I
A
comienzos de los años setenta disfrutaba de algo muy parecido a una adicción:
las carreras de caballos. Nada o poco tenía que ver el dinero, el cual casi
siempre se escapaba de mí, impunemente, en cualquiera de estos eventos.
Malgastado, dicen algunos. Coincidir con estas opiniones suele costarme. Con
los años pergeñé algunas hipótesis con las que ofrezco, en ocasiones,
resistencias bastante dignas. No iba a las carreras por dinero, la cuestión
pasaba por otro lado. En principio, no dejaban entrar a menores, y mis amigos y
yo no pasábamos de los 16 o 17 años. Nunca hubo problemas, acaso digamos, con
algo acordado institucionalmente.
El
padre de Raúl era periodista y como casi todos los escribas, transitaba por
otros parajes. No planteaba razones de peso para que su hijo, nuestro amigo de
corte estilo Jimmy Hendrix pero rubio, fuese al hipódromo. No lo alentaba, pero
le advertía prevenciones sabiendo que quizá conociera allí personas con las que
no se toparía en ningún otro lado. Raúl me lo dijo, y ya.
En
los grandes premios el papá Raúl nos mandaba unos circulitos de cartón, que no
recuerdo con exactitud lo que decían, credenciales que debíamos colgarnos de la
solapa del saco. Ergo… ¡debíamos ponernos saco!, y jamás nos poníamos saco.
Esos días cada uno se ponía el suyo y al ingresar por la enorme puerta del
Paddock con “La Rosa” (1) o “La verde” (2) bajo el brazo, éramos saludados con
sonrisas y pequeñas reverencias por los controles; vale la pena admitirlo, la
cosa se ponía demasiado buena. Entrabamos casi en formación, pisando firme y
con el pecho inflado.
El
padre de nuestro amigo llevaba la razón. El hipódromo y su gente era un espacio
de otro planeta. Se veían pocos jóvenes. Por todos lados gente mayor y de gesto
sombrío. Nadie por allí llegaba gratis. La guita habitaba todos los rincones y
todos los rostros. La cosa ahí, era por guita. Siempre por guita. La de quienes
les sobraba y la de los desesperados. Alguna vez parado en “La Perrera “(3)
puteando y rompiendo boletos un viejito muy pobre pero con traje y corbata,
acaso con semanas de no cambiarse, me dijo amablemente con esa parsimonia
y resignación de los ancianos:
-
Nunca
vengas a las carreras, porque necesitas el dinero, vení cuando te sobre, entonces,
y sólo entonces ganarás -
II
¿Cuál
de nosotros tenía una buena billetera para apostar? ¡Ninguno! Ocurre que en
esos sitios, una moneda, una sola, tiene valor. Alguien te prestará otra, y con
un boleto de dos mangos, por ahí, tu caballo viene y empieza a crecer un
saldito. Es todo muy difícil, pero puede ocurrir. Mientras tanto, por lo menos
a mí, el tema de empezar a reconocer ese mundo me llevaba muy atento. Ejemplo:
Digamos que algunas conductas, en determinadas circunstancias, se mimetizaban.
Todas las personas gritaban y saltaban de la misma manera. Una suerte de frase
dicha a los gritos a continuación del nombre del jockey o del
caballo por el que se habían apostado su permanencia en éste mundo, se dejaba
oír…
-
¡FULANO…
VIEJO Y PELUDO, NOMÀS!
Centenares
de gargantas gritaban igual e igualmente saltaban en sus lugares blandiendo el
brazo, como una coreografía que se iba apagando por sectores y enfatizándote en
otros según la ubicación del apostado. Aquellos argumentaban a los gritos con
sus vecinos la derrota y los menos se abrazaban, aun sin conocerse, para correr
de inmediato a cobrar en las ventanillas justo detrás de las tribunas, en el
gran patio, sembrado de boletos rotos y maldiciones. No podría recordar como
supe, pero conseguimos enterarnos desde cuál lugar y por qué razón se veía
mejor la carrera. Estaba claro que deberíamos colocarnos siempre en “La
Especial”, ubicada en el centro del predio, con la “Perrera” a nuestra
izquierda (que además era la de menor valor) y el Paddock a la derecha, zona ocupada
por las personas más notables de la ciudad: funcionarios, propietarios de studs
y gente pudiente. Era además el sitio donde más prismáticos y trajes se podían
ver. Muy cerca y al final de la pista, el disco de sentencia, por lo cual las
personas apiñadas allí solo podían ver el final de la carrera cuando yo había
sido anoticiado que lo realmente importante era el recorrido del tungo elegido,
el comportamiento del caballo y del jockey en el transcurso de la carrera.
Hacia allí se dirigían los caballos ganadores a recibir sus premios y donde
abundaban los periodistas y sus fotos. La entretela de la actividad solo se
podía disfrutar en ese lugar, donde por ejemplo, se les quitaban los cueros al
animal, y bueno, eso que a mí siempre me impresionó: ver a un jockey
desmontado. Hombrecitos que segundos antes, parados en los estribos, apilados
sobre el cuello del animal, peleaban meta fusta y filete por la guita de los
que gritaban desaforadamente en las tribunas. También era el lugar donde se
veían más mujeres que en todo el estadio. Ellas, las esposas de los hombres
notables, felicitando al matrimonio propietario del caballo ganador y a sus
contrincantes más cercanos. Es posible que recuerde en las fotos el trofeo.
Siempre una gran copa y una corona de laureles al cuello del animal, acariciado
por su monta que apenas llegaba a alcanzar el cogote, transpirado y tembloroso.
Finalmente, una capa de vivos colores cubría al caballo que ya sacaban fuera de
toda la pompa del triunfo. Y las rejas, que por aquellos tiempos estaban todas
pintadas de color crema, separaban las tribunas y los sectores, siendo los
curiosos los que tomados de ellas contemplaban estas ceremonias con
pensamientos, sospecho, de una variedad indescifrable.
III
Acaso
que no haya sido exactamente así han pasado más de cuarenta años. Estoy
hablando de que se inauguraban las carreras nocturnas. Y en aquél GRAN PREMIO
CARLOS PELLEGRINI, pudiera ser que por primera vez en la Historia del Turf
Nacional aquél DERBY se corriera de noche y en Palermo, ya que San Isidro se
estuvo refaccionando hasta casi finales de la década. Mi historia personal
pospone la importancia de éstos datos. Que se trataba del GRAN PREMIO CARLOS
PELLEGRINI y que yo estaba allí con algunos amigos, de saco y con la credencial
del padre de Raúl colgada de la solapa, es una verdad absoluta. Y que era de
noche, también. Carezco del recuerdo si era la inauguración de las luces, o
esto ya había ocurrido antes, eso me falta. En fin…
El
hipódromo a tope como en todos los Grandes Premios. Era difícil caminar
fluidamente los playones, las personas se estorbaban para apostar en las
ventanillas que siempre fueron arqueadas, pequeñísimas y con rejas. Era casi
imposible ver quién nos recibía el dinero. La pregunta y la apuesta, siempre a
viva voz, evitando confusiones en el marco del estruendo de miles de personas
ansiosas plata en mano. Yo entre ellos. Me había ofrecido para juntar el dinero
de todos más un plus mío que el resto de mis amigos desconocía. Un buen rato
antes de la carrera nos habíamos separado en pequeños grupos, algunos nos
quedamos en las tribunas midiendo posibilidades. Les llaman catedráticos a los
burreros. Y la verdad es que estudiaban cien veces a cada competidor y su
linaje. Constataban y evaluaban todo: últimas presentaciones, distancias que
preferían, las distintas montas, cuidadores, studs, tipos de pista. Seguramente
referían a otros datos que eran imposibles de retener para un tipo como yo,
pura intuición, y detalles de dudosa procedencia. Éramos presa fácil de
trúhanes, mentirosos y falsos allegados que allí abundaban. Había personas que
te sugerían apostar por caballos por los que ni ellos mismos lo harían, y por
motivos igualmente inexplicables.
IV
Me
excedí en contexto, presumo. Volvamos por favor a aquel día inolvidable para
mí, por varias razones. Primer dato: debía el alquiler del departamento de tres
meses. Lo había firmado un año y medio antes con la garantía de un tío paterno,
segundo dato a tener en cuenta, oficial de la Policía Federal con todas las
características de su profesión y en ocasiones con brotes de una severidad
digamos, institucional y muy enfática. Ese año mi tío ascendía a Oficial
Superior por lo que no podía acercarse a nada de cualquier índole que estorbara
ésta graduación tan esperada, tercer dato no menos importante. Misteriosa y
milagrosamente ese viernes había logrado juntar el dinero para el lunes
entrante pudiendo detener las amenazas de la inmobiliaria, intimaciones que
usaba con demasiada frecuencia y éxito descomunal, sobre todo advirtiendo del tema
a mi irascible pariente y garante, con grandes chances de acabar en el hospital
o en la calle junto a mi familia. A mitad de semana “El Birome” quien
oficiaba en el barrio de quinielero me
fue a ver al laburo
-
Que
hacés Edu, cómo te va. ¿Van al Pellegrini el viernes, no? …
-
Claro
¿Qué pasa?
-
¿Quiénes
van?
-
Vamos
todos, ya tenemos los pases del viejo de Raulito.
-
Saben
que tienen que ir con saco todos, no?
-
Ya
está, eso está resuelto.
-
Escuchame,
¿Van a hacer una vaca?
-
¿Y
de qué otra manera, cuándo fue diferente?
-
¿No
tenés un canuto por ahí, un ahorrito, una punta?
-
¿Por?
-
Hablé
con un chabón que duerme con el caballo. Gana “Uruguayo”, con la monta del
“Colorado” Cosenza.
Me
lo quedé mirando. Cosenza era mi jockey preferido, pero no tenía ningún dato
del caballo.
-
La
vaquita es todo. No hay nada más.
-
Ok,
después no digas que no te avisé, paga dos cifras, el dato es bueno, el pibe
vive en el stud. En fin, chau hermano, nos vemos allá. ¿Tenés un pálpito para
hoy?
-
No… dejame… mañana…
-
Listo,
chau.
“El
Birome” cruzó la calle y esquivando a un taxi me gritó con la mano en la cara…
-
¡Pedí
prestado que te salvás boludo, y para todo el viaje. Hacé que te salga una, por
esta vez cortá la racha, Manu!” -
Logró
intranquilizarme. Visualicé el lugarcito en el placar donde tenía los tres
meses de alquiler que pagaría el lunes, atados con una gomita y separados de a
cien. El viernes a la mañana compré la “Crónica” y me leí la página de las
carreras varias veces, de punta a punta. “Uruguayo” había ganado las dos
últimas dos carreras en 1800 y 2500 metros en San Isidro, en una pista pesada y
por dos cuerpos, y la otra por afano en pista normal pero con Cosenza solo
había corrido en una anterior, creo recordar que en Palermo y entró cuarto
cómodo. No estaba ni siquiera destacado en el gran grupo de postulantes de
cualquier Gran Premio. Hay caballos desconocidos para el común de la gente:
extranjeros, de otros puntos del país. Estaba complicado.
Vivíamos
cerca y por cábala cada vez que íbamos al hipódromo caminábamos riendo e
imaginando que haríamos con el dinero. Ésta vez fuimos bromeando acerca de
nuestros sacos. Carlitos, al no tener uno propio, se había puesto uno del padre
que le quedaba enorme, lo jodimos hasta que llegamos. Tiramos las cosas en el
cesto de la entrada y encaramos los controles. Reverencias y saludos tal cual
lo pensamos. Demasiada gente. Nos mantuvimos unidos un rato y lo primero que
hicimos fue ir al lugar habitual en la tribuna a saludar a los otros que
siempre encontrábamos en el mismo sitio. Buenos deseos, abrazos, consultas,
hipótesis sobre el devenir. Al rato Roberto y yo estábamos tomando una birra en
una de esas barritas ubicadas debajo de las tribunas. El gordo dice que se va
al baño, y en ese momento, el “Birome” que se acerca corriendo.
-
¿Y
boludo, consiguieron la guita?
-
¿Qué
guita boludo? Juntamos entre todos un paquetito, lo tengo yo.
-
¿Compraste?
-
Todavía
no.
-
Tenés
que conseguir guita de algún lado. Es hora de ganar boludo. Nos salvamos
Edu, no seas pelotudo. ¿No podes reconocer la oportunidad de tu vida? La concha
de tu hermana, Edu…
-
Mirá
- y me mostró un fajo tan grande que tuvo que acomodarse para sacarlo del jean.
¡Tengo plata de apuestas acá boludo, me mato yo también!
Corrimos
a la puerta esquivando a la multitud y nos tomamos un taxi. El “Birome” se
quedó y yo subí a buscar la guita del alquiler, y mi sentencia de muerte. No
tardamos ni media hora en ir y volver al hipódromo, donde ya era muy difícil
llegar a las ventanillas. No nos encontramos con nadie, y a los pocos minutos
“El Birome” estaba cuarto para jugar. Jamás pude entender como pasó en minutos
a unas ciento y pico de personas. Se jugó a ganador la guita de los pibes la de
él las apuestas y la del alquiler. A los chicos no les dije nada y nos apiñamos
en la tribuna. “El Birome” se había borrado, él no miraba las carreras con
nosotros.
VI
Milla
y media, pista normal, campana de largada. La primera vez que le pedí los
prismáticos a mi vecino, un entrañable viejito que no los había usado y que
parecía que solo formaban parte de su atuendo. Iban tres caballos en punta tan
cerca que parecían tomados de sus colas, tres cuerpos y un pequeño pelotón de unos ocho
caballos, dos cuerpos y dos caballos en
una misma línea, y detrás como a cinco cuerpos, un pelotón grande con el resto
de los competidores. Devolví los prismáticos, el anciano no se los colgó,
seguro de que se los iba a volver a pedir. Cuando estaban por la mitad del
opuesto, los prismáticos estuvieron en mi mano con solo un ademán. Mi vecino seguramente
no había apostado en esta carrera o ya habría jugado en las anteriores. Las
cosas habían cambiado un poco. Un solo pingo venía en punta aguantando a los
demás a dos cuerpos del segundo, el pelotón que los seguía a unos tres cuerpos,
allí se había incorporado nuestro caballo al que veíamos por primera vez. El
viejito dijo que me los quedara y logré ver la entrada y salida del codo, que
es donde se resuelven las carreras. Dos caballos venían en punta a medio cuerpo
uno del otro contra los palos, aprovechando bien la pista. A unos tres cuerpos
el pelotón de seis caballos, integrado por Cosenza, corría también contra los
palos, y muy echado sobre el animal, señal inequívoca de que lo venía teniendo,
que no podía pasar. En pleno codo pegó un fustazo, lo cambió de mano y lo sacó!
… “Uruguayo”, pegó algo así como un estirón y sacó dos cuerpos en 30 metros….
¡no tenía lugar… no podía pasar!… El Colorado se apiló, le pegó un par
de veces seguidas, y mostrándole la fusta pasó delante nuestro faltando 50
metros llevando 5 o 6 cuerpos!… grité -¡¡Uruguayo, viejo nomás!!…- y
me desmayé. Jamás vi el final. Mis amigos me alzaron, y cuando desperté estaba
con suero en la salita de primeros auxilios del hipódromo… -¿ganamos?….- tres
de mis amigos me rodeaban… ¡arriba por cinco cuerpos, de orejitas
paradas… 11 mangos Edu !
Lo
mío lo cobré otro día, no quise desentonar con nada que pasara ese día y volví
borracho a casa, con el saco de Carlitos… me había orinado encima, además,
varias veces. La vieja me desnudó y me metió en la bañera, en agua muy caliente
para empezar. Me quedé dormido allí. Entre ella y mi viejo me acostaron
para dormir como 12 horas, eso me dijeron. En un par de días había pagado todo,
lo del alquiler y todas las deudas que teníamos. Allá por mitad de la semana
estábamos en el Globo comiendo un puchero de cerdo, inolvidable. Esta vez lo
llevamos al viejo a los tropezones. Lo felices que fuimos por largos días es otra
historia, de la que ya ha pasado mucho tiempo. Allá por los veinte años, me
enamoré y jamás volví al hipódromo, ahora estaba ella, y eso era todo.
(1): Revista exclusivamente de turf
(2): Revista de turf exclusivamente
(3): Tribuna popular
“URUGUAYO”
Original de Eduardo DE VINCENZI
https://taxinarradores.blogspot.com/
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