Revista Nos Disparan desde el Campanario Año II Nro. 42 Entrevista...LA ESCUELA IMPIDE LA DIFUSIÓN DE VERDADES ESENCIALES por NOAM CHOMSKY, invita a reflexionar Juan Rodríguez
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Si no se sabe lo que se está
buscando, si no se tiene idea de lo que es relevante, dispuestos a cuestionarse
esta idea, si no se tiene eso, explorar en internet es sólo tomar al azar
hechos no verificables que no significan nada."
Noam Chomsky
Entrevista
al filósofo y Lingüista Noam Chomsky, realizada por el
teórico crítico y lingüista Donaldo Malcedo y publicada en el
libro "Chomsky on Mis Education" .
DONALDO
MACEDO: Hace algunos años, me sentí intrigado por el caso de David Spritzier,
un estudiante de la Escuela Latina de Boston, de tan solo doce años, quien tuvo
que afrontar un expediente disciplinario por haberse negado a pronunciar el
Juramento de Fidelidad. A Spritzier le parecía «una exhortación hipócrita al
patriotismo», puesto que no hay «libertad y justicia para todos». Quería
preguntarte por qué crees que un niño de doce años pudo detectar la evidente
hipocresía del Juramento y, en cambio, no lo hicieron sus maestros y
administradores. Me deja pasmado que los maestros, que —por la misma naturaleza
de su trabajo— deberían considerarse a sí mismos intelectuales, sean incapaces
de ver lo que le resulta evidente a un niño, o incluso se nieguen a aceptarlo.
NOAM CHOMSKY: No es difícil de entender. Lo que acabas de mencionar demuestra la profundidad del adoctrinamiento tendencioso que se lleva a cabo en nuestras escuelas, e incapacita a las personas instruidas para comprender siquiera las ideas más elementales, al alcance de cualquier niño de doce años.
De
acuerdo, pero me sorprende que un maestro —que ha recibido una formación
superior— o un director de escuela sacrifiquen el mensaje del Juramento de
Fidelidad a la imposición de la obediencia, y exijan a sus estudiantes que lo
pronuncien.
A mí no me extraña, en absoluto. De hecho, lo que le sucedió a David Spritzler es lo que se espera de las escuelas, que son centros de adoctrinamiento y obediencia impuesta. Lejos de favorecer el pensamiento independiente, la escuela, a lo largo de la historia, no ha dejado de interpretar un papel institucional dentro de un sistema de control y coerción. Una vez que se te ha educado, se te ha socializado ya de una manera que respalda las estructuras de poder que, a su vez, te recompensan generosamente. Pensemos en Harvard, por ejemplo. En Harvard no aprendes solo matemáticas; aprendes, además, qué se espera de ti por ser un graduado de Harvard, qué conducta has de seguir y qué preguntas no tienes que hacer jamás. Aprendes las gollerías propias de un cóctel, cómo debes vestirle, cómo se imposta el acento de Harvard.
Y también cómo relacionarte con una determinada estructura de clase, y cómo conocer las metas, los objetivos y los intereses de esta clase, la clase dominante.
Así
es. En este caso, hay una diferencia abrumadora entre Harvard y el MIT
[Instituto de Tecnología de Massachusetts]. Aunque sería razonable definir el
MIT como una institución más de derechas, es, en cambio, mucho más abierto que
Harvard. En Cambridge tienen un dicho que refleja bien esta diferencia: Harvard
forma a la gente que gobierna el mundo; el MIT forma a los que lo hacen
funcionar. Como consecuencia, en el MIT hay mucha menos preocupación por el
control ideológico y mucho más espacio para el pensamiento independiente. Mi
situación aquí es una buena muestra de ello, pues nadie ha puesto obstáculos a
mi acción política ni mi activismo. Ahora bien, no pretendo decir con eso que
el MIT sea un foco de activismo político. No ha dejado de desarrollar la
función institucional que le corresponde: ocultar la mayor parte de la verdad
sobre nuestro mundo y nuestra sociedad. De no haber sido así, si se hubiera
dedicado a enseñar la verdad, tampoco habría podido sobrevivir demasiado.
Y
precisamente porque no enseñan la verdad sobre el mundo, las escuelas
estadounidenses no tienen más recurso que el bombardeo propagandístico
constante a favor de la democracia. Si la escuela fuera en verdad democrática,
no sería necesario machacar a los estudiantes con tópicos sobre la democracia.
Simplemente, la acción y la conducta serían democráticas; pero sabemos que no
es así. En principio, cuanto más necesario resulte hablar sobre los ideales de
la democracia, menos democrático será el sistema.
Esto
es bien conocido por los que se dedican a la política y, a veces, ni siquiera
se molestan en ocultarlo. La Comisión Trilateral se refería a las escuelas como
las «instituciones» responsables del «adoctrinamiento de los jóvenes». Este
adoctrinamiento tendencioso es imprescindible, porque las escuelas fueron
diseñadas —hablando a grandes rasgos— para apoyar los intereses del sector
social dominante, la gente de mayor riqueza y bienestar. Desde muy temprano, en
la educación se nos socializa para que comprendamos la necesidad de prestar
respaldo a las estructuras del poder, sobre todo a las grandes empresas, a los
hombres de negocios. La lección que uno saca de esta educación socializadora es
que, como no apoyes los intereses de los más ricos y poderosos, lo tendrás
crudo: sencillamente, se te expulsa del sistema o se te marginaliza. Y la
escuela cumple con éxito este programa de «adoctrinamiento de los jóvenes» —por
decirlo con las mismas palabras de la Trilateral— gracias a que opera dentro de
un marco de propaganda cuyo efecto es deformar o suprimir las ideas y la
información no deseadas.
¿Cómo
es posible que estos intelectuales, que propagan falsedades al servicio de los
intereses de los más poderosos, sin atreverse a salir de dentro del marco
propagandístico, salgan impunes de su complicidad?
Lo
cierto es que no salen impunes de nada. De hecho, están prestando el servicio
que se espera de ellos; lo esperan así las instituciones para las que trabajan,
y ellos cumplen los requerimientos del sistema doctrinal, ya sea voluntaria o
quizá inconscientemente. Es como si contrataras a un carpintero y, una vez realizado
el trabajo para el que lo contrataste, te preguntaras cómo ha podido hacerlo.
Bueno, ha hecho lo que se esperaba de él; y los intelectuales ofrecen un
servicio muy parecido. Se comportan tal como se espera de ellos en la medida en
que presentan una descripción de la realidad mínimamente ajustada, pero sobre
todo adecuada a los intereses de los que tienen más poder y más riqueza, es
decir, de la gente que posee esas instituciones que solemos llamar escuelas y
que, en el fondo, vienen a poseer la sociedad entera.
Está
claro que, históricamente, los intelectuales han interpretado un papel
vergonzoso con su apoyo al sistema doctrinal. Vista esta postura —no demasiado
honrosa—, ¿crees que pueden ser tenidos por intelectuales, en el sentido más
genuino del término? En varias ocasiones te has referido a algunos profesores
de la universidad de Harvard como «comisarios», al estilo soviético.
Personalmente, creo que ese término los describe mejor que el de
«intelectuales», pues son cómplices de la estructura del poder; además,
desarrollan un rol funcionarial, puesto que defienden los supuestos «valores de
la civilización», aun cuando estos, en muchos casos, han generado justamente el
efecto contrario: miseria, genocidio, esclavitud y explotación en gran escala de
la masa de trabajadores.
A
lo largo de la historia, efectivamente, esa es una imagen casi exacta de lo que
ha sucedido. Si te retrotraes al tiempo de la Biblia, verás que los
intelectuales que más tarde fueron denominados «falsos profetas» trabajaban en
pro de los intereses de los poderosos. Sabemos que había intelectuales
disidentes con una concepción alternativa del mundo: los que después fueron
llamados «profetas» (que es una traducción dudosa de un término confuso). Pues
bien, estos fueron preteridos, torturados u obligados a exiliarse. Y las cosas
no son muy diferentes en nuestros días: la mayoría de las sociedades marginan a
los intelectuales disidentes y, en lugares como El Salvador, se los quitan de
en medio brutalmente. Eso es lo que les pasó al arzobispo Romero y los seis
jesuitas: fueron asesinados por tropas de élite, entrenadas y armadas por
nosotros |los Estados Unidos] y costeadas con nuestros impuestos. Un jesuita
salvadoreño observó acertadamente en su diario que, en su país, un Václav Havel,
por poner un ejemplo (el antiguo prisionero político que terminó siendo
presidente de Checoslovaquia) no habría ido a la prisión, sino que lo hubieran
destazado y abandonado en la vereda. Pero a Václav Havel, que se convirtió en
el ojito derecho de Occidente, no se le puede acusar de cicatero, sino que
agradeció cumplidamente este apoyo, dirigiéndose al congreso de los Estados
Unidos —muy pocas semanas después del asesinato de los seis jesuitas en El
Salvador— sin mostrar ninguna solidaridad con sus compañeros de la disidencia
salvadoreña; antes al contrario, elogió y bendijo al congreso como «el defensor
de la libertad». El escándalo es tan mayúsculo que sobran los comentarios.
Pero
bastará una simple prueba para demostrar su magnitud. Imagina, por ejemplo, lo
siguiente: Un comunista estadounidense y de color se presenta en lo que
entonces era la Unión Soviética, poco después de que seis destacados
intelectuales checos hayan sido asesinados por fuerzas entrenadas y armadas por
los rusos. Se dirige a la Duma y la ensalza como «la defensora de la libertad».
¿Qué reacción se hubiera producido en los Estados Unidos, entre los políticos e
intelectuales? Sin duda, habría sido rápida y predecible: se le denunciaría por
apoyar a un régimen criminal. Los intelectuales estadounidenses deberían
preguntarse por qué se sintieron arrobados por la espléndida actuación de
Havel, que es equiparable a esta historia imaginaria.
¿Cuántos
intelectuales de nuestro país han leído algo —siquiera una página— de lo
escrito por los intelectuales centroamericanos asesinados por los varios
ejércitos que actúan como delegados nuestros? ¿Cuántos saben de la existencia
de Dom Helder Cámara, el obispo brasileño que se distinguió en la defensa de
los pobres de Brasil? La mayoría tendrían problemas incluso para dar el nombre
de algún disidente de las brutales tiranías latinoamericanas —o de otras zonas—
a las que apoyamos, además de entrenar a sus ejércitos; creo que solo eso ya
basta para describir el estado de nuestra cultura intelectual. Los hechos que
no convienen al sistema doctrinal se despachan con rapidez, como si no
existieran; simplemente, se eliminan.
Esta
construcción intelectual del «no ver» caracteriza a algunos intelectuales,
descritos por Paulo Freire como educadores que afirman adoptar un enfoque
científico y «pueden estar intentando esconderse en lo que consideran la
neutralidad de los objetivos científicos, sin atender al modo en que se vayan a
usar sus descubrimientos, sin molestarse a pensar siquiera para quién o para qué
intereses están trabajando» . En el nombre de la objetividad, según Freire,
estos intelectuales «parecen analizar la sociedad que estudian como si no
participaran en ella. En su celebrada imparcialidad, [parecen] acercarse al
mundo como si llevaran guantes y mascarilla, para no contaminarlo ni resultar
contaminados» . Personalmente, añadiría que no solo llevan «guantes y
mascarilla», sino anteojeras, que les impiden ver lo evidente.
Creo
que no estoy demasiado de acuerdo con esa crítica posmoderna en contra de la
objetividad. No debemos desdeñar la objetividad; al contrario, en nuestra
persecución de la verdad tenemos que esforzarnos por ser objetivos.
Me
parece razonable. Con mi crítica no pretendía rechazar la objetividad. Lo que
sí resulta imprescindible es analizar la cobertura de objetividad que utilizan
numerosos intelectuales para no incorporar en sus análisis una serie de
factores poco convenientes, y que probablemente revela su complicidad con la
eliminación de la verdad al servicio de la ideología dominante.
Así es. Hay que condenar sin tapujos la pretensión de objetividad, cuando funciona como un medio de distorsión y. desinformación al servicio del sistema doctrinal. Esa postura es mucho más frecuente en las ciencias sociales, debido a que, en ellas, el mundo exterior impone unas constricciones especialmente débiles sobre los investigadores; la capacidad de comprensión es más reducida, y los problemas que se afrontan son mucho más oscuros y complejos. Como consecuencia, resulta mucho más sencillo ignorar todo lo que no interesa oír. Hay, por tanto, una diferencia muy marcada entre las ciencias naturales y las ciencias sociales. En el primer caso, los hechos se atestiguan en la naturaleza de una forma verificable, lo que dificulta que un investigador pueda ignorar los datos que contradicen sus hipótesis favoritas; es por ello que los errores no suelen perpetuarse. Como en las ciencias naturales pueden repetirse los experimentos, los posibles errores se descubren sin mayores problemas. Además, hay una disciplina interna que rige esa tarea intelectual. Aun así, está claro que ninguna investigación, por seria que sea, nos conducirá forzosamente a la verdad.
Pero
volvamos al punto inicial: la escuela impide la difusión de verdades
esenciales. Es la responsabilidad intelectual de los maestros —o de cualquier
otra persona que se mueva en ese ámbito— intentar decir la verdad. Eso me
parece indiscutible. Es un imperativo moral: averiguar la verdad sobre las
cuestiones más importantes, y difundirla lo mejor que uno pueda, y siempre al
auditorio más adecuado. Porque ponerse a decirle la verdad al poderes malgastar
el tiempo, literalmente, y ese intento puede ser, con frecuencia, una forma de
cubrirse las espaldas. A mi modo de ver, desde luego, es una pérdida de tiempo
irle con la verdad a Henry Kissinger o al director general de AT&T, o a
otros que ejercen el poder en instituciones coercitivas: en la mayoría de los
casos, ya la conocen, la verdad. Permíteme precisar lo que acabo de decir:
cuando los que están en el poder se apartan de sus circunstancias
institucionales —si es que lo hacen— y se convierten en seres humanos, en
agentes morales, en ese caso podemos dirigirnos a ellos como al resto de las
personas. Pero en su función como dirigentes, prácticamente no vale la pena, es
una pérdida de tiempo. No es más útil comunicarle la verdad al poder que a los
peores tiranos o criminales, que no dejan de ser personas, independientemente
de lo terrible de sus actos. Así que decirle la verdad al poder no es ninguna
tarea honrosa.
Lo
que debemos procurarnos es un auditorio que importe. En el caso de la
enseñanza, se trata de los estudiantes; no hay que verlos como un simple
auditorio, sino como elemento integrante de una comunidad con preocupaciones
compartidas, en la que uno espera poder participar constructivamente. Es-decir,
no debemos hablar a, sino hablar con. Eso es ya instintivo en los buenos
maestros, y debería serlo en cualquier escritor o intelectual. Los estudiantes
no aprenden por una mera trasferencia de conocimientos, que se engulla con el
aprendizaje memorístico y después se vomite. El aprendizaje verdadero, en
efecto, tiene que ver con descubrir la verdad, no con la imposición de una
verdad oficial; esta última opción no conduce al desarrollo de un pensamiento
crítico e independiente. La obligación de cualquier maestro es ayudar a sus
estudiantes a descubrir la verdad por sí mismos, sin eliminar, por tanto, la
información y las ideas que puedan resultar embarazosas para los más ricos y
poderosos: los que crean, diseñan e imponen la política escolar.
Consideremos
con más detalle qué significa enseñar la verdad y que todo el mundo aprenda a
distinguir las verdades de las mentiras. Me parece que no requiere más que
sentido común, el mismo sentido común que nos hace adoptar una postura crítica
hacia los sistemas propagandísticos de las naciones que consideramos como
enemigas. Antes sugerí que los más señeros intelectuales de nuestro país serían
incapaces de nombrar ni uno solo de los bien conocidos disidentes de las
tiranías controladas por los Estados Unidos, como por ejemplo la de El
Salvador. Sin embargo, estos mismos intelectuales sabrían proporcionarte una
larga lista de disidentes de la antigua Unión Soviética. Y tampoco les
supondría ningún problema el distinguir las mentiras, deformaciones e
incongruencias que sirven para evitar que la población de los regímenes
enemigos conozca la verdad. Pero esa capacidad crítica que utilizan para
desenmascarar las falsedades difundidas en los estados «delincuentes» se esfuma
cuando se trata de criticar a nuestro propio gobierno o a las tiranías que
apoyamos. En el trascurso de la historia, las clases mejor formadas han
respaldado mayoritariamente a los aparatos propagandísticos y, cuando se
minimizan o se eliminan las desviaciones de la pureza doctrinal, la máquina de
la propaganda suele lograr éxitos apabullantes. Hitler y Stalin lo sabían muy
bien y, hasta el día de hoy, tanto las sociedades abiertas como las cerradas
han procurado y recompensado la complicidad de la clase instruida.
Esta
clase instruida ha sido considerada una «clase especializada», ya que es un
grupo reducido de personas que analizan, ejecutan, toman las decisiones y
mueven los hilos en el sistema político, económico e ideológico. Esta clase especializada
suele representar un porcentaje ínfimo de la población, que tiene que recibir
protección frente a la gran masa a la que Walter Lippmann dio el nombre de
«rebaño desconcertado». Es una clase que desarrolla las «funciones ejecutivas»,
lo que significa que realizan la función de examinar, planear y establecer el
«interés común» (ahora bien, con esta fórmula se refieren a los intereses de la
clase de los hombres de negocios). A la gran mayoría de la población, esto es,
al «rebaño desconcertado», le corresponde en nuestra democracia el rol de
«espectadores», no el de «participantes en la acción», según el credo
democrático liberal que Lippmann supo articular perfectamente. En nuestra
democracia, cada cierto tiempo los miembros del «rebaño» tienen la posibilidad
de participar en la aprobación de uno u otro líder, mediante un proceso
conocido como «elecciones». Una vez han aprobado a este o a aquel miembro de la
clase especializada, deben retirarse y convertirse de nuevo en espectadores.
Cuando
el «rebaño desconcertado» intenta ampliar su papel como mero espectador, cuando
la gente intenta participar en la acción democrática, la clase especializada
reacciona en contra de lo que se pasa a denominar una «crisis de la
democracia». Esa es la razón de que nuestras élites sientan tanto odio hacia
los años sesenta, cuando varios grupos de personas históricamente marginadas
empezaron a organizarse y cuestionar la política de la clase de los
especialistas, sobre todo la relativa a la guerra de Vietnam, pero también, en
el ámbito interior, la política social.
Una
de las posibles maneras de mantener el control sobre el «rebaño desconcertado»
es adoptar la concepción de escuela que hemos visto antes, la que propuso la
Comisión Trilateral: las escuelas son las instituciones responsables del
adoctrinamiento de los jóvenes. Los miembros del «rebaño» tienen que ser
rigurosamente adoctrinados en los valores e intereses de tipo privado y
estatal-corporativo. Los que asimilen mejor esta educación en los valores de la
ideología dominante y demuestren su lealtad al sistema doctrinal podrán, a la
postre, entrar a formar parte de la clase especializada. El resto del «rebaño
desconcertado», por el contrario, ha de ser mantenido a raya, de forma que no
creen problemas, sean simples espectadores del desarrollo de la acción y no
reflexionen sobre aquellos aspectos de la realidad que son de veras
importantes. La clase instruida considera que es imprescindible para el
«rebaño», porque este es demasiado estúpido como para gobernar sus asuntos por
sí mismo y lo haría mal, actuaría de acuerdo con sus «concepciones erróneas».
Cerca del 70 por 100 de los estadounidenses cree que la guerra de Vietnam no
era correcta desde un punto de vista moral, pero, según la clase dominante, es
necesario protegerlos de sus «concepciones erróneas», que los han llevado a
oponerse a la guerra; tienen que acabar creyendo en la versión oficial, que
indica que la guerra fue, sencillamente, un error.
Con
miras a proteger al «rebaño desconcertado» de sí mismo y de sus «concepciones
erróneas», las clases especializadas de las sociedades abiertas deben girar la
vista sobre todo hacia las técnicas de propaganda, denominadas eufemísticamente
«relaciones públicas». En los estados totalitarios, en cambio, controlas al «rebaño»
colgando un martillo sobre sus cabezas: al que se mueva de su lugar, le chafas
la cabeza. Pero en las sociedades democráticas no se puede confiar en la fuerza
bruta para mantener la población a raya, así que, para controlar la opinión
pública, hay que optar principalmente por la propaganda. En esta tarea de
control de la opinión, la clase instruida resulta indispensable, y la escuela
desarrolla una función crucial.
Tus
afirmaciones sugieren —y, por mi parte, estoy de acuerdo— que en las sociedades
abiertas la censura es un componente esencial de la estructura de soporte de la
propaganda, como intento de «controlar la opinión pública». Desde mi ¡yunto de
vista, no obstante, la censura de las sociedades abiertas difiere
sustancialmente de la que se ejerce en las sociedades totalitarias. Y lo que he
observado en los Estados Unidos es que la censura no solo se manifiesta bajo
una forma diferente, sino que también depende, en cierta medida, de una especie
de autocensura. ¿Qué papel desempeñan la educación y los medios de comunicación
en este proceso?
Eso
que has denominado «autocensura» empieza, en realidad, a una edad muy temprana,
mediante un proceso de socialización que es, a su vez, una forma de
adoctrinamiento; el objetivo es promover la obediencia en sustitución del
pensamiento independiente. La escuela funciona como un mecanismo más de esta
socialización, y su meta es evitar que la gente haga preguntas importantes
sobre las cuestiones importantes que les afectan directamente a ellos o bien a
los demás. Es decir, en la escuela no se aprenden solo contenidos. Como te
decía antes, si quieres convertirte en un profesor de matemáticas, no te
limitas a aprender un montón de nociones matemáticas, sino que, además,
aprendes cómo has de comportarte, cómo vestirte adecuadamente, qué tipo de
preguntas puedes hacer, cómo encajar (en el sentido de amoldarte), etc. A la
que seas demasiado independiente, o cuestiones demasiado a menudo el código de
tu profesión, lo más probable es que te expulsen del orden de los privilegiados.
De modo que uno se da cuenta muy rápido de que, para triunfar, hay que servir a
los intereses del sistema doctrinal. Hay que estarse callado e instilar en los
alumnos las creencias y los dogmas más útiles para los intereses de los que
están de verdad en el poder. La clase de los hombres de negocios y sus
intereses privados tienen un representante en las redes del estado corporativo.
Y es que la escuela no es el único de tales sistemas de adoctrinamiento; hay
otras instituciones que colaboran para reforzar el proceso. Piensa en los
programas que nos echan por la televisión, por ejemplo: se nos propone que
contemplemos una retahíla de shows que no nos exigen el esfuerzo de pensar, que
deberían distraernos; pero su función, en realidad, es impedir que los
espectadores comprendan sus verdaderos problemas o identifiquen sus verdaderas
causas. Una de las maneras de afrontar una vida poco plena es comprar sin
parar; pues bien, estos programas se dedican a explotar las necesidades
emocionales de los espectadores y los mantienen desconectados de las
necesidades de los demás. A medida que se van desmantelando los espacios
públicos, las escuelas y los relativamente pocos espacios públicos que quedan
trabajan para convertirnos en buenos consumidores.
Invita
*Juan Rodriguez, Ex cuadro de la Armada. Maquinista y buzo de profundidad. Baja a mi propia solicitud en agosto de 1975, efectiva en diciembre del mismo año. Luego ingreso, exámenes de aptitud mediante a la Marina Mercante Nacional como oficial de máquinas hasta mi jubilación como jefe de máquinas.
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