Revista Nos Disparan desde el Campanario Año II Nro. 36… Necrológicas: La estética de la dialéctica política… por Gustavo Marcelo Sala
Y
cuando llega ese instante en donde las palabras han perdido su esencia
dialéctica, su estética comunicacional, me refiero a su continente y a su
contenido, para pasar a ser solamente una herramienta infectada, el vulgar telón
de fondo de una infamia que se construye sin solución de continuidad de modo vertiginoso
y con vocablos cargados de prejuicio, retornar a los caminos del humanismo, en
tanto concepto intelectual, sentipensante y racional, incluye por estos tiempos
ponerse al frente de una trágica épica espartana. El estar convencido de la
segura derrota, y aun así no capitular ni entregarse, acaso esperanzados al
mismo tiempo que esa derrota no será olvidada, y más temprano que tarde logre
transformarse en emblema de gallardía, no figura en el horizonte de estos
tiempos. Hoy las palabras “son”, más de lo que “significan”, cuestión que las
desvirtúa como tales, aseguró Lewis en su tratado La Experiencia de Leer. Se
debe leer con los ojos pero también con los oídos en tanto el descubrimiento de
cacofonías o de melodías vocálicas. Hace algunos años nuestro muy estimado y por
estos días doloroso Horacio González nos advertía que no era recomendable creer
lo que en el fragor del combate escribimos, y cometo el atrevimiento de
extenderme, también cuando escuchamos y leemos. Ante este panorama, en donde el
lenguaje ha sido degradado hasta su máximo decil, deseo invitar al lector a que
me acompañe y pensemos juntos sobre algunas reflexiones con relación al tema
que nos obsequiara Julio Cortázar hace cuatro décadas: “Si algo sabemos es que las palabras pueden llegar a cansarse y a
enfermarse, como se cansan y se enferman los hombres o los caballos. Hay
palabras que a fuerza de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan
por agotarse, por perder poco a poco su vitalidad. En vez de brotar de las
bocas o de la escritura como lo que fueron alguna vez, flechas de la
comunicación, pájaros del pensamiento y de la sensibilidad, las vemos o las
oímos caer como piedras opacas, empezamos a no recibir de lleno su mensaje, o
a percibir solamente una faceta de su contenido, a sentirlas como monedas
gastadas, a perderlas cada vez más como signos vivos y a servirnos de ellas
como pañuelos de bolsillo, como zapatos usados. Los que asistimos a reuniones,
cónclaves, encuentros o foros sabemos que hay palabras-clave, palabras-cumbre
que condensan nuestras ideas, nuestras esperanzas y nuestras decisiones, y que
deberían brillar como estrellas mentales cada vez que se las pronuncia. Sabemos
muy bien cuáles son esas palabras en las que se centran tantas obligaciones y
tantos deseos: libertad, dignidad, derechos humanos, pueblo, justicia social,
democracia, entre muchas otras. Y ahí están otra vez, las estamos diciendo
porque debemos decirlas, porque ellas aglutinan una inmensa carga positiva sin
la cual nuestra vida tal como la entendemos no tendría el menor sentido, ni
como individuos ni como pueblos. Aquí están otra vez esas palabras, las estamos
diciendo, las estamos escuchando. Pero en algunos de nosotros, acaso porque
tenemos un contacto más obligado con el idioma que es nuestra herramienta
estética de trabajo, se abre paso un sentimiento de inquietud, un temor que
sería más fácil callar en el entusiasmo y la fe del momento, pero que no debe
ser callado cuando se lo siente con fuerza y con la angustia con que a mí me
ocurre sentirlo. Una vez más, como en tantas reuniones, coloquios, mesas
redondas, tribunales y comisiones, surgen entre nosotros palabras cuya
necesaria repetición es prueba de su importancia; pero a la vez se diría que
esa reiteración las está como limando, desgastando, apagando. Digo:
"libertad" digo: "democracia", y de pronto siento que he
dicho esas palabras sin haberme planteado una vez más su sentido más hondo, su
mensaje más agudo, y siento también que muchos de los que las escuchan las
están recibiendo a su vez como algo que amenaza convertirse en un estereotipo,
en un clisé sobre el cual todo el mundo está de acuerdo porque ésa es la
naturaleza misma del clisé y del estereotipo: anteponer un lugar común a una
vivencia, una convención a una reflexión, una piedra opaca a un pájaro vivo.
¿Con qué derecho digo aquí estas cosas? Con el simple derecho de alguien que ve
en el habla el punto más alto que haya escalado el hombre buscando saciar su
sed de conocimiento y de comunicación, es decir, de avanzar positivamente en la
historia como ente social, y de ahondar como individuo en el contacto con sus
semejantes. Sin la palabra no habría historia y tampoco habría amor; seriamos,
como el resto de los animales, mera sexualidad. El habla nos une como parejas,
como sociedades, como pueblos. Hablamos porque somos, pero somos porque
hablamos. Y es entonces que en las encrucijadas críticas, en los
enfrentamientos de la luz contra las tinieblas, de la razón contra la
brutalidad, de la democracia contra el fascismo, el habla asume un valor
supremo del que no siempre nos damos plena cuenta. Ese valor, que debería ser
nuestra fuerza diurna frente a las acometidas de la fuerza nocturna, ese valor
que nos mostraría con una máxima claridad el camino frente a los laberintos y
las trampas que nos tiende el enemigo, ese valor del habla lo manejamos a veces
como quien pone en marcha su automóvil o sube la escalera de su casa,
mecánicamente, casi sin pensar, dándolo por sentado y por válido, descontando
que la libertad es la libertad y la justicia es la justicia, así tal cual y sin
más, como el cigarrillo que ofrecemos o que nos ofrecen. Hoy, (….) como en
muchos países del mundo se juega una vez más el destino de los pueblos frente
al resurgimiento de las pulsiones más negativas de la especie, yo siento que no
siempre hacemos el esfuerzo necesario para definirnos inequívocamente en el
plano de la comunicación verbal, para sentirnos seguros de las bases profundas
de nuestras convicciones y de nuestras conductas sociales y políticas. Y eso
puede llevarnos en muchos casos sin conocer a fondo el terreno donde se libra
la batalla y donde debemos ganarla. Seguimos dejando que esas palabras que
transmiten nuestras consignas, nuestras opciones y nuestras conductas, se
desgasten y se fatiguen a fuerza de repetirse dentro de moldes avejentados, de
retóricas que inflaman la pasión y la buena voluntad pero que no incitan a la
reflexión creadora, al avance en profundidad de la inteligencia, a las tomas de
posición que signifiquen un verdadero paso adelante ni la búsqueda de nuestro
futuro. Todo esto sería acaso menos grave si frente a nosotros no estuvieran
aquellos que, tanto en el plano del idioma como en el de los hechos, intentan
todo lo posible para imponernos una concepción de vida, del estado, de la
sociedad y del individuo basado en el desprecio elitista, en la discriminación
por razones raciales y económicas, en la conquista de un poder omnímodo por
todos los medios a su alcance, desde la destrucción física de pueblos enteros
hasta el sojuzgamiento de aquellos grupos humanos que ellos destinan a la
explotación económica y a la alienación individual” (Madrid 1981)
Cada día que pasa la experiencia de conversar, alternar, divulgar ideas y conceptos se hace más tediosa y fatigosa, y más aún para aquellos que desean agregarle a su palabra la estética que el propio lenguaje posee, una lúcida y lucida ornamentación que la aplastante mayoría prefiere ignorar, objetar y hasta eliminar so pretexto de la eficacia y el resumen en pos de la llegada del mensaje, falacias que por incomprobables caen por peso propio, amén que la intención sea solamente arribar a un segmento social y cultural determinado, el que orgullosamente abreva de las fuentes de la comodidad que ofrece el sentido común, lectura transversal a las razas, clases, credos, profesiones, actividades, e incluso ideologías.
Habita triste y confortable un lenguaje
denominador, el sentido común necesita de un lenguaje común, nada mejor que el de
los medios de desinformación y manipulación masiva, los cuales trasladan
directamente a los receptores construyendo no solo un sentido direccionado
hacia intereses inconfesables, apuntando u ocultando, sino además un modo unívoco
de explicación dialéctica de ese sentido imponiéndolo de manera absoluta,
universal e inescrutable. Tal vez ha llegado el momento de callar y dejar que
los hechos expliquen, pregunten y respondan por sí, me parece hasta inverosímil
tener que redundar dialécticamente ante las evidencias, quien está empecinado
en no verlas tampoco lo hará delante de una línea argumentativa atildada y espléndida,
de manera que estamos a un paso de licenciar a nuestras hermosas y fuertes
palabras, para que no se enfermen ni se cansen, ni se vean humilladas, y tal vez perduren algunos siglos más, esas que
como afirmó Julio Cortázar definen nuestra mejor sensibilidad.
La tarea es muy ardua, difícilmente lo podamos lograr en tanto perviva entre nosotros y sea bienvenido un marcado fascismo literario que siga delineando los ensayos en tanto un deber SER timorato y pequeño burgués. Recordemos aquello que nos recomendara Horacio González sobre lo nefasto que significa no leer a los autores que no nos gustan o leerlos en estado de beligerancia. Si bien estamos convencidos que no solo el lector elige al escritor, sabemos que éste también escoge a su tipo de lector, pero con la salvedad que esto se redacta desde la buena fe literaria, no como intención, en todo caso lo hace como una resultante que se sabe de antemano pero de la cual se ignora su destinatario final, no debe formar parte del borrador, del pre-texto.
Hace pocos meses un muy publicitado escritor y
periodista, Diego Genaud, supuestamente del campo nacional y popular, expresó
ante el lanzamiento de su libro sobre el kirchnerismo:”No es un libro para
Sandra Russo, no es un libro para fanáticos”. Figura retórica estigmatizante que
jamás encontraríamos en las plumas de Nicolás Casullo, de Horacio González, de Ricardo
Forster, o de José Pablo Feinmann, incluso en pensadores populares más modestos que los mencionados cuando la intención es analizar un
movimiento emergente, complejo y heterogéneo, nacido de una crisis terminal
como lo fue el kirchnerismo, en donde cuadros comunicacionales como Sandra, luchando en marcada desventaja, fueron cardinales en su difusión, y que a la par sufrieron calumnias, injurias
y persecuciones por ese compromiso ideológico. Genaud no respeta, y esto en
nada se relaciona con la crítica, la idea de la existencia de convencidos por
un modelo o sistema político con determinados dirigentes como vértice indispensable,
extrema el concepto y coloca un término (el desvalor de las palabras) muy ha
lugar en el campo de la reacción liberoburguesa, cuando suele quedarse sin argumentos. Sabemos que los
fanáticos de la neutralidad no se asumen como tales, ellos sí son tipos respetuosos y equilibradamente
convencidos de sus ecuánimes recorridos, a tal punto que poseen la superioridad moral e inmoral de señalar quiénes deberían ser sus lectores, amén que comencemos a rascar un poco
sobre esa superficie neutral y descubramos los quiebres de los fondos ferrosos utilizados.
Va de suyo que en tanto su afirmación también me encuentro excluido, como Sandra y tantos otros, es un libro que evidentemente tampoco ha sido escrito para mí, por dos razones: Primero por la desdorosa estigmatización intelectual que realizó sobre la compañera Russo, y segundo por la misma razón que expuso al excluirla, es decir, en este asunto Russo es mi fanática alteridad, de modo que a pedido de su autor me voy a abstener, jamás osaría indisponer a tamaño calificador social Nac & Pop, una suerte de libre pensador popular portador sano, abjurador de 678, sin embargo me voy a tomar el atrevimiento de seguir hurgando en sus notas semanales las cuales tal vez los “fanáticos” tengamos permisos y concesiones para indagar. Estoy seguro que Sandra jamás afirmaría que sus libros no son para el equilibrado Genoud, razonamiento que uno como escritor no calificado comparte, debido a que no existe en nuestra estructura intelectual y artística el prejuicio y la estigmatización, y que si bien no fueron escritos puntualmente para él y lo que representa, porque no son textos ni neutrales ni ecuánimes, poseen la hermosa carga de la idea que se piensa y se siente, por lo cual tampoco constituye un demerito que estigmatizadores del linaje de este neocalificador intelectual los lean. El párrafo de la frase de Julio Cortázar que consta en la gráfica habla de lo antedicho, habla de Genoud que acuerda y sintoniza con el intempestivo despido de la compañera Sandra Russo de Radio del Plata, en este intento subrepticio de pervertir el contenido y el continente de las palabras bajo una falsa aureola crítica...
*Gustavo Marcelo Sala, Editor, Escritor
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