Revista Nos Disparan Desde el Campanario Año II Nro. 35 Perú. Victoria de Pedro Castillo. Dossier. Revista Sin Permiso
Por
Sengo Pérez,
Gilberto Calil y
Pablo Stefanoni
Fuente
Revista Sin Permiso
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de Origen: AQUÍ
La victoria en suspenso de Pedro Castillo
Por
Sengo Pérez
Tras
una dura campaña, el candidato de Perú Libre logró una ventaja en votos de
apenas unas décimas porcentuales sobre Keiko Fujimori. La hija del exdictador
está empeñada, sin embargo, en recorrer la senda poselectoral que en otras
latitudes trazara Donald Trump.
La
realidad peruana no le da espacio a la sensatez. Podría ser un buen tema para
novela de Mario Vargas Llosa, si no fuera porque él mismo es parte de ella. Y
muy bien parado no sale en el capítulo que hoy protagoniza. El nobel entró en
campaña el 18 de abril, cuando declaró su apoyo a lo que más odiaba: el
fujimorismo. Su temor al cambio fue más fuerte que su rechazo a la corrupción y
al autoritarismo que encarna Keiko Fujimori. El 31 de mayo, en un acto
realizado en la ciudad natal del escritor, Arequipa, la hija de Alberto
Fujimori realizó un juramento por la democracia tan despreciada por su padre.
«Este es mi juramento, les pido su apoyo y compañía para cumplirlo. Reconozco
que en el pasado reciente mi partido y yo no estuvimos a la altura de las
circunstancias, pero los errores cometidos, la injusta prisión que he vivido,
me han dejado una profunda lección; es por eso que, sin ninguna excusa, hoy
pido perdón», dijo Keiko tras firmar el documento.
Y
en pantalla gigante, desde España, Mario Vargas Llosa aseguró a los presentes
que era sincero ese voto por el que Fujimori hija se comprometía a respetar la
Constitución, abandonar el cargo a los cinco años de asumirlo, respetar la
crítica de la prensa y el Poder Judicial, y no indultar a Vladimiro Montesinos
(algo que debía estar sobreentendido: el excolaborador de su padre purga más de
40 condenas en una cárcel de máxima seguridad por delitos que van desde la
desaparición forzada hasta el narcotráfico).
«Keiko
Fujimori representa la libertad y el progreso, y el señor Castillo, la
dictadura», enfatizó el escritor, en un acto en el que también participó como
una especie de garante el líder opositor venezolano Leopoldo López. El jueves 3
de junio, en el acto de cierre de campaña del partido de Keiko, Fuerza Popular,
la candidata recibió un apretado abrazo del hijo de Mario, Álvaro Vargas Llosa.
La consigna que repetían y que zanjó todas las diferencias anteriores entre los
Vargas Llosa y los Fujimori: «Salvar a Perú del comunismo».
Los
Vargas Llosa fueron una cuenta más de un largo rosario: una campaña de
demolición contra el adversario de Keiko, Pedro Castillo, plagada de mentiras,
tergiversaciones, frases sacadas de contexto y terruqueo permanente (véase «La
hora del terror», Brecha, 4-VI-21). En los discursos del fujimorismo, Castillo
fue vinculado al Movadef (Movimiento por la Amnistía y los Derechos
Fundamentales), un movimiento ligado a la ideología de Abimael Guzmán, el líder
encarcelado del hoy disuelto Sendero Luminoso, grupo armado implicado en
decenas de violaciones a los derechos humanos. En estos meses se llegó, incluso,
a resucitar a este grupo terrorista en el debate público, luego de una matanza
ocurrida en la zona cocalera del VRAEM (valle de los ríos Apurímac, Ene y
Mantaro) que terminó con la vida de 16 personas, incluidos cuatro niños, y por
la que se investiga a grupos narcos. En la escena del crimen, las autoridades
dicen haber encontrado panfletos con una hoz y un martillo. Castillo y Fujimori
se acusaron mutuamente de estar vinculados a lo sucedido.
El
peligro rojo
«No
más pobres en un país rico» fue el eslogan de campaña de Castillo, un maestro
rural de 51 años, nacido en el poblado de Puña, en el departamento de
Cajamarca, a 956 quilómetros de Lima. Castillo es el tercero de nueve hermanos
y su padre nació en la estancia de los Herrera, poderosos terratenientes de la
zona. Trabajó allí la tierra pagando alquiler hasta que, en 1969, se produjo
una reforma agraria bajo el gobierno militar de Juan Velasco Alvarado, quien
acuñó la frase «campesino, el patrón no comerá más de tu pobreza».
Los
ecos de aquel lema se escucharon en la campaña de Castillo y eso puso nerviosos
a muchos, quienes, con ingenuidad o sin ella, imaginaron la inminencia de
expropiaciones que el candidato nunca anunció y lo vincularon a un ideario
marxista-leninista que nunca ha profesado. Católico confeso, además de maestro
rural, Castillo también fue rondero, esto es, miembro de los comités de
autodefensa que los pobladores andinos formaron en los años ochenta y noventa
para combatir la delincuencia y, posteriormente, también a Sendero Luminoso:
las rondas. Su salto a la política fue en 2017, cuando lideró una huelga de
maestros y profesores que duró 75 días, en reclamo, entre otras cosas, de un
aumento de sueldo para el magisterio. En 2020, ante la imposibilidad de que el
líder del partido Perú Libre, Vladimir Cerrón, participara como candidato –se
encuentra sentenciado por corrupción–, Castillo fue invitado a encabezar las
listas de esa formación.
En
estas elecciones, mientras en primera vuelta se medían 18 presidenciables y los
dardos de la derecha limeña se dirigían principalmente contra la candidatura de
la izquierdista Verónika Mendoza, Castillo logró colarse en el balotaje, con un
19 por ciento de los votos, seis puntos por delante de Fujimori, en unos
comicios en los que el 45 por ciento de los electores no votó por ningún
candidato (véase «Opuestos, pero no tanto», Brecha, 16-IV-21). Aunque los
partidos de centro y de derecha intentaron reaccionar en los últimos días
anteriores a la primera vuelta, ya era tarde. Nuevos ingredientes aparecieron
entonces en la campaña: a las denuncias ideológicas (Castillo «ha venido a
imponer el marxismo y el comunismo», dijo Fujimori en abril), se sumaron el
racismo y el clasismo. Durante casi dos meses, los presentadores de televisión
les insistieron a «los pobres» en que «pensaran bien su voto». Hasta el uso de
sombrero y la forma de hablar característica de la sierra del candidato de Perú
Libre se convirtieron en materia de burla por políticos y comunicadores.
Incluso los integrantes de la selección peruana de fútbol se sumaron a la
campaña en un video en el que, «en nombre de la democracia», llamaron a apoyar
a Fujimori y el candidato de ultraderecha Rafael López Aliaga, derrotado en
primera vuelta, clamó en un mitin a favor de la líder de Fuerza Popular «¡Muerte
al comunismo! ¡Muerte a Castillo!».
Cabeza
a cabeza
A
las 19 horas del domingo 6 de junio, un boca de urna le daba la victoria a
Keiko Fujimori en el balotaje. Una cuenta regresiva fue transmitida en directo
desde la casa de la candidata en Lima para dar lugar al anuncio: la líder de
Fuerza Popular ganaría con un 50,3 por ciento de los votos. Se desató la
alegría, y abrazos y sollozos parecían darle la razón a la frase «la tercera es
la vencida», tras las dos postulaciones en que Fujimori mordió el polvo de la
derrota ante Ollanta Humala, primero y Pedro Kuczynski, después. Cuatro horas
le duró la alegría: el conteo rápido realizado cuatro horas después daba
ganador a Castillo con un 50,2 por ciento, frente a un 48,8 por ciento de
Fujimori. La alegría se trasladó a la región andina de Chota y Castillo seguía
en pelea.
Comenzó
entonces un conteo más detallado de votos, del que la Oficina Nacional de
Procesos Electorales (ONPE) informaba cada media hora, poniendo en vilo a ambos
bandos en un angustiante final cabeza a cabeza. Si bien Fujimori tomó la
delantera en un comienzo, se sabía que la elección la decidirían los votos del
exterior, y los del norte rico, favorables a la candidata, y los del sur pobre,
favorables a Castillo. Cuando la tendencia a favor del maestro rural parecía
irreversible, y se esperaba un reconocimiento de la derrota por parte de la
candidata, convertida en democrática por juramento, esta volvió a ser la misma
de 2016, cuando tampoco se resignó a la derrota que le propinó Kuczynski.
Aquella vez, denunció un fraude inexistente y, a través de su mayoría en el
Congreso, dedicó los años siguientes a hacer lo imposible para impedirle a su
rival gobernar el país.
Entonces
la diferencia fue de unos 40 mil votos. Ahora, con el 100 por ciento de las
actas procesadas, se acerca a los 67 mil, en un total de 18.756.584 votos
emitidos. Pero Keiko Fujimori no se rinde. Es comprensible. No solo se alejaría
por tercera vez de su sueño de alcanzar la presidencia, sino que se acercaría a
la prisión: pesa sobre ella un pedido de fiscalía de 30 años de cárcel por
asociación ilícita, lavado de activos y evasión fiscal.
El
lunes 7, Fujimori denunció sin pruebas, otra vez, un supuesto «fraude
sistemático» y señaló que se habían impugnado más de 1.200 actas en las que
ella habría sido ganadora, aunque bastaba revisar la información disponible en
el portal web de la ONPE para verificar que las actas impugnadas eran apenas
unas 400. La candidata presentó seis casos de supuestas irregularidades y pidió
que los ciudadanos que tuvieran información de casos similares la hicieran
saber utilizando en las redes sociales el hashtag #FraudeEnMesa. El Ministerio
de Defensa se vio obligado a emitir un comunicado: «El ministerio y las
instituciones armadas reiteran su compromiso con la Constitución, la democracia
y el principio de neutralidad asumido por el Gobierno de Transición y
Emergencia. Asimismo, reafirmamos el compromiso de respetar la voluntad
ciudadana expresada en las urnas el 6 de junio. Exhortamos a todos los peruanos
a respetar los resultados del proceso electoral y a trabajar unidos para
fortalecer la democracia e impulsar el desarrollo del país. Llamamos a la
unidad por sobre todas nuestras diferencias».
La
reacción de los observadores electorales, en tanto, fue contundente. «No hay
ninguna evidencia que nos permita hablar de fraude electoral», dijo a la prensa
Adriana Urrutia, de la Asociación Civil Transparencia, que desplegó 1.400
fiscalizadores en Perú y en los centros de votación del exterior. De la misma opinión
fueron los observadores de la Unión Interamericana de Organismos Electorales y
los enviados de la propia Organización de Estados Americanos. En la vereda de
enfrente, la voz del nobel volvió a escucharse, siempre a través de su hijo.
«Tengo autorización de Mario Vargas Llosa para publicar que, a su juicio, es
indispensable que autoridades electorales revisen las actas impugnadas en la
segunda vuelta. Ellas, sin interferencia política, deben determinar el
resultado de unas elecciones cuyo desenlace aún es incierto», tuiteó Álvaro
este miércoles.
Cómo
Donald
Keiko
volvió con fuerza ese día para seguir con su estrategia. Esta vez pidió la
nulidad de 802 actas de votación que, sumadas a las 1.200 mencionadas por ella
anteriormente, ponen en juego medio millón de votos. Fujimori ha desplegado un
ejército de abogados y notarios de los estudios más caros de Lima para
escudriñar con lupa cualquier presunta irregularidad. O inventarla si es
necesario. Su equipo se propone, por ejemplo, que se anulen actas de votación
de la Amazonia, porque, afirman, sus firmas no se corresponden de forma exacta
a las que aparecen en los DNI de los votantes. Lo cierto es que la ley no
obliga a que las firmas sean idénticas y, en caso de suplantación de identidad,
la denuncia debe hacerse en el momento. La candidata parece decidida, sin
embargo, a emular el camino tomado en la última elección estadounidense por
Donald Trump, quien reunió 92 abogados para impugnar los votos de su rival Joe
Biden, a quien acusó de un monumental fraude que nunca ha logrado probar,
mientras presentaba un alud de demandas que, en su mayoría, los tribunales se
negaron siquiera a tramitar por la endeblez de los argumentos expuestos.
En
Perú, serán, en primera instancia, los Jurados Electorales locales los que
decidirán si dan lugar a las denuncias. De no hacerlo, el denunciante podrá
apelar y la decisión, entonces, será del Jurado Nacional de Elecciones. El
proceso puede durar varios días.
https://brecha.com.uy/,
11 de junio 2021
Mariátegui
y la elección de Pedro Castillo en Perú
Por
Gilberto Calil
La
división regional, sociológica y étnica de Perú expresada en los resultados de
las elecciones que terminaron ayer subraya la relevancia de la reflexión de
José Carlos Mariátegui (1894-1930). Considerado el fundador del marxismo
latinoamericano, en el sentido de que fue el primer marxista que realizó una
interpretación original de la realidad latinoamericana desde el marxismo, el
revolucionario peruano señaló hace casi un siglo que Perú era un país
fracturado por las divisiones producidas por su clase dominante.
Así,
además de la división entre campo y ciudad, la escasa integración nacional creó
una brecha que separa la costa, la sierra (andina) y la región amazónica. En su
análisis, la élite limeña despreció profundamente la identidad indígena, en lo
que fue acompañada por sectores urbanos medios. Esto expresaba su perspectiva
subordinada y la ausencia de un proyecto nacional: “las burguesías nacionales, que ven en la cooperación con el
imperialismo la mejor fuente de provechos, se sienten lo bastante dueñas del
poder político para no preocuparse seriamente de la soberanía nacional.”
En
su interpretación, esto indicaba que no habría revolución burguesa en el Perú,
dado que no había ningún sujeto social interesado en ella, y que por lo tanto
la única alternativa concreta de transformación sería una revolución
socialista. A esto Mariátegui añadió la centralidad de la cuestión de la tierra
(la necesidad de la reforma agraria y la liquidación del latifundio) y de la
cuestión indígena, profundamente imbricada con la cuestión de la tierra. Para
él, sólo podía haber revolución socialista en el Perú si se incorporaba a los
indígenas como parte fundamental del sujeto revolucionario.
La
actualidad de Mariátegui
El
recién elegido presidente del Perú, Pedro Castillo, fue elegido a través
del Partido
Nacional Perú Libre (PNPL), que se define como
“marxista-leninista-mariateguista” y como una “izquierda del campo” que expresa
el “Perú profundo“. Sabemos que incluso Sendero Luminoso se presentó
como mariateguista, lo cual es enteramente injustificable.
Pero
Perú Libre es efectivamente coherente con la propuesta mariateguista al poner
la centralidad en las demandas concretas de los campesinos peruanos: reforma
agraria, derechos sociales, educación y salud. También es profundamente
mariateguista en la radicalidad con la que ha apoyado -hasta ahora- los
elementos centrales de esta agenda reivindicativa, no renunciando a su defensa
ni siquiera en el contexto de una segunda vuelta en la que tenía a
prácticamente todos los medios de comunicación y a los principales partidos
políticos en contra.
Las
elecciones peruanas tienen una enorme importancia. Perú es el cuarto país más
poblado del continente, el más devastado por la pandemia en el mundo (con la
reciente corrección de los datos, pasa de la increíble cifra de cinco mil
muertos por millón), y es probablemente el único país del mundo que ha llevado
la locura de la inmunidad por contaminación más allá de Brasil, con el
agravante de que su sistema sanitario es muy precario.
No
fueron unas elecciones normales, sino unas elecciones que se celebraron en un
contexto de crisis orgánica y de profunda crisis de representación de los
principales partidos. En la primera vuelta, los cuatro candidatos más votados
-Castillo, Keiko Fujumori, López Aliaga (el “Bolsonaro peruano”) y Hernando de
Soto (tecnócrata ultraliberal)- se presentaron, desde diferentes perspectivas
ideológicas, como candidatos antisistema.
El
candidato de Acción Popular quedó en quinto lugar con el 9 por ciento y la
candidata de centro-izquierda Verónika Mendoza (Nuevo Perú), que lideraba la
carrera al inicio del proceso, terminó en sexto lugar con el 7,6 por ciento. En
la segunda vuelta, los principales candidatos (excepto Verónika Mendoza, que
apoyó a Castillo, y Yonhi Lescano, de Acción Popular, que no apoyó a ningún
candidato) se unieron a Keiko. Bendecidos por Vargas Llosa, los liberales
abrazaron a la hija del dictador contra el fantasma del comunismo.
Una
victoria indígena
Los
resultados confirman un país profundamente fracturado. Keiko ganó por un amplio
margen en la región de Lima (65%) y en la ciudad del Callao (67%), sacando una
diferencia de más de dos millones de votos. De las 23 regiones del interior del
país, Keiko sólo ganó en siete: las provincias amazónicas de Loreto y Ucayali y
las costeras de Tumbes, Piura, Lambayeque, La Libertad e Ica – e incluso en
estas regiones, la victoria se debe a los resultados obtenidos en las ciudades
más grandes.
En
cambio, Castillo ganó en las otras 16, pero además, obtuvo índices
impresionantes en las principales provincias andinas: 89% en Puno, 83% en
Cusco, 81% en Apurímac, 82% en Ayacucho, 85% en Huancavelica, 73% en Moquegua,
68% en Huánuco, 66% en Pasco y 71% en Cajamarca. 3] Se trata de diferencias
impresionantes obtenidas en regiones fuertemente indígenas, marcadas por
culturas tradicionales y formas de organización social que resisten
sistemáticamente los efectos de la devastación neoliberal.
En
un país en el que el 40% de la población se concentra en la región de Lima
(incluido el Callao), parecía imposible que un candidato ganara las elecciones
sin tener bases significativas en la capital, sin hacer amplias alianzas
políticas, manteniendo un programa económico muy radical y siendo atacado ostensiblemente
por los medios de comunicación. Sin embargo, en un contexto de crisis orgánica,
ocurrió lo contrario, y probablemente fue el radicalismo con el que defendió su
programa y se mantuvo fiel a su base social organizada lo que determinó su victoria.
https://jacobinlat.com/2021/06/08/mariategui-y-la-eleccion-de-pedro-cast...
¿Quién
le teme a Pedro Castillo?
Por
Pablo Stefanoni
Lo
que pasó en las elecciones peruanas es quizás lo más parecido a la «tempestad
en los Andes» anunciada por Luis E. Valcárcel en un libro ya clásico prologado
por José Carlos Mariátegui. Atraído por la idea de «mito», Mariátegui terminaba
escribiendo: «Y nada importa que para unos sean los hechos los que crean la
profecía y para otros sea la profecía la que crea los hechos». Lo ocurrido el
pasado 6 de junio no es sin duda un levantamiento indígena como el que imaginó
Valcárcel, ni tampoco uno como lo imaginara Mariátegui, como partero del
socialismo. Pero fue un levantamiento electoral del Perú andino profundo, cuyos
efectos cubrieron todo el país.
Pedro
Castillo Terrones está lejos de ser un mesías, pero apareció en la contienda
electoral «de la nada», como si fuera uno. Con los resultados del domingo, está
próximo a transformarse en el presidente más improbable. No porque sea un outsider –el
país está lleno de ellos desde que el «chino» Alberto Fujimori se hiciera con
el poder en 1990, tras derrotar a Mario Vargas Llosa–, sino por su origen de
clase: se trata de un campesino cajamarquino atado a la tierra que, sin
abandonar nunca ese vínculo con el monte, se sobrepuso a dificultades diversas
y llegó a ser maestro rural; en los debates presidenciales cerraba sus
intervenciones con el latiguillo «palabra de maestro».
Desde
el magisterio, Castillo saltó al escenario nacional en 2017, con una combativa
huelga de maestros contra la propia dirección sindical. Un reciente documental,
titulado precisamente «El
profesor», da varias pistas sobre su propia persona, su familia y su
entorno. A diferencia de Valcárcel, cuyo indigenismo se insertaba en la disputa
de elites –la cuzqueña andina y la limeña «blanca»–, Castillo proviene de un
norte mucho más marginal en términos de la geopolítica peruana. Su identidad es
más «provinciana» y campesina que estrictamente indígena. Desde allí conquistó
al electorado del sur andino y atrajo también, aunque en menor proporción, el
voto popular limeño.
Por
eso, cuando Keiko Fujimori aceptó el desafío de ir a debatir hasta la localidad
de Chota y dijo con disgusto «Tuve que venir hasta aquí», la frase quedó como
uno de los traspiés de su campaña. Castillo había logrado sacar la política de
Lima y llevarla a los rincones lejanos y aislados del país, que recorrió uno a
uno en su campaña con un lápiz gigante entre las manos.
La
irrupción de Castillo en la primera vuelta –con casi 19% de los votos– generó
una verdadera histeria en los sectores acomodados de la capital. Y acorde a la
actual moda del anticomunismo zombi, se expresó en un generalizado «No al
comunismo», manifestado incluso con carteles gigantes en las calles. No escaseó
tampoco el racismo. Perú parece tener menos pruritos para expresarlo en público
que los vecinos Ecuador o Bolivia.
Por
ejemplo, el «polémico» periodista Beto Ortiz echó a la diputada de Perú Libre
Zaira Arias de su set televisivo, mostrando que la «corrección política» no
llegó a sectores de las elites limeñas. Luego la llamó «verdulera» y más tarde
se disfrazó de indio –con su histrionismo habitual– para darle la bienvenida de
manera socarrona al «nuevo Perú» de Pedro Castillo.
La
candidatura de Castillo fue, además, víctima constante del «terruqueo» (acusación
de vínculos con el terrorismo) por sus alianzas sindicales durante la huelga de
maestros y, sin experiencias previas en el terreno electoral, de sus propios
tropiezos en entrevistas.
Como
escribió Alberto Vergara en el New York Times: «Quienes utilizaron de manera más alevosa
la política del miedo fueron los del campo fujimorista, las clases altas y los
grandes medios de comunicación. Empresarios amenazaban con despedir a sus trabajadores si Castillo vencía;
ciudadanos de a pie prometían dejar sin trabajo a su servicio doméstico si
optaban por Perú Libre; las calles se llenaron de letreros invasivos y pagados por el
empresariado alertando sobre una inminente invasión comunista». Hasta
Mario Vargas Llosa abandonó su tradicional antifujimorismo –por el que incluso
había llamado a votar por Ollanta Humala en 2011– y decidió darle una oportunidad
a una candidata de apellido Fujimori.
Castillo
está lejos de provenir de una cultura comunista. Militó varios años en la
política local bajo la sigla de Perú Posible, el partido del ex-presidente
Alejandro Toledo, y si bien se postuló por Perú Libre, no es un orgánico de
este partido, que nació originalmente como Perú Libertario. Perú Libre se
define como «marxista-leninista-mariateguista», pero muchos de sus
candidatos niegan ser «comunistas».
El
líder del partido, Vladimir Cerrón, definió el movimiento que se alineó detrás
de Castillo como una «izquierda provinciana», opuesta a la izquierda «caviar»
limeña. Castillo es un católico «evangélico compatible»: su esposa e hija son
activas participantes en la evangélica Iglesia del Nazareno y él
mismo se
suma a sus oraciones. En la campaña se posicionó repetidamente contra el
aborto o el matrimonio igualitario, aunque hoy varios de sus técnicos y
asesores provienen de la izquierda urbana liderada por Verónika Mendoza, con
visiones sociales progresistas. Habrá que ver la convivencia de tendencias en
el futuro gobierno de Castillo, que no se anuncia fácil.
Castillo
se autodefine también como «rondero», en referencia a los grupos campesinos
creados en esta región en los años 70 para enfrentar el abigeato y que se
replicaron luego en el país en los años 80 para hacer frente a la guerrilla de
Sendero Luminoso, y funcionan muchas veces como instancia de autoridad en el
campo.
La
incertidumbre de un futuro gobierno de Castillo no tiene que ver, precisamente,
con la constitución de una experiencia comunista de cualquier naturaleza que
sea. También parece muy improbable una «venezuelización» como la que anuncian
sus detractores. Las Fuerzas Armadas no parecen fácilmente subsumibles, el peso
parlamentario del castillismo es escaso, las elites económicas son más
resistentes que en un país puramente petrolero como Venezuela y la
estructuración del movimiento social no anticipa un «nacionalismo
revolucionario» de tipo chavista o cubano.
Las
declaraciones del «profe Castillo» muestran cierto desprecio de tipo plebeyo
por las instituciones, poca claridad sobre el rumbo gubernamental y visiones
sobre la represión de la delincuencia que promueven la extensión de la «justicia
rondera» al resto de Perú (que a menudo impone diversos tipos de
castigos a quienes delinquen) pero también incluyen discursos
de mano dura, como se vio en los debates electorales.
La
presencia en el gobierno de la «otra izquierda» –urbana y cosmopolita– puede
funcionar como un equilibrio virtuoso entre lo progresista y lo popular, aunque
también será fuente de tensiones internas. Algunos comparan a Castillo con Evo
Morales. Hay sin duda simbologías e historias compartidas. Pero también hay
diferencias. Una es puramente anecdótica: en lugar de exagerar sus logros en
una clave meritocrática, Morales dice no haber terminado el secundario (aunque
algunos de sus profesores aseguran lo contrario). La otra es más importante a
los efectos del gobierno: el ex-presidente boliviano llegó al Palacio Quemado
en 2006 tras ocho años de trayectoria como jefe del bloque parlamentario del
Movimiento al Socialismo (MAS) y la experiencia de una campaña presidencial en
2002, además de tener detrás una confederación de movimientos sociales con
fuerte peso territorial, articulador en el MAS. Castillo tiene, por ahora, un
partido que no es propio y un apoyo social/electoral aún difuso.
El
«miedo blanco» a Castillo se vincula, más que a un peligro real de comunismo, a
la perspectiva de perder poder en un país en el que las elites habían sorteado
el giro a la izquierda en la región y cooptado a quienes ganaron con programas
reformistas como Ollanta Humala. Dicho de manera más «antigua»: el «miedo
blanco» lo es a la perspectiva de un debilitamiento del gamonalismo, como se
llamó en Perú al sistema de poder construido por los hacendados antes de la
reforma agraria, y que perduró por otras vías y de otras formas en el país.
Nadie sabe si las elites podrán cooptar también a Castillo, pero hay en este
caso un abismo de clase más profundo que en el pasado y el escenario es de
manera más general menos previsible. La «sorpresa Castillo» es demasiado
reciente y en muchos sentidos es un desconocido incluso para quienes serán sus
colaboradores.
Posiblemente
la tempestad electoral anuncie otras próximas si las elites quieren seguir
gobernando como se habían acostumbrado a hacerlo.
Sengo Pérez: Periodista,
fotógrafo y escritor uruguayo, corresponsal de Brecha.
Gilberto Calil. Doctor
en Historia por la Universidade Federal Fluminense (UFF) y profesor de Historia
en la Universidade Estadual do Oeste do Paraná (UNIOESTE). Investiga sobre el
fascismo, la hegemonía, el Estado y el poder, Gramsci y Mariátegui.
Pablo Stefanoni:
Jefe de redacción de Nueva Sociedad. Coautor, con Martín Baña, de Todo lo que
necesitás saber sobre la Revolución rusa (Paidós, 2017)
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