Revista Nos Disparan desde el Campanario Año II Nro 38 Petrificado… Relato de Roly Giménez

 

ESA MAÑANA HABÍA CONCURRIDO AL ALA OESTE DE CASA DE GOBIERNO, para hacer un trámite en Rentas.

Como de costumbre, cuando saqué mi número comprobé que había como cien personas antes que yo. Superé el impulso inicial de salir corriendo y decidí quedarme. Me senté en el único asiento vacío que quedaba y me dispuse resignado a perder una hora y media de mi vida. En un momento me dio hambre y me dirigí al kiosco que había dentro del edificio para comprar un café.

“Buenas”, dije al quiosquero, en forma distraída. Pero al levantar mi vista ésta se clavó en la vitrina del costado. No podía creer lo que veía…

Antes de seguir, retrocedo en el tiempo hasta mis diez años. Precisamente, a una noche de mediados de la década del ’70 en la que, como siempre, yo estaba tirado en mi cama mirando la tele en blanco y negro. Los ruidos en la cocina indicaban que mi mamá preparaba la cena y mi papá se tomaba unos mates. En la pieza de al lado, mi hermano mayor se cambiaba para salir mientras el más chico jugaba con algo. Lo que se dice, mi mundo perfecto. Al rato llega un amigo del mayor, que solía pasar siempre por un kiosco de revistas usadas y manoteaba alguna para llevarme. Al asomarse por el pasillo frente a mi pieza, me saluda y me arroja dos o tres historietas. En mi recuerdo, las veo viajando hacia mí, en cámara lenta, hasta que las atrapo en el aire con una emoción que me desborda el pecho. Era común que a veces alguna viniera sin tapa o arrugadas, cosa que no me importaba. Sin embargo, una de las que regaló esa noche venía sin la última hoja. O sea, le faltaba las dos páginas finales. Yo igual me la devoré.

Cuento el argumento, por si alguien la leyó también: un día llega a la estancia de Patoruzito un científico japonés que ha inventado una inyección para petrificar personas. A la vez, también llega un pintor artista, a quien el indiecito le encarga un retrato de Isidorito, su amigo sabandija. Como éste no se deja retratar y le hace la vida imposible, el pintor le roba la inyección al científico y lo petrifica, para poder retratarlo. De pronto, el científico recibe un telegrama urgente y abandona la estancia imprevistamente. Resultado: se lleva consigo el antídoto necesario para volver a Isidorito a la normalidad. El pintor confiesa su culpa y sale junto Patoruzito y el sabandija petrificado, adentro de un cajón de madera, a recorrer el mundo tratando de encontrar al científico. Lo terminan ubicando en una isla desierta, dentro de un faro, secuestrado por unas malandras que le quieren robar la formula.

Justo al llegar a ese momento en que nuestros héroes están a punto de rescatarlo, se me acabó la revista. El desenlace de la historia estaba en esas dos páginas que le faltaban.

Lo que digo ahora no es mentira: desde aquel entonces, toda la vida me quedé con la duda de qué había pasado, de cómo terminaba la historia. Me imaginé mil veces, de niño, cómo podría haber sido el momento en que despetrificaban a Isidorito.

En necesario aclarar que estas historietas dejaron de escribirse en los años ’80, pero se siguieron editando una y otra vez eternamente, con otros títulos y otras tapas

Pasaron décadas, crecí. Mi vida alcanzó la adultez de una manera, mal que mal, respetable, sin entrar en muchos detalles. Sin embargo, esta espina me quedó siempre clavada. El motivo, no lo sé. Quizás sea por el recuerdo de aquella noche perfecta, que el tiempo se empeñó en dejar tan atrás. Igual, es cierto que concientemente me había olvidado del asunto en los últimos años, hasta ese día en que de repente saltó a la primera plana de mi memoria. Porque lo que vi en el kiosco de Rentas, paradita ahí en la vitrina, fue esa misma historieta, editada originalmente 35 años antes. Con otro título y otro dibujo de tapa, pero yo supe al instante que era la misma.

Inmediatamente le dije al quiosquero que me la vendiera. Como le pagué con un billete grande el tipo me informó que no tenía para darme vuelto. En un acto irracional, empecé a transpirar y le dije. “Espéreme, que voy a tratar de conseguir cambio, pero por favor no me vaya a vender esa revista”. El kiosquero me miró con algo de pena y un poco de sorna, como pensando: “Quién puta va a querer comprar un Patoruzito nada menos que aquí dentro”. A los quince minutos volví y se la pagué. Estaba impactado, no podía creer la suerte que tenía ese día. Volví a sentir una emoción que ya creía perdida, dormida en la noche de los tiempos.

Regresé a mi asiento y comprobé feliz que todavía tenía mucha gente por delante, así que me dispuse a devorar la revista. Pero reprimí el instinto obvio de irme a la última hoja para enterarme del desenlace y preferí arrancar por el principio, para leer toda la historia nuevamente. Entonces sucedió de nuevo la magia, porque durante media hora volví a ser un niño. Ahí, justo ahí, en medio de esa maraña de gente llena de tedio, de hartazgo, que miraba a cada rato la pantalla para ver a qué hora terminaba ese suplicio burocrático; ahí, justo ahí, yo fui feliz de nuevo, como cuando tenía diez años. Me olvidé de todo y de todos. Seguramente alguno se habrá preguntado que hacía ese grandulón riéndose por lo bajo mientra miraba una revista para niños. Creo que hasta volví a sentir el olor de las croquetas que hacía mi mamá.

Cuando terminé, hice el trámite al que había ido. Que ya ni recuerdo, porque esas cosas no son dignas de tal suceso. Tampoco recuerdo haber vuelto alguna vez a ese lugar tan impersonal, lo cual indica que mi responsabilidad tributaria deja mucho que desear.

Lo que nunca olvidaré, eso sí, fue ese momento sublime de reencontrarme con mi niñez. Como dice Dolina: “Para hacerme feliz a mí, ciertamente los dioses no tendrán que hacer mucho gasto”.

¡Ah! Por si quieren saber cómo terminaba la historia: el indicecito vence con las boleadores a los malandras y los deja atados hasta que llega la policía. Luego, ahí mismo, el científico le aplica la inyección a Isidorito, que saltó como un rayo despertando de tantos días inconsciente.

 



*Roly Giménez

Comentarios

  1. Muy buena nota.
    Como me gustaban esas historietas cuando era niño. Me acuerdo que venian un monton de cupones con oficios para aprender por correo.
    Favio

    ResponderEliminar

Publicar un comentario