ESA MAÑANA HABÍA
CONCURRIDO AL ALA OESTE DE CASA DE GOBIERNO, para hacer un trámite en Rentas.
Como de costumbre,
cuando saqué mi número comprobé que había como cien personas antes que yo.
Superé el impulso inicial de salir corriendo y decidí quedarme. Me senté en el
único asiento vacío que quedaba y me dispuse resignado a perder una hora y
media de mi vida. En un momento me dio hambre y me dirigí al kiosco que había
dentro del edificio para comprar un café.
“Buenas”, dije al
quiosquero, en forma distraída. Pero al levantar mi vista ésta se clavó en la
vitrina del costado. No podía creer lo que veía…
Antes de seguir,
retrocedo en el tiempo hasta mis diez años. Precisamente, a una noche de
mediados de la década del ’70 en la que, como siempre, yo estaba tirado en mi
cama mirando la tele en blanco y negro. Los ruidos en la cocina indicaban que
mi mamá preparaba la cena y mi papá se tomaba unos mates. En la pieza de al
lado, mi hermano mayor se cambiaba para salir mientras el más chico jugaba con
algo. Lo que se dice, mi mundo perfecto. Al rato llega un amigo del mayor, que
solía pasar siempre por un kiosco de revistas usadas y manoteaba alguna para
llevarme. Al asomarse por el pasillo frente a mi pieza, me saluda y me arroja
dos o tres historietas. En mi recuerdo, las veo viajando hacia mí, en cámara
lenta, hasta que las atrapo en el aire con una emoción que me desborda el
pecho. Era común que a veces alguna viniera sin tapa o arrugadas, cosa que no
me importaba. Sin embargo, una de las que regaló esa noche venía sin la última
hoja. O sea, le faltaba las dos páginas finales. Yo igual me la devoré.
Cuento el
argumento, por si alguien la leyó también: un día llega a la estancia de
Patoruzito un científico japonés que ha inventado una inyección para petrificar
personas. A la vez, también llega un pintor artista, a quien el indiecito le
encarga un retrato de Isidorito, su amigo sabandija. Como éste no se deja
retratar y le hace la vida imposible, el pintor le roba la inyección al
científico y lo petrifica, para poder retratarlo. De pronto, el científico
recibe un telegrama urgente y abandona la estancia imprevistamente. Resultado:
se lleva consigo el antídoto necesario para volver a Isidorito a la normalidad.
El pintor confiesa su culpa y sale junto Patoruzito y el sabandija petrificado,
adentro de un cajón de madera, a recorrer el mundo tratando de encontrar al
científico. Lo terminan ubicando en una isla desierta, dentro de un faro,
secuestrado por unas malandras que le quieren robar la formula.
Justo al llegar a
ese momento en que nuestros héroes están a punto de rescatarlo, se me acabó la
revista. El desenlace de la historia estaba en esas dos páginas que le
faltaban.
Lo que digo ahora
no es mentira: desde aquel entonces, toda la vida me quedé con la duda de qué
había pasado, de cómo terminaba la historia. Me imaginé mil veces, de niño,
cómo podría haber sido el momento en que despetrificaban a Isidorito.
En necesario
aclarar que estas historietas dejaron de escribirse en los años ’80, pero se
siguieron editando una y otra vez eternamente, con otros títulos y otras tapas
Pasaron décadas,
crecí. Mi vida alcanzó la adultez de una manera, mal que mal, respetable, sin
entrar en muchos detalles. Sin embargo, esta espina me quedó siempre clavada.
El motivo, no lo sé. Quizás sea por el recuerdo de aquella noche perfecta, que
el tiempo se empeñó en dejar tan atrás. Igual, es cierto que concientemente me
había olvidado del asunto en los últimos años, hasta ese día en que de repente
saltó a la primera plana de mi memoria. Porque lo que vi en el kiosco de
Rentas, paradita ahí en la vitrina, fue esa misma historieta, editada
originalmente 35 años antes. Con otro título y otro dibujo de tapa, pero yo
supe al instante que era la misma.
Inmediatamente le
dije al quiosquero que me la vendiera. Como le pagué con un billete grande el
tipo me informó que no tenía para darme vuelto. En un acto irracional, empecé a
transpirar y le dije. “Espéreme, que voy a tratar de conseguir cambio, pero por
favor no me vaya a vender esa revista”. El kiosquero me miró con algo de pena y
un poco de sorna, como pensando: “Quién puta va a querer comprar un Patoruzito
nada menos que aquí dentro”. A los quince minutos volví y se la pagué. Estaba
impactado, no podía creer la suerte que tenía ese día. Volví a sentir una
emoción que ya creía perdida, dormida en la noche de los tiempos.
Regresé a mi asiento
y comprobé feliz que todavía tenía mucha gente por delante, así que me dispuse
a devorar la revista. Pero reprimí el instinto obvio de irme a la última hoja
para enterarme del desenlace y preferí arrancar por el principio, para leer
toda la historia nuevamente. Entonces sucedió de nuevo la magia, porque durante
media hora volví a ser un niño. Ahí, justo ahí, en medio de esa maraña de gente
llena de tedio, de hartazgo, que miraba a cada rato la pantalla para ver a qué
hora terminaba ese suplicio burocrático; ahí, justo ahí, yo fui feliz de nuevo,
como cuando tenía diez años. Me olvidé de todo y de todos. Seguramente alguno
se habrá preguntado que hacía ese grandulón riéndose por lo bajo mientra miraba
una revista para niños. Creo que hasta volví a sentir el olor de las croquetas
que hacía mi mamá.
Cuando terminé,
hice el trámite al que había ido. Que ya ni recuerdo, porque esas cosas no son
dignas de tal suceso. Tampoco recuerdo haber vuelto alguna vez a ese lugar tan
impersonal, lo cual indica que mi responsabilidad tributaria deja mucho que
desear.
Lo que nunca
olvidaré, eso sí, fue ese momento sublime de reencontrarme con mi niñez. Como
dice Dolina: “Para hacerme feliz a mí, ciertamente los dioses no tendrán que
hacer mucho gasto”.
¡Ah! Por si quieren
saber cómo terminaba la historia: el indicecito vence con las boleadores a los
malandras y los deja atados hasta que llega la policía. Luego, ahí mismo, el
científico le aplica la inyección a Isidorito, que saltó como un rayo
despertando de tantos días inconsciente.
*Roly Giménez
Muy buena nota.
ResponderEliminarComo me gustaban esas historietas cuando era niño. Me acuerdo que venian un monton de cupones con oficios para aprender por correo.
Favio