Revista Nos Disparan desde el Campanario Año II Número 37 Rojo de Eduardo De Vincenzi… Relato

 

 

El restaurante ubicado en la terraza del Paladium Inn, piso sesenta y ocho, era de forma semicircular, rodeado de ventanas, algunas abiertas sobre el abismo. Una sensación de altura y vacío cuando de a ratos el viento hacia flamear los manteles colorados de las mesas, instante que me ponía inquieto. Yo no habría elegido éste lugar, pero sí Andrea, que llegaría en un rato. El Paladium y las frutillas con chocolate fueron sus condiciones. Ausencia de cualquier objeción de mi parte.

No era sencillo acceder a la complejidad de Andrea, y el largo trayecto de masculinidad, abundante en lisonjas de toda índole, flores, traslados y promesas varias, algunas francamente inéditas, había sido además arduo. Acompañado de un Gancia con hielo y limón me dispuse a esperar entre feliz y atento sentado a continuación de una de las grandes ventanas abiertas.

El enorme salón con solo cuatro o cinco mesas ocupadas ofrecía un plus de discreción e intimidad muy conveniente. - Difícil que nos vean por aquí -, pensé algo menos tenso. De noche, con una cocina excelente y la vista en altura de una ciudad iluminada el lugar se ponía a tope. 

Tres mesas más allá un joven rapado escribía ensimismado en su notebook sorbiendo de a ratos su café desde una taza chata y blanca con el logo del lugar. A pocos metros una hermosa mujer otoñal, de pelo largo, muy negro y con rodete, nerviosa pero sonriente se esforzaba para que tres chicos rubios de edades muy cercanas tuvieran delante su taza de chocolate con un alfajor. Enfundada en un amplio y larguísimo vestido de gasa blanca encontró que ahora su celular sonaba a buen volumen.

-Ya llegamos, hija - su voz se escuchaba limpia, firme. ¿Cuánto?, bueno acá estaremos, apuráte -

-Abuela, alcanzáme - los chicos hablaban entre sí, muy movedizos-

Pegada a una de las columnas, en una pequeña mesa circular, dos chicas orientales con uniformes rojos y boinas al tono, parece que de una compañía aérea, compartían un té con torta de guindas hablando muy cercanamente. Ambas miraban con insistencia el gran reloj del salón. Tenían poco tiempo y mucho para contarse. Reían al unísono. Tres hombres de grave expresión con trajes oscuros y portafolios a sus pies tomaban café mirando impacientes sus relojes. A uno de ellos, el que lucía anteojos negros espejados y pelo negro muy corto, se le había trabado el saco en la culata de la pistola 9 milímetros que tenía sujeta al cinturón. Su compañero, sentado frente a él, se inclinó sobre la mesa susurrándole algo. El de los anteojos se cerró el saco rápidamente mirando inquieto a su alrededor. Más alejados una pareja mayor se miraba en silencio buscándose las manos sobre el mantel rojo. En un recodo del salón, a la derecha, un tipo del pelo rubio cortado a cepillo, vestido de negro y fumando, miraba todo distraídamente. Sobre su mesa se escuchaba bajito un Handy, el cual descansaba al lado de un espigado vaso con jugo de naranjas. La plateada y enorme puerta del ascensor se abrió sin ruido y la rubia del channel rosa y los zapatos rojos de gran tacón dio un par de firmes pasos al frente mirando dónde pisaba. Eligió una mesa cercana a la mía y se sentó cruzando sus largas piernas. La brisa le hizo entornar los enormes ojos claros, llenos de pestañas, y alzar por un largo instante la mirada hacia los ventanales. Se anunció además con un intenso perfume. Quitándose el pelo de la frente abrió un neceser rojo del cual se asomó un atado de Gitanes. Un cigarrillo entreabrió sus gruesos labios rojos, buscó encenderlo, instante en el cual se detuvo a su lado, presto, el camarero de chaqueta punzó con un gran encendedor de mesa. Prendió exhalando el humo con violencia, algo le dijo la rubia. El mozo volvió enseguida con un vaso hasta arriba de algo rojo, la joven agradeció sonriendo… Frutillas o tomate - pensé. Bebió largamente luego de introducir bien dentro de su boca una ovalada pastilla roja. La copa fue agotada, cerró los ojos mucho tiempo y respiró profundo. Mirándola fijamente y con vehemencia aplastó la colilla en el enorme cenicero de cerámica blanca. Colocó un sobre rectangular y blanco encima el mantel, apoyó suavemente la espalda en la silla. Acto seguido tomó de su cartera un cepillo y un espejo con revés plateado de buen tamaño. Conté unas treinta pasadas debido al pelo tan abundante y rubio, cuando inusitadamente se levantó y corriendo hacia mi ventana se arrojó al vacío en silencio. Había dejado caer en el trayecto, sobre la tupida alfombra roja que cubría todo el salón, el cepillo, el espejo que cayó hacia arriba y un pequeño frasco abierto con las pastillas rojas las cuales se desparramaron a mis pies. Un instante después, Andrea radiante en su vestido rojo, ajena, se acercaba sonriendo. Al tiempo, cuando el lugar se llenó de confusión y policías, caí en la cuenta de que solo yo había visto todo. Las manos me temblaban violentamente, se me hacía difícil respirar, no podía salir del gesto y del brazo extendido hacia la ventana.

-Bueno, ingeniero ¿que lo trae por acá? - El doctor Gurevich sonreía frente a mí, detrás de sus grandes anteojos de carey –

-Disfunciones, doctor, hace un tiempo que me viene ocurriendo, dos meses, tres tal vez - Bajé la vista ahora, tratando inútilmente de detener mis manos.

 


*Eduardo De Vincenzi

Jueves, 17 de diciembre de 2009

 


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