,
traía una especie de catre de campaña muy liviano que colocaba a los pies de la
cama y que solo podía entrar en una sola posición: atravesado. Allí dormía
nuestro amigo todas las noches. El espacio y Roberto se empezaron a relacionar
desde muy temprano.
II
Allá
por los treinta y pico el Gordo pudo logró tener su casa. Compró un terreno, en
cuotas obviamente, por la zona oeste, San Antonio de Padua o por ahí, y de a
poco fue construyendo un modesto pero sólido chalet cuya particularidad más
evidente era el techo. El Gordo hizo un gran techo con loza y tejas arriba, absolutamente
enterizo, no tenía ningún corte, era un enorme techo que cubría toda la casa, a
dos aguas y además con un enorme alero que recorría el contorno de la propiedad
dándole cobertura igualmente a un magnífico porche ubicado al frente de la
vivienda. Sin dudas el tema tenía todo que ver con aquél mandato que
recibiéramos desde muy chicos y que mi amigo había tenido seguramente muy
adentro de sus más claros proyectos. Siempre el techo, el techo primero, repetían
cuanto podían, nuestros mayores. Cierto día, cuando la casa estaba solo para
meterse y completar su terminado desde dentro, el Gordo nos llamó a uno por
uno. Estaba en el trabajo, era una mañana luminosa. La voz del Gordo se
escuchaba diferente. Como siempre cuando me iba a decir algo lindo, pero ésta
vez algo más ocurría.
-
Eduardo…
estoy terminando todo. ¡Nos metimos! Faltan muchas cosas pero como está para habitar,
nos mandamos. Acabo de pagar el último mes de alquiler, quiero que sea el
último que tenga que garpar en mi vida, el gallego, me refiero a don Fermín, dueño
del departamento me dio veinte días para mudarnos, así que nos vinimos con Sara
y los chicos para Padua y nos instalamos con algunas precariedades, pero
estamos en casa Edu, ¡TE DAS CUENTA… hijos de puta… tenemos la casa!
Al
Gordo no le llegaba la camisa al cuerpo de la alegría.
-
Mirá,
en unos quince días voy a inaugurarla, y quiero que todos vengan, luego te llamo
y ampliamos detalles, anda avisándole al resto.
Hasta
la comunicación pareció cortarse con otra música, el Gordo estaba feliz y yo
también. Estamos en Buenos Aires y para cualquier festejo o juntada se impone un
asado. En un par de semanas organizó uno grande, para unas treinta personas,
siete u ocho amigos que éramos con sus familias. Era febrero, domingo, un día
hermoso de sol, caluroso. Alrededor del mediodía empezamos a llegar. El terreno
tendría alrededor de cuarenta metros de fondo por diez de frente y la casa
estaba edificada casi al final del perímetro por lo cual un gran espacio se
podía disponer adelante, ocupado ahora, por distintas cuestiones vinculadas a
la construcción: Restos de arena en un montículo, varios baldes, unos dentro de
otros, algunas piedras del tipo canto rodado, varias varillas de hierro bien
acomodaditas a un costado, bolsas de cal apiladas. Roberto había conseguido
abrir un buen sector para que todos estuviéramos cómodos.
A
continuación de un añoso roble de buen tamaño, en un elástico de cama viejo que
el Gordo seguramente le había comprado a una de éstas personas que recogen
cosas por la calle, curado convenientemente con fuego, había improvisado una
gran parrilla en donde ya humeaban una buena cantidad de cortes varios de carne,
achuras, costillares, pollos, mientras al rescoldo en una punta calentaban apiladas
diez o quince provoletas. ¡Acabáramos!... el Gordo no había reparado en ningún
gasto, era su día y también el de todos nosotros, que además algunos de los
cuales, deseábamos estar en breve en la misma situación. Parte del grupo lo
habían logrado antes y otros como yo, no todavía. Como queda dicho todos
pasaríamos más tarde o más temprano por la alegría que lo embargaba al Gordo y que
honestamente, compartíamos.
Roberto
había conseguido también tres tambores de 200 litros, de ésos en que se envasaban,
distintas sustancias. Estaban en desuso, se los compró al mismo chabón de la
cama y había colocado allí barras de hielo con las bebida, cubiertas con
arpilleras, o distintos trapos, para que no se evadiera el frío; esto era habitual
allá por la década del sesenta en cualquier hogar humilde durante una
celebración de similares características. Se habían unido unas tablas con ésos
caballetes tan vistos y se construyó una gran mesa en forma de U con varios
manteles unidos entre sí. El pasto bien cortadito, prolijo, lo más que se pudo.
Se había logrado un buen lugar, confortable. Con Adela llegamos cerca de la
una, dos o tres amigos ya habían arribado colaborando con alguna cosa, bebidas,
postres, gentilezas por el estilo. Adela había hecho unas empanadas, estábamos
firmes de muy buen agrado además, sabiendo que compartíamos una situación que
nos incluía. Recuerdo también que trajimos todas las sillas y banquetas que
pudimos, incluso vajilla, todo saldría bien.
III
En
el término de poco más de una hora estábamos todos allí, los amigos y los
familiares. Al primer golpe de vista aparecía como antes se habló una casa en
construcción y sus materiales dispersos.
Adentro faltaban los pisos de las habitaciones, ambientes que se habían
finalizado en último término, la cerámica del baño, las bocas de luz, los plafones.
Roberto tenía los portalámparas agarrados de los mismos cables, en fin, pero nada de eso importaba, estábamos
todos juntos, y el Gordo y su familia, en un momento mágico.
Un
lugareño y un ayudante, al momento de sentarnos a comer, terminaban de instalar
el alambrado que con fuertes postes de cemento había hecho colocar, terminando
en un pesado portón de hierro usado y una gruesa cadena que cerraría un enorme
candado cuando nos fuéramos. Pegado al cerco del vecino una gran cantidad de
envases vacíos de agua mineral completaban el paisaje de la casa que con
seguridad había dejado lo más ordenado posible para que disfrutáramos ése
domingo histórico. Roberto chifló y nos intimó a sentarnos a la mesa cuando
pinchado en dos enormes tenedores de parrilla puso el primer costillar sobre la
mesa. Nos comimos un asado descomunal, y tomamos vino para muchos más de los
que éramos. Una larga sobremesa plagada de anécdotas lindas y de las otras,
chistes verdes y risotadas, hubo un tiempo para el brindis y la nostalgia por los que ya no
estaban. Las mujeres se habían juntado alrededor de un pino a tomar mate, los
chicos jugaban al fútbol, Ricardo, Jorge, Julito y Víctor estaban jugando un
“cabeza”, aquello de dos contra dos en un corto espacio…pechito, vale doble... y
todas ésas cosas. Serían ya como las cinco de la tarde. Ricardo y yo armamos un
truco “pica pica” mientras las botellas iban y venían con una frecuencia
preocupante, por lo cual por ejemplo, la ausencia del Gordo, no se había
notado, hasta que su silbido inconfundible nos hizo girar a todos hacia el
porche de la casa que aún no tenía el piso colocado. Roberto había aparecido,
después de abrir la puerta de par en par, totalmente desnudo, y enteramente enjabonado.
Silbó como sólo él, podía hacerlo y gritó a continuación:
-
Amigos,
queridos míos, hoy es un día irrepetible para mi familia y para mí. Tenemos la
casa y además, todos los que queremos, que son ustedes, están con nosotros.
Le
costaba un poco mantener el equilibrio y hablaba lentamente espaciando las
frases.
-
Hemos
comido bebido y brindado largamente y yo ahora desde aquí quiero a mi manera
cerrar ésta fiesta. Necesito que me sigan, síganme por favor, síganme, vamos,
sin miedo, todos, vengan por favor, conmigo…
Hacía
grandes ademanes para que lo siguiéramos, dentro de la casa. Éramos muchos, no
cabíamos treinta personas, pero hicimos el intento. Logramos seguirlo unos diez
de nosotros. Las mujeres se abstuvieron e
hilvanaban hipótesis de una situación rarísima e impropia, por el momento, las
presencias y el contexto. El Gordo, totalmente desnudo y enjabonado, nos guiaba
por el pasillo en dirección al baño, en el camino se le salió una ojota
-
Síganme,
síganme, no tengan miedo – continuaba arengando
Llegamos
y dentro de la bañera estaban su mujer, y sus tres hijos, pero con sus
mallitas. Sara tenía puesta también, una malla enteriza de color azul oscuro.
Roberto ingresó en la bañera junto a su familia mientras nosotros cogoteábamos
desde la puerta sin lograr entrar. Roberto tomó una enorme esponja roja y llenó
de jabón a su esposa, y a sus hijos también, acto seguido abrió la ducha poniéndose
todos debajo de la lluvia.
-
Amigos
he tomado demasiado es verdad, como todos ustedes. Solo quería cerrar ésta
fiesta como todos me conocen.
Tanto
la emoción como el vino lo ponían en dificultades para una alocución.
-
Espero
poder transmitirles mi alegría y felicidad por nuestra casa nueva, y porque ustedes
están con nosotros.
La
pequeña referencia balbuceante, era mientras todos ellos estaban sacándose el
jabón de los ojos, Roberto no se sacaba nada.
-
Y
en éste sublime momento yo quiero darme un enorme gusto …
Roberto
abrió completamente el grifo de la ducha, y todos juntos, dejaron correr el
jabón que los cubría, pero algo más aún, el Gordo mojó nuevamente la esponja y
agregándole más jabón se la pasó por sus genitales largamente con un placer que
he visto pocas veces, mientras decía
-
Yo,
Roberto Bisognio he logrado tener mi casa, aquí crecerán mis hijos, aquí
compartiremos alegrías, algunas tristezas seguramente y además están mis amigos,
todos los que queremos con nosotros. Me estoy dando el gusto de mi vida, me
estoy lavando las bolas con agua mineral, si, con agua mineral…
Y
el gordo volvía pasarse la enorme esponja por sus genitales en una suerte de
éxtasis. Esos envases que habíamos visto en el terreno los había vaciado en el
tanque de agua y se bañaba ahora con su familia en una suerte de ritual muy
bizarro que finalmente todos comprendimos, más yo tal vez, que sabía lo del
catre atravesado cada noche. Esto lo había visto seguramente en el cine, en
alguna película. A una situación
similar pero con champagne o con un vino muy caro el Gordo no llegaba, ninguno
de nosotros llegaba, creo que Roberto lo más caro que le pintaba era el agua
mineral y allá fuimos. Cuando nada de jabón quedaba el Gordo se puso a llorar y
a reírse al mismo tiempo abrazando a su familia. Terminamos llorando todos
abrazando a Roberto y felicitándolo finalmente por su idea. Al ratito, ya afuera, brindamos largamente de manera
repetida e interminable. Estaba oscureciendo cuando nos íbamos saludando
con las manos alzadas y a grandes voces a la querida familia que paraditos en
el porche nos decían chau, los cinco, abrazados.
Original Eduardo De Vincenzi
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