Revista Nos Disparan desde el Campanario Año II Nro 38 Los Aforismos de Lichtenberg…

 

«Toda una Vía Láctea de ocurrencias», anota al azar Lichtenberg en uno de sus cuadernos de notas o «cuadernos borradores», como él solía llamarlos. Fórmula feliz, sin duda, para esbozar el perfil de una obra por la que circulan miríadas de ideas de muy distinto brillo y magnitud, ocasionalmente agrupables en constelaciones, una obra que refleja la pluralidad de intereses de un observador sutilísimo de sí mismo y del mundo que, en solitario y sin plantearse siquiera la posibilidad de publicarlas, va anotando sus reflexiones e impresiones con plena espontaneidad, desde la perspectiva de un escéptico visceral, de un racionalista consciente de sus múltiples contradicciones. Extraño destino literario el de este profesor de física en una de las universidades de mayor prestigio en su país, Alemania, cuyo arco vital se inscribe en un período tan intenso y rico en transformaciones como es, en la historia espiritual alemana, la segunda mitad del siglo XVIII. Respetado en vida como científico (sus investigaciones en el campo de la electricidad le llevaron a descubrir, en 1777, las denominadas «figuras de lichtenberg»), literariamente no pasó de ser el autor de unos cuantos escritos satíricos y el redactor, durante más de veinte años, de un modesto Almanaque de bolsillo anual destinado a un público de damas y caballeros de la sociedad provinciana de Gotinga, ciudad donde enseñaba y residía. La fama le llegó póstumamente de la mano de dos amigos -uno de ellos su editor, casero y proveedor de libros y vino-, que hubieron de vencer la renuencia inicial de un hermano-albacea a publicar esa miscelánea de fragmentos cuyo título, disposición y volumen irían modificándose en sucesivas ediciones, y que uno de sus frecuentadores más asiduos, Friedrich Nietzsche, no vacilaría en colocar entre los pocos libros de la literatura alemana que merecen ser leídos una y otra vez. El título Aforismos, utilizado por su primer editor crítico a principios de nuestro siglo, es, además de apócrifo, desorientador, sin menoscabo de que se considere a Lichtenberg como el iniciador del género en Alemania. Pues nada más lejos de los cuadernos lichtenbergianos que un libro de aforismos, sentencias o máximas tal como lo concibieron las tradiciones clásico-renacentista o francesa, que iba dirigido ya, al menos en ciertos casos, a un público concreto. Y es que en ese sorprendente cajón de sastre que son los cuadernos, encontramos largas reflexiones sobre los más variados temas, notas de lecturas, anécdotas, breves diálogos o retratos, fragmentos de proyectos autobiográficos y literarios nunca realizados, comentarios corrosivos, citas, hipótesis, interrogantes, frases o palabras descontextualizadas, sueños y también, por supuesto, pensamientos servidos en riguroso atuendo aforístico («El bienestar de muchos países se decide por mayoría de votos, pese a que todo el mundo reconoce que hay más gente mala que buena»), auténticas greguerías («Campanarios, embudos invertidos para dirigir la plegaría al Cielo»), o juegos verbales que conjugan la pura complacencia homofónica con la boutade capaz de sintetizar en cuatro palabras -«(Ja ira, Ca ira, Kahira, Cairo» (de la canción revolucionaría a la campaña de Egipto)- diez años cruciales de la historia de Francia y Occidente. Ya apuntaba certeramente Goethe que «podemos utilizar los escritos de Lichtenberg como la más maravillosa de las varitas mágicas; donde él hace una broma, hay algún problema oculto». Así lo entendieron también Freud, que utilizó algunos aforismos para su análisis del chiste, y, más tarde, André Bretón, para quien Lichtenberg fue uno de los grandes maestros del humor negro. Esta faceta festiva, que incluye el gusto por la paradoja y el nonserue, se vio alimentada por la lectura de los clásicos del siglo xvm inglés, en particular Swift, Steme, Fielding y Johnson, a quienes lo unían muchas afinidades. Con Steme comparte, además, el culto por lo pequeño y aparentemente insignificante, por la miniatura portadora de epifanías tal como aparece, por ejemplo, en el Viaje sentimental por Francia e Italia (1768), obra de inmediata repercusión entre los jóvenes autores alemanes de la generación de lichtenberg. Pues la convicción de Yorick, su protagonista, de que en cualquier rincón oculto de París es posible sorprender una escena fugaz que bien valga por una docena de obras del teatro francés, o de que el comentario de un barbero parisiense sobre su peluca revela más claramente los rasgos del carácter nacional que los discursos de los estadistas, este cambio radical de perspectiva que privilegia el propio mundo emociona] en su libre juego con la realidad, aboliendo las jerarquías convencionales, es también una de las constantes espirituales de ese viajero irónico sentimental por la vida que fue Lichtenberg: Lo que siempre me ha gustado en el hombre es que, siendo capaz de construir Louvres, pirámides eternas y basílicas de San Pedro, pueda contemplar fascinado la celdilla de un panal de abejas o la concha de un caracol. Toda su obra está salpicada de ejemplos, al igual que la de otro viajero solitario, más bien paseante éste, el suizo Roben Walser. No en vano coinciden ambos, a siglo y medio de distancia, en la menuda idea de homenajear a un botón -Walser el de una camisa, Lichtenberg el de unos pantalones-, y agradecerle los servicios prestados con tanta fidelidad como modestia. 



Pero Lichtenberg va aún más lejos en su campaña relativizadora. Así como hay objetos de pacotilla, para él hay también «acontecimientos, prejuicios, vinudes y hasta verdades de pacotilla», o de tres reales, o de perra gorda, como se prefiera, cuyo ahorro permite asimismo acceder a la riqueza. Con ellas fue enriqueciendo sus cuadernas sin ningún orden ni objetivo, impulsado por una necesidad fundamental de su espíritu: el ejercicio del pensar como una actividad autónoma cuyo punto de referencia debe ser, en esencia, uno mismo: No te dejes contagiar, no des como tuya ninguna opinión ajena antes de ver si se adecúa a ti; mejor opina tú mismo. Lichtenberg es, según Schopenhauer, un modelo de los que él denomina verdaderos filósofos, los que piensan por y para sí mismos, en el doble sentido de la palabra alemana Selbstdenker, pues sólo ellos se toman en serio su actividad, que constituye el goce y la dicha de su existencia.En el caso de Lichtenberg hay que puntualizar que se trata de un pensamiento refractario a cualquier tipo de sistematización -los únicos sistemas filosóficos que llegaron a interesarle fueron los de Kant y Spinoza-, que opera básicamente con la analogía y la metáfora, y cuya fuerza y vitalidad residen justamente en su firagmentarismo. «Permanece atento, no sientas nada en vano, mide y compara: tal es toda la ley de la filosofía», dice en uno de sus apuntes más antiguos. Y la atención de este empirista de formación inglesa, pragmático y antimetafísico, se centra, claro está, en el estudio de la naturaleza y del ser humano, en la tarea de explorar «las caras del alma», que asume a sabiendas de que «nada es tan insondable como el sistema de móviles de nuestros actos», y a través de la cual se aproxima hasta los umbrales mismos del inconsciente. A lo largo de toda su obra no cesa de recomendar el estudio del mundo onírico como vía hacia un mayor conocimiento del hombre. Llega a afirmar incluso: Toda nuestra historia no es más que la historia del hombre despierto; en la historia del hombre dormido aún no ha (tensado nadie. El escepticismo de Lichtenberg ante la posibilidad de avanzar en el conocimiento de los fenómenos psíquicos pasa por la defectividad, en apariencia insalvable, de su instrumento: el lenguaje. Desde sus primeras anotaciones del cuaderno A no cesa de interrogarse sobre la imprecisión del lenguaje común frente a los lenguajes de las ciencias exactas, en particular el de las matemáticas. De ahí que la «característica universal» de Leibniz, propuesta de un lenguaje conceptual basado en el cálculo matemático, atraiga poderosamente su atención como alternativa a tener en cuenta y, sin embargo, no le impida dirigirla a su vez hacia la teoría de un lenguaje natural, adánico, que recogiera la denominación primigenia dada por el propio Dios a todas sus criaturas, tal como la había formulado el místico silesio Jakob Bóhme a principios del siglo XVII. Entre estos dos polos, aunque decantándose ostensiblemente por el primero, se mueven sus disquisiciones en busca de un lenguaje individualizado y universalmente válido, capaz de expresar los matices más sutiles con la máxima exactitud y superar así la vieja problemática de la adecuación entre lenguaje y realidad, entre significante y significado. Su sensibilidad lingüística, enemiga de todo tipo de ampulosidad o patetismo y siempre atenta a las potencialidades lúdicas de la palabra, tampoco oculta su preferencia por lo pequeño («Así como hay palabras polisílabas que dicen muy poco, también hay monosílabos de significado infinito»), ni desdeña los valores creativos del significante, ya se trate de onomatopeyas y sonidos expresivos o, incluso, de nombres propios. Así, se imagina la cara de un general de la independencia americana más a partir de la doble vocal de su apellido que de sus hazañas bélicas, y en una de sus primeras notas reúne una larga lista de verbos alemanes que expresan ruidos y sonidos, comentando que «no son sólo signos, sino una especie de escritura ideográfica para el oído». No referirse al hombre de carne y hueso a la hora de ofrecer un perfil, siquiera mínimo, del pensador, sería ignorar una presencia que, de una u otra forma, se deja sentir en todos sus escritos, impregnándolos con su peculiarísima personalidad. Su propensión al autoanálisis, tan frecuente dentro de la tradición pietista de su tiempo, cristalizó en numerosas confesiones aisladas sobre su espíritu y su «lamentable cuerpo» (ambos conceptos se hallan, en él, indisolublemente imbricados), a partir de las cuales se tejió la más difundida de sus imágenes: la del «hombre en la ventana», el observador solitario sometido desde su primera juventud a los vaivenes de la melancolía, el soñador sobre el cual planeaba una y otra vez la tentación del suicidio y que, en sus últimos años, sería víctima de agudas crisis depresivas ahondadas por el alcohol y la hipocondría, «esa habilidad para extraer de cada suceso de la vida, llámese como se llame, la mayor cantidad posible de veneno para uso propio». La crepuscularídad de este período, erosionado por la apatía y la desesperanza, quedó condensada en una nota de extraordinario poder sugestivo: En octubre de 1793 le envié a mi querida esposa una flor artificial, hecha con hojas de varios colores caídas este otoño en el jardín. Supuestamente debía representarme en mi estado actual, pero me guardé de decírselo. Pero el Herr Professor Lichtenberg fue también, pese a las limitaciones físicas impuestas por su escasa estatura y una joroba que, al decir de testigos presenciales, él sabía disimular hábilmente en sus clases no dando nunca del todo la espalda a su auditorio, un hombre que se debatía entre la espiritualidad más pura y la más camal de las sensualidades, según confesión propia, y cuya vida privada no paraba de escandalizar a los puritanos burgueses de Gotinga. Sus cartas y diarios nos lo presentan además como un personaje de gran ternura y calor humano, dueño de un imbatible sentido del humor que, no obstante, podía degenerar en el más implacable de los sarcasmos. No en vano es considerado el autor satírico más representativo de la Alemania de su tiempo, que él, anglófílo impenitente como todo buen racionalista ilustrado, veía como un «hospital de opiniones ajenas» en el plano científico y, con cierta miopía que sólo le permitió salvar escasos nombres, también en el literario, y cuyo mundillo académico rebosante de erudición estéril y compendiomanía, esa «docta barbarie» producida por la ingestión exagerada de lecturas en detrimento de la reflexión personal, no cesó de fustigar hasta el final de sus días. En flagrante contradicción con su credo racionalista aparece, en cambio, su proclividad hacia todo tipo de supersticiones, sobre la cual se interroga preocupado: La forma de arrastrarse de un insecto me sirve para responder a preguntas sobre mi destino. ¿No es esto extraño en un profesor de Física? Pese a su abigarrado desorden y a una serie de lagunas textuales, los cuadernos de notas nos permiten seguir la trayectoria espiritual de su autor en un orden cronológico lineal que se extiende a lo largo de casi treinta y cinco años. A la inevitable arbitrariedad que ya supone toda antología no hemos querido añadir la de una agrupación temática que atentaría, sobre todo en un autor como Lichtenberg, contra la autonomía de unos textos dictados por el azar, que se proponen como puntos de partida e invitan al lector a un viaje que él mismo, espigando aquí y allá, debe emprender a su aire. Practicar el arte tan lichtenbergiano de pensar por cuenta propia a través de una «lectura asistemática» y siempre abierta de su obra quizá sea la mejor manera de abordar a ese «espíritu cuya curiosidad está libre de toda atadura; surge de cualquier parte y se dirige a cualquier parte», en palabras de Elias Canetti, acaso el más directo de sus herederos; pues... «Que no quiera redondear nada, que no quiera terminar nada es su felicidad y la nuestra: por eso ha escrito el libro más rico de la literatura universal».

 

Juan del Solar

 



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