Revista Nos Disparan Desde el Campanario Año II Nro. 37 El Moralismo de la pequeña burguesía lo llamó en el 55, Spilimbergo… por Antonio Diez, El Mayolero
Escrito en 1955, Jorge Enea
Spilimbergo desgrana los mismos argumentos que hoy día siguen utilizando los
continuadores del cipayismo en la actualidad. Como para que veamos que no han
inventado nada, y desde siempre usan los mismos mecanismos.
Fuente: Sitio El Fusilado
Link de Origen
El moralismo: Utilización oligárquica de la clase media
Escrito:
Septiembre de 1955.
Primera
publicación: Como apéndice de Nacionalismo Oligárquico y Nacionalismo
Revolucionario en 1956.
Digitalización:
Roberto Vera. Preparado para marxists.org: Por Juan Fajardo.
Fuente:
Roberto Vera
El contubernio oligárquico ha encontrado su tema: la moral. No hay político
«democrático» ni usufructuario en general del 16 de septiembre que no presente
al gobierno caído como a una banda de facinerosos que logró mantenerse diez
años en el poder gracias a la ignorancia de los más y al silencio impuesto
sobre las minorías «ilustradas».
Si
antes del pronunciamiento militar la campaña servía para socavar las bases del
gobierno peronista, derrocado éste, las comisiones investigadoras y la prensa
se apresuran a publicar los escándalos para justificar la dictadura y obtener
el apoyo de la opinión pública.
¿Pero,
quiénes han ejecutado el golpe de septiembre? ¿El pueblo? No. Fue la
oligarquía ¿Cómo la oligarquía, la venal
y corrupta oligarquía, se erige en custodio de la austeridad republicana y en
censora atrabiliaria de sus enemigos, los gobiernos populares? Porque necesita
aliados, un mínimo de pueblo en suma, para poder triunfar. Va a buscarlos a la
clase media, cuya debilidad y confusión explota, ocultando sus propios fines
tras el canto de sirena de otras dos consignas eficaces. La «moral» es una de
ellas; vale decir, la lucha contra la «corrupción» del peronismo, gobierno y
sindicatos. Que se trata de un pretexto destinado a legitimar el alzamiento en
armas contra un gobierno de mayoría popular, lo dice quien lo esgrime: el grupo
social más comprometido por sus fraudes, peculados y entregas.
No
obstante, el recurso obtiene resultados inmediatos e inflama el corazón de
ciertos sectores de la pequeño-burguesía. Tienen éstos su lista de agravios
contra el movimiento de las masas, justos algunos, hijos de la miopía o el
resentimiento los más. La propaganda oligárquica moviliza este sector social a
modo de fuerza de choque, tras banderas especiosas como «moralizar», «restaurar
las libertades», etc. El resultado está a la vista: conquistado el poder,
luchan en el conglomerado heterogéneo clases y sectores para copar la
situación. Y, por lógica inflexible, ella cae en manos de quienes laboraron
para sí, mientras se desplazan al llano las fuerzas que practicaron la
enajenación como conducta sistemática. Así, el nacionalismo católico desemboca
en el plan Prébisch; la democracia de Frondizi, en las ejecuciones de junio; la
pulcritud moral de unos y otros, en el gobierno controlado por los agiotistas
de la «década infame». Resultado de estos errores, fue la presencia de grupos
minoritarios, aunque populares, en el pelotón septembrino. Explicar la ilusión
acelera su disipamiento, de todas maneras inevitable pues la experiencia que
hoy se vive vale más que cien sermones «democráticos» y administrativamente
«morales». Por eso, nos hemos propuesto examinar, en primer término, a la clase
social que ha hecho profesión de pureza inmaculada cuando se trata de juzgar al
adversario. Veremos seguidamente la inconsistencia del moralismo como cartabón
político. Y, por último, las razones de su éxito momentáneo en las filas de la
clase media argentina.
1. LA MORAL OLIGARQUICA VISTA POR DENTRO
El
saqueo de las tierras públicas decía León Trotzky; cuando un pequeño-burgués
habla de moral hay que echar mano al bolsillo, porque la cartera está en
peligro (1). Pero el pequeño-burgués
opera aquí -aunque no lo sepa- por cuenta ajena. La oligarquía aparenta un
código estricto para juzgar a sus adversarios» llámense éstos Yrigoyen o Perón,
Paz Estensoro o Vargas.
Pero,
¿qué hay de ella?
La
nobleza antigua simbolizaba en escudos el origen de sus linajes. De aplicarse
el método a nuestra aristocracia terrateniente, junto a la vaca consabida,
habría que poner una ganzúa. La historia de las tierras públicas, base de la
fortuna y el poder oligárquicos, no es sólo una historia de robos» sino de
escándalos administrativos y complicidades gubernamentales. Bajo Rivadavia y
Rosas, bajo Mitre y los gobiernos que lo sucedieron, los allegados al poder se
abalanzaron sobre las tierras fiscales –las mejores y más extensas-, sin pagar
un centavo o abonando precios irrisorios (2).
Esas tierras se valorizaron varios miles de veces en un siglo por el cómodo
expediente de hacer trabajar a los demás. Nació así, de golpe, una desmesurada
fortuna en pocas manos, que por imperio económico gozaron también del poder político.
La «década infame»: ¿Qué uso hicieron esas «200 familias del gobierno así
conquistado? Olvidemos el «Régimen», que estigmatizó Yrigoyen. La «década
infame» fue el reinado del soborno y de la entrega. La amenaza inglesa de
suplantar carne argentina por la de sus dominios produjo el pánico en la
oligarquía que sacrificó sin vacilar intereses nacionales a sus propios
intereses de clase. Vino así el tratado «Roca-Ruciman», por el que Inglaterra
compró lo mismo pero pagó mucho menos, es decir, descargó su crisis sobre
nuestro pueblo. Consecuencia del pacto fueron:
-
la ley de Banco Central, redactada en Londres
traducida y empeorada por Pinedo y Prébisch (3), que enajenó al capital inglés nuestra soberanía financiera y
crediticia.
-
El Instituto Movilizador -700 millones de
antes, repartidos entre la oligarquía y los bancos ingleses-
-
las Juntas Reguladoras, que «regularon»
según la ley del pez grande
-
la conversión de la deuda externa, pacto
secreto con la casa Bemberg que produjo pérdidas netas por miles de millones
(sólo a la provincia de Buenos Aires 500 millones.); la concesión de la CADE
-8.000 millones regalados a SOFINA, que gastó 14 para «adquirir» el Concejo
Deliberante (4)
-
la escandalosa evasión de impuestos
sucesorios de la familia Bemberg, que encontró cómplices en los tres poderes y
la administración
-
la Corporación de Transporte, ese
despojo a colectiveros y empresarios argentinos perpetrado en aras del
monopolio inglés
-
los cien millones de la cláusula oro del
puerto de Rosario con que remató su medio siglo una empresa extranjera que no
puso un centavo de capital y fue la más próspera del mundo
-
los convenios del petróleo, que
redujeron a YPF a la impotencia, confirmando a Manuel Ugarte cuando decía que
en la Argentina el proteccionismo regía para el capital extranjero.
¿Para
qué seguir? Por cada una de esas operaciones el pueblo argentino perdía más
dinero y bienestar que cuanto pudieron sustraerle en diez años aquellos
jerarcas enriquecidos del peronismo. ¿Qué quienes así oraban eran grandes
señores incapaces de robar un céntimo? (5)
¿Qué nos despojaban sin cobrar comisión a los ingleses?
Allá
ellos con su pobreza o riqueza. Lo que al pueblo le interesa es el resultado
general de una política, el influjo que ejerce sobre sus condiciones de
existencia. La “moral oligárquica” no
reputa indigno que un hombre público sea abogado de las empresas extranjeras,
como lo fueron Ortiz, cuya candidatura proclamó la Cámara de Comercio
Británica; o Fresco, asalariado del ferrocarril inglés; o aquel Guillermo Leguizamón,
jefe virtual de la delegación argentina a Londres (pacto Roca-Ruciman),
presidente de media docena de ferrocarriles y otras empresas británicas, lo que
no le impidió «representar» el interés argentino, decir que nuestra patria era
la «joya más preciada» de la Real Corona, y recibir el título de Lord por sus
beneméritos servicios. Frente a esta formidable conjuración de bandoleros (muy
de cuello duro, pero bandoleros), qué insignificante aprendiz ese señor Jorge
Antonio, sobre el cual se cebó la algazara cipaya de los últimos meses. Asesor
de los ferrocarriles ingleses, Pinedo obtuvo por un simple peritaje 10 mil
libras esterlinas oro; Culaciatti, otro «regiminoso», cobraba cientos de miles
por cada firma que estampaba en su carácter de abogado de la empresa Puerto de
Rosario. Pero ya volveremos sobre el tema, que desasosiega a las vestales de
septiembre.
2.
LA INCONSISTENCIA DEL MORALISMO
Nacionalización
del robo
No
hace mucho, un enemigo del peronismo ha tenido la franqueza de afirmar que
Perón «nacionalizó el robo». Esta fórmula, que no aspira a ser cortés, encierra
un panegírico. El sistema que caducó el 3 de junio tenía sumido a nuestro
pueblo al peor vasallaje de su historia. Como resultado de improductivas
servidumbres extranjeras el país pagaba anualmente a Gran Bretaña una suma que
excedía en muchos millones el valor de nuestra producción de carne. El cuarenta
por ciento de nuestras exportaciones se destinaba a pagar la deuda externa,
rescatada luego por Perón. El peronismo -cuya política limitada y vacilante
frente al capital extranjero es harina de otro costal- redujo ese drenaje
agotador. Hubo enriquecimientos ilícitos pero la «nacionalización del robo» no
excluyó los altos salarios, las conquistas sociales efectivas y el pleno empleo
resultante de la industrialización. Aun admitiendo que los millones rescatados
los hubiese acaparado en su totalidad (!) una burocracia ladrona, esa
burocracia puso fábricas argentinas, dio trabajo a obreros argentinos, consumió
productos argentinos, reactivó el proceso económico. El dinero que se va en
libras o en dólares llena de humo los cielos de Inglaterra y Estados Unidos, y
todos sabemos lo que eso significa para el país semicolonial condenado al
atraso agrícola-ganadero. Por eso, mal puede la oligarquía acusar de corrupción
al peronismo, cuando ella ha practicado y practica la peor de las corrupciones:
la que une al peculado propio la entrega incondicional a la rapiña extranjera.
No piensan así los miembros de nuestra «aristocracia» de un modo u otro, en
estos doce últimos años, ellos han vivido «la tragedia del importador de
autos».
La
tragedia del importador de autos
El
importador de automóviles -uno de los engranajes comerciales del sistema
oligárquico— desea, naturalmente, que cuanto dólar obtenga el país se destine a
la adquisición de su mercancía para cobrar sobre ella el riguroso treinta por
ciento de su ganancia «honorable». No cabe duda que este deseo es perfectamente
«moral», aunque signifique anteponer un interés egoísta, de clase, a los intereses
generales del pueblo. El honrado importador monta en furia cuando aparece un
gobierno que restringe la compra de autos en el exterior para ahorrar divisas
destinadas a la industria. Su indignación llega al paroxismo si se entera que
«su» ganancia, su robo legal logrado en una intermediación estéril pasa ahora a
un adicto al gobierno que se enriquece con el negocio de las órdenes. Y ya no
puede más al saber que «sus» coches, sus queridísimos coches, norteamericanos,
serán producidos en la Argentina, dando trabajo a obreros argentinos y
ahorrando divisas en un renglón importante de la producción. Pero el importador
no se desanima: busca el lado flaco y lo encuentra. El país utilizó mejor sus
dólares. Se ha creado una industria de fundamental importancia. No obstante, he
aquí que tales y cuales burócratas se han beneficiado personalmente con esa
política. Como Harpagón, nuestro tendero de automóviles exclama: “Au voleur, au voleur!”, cuando en
realidad piensa: «Mi dinero, mi dinero (y
después, justicia)». Y así, consumido de indignación, sale a la calle en
busca de salvadores, financia diarios... y otras cosas, para destruir ese
engendro moral que se llama burócrata de los automóviles. Ni tanto ni tan
rápido. No es la moral lo que preocupa a ese hijo de la década infame. Tras el
pretexto bulle la enconada oposición a una política nacional que lo deja fuera
de juego. Como en política es inatacable (aunque susceptible de sustanciales
mejoras), procura descalificarla sin polémica apuntando a su deformación burocrática.
La corrupción es inherente al sistema capitalista, hemos visto que la
oligarquía utiliza el peculado que acompaña a una política intrínsecamente
justa para filtrar sus propios objetivos, que ni son los del pueblo ni están
libres de pesada responsabilidad histórica. De este modo, conceptos claros se
tergiversan, y no sorprenda que, confundidos los términos, como remedio de
males, nos propongan aceptar otros peores. ¿A qué obedece la moderna corrupción
burocrática? ¿Al fraude de los hombres o a la naturaleza de las instituciones?
Sin responder con verdad a esta pregunta, mal puede aspirarse a una limpieza a
fondo de tantos aprovechados y vividores como hoy pululan en la administración
y en los gobiernos. Quien se tome el trabajo de estudiar los vínculos entre los
trusts y el poder político en los
países imperialistas encontrará que en ellos el Estado es sucursal de un puñado
de monopolios. Jefes de estas gigantescas empresas ocupan puestos claves en la
administración y el gobierno. Inversamente, los hombres públicos que «han
cumplido» obtienen, al retirarse, alguna gerencia que les asegura la vejez.
Para decirlo en pocas palabras, las burguesías yanqui-europeas, maduras y
rapaces, gravitan decisivamente sobre sus Estados, y convierten la política en
cárcel de obreros y flagelo de colonias. La burguesía, en aquellos países, crea
el Estado, organizándolo a su imagen y semejanza (6). A su vez, las naciones oprimidas, para romper o aligerar el
yugo que las asfixia, necesitan concentrar al máximo sus energías políticas,
económicas y culturales. Carecen de clases nacionales diferenciadas y maduras,
y la presión imperialista obra como poderoso disociador. Esto es
particularmente cierto en lo que se refiere a las burguesías nativas. En
nuestros países existe una política nacional -reacción ante el insoportable
vasallaje- antes de que aparezca una burguesía nacional madura. Pero mientras
esa política no cuestione la estructura capitalista que, aunque atrasada,
predomina en las semicolonias, tendrá un inevitable contenido burgués. De ahí
que el Estado nacional, falto de una burguesía sobre la cual sustentarse, se
vea en la necesidad de crearla por el doble método del proteccionismo y el
aburguesamiento de la burocracia. Este proceso, en cuanto tiene de corrupción,
no es específico. La corrupción es el rasgo típico de todo Estado burgués, por
cuanto la sociedad capitalista, basada en la competencia, impele al
enriquecimiento privado y no a la solidaridad social. Lo que varía es la forma.
En Estados Unidos la corrupción se manifiesta como influjo decisivo de los trusts sobre el gobierno, mediante
sobornos, infiltración de adictos y «acomodo» de funcionarios en la industria
privada. En las semicolonias el proceso es inverso: el Estado, buscando un
apoyo burgués que no existe o es insuficiente, coloca a sus elementos en la
jerarquía de la nueva clase de patrones industriales.
«
Por censurable que resulte el «sistema» de Jorge Antonio, el capitalismo
burocrático es inherente a toda revolución burguesa en un país atrasado. Lejos
de atenerse a una pasividad descriptiva, corresponde luchar por formas
superiores, proletarias, de organización social. En último análisis, la
verdadera lucha contra la corrupción pública, se liga a la conquista de un
exhaustivo control popular sobre el Estado, la economía y la cultura. Pero
cuando los agentes del gran capital vienen a moralizar contra la administración
peronista como pretexto para desprestigiar la bandera nacional y empujarnos
nuevamente a la dictadura del dólar o la libra, hay que responderles: «Señores, el pueblo mismo se encargará de
barrer con las deformaciones burocráticas; de cruzar los límites, burgueses de
la revolución nacional. Pero mientras se elabora una conciencia colectiva a ese
respecto (y para que así ocurra somos nosotros los que luchamos, no ustedes),
preferimos que nos piquen las pulgas antes de que nos devoren los tigres
disimulados de corderos».
El
moralismo que transforma al hombre en chivo emisario de la burguesía, a la que
absuelve nuestra aristocracia, descubrió que Yrigoyen y Perón eran jefes de
funcionarios corrompidos. A su vez, la izquierda oligárquica, canoniza a
Yrigoyen y lo presenta como un justo. Unos y otros reservan a Perón el papel de
villano. ¡Admirable sorpresa!
¿Cómo
es que un ladrón y un justo, antípodas morales, llegan a un mismo resultado? ¿Tan
irrelevante es la moral individual de los jefes sobre la que el moralismo erige
su tabla de valores políticos? ¿No será que la crítica debe hacerse a los
sistemas, objetivamente considerados? ¿Y cuál es el sistema que empuja a la
corrupción? ¿EI gobierno popular?
Ya
hemos visto que las minorías «ilustradas» sobrepasaron los peores escándalos
del peronismo o el yrigoyenismo; las constantes se anulan, y queda en pie, la
diferencia entre una política nacional y otra antinacional, entre el saqueo
organizado y la defensa económica frente al capital extranjero. No es la
«tiranía», ni la «demagogia»; tampoco el «intervencionismo» ni el ‘aluvión
zoológico», sino que nuestros gobiernos populares, a pesar de serlo, no
rompieron el sistema del poder burgués que aquí como en todo el mundo asocia el
ejercicio del gobierno con el fraude administrativo. La estrechez «moralista»
conduce a descargar sobre determinados hombres las responsabilidades de un
sistema, con lo cual una saludable dosis de inconformismo, que debió aplicarse
a superar por adentro el proceso revolucionario popular empujándolo más allá de
su etapa burguesa, pasa a gravitar en el bando opuesto, maniobrada por una
oligarquía que no busca liquidar la propiedad burguesa sino afianzarla en sus
formas más reaccionarias y parásitas: el capital imperialista y el latifundio.
Este es el más grave cargo que merecen los apóstoles del moralismo, los
Frondizi y compañía que nos promete un gobierno burgués limpio de polvo y paja.
¡Ridícula utopía de ingenuos o de pillos! (7)
3. BASES SOCIOLÓGICAS DEL MORALISMO PEQUEÑO-BURGUÉS
Subjetivismo
idealista
La
predisposición de la pequeña burguesía a absorber la propaganda moralista surge
de sus propias condiciones de existencia. Tratase, por lo general, de una clase
desligada del esqueleto de toda sociedad: la producción. Al revés de lo que
ocurre con los burgueses industriales y el proletariado, su actividad se
despliega en el terreno de la superestructura. Sin experiencia concreta de las
causas y condicionantes reales, tiende a suplantar la consideración objetiva de
los fenómenos por «sistemas» ideales. A la sociología antepone la especulación
ética. Hemos visto, por ejemplo, que la corrupción burocrática es inherente al
Estado burgués. El teórico de la clase media ignora este hecho, y la interpreta
como una enfermedad moral, como una libre elección entre alternativas posibles,
en el sentido de la más perniciosa. Esta tendencia al subjetivismo idealista es
reforzada por la atomización de las clases medias, las cuales, en contraste con
el proletariado, carecen de la estructura y organización colectivas que dan la
gran industria y los sindicatos. La clase obrera busca en la lucha gremial, en
la elevación de la clase en su conjunto, satisfacción a los problemas
individuales de sus componentes. Su realismo es esencialmente colectivista. El
pequeño burgués finca su elevación en la competencia, es decir, en su actividad
individual. Al voluntarismo práctico de la clase corresponde el voluntarismo
ético de sus teóricos. Ambas tendencias, la subjetiva y la voluntarista, se
conjugan para provocar una visión ética de los fenómenos sociales, envolviendo
con la nube del moralismo las fuerzas que condicionan el hacer individual de
los hombres, los partidos y los gobiernos. Pero en el marco de esta
predisposición general actúan factores más concretos cuyo análisis es
imprescindible. Inflación Ninguna semicolonia puede industrializarse sin un
proceso inflacionario que entregue a la naciente burguesía medios adicionales
para expandir su industria. El crédito suplanta aquí las formas clásicas de
industrialización burguesa. Al mismo resultado se llegaría despojando a los
sectores no industriales para respaldar los subsidios. Pero ese camino choca
con la garantía constitucional de la propiedad privada. La inflación constituye
un despojo indirecto, una expropiación legal. El gobierno peronista quitó a
terratenientes, chacareros, algunos sectores de clase media, etc., parte de las
riquezas (mediante la inflación, el IAPI, la congelación de arrendamientos y
alquileres, etc.) para crear un fondo de industrialización ( malversado en
parte por la burocracia) y llevar a cabo una política de altos salarios, base
de la estabilidad del régimen. Por sobre estas medidas, la recuperación y
defensa económicas frente al imperialismo dieron un sello de abundancia al
proceso en su conjunto. Las sangrías no mataron a ningún paciente. La inflación
peronista afecto a ciertos sectores de clase media, especialmente a aquellos de
renta fija, los cuales, al par que sufrían un empobrecimiento relativo y hasta
absoluto, presenciaban el surgimiento de una nueva «oligarquía» de
industriales, y, como subproducto del proceso, el aburguesamiento individual de
la burocracia. Las nuevas fortunas aparecen ante el pequeño burgués como hijas
de una formidable dilapidación de dineros públicos y privados; como un atentado
directo a su bolsillo; como una subversión general de los valores. En realidad,
los «nuevos ricos» son la burguesía industrial, clase más progresista que la
terrateniente, que nace al favor de la protección del Estado y del favoritismo
de la burocracia nacionalista. Resentimiento Por otra parte, un sector
importante de la clase media vivió durante décadas como parásito del sistema
oligárquico. Cuando el país era una estancia y Buenos Aires su desagüe hacia
Europa, algo de la renta nacional derivaba hacia esa clase media de empleados
públicos y de empresas imperialistas, pequeños comerciantes y horteras,
rentistas, tenedores de cédulas, jubilados del gobierno y de servicios
públicos, que constituían el sistema conjuntivo del aparato oligárquico, y que,
junto a los profesionales de todo tipo y pelambre, eran la aristocracia barrial
de la ciudad-puerto (8). Lectora de
«La Prensa» y «La Nación», admiradora de oídas de cuanto figurón oligárquico
circule, inmersa en el «somos un país agrícola-ganadero» y «los ingleses
administran mejor», electora a ratos de diputados socialistas, esta clase media
entra en el nuevo período sin comprender nada, y observa que sus «privilegios
de pobras», su estabilidad relativa en un país que a diez cuadras del centro,
en el corazón de Puerto Nuevo, erigía las latas de Villa Desocupación, se
eclipsa ante una clase obrera industrial poderosa en política y sindicalmente
organizada, que goza de buenos salarios hasta el punto de eliminar los antiguos
desniveles. Celosa de su «categoría», no admite un cuello duro ni un juego de
comedor por debajo de sus pies; y lo que más la indigna es ver a un «cabecita»
ganando lo que ella, vistiendo dignamente, comiendo todos los días. Si en la
nueva burguesía ve una cáfila de aventureros enriquecidos, en el proletariado
encuentra a los cómplices políticos del «saqueo». Este moralismo expresa en
fórmulas «elevadas» la sorda indignación por la «falta de sirvientas».
CONCLUSION
El
tema del moralismo en la política argentina es parte de la táctica oligárquica
de dividir el frente del pueblo, aislando a sus sectores más revolucionarios y
consecuentes: el proletariado y las masas pobres del interior, de la pequeña
burguesía urbana y rural. Esta táctica utiliza las inconsecuencias de una
jefatura política transitoria, para descalificar en su conjunto al movimiento
de las masas, y manchar sus banderas de lucha. Al mismo tiempo, presenta al
conglomerado contubernista como ejemplo de pulcritud moral, espíritu
democrático y eficiencia económico-administrativa. Ya hemos visto cómo la clase
media es arrastrada a pactar con la aristocracia y sus personeros, a través de
fáciles demagogos como el jefe del radicalismo «intransigente». No obstante, la
contradicción entre la pequeña burguesía y el proletariado, por momentos tan
áspera, no es esencial sino el resultado de contingencias históricas. El yugo
oligárquico exprime al país en su conjunto, y no es la clase media, por cierto,
la que saldrá mejor parada de esta tentativa de imponer a los argentinos una
nueva década infame. Más que las palabras, confiamos en la experiencia
colectiva. Más que en nuestros discursos sobre la moral hipócrita y la mentida
«democracia» de estos dignos descendientes de la emigración unitaria, son sus
actos de gobierno los que se encargan de disipar equívocos, y mostrar quiénes
son los amigos, y dónde están los explotadores. La restauración oligárquica,
que agrava sin resolverlos todos los problemas argentinos, producirá su
antítesis, en la que los trabajadores tienen la última palabra. Confiamos en
que entonces sabrá elegir la clase media con más acierto que en 1930, en 1945 y
en septiembre de 1955
(1) León Trotzky, «Su moral y la nuestra».
(2)
Véase José Luis Torres, «La oligarquía maléfica».
(3)
Otto Niemeyer, su real autor, era alto funcionario de la Vickers, trust inglés
de armamentos, al cual, como «premio» encargó Justo le construcción del crucero
«La Argentina». El ante-proyecto se conoció en Londres antes de que tuviera de
él noticia el gobierno argentino.
(4)
Comenta Torres: «Hicieron volar con sobornos el Congreso de la Nación, y
también convirtieron en ruina moral los tribunales de justicia, encontrándose
los miembros de la Corte Suprema entre los primeros en capitular ante la seria
ofensiva».
(5)
Era curiosa la probidad de estos caballeros. Al investigarse el escándalo de la
CADE, «pudo comprobarse con la declaración de Mauro Herlitzka, que él, como
dirigente principal del monopolio de la «ANSEC había entregado dinero a tres
presidentes argentinos: Justo, Alvear y Ortiz». (J. L.. Torres, 00. cit., pág.
192).
(6)
Puede consultarse a Selden («Los amos de la prensa» y «Mil Norteamericanos»), y
a Daniel Guerin: «¿Adónde va el pueblo norteamericano?». Para el aspecto
teórico: Lenin, «El Imperialismo, etapa superior del capitalismo» y «El Estado
y la revolución».
(7)
No se trata de asentar un mecanismo sociológico, una causación absoluta. Pero
es evidente que la conducta, individual está condicionada por sistemas y
estructuras sociales que responden a leyes propias. o a interpretación
voluntarista (y el moralismo es una de sus expresiones más estrechas, pues
circunscribe la ética a la moral) equivale, en cierto modo, a las explicaciones
animistas de los fenómenos sociales. Pero en uno y otro caso, sólo reconociendo
el principio de necesidad es posible desarrollar una auténtica libertad
creadora. Aun en su etapa inicial, la burocratización peronista se hubiera
restringido de existir un sistema de partidos revolucionarios apoyando
independientemente al gobierno, lo que hubiera facilitado el juego dialéctico
de las clases «antiimperialistas». En última instancia, la responsabilidad de
las «izquierdas», incluido el radicalismo yrigoyenista de hoy, por no haber
prestado al peronismo y a la C.G.T. el apoyo que ofrecieron a la Unión
Democrática, es decisiva en este punto. Buena parte de los rasgos reaccionarios
del peronismo, como partido y como gobierno, son consecuencia de su deserción.
Por último, el signo de abundancia bajo el cual transcurre la década
revolucionaria, retardó la maduración ideológica del proletariado, y permitió a
la burocracia afianzarse en sus posiciones.
(8)
Un personaje de Roberto Arlt, muy de camiseta y panzón, discute en una esquina
con una lavandera. Menudean los insultos. De pronto, el personaje corta en seco
la disputa con estas palabras: «No olvide usted que está hablando con un
jubilado!». Se non é vero é ben trovato.
Como se ve; nuestros actuales adversarios
ni siquiera tienen imaginación para buscar nuevos argumentos.
*Antonio Diez (El Mayolero), Periodista, Escritor, Ensayista, columnista del programa Voces Cooperativas, autor del libro Formación y Transformación del Sujeto Agrario, ex candidato a Intendente de Tres Arroyos por el Partido Intransigente
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