Revista Nos Disparan desde el Campanario Año II Nro. 35 LA GORRA QUE CAE – Relato - de Eduardo De Vincenzi
Me
llamo Pascasio Ramón Tejeda y allá por la década del ochenta supe trabajar de
encargado en un garaje por la zona de Liniers. Mucho trabajo entre las seis y las diez de la mañana. Los propietarios subían a sus autos, algunos con el tiempo
justo, instante de brevísima relación… ¡Buenos días Pascasio!… Y salían
rápidamente en dirección a sus ocupaciones; alguna que otra consulta, empujar a
aquel flojito de batería que se resistía a madrugar, atender a quien se acercaba a pagaba
un lavado, por caso Don Julio que venía a cancelar el importe de su
cochera, en fin, se trataba en general de un vertiginoso movimiento hasta media
mañana, acaso rompía esa monotonía algún matrimonio mayor que sacaba el auto, siempre impecable y muy poco caminado, con dirección a algún supermercado de la zona. La
vida en un barrio de Buenos Aires por aquellos días transcurría con una paz y una
cercanía entre los vecinos, que hoy añoramos. Bastaba que el último de los autos
se fuera para que el policía de la cuadra, el portero del edificio de enfrente,
el barrendero y algún jubilado vecino se arrimaran al garaje para tomar
unos mates y a arreglar aquel mundo, tal vez bastante menos ríspido que el de los
tiempos que corren. El fútbol y la política eran temas centrales, y en
consecuencia, nos ocupaban gran parte de las charlas: citábamos asimismo con
frecuencia a varios personajes notorios del barrio en un "cuereo" despiadado. Las chicas eran rigurosamente saludadas y evaluadas, apuntando en
todos los casos fervorosos comentarios acotados con estruendosas risotadas y
palmoteos varios…
-
Esta pendeja hace un tiempo pasaba con
el delantalcito... ¡mirá como se puso!... ¿podrá ser?
-
¿Te digo?...yo a la veterana le doy...yo
le doy
-
¿Viste a la mujer del rotisero ?...que
orto... ¡por Dios!
En
fin… el paso de uno de estos créditos barriales terminaba siempre en el cansino
y repetido comentario de que las minas son de lo poco bueno que nos va quedando
en éste país. El almuerzo convocaba a la mayoría de los amigos a volver a sus
casas, de manera que en mi caso procedía a abrir el tupper, generalmente acompañado del policía, el cual aportaba una
gaseosa o un vinito, ambos nos replegábamos a la pequeña oficina a comer alguna
cosa que traía de casa, que comúnmente era resto de la cena. En un pequeño
Noblex blanco y negro veíamos el noticiero, y los comentarios retornaban.
-
Pascasio...traje un tres cuartos
livianito y una sodita. - Santiago López, cabo primero de la seccional 44ª,
custodia de la cuadra desde hacía un par de años, sacaba entonces del interior de
su chaqueta una botella de tinto -
Estos
paréntesis del mediodía me ayudaron a entender desde otro lugar el perfil
y las conductas de un policía en sus diarias tareas. En general gente empujada a la
institución por la poca demanda laboral, vulnerables a cualquier suerte de
doctrina que se les quisiera incorporar, habida cuenta no son los hombres, es
el sistema que así los modela. Algo instalado desde siempre y que se debe
aceptar o irse, y la cosa está muy dura afuera, entonces permanecen, aquellos
de moral endeble sucumben, obedecen y pierden por otros, casi siempre…
La
hora de la siesta me tiene ocupado en lavar algún auto o barriendo, primero el
local y a continuación la vereda. En un par de horas vendría el nochero y se
trata de entregar todo en orden. A eso de las cuatro de la tarde, diariamente,
un viejito que vivía a la vuelta, en una casa en cuyo frente revestía mayólica,
pasaba saludando de modo cortés quitándose su gran gorra de lana marrón.
-
Buenas tardes, amigo.
Una
tarde la gorra se le cayó y corrí presuroso a levantársela.
-
Caramba don, aquí tiene.
-
Gracias amigo, no siempre me ocurre.
-
Nunca querrá decir abuelo, jamás vi que
se le cayera.
-
Dice bien señor, en absoluto me pasa,
pero hoy no sé. Acaso sea la edad, no anduve bien desde temprano, no dormí profundo, soñé con ella, con Sara, mi esposa. Justo hace tres años que se fue
y como no recordaba el aniversario ella vino a evocarlo, estaba tan viva en el
sueño, me alcanzaba el mate como hacía siempre; le pasaba el repasador antes de
dármelo y se quedaba mirándome... esas cosas.
El
viejo se quedó mirando el piso un instante, sacó un pañuelo y se limpió los
ojos sin sacarse los lentes, se sonó la nariz y lo guardó en el bolsillo
trasero del pantalón, prolija prenda de franela gris que terminaba en un par de zapatos con cordones marrones, muy bien lustrados.
-
¿Siempre a lo de Fito, abuelo?
En la
vereda de enfrente casi llegando a la esquina, en una casa del estilo de los
chalecitos peronistas vivía Fito, el prestamista del barrio, con la esposa y dos hijas adolescentes. Un tipo muy alto y robusto que recorría la cuadra en
short, siempre el mismo además, entrando y saliendo de casi todas las casas
de la manzana como si fueran de su propiedad. Como todos los
prestamistas del mundo era despreciado y calumniado largamente. Parecía que
todos le debían algo y debía ser cierto. Su casa era frecuentada por personas
en general de condición humilde, siempre compungidos. Cuando él se hallaba de
recorrida, un muchacho que parecía ser un criado y que luego supimos era su
amante también, atendía a la gente aleccionado seguramente con la misma actitud
distante e imperiosa de su patrón. Martín me enteré que se llamaba. En alguna
ocasión se los había visto trompear a algún visitante, para luego empujarlo a
la calle en medio de insultos y amenazas. Lo usual en éstos casos que alguien
no pudiera pagar una deuda era tratar de posponer su vencimiento, pero ésta pareja de indeseables
se encargaba…
- Vas a garpar hijo de puta...vas a pagar o te matamos…
-
Es mi sobrino ¿sabe?. Es el hijo de una
hermana mayor que falleció hace muchos años. En familia siempre procuramos
vivir todos cerca, esa casa era de mi hermana. Fito la heredó y cuando se casó
vino a vivir allí, uno no elige a los parientes por desgracia.
El
anciano miró hacia la casa. Trabajó en la Ford en sus comienzos. Un día
lo despidieron, lo indemnizaron y empezó a comprar y vender autos, acá mismo en
su casa, los tenía en la puerta con un tachito arriba.
-
El chico ese que usted ve se llama
Martín. Mi sobrino lo trajo de afuera un día que fue a buscar un auto al
interior. El chico se encargaba de lavar y lustrar los autos, en
ocasiones hasta dos veces en un día, brillaban esos coches, enseguida los
vendía, siempre tuvo una gran visión para los negocios. Después se hizo
prestamista…
-
Bueno Ud. sabe que ellos soportan muy
malos comentarios, muy adversos, en fin tendrá que ser.
El
viejito hizo silencio era un hombre pequeño y los años… Me miraba levantando
mucho la cabeza, es que yo ando por el metro ochenta y pico, y le costaba. Desde ese día comenzó a detenerse a conversar un rato, a veces largos minutos. Conocía
la opinión que teníamos todos de Fito y con el tiempo llegué a pensar que la
compartía. Una vez de tanto mirar para arriba le temblaron las piernas, le
alcancé un banquito, era todo lo que esperaba. Luego de ese contratiempo
comenzó a pasar más temprano. De tanto en tanto prendía un pedazo de habano que
guardaba en el bolsillo de arriba del saco. Aquella tarde acertó a pasar Fito y
se cruzó.
-
¡Hola tío! ¿Chusmeando con Pascasio?, vaya
para casa que Marina le tiene el té preparado, hizo unos escones riquísimos, vaya.
Fito
volvió a cruzar la calle y el viejo se lo quedó mirando.
-
Me voy Pascasio. ¿Vio?, la nena hizo esconcitos,
todas las tardes me prepara un té al que me he acostumbrado”-
El
viejo se incorporó trabajosamente apoyándose en su bastón, me alcanzó el
banquito y cuando se iba a despedir, metió una mano dentro de su saco y
envuelta cuidadosamente en un nylon me alcanzó una fotografía… observé…
-
Ésta es la hija de Fito, abuelo… ¿ésta
es Marina?
-
No….esa era mi hija... Amalia…pobrecita.
El parecido con la hija mayor del prestamista era asombroso.
El
viejo bajó la vista y un breve sollozo lo ensombreció y le hizo doblarse un
poco. Cuando se enderezó tenía los ojos llenos de lágrimas….
-
Son idénticas, por eso vengo amigo, por
ella soporto la compañía de su padre, son tan parecidas. Un día voy a creer que
mi hija no murió, que está allí conmigo, que nunca se fue, por ahora sigue siendo
la hija de Fito. Marina, mi sobrina que es idéntica a mí querida Amalia. Alguna
vez cuando me pierda terminaré creyendo que es mi hija querida y ya no sufriré.
Por aquellos tiempos la tuberculosis azolaba a los pobres sobre todo, no había
remedio, mi nena se enfermó un mes antes de que se descubrieran los
antibióticos, de que llegaran a la Argentina para bien decir. Pucha, una
sola inyección la hubiese salvado, era un ángel, con mi esposa la habíamos
deseado tanto, la esperamos mucho tiempo; no quedaba embarazada, hasta que
finalmente. Dios la trajo y pronto se la llevó, por ella vengo Pascasio, solo
por ella.
El
viejito guardó cuidadosamente la foto y se secó los ojos una vez más, me saludó
con la mano alzada y cruzó la calle lentamente…
Los hechos son verídicos. Se han alterado
los nombres de algunos personajes.
Eduardo de Vincenzi… Abril de 2011
Fuente
de Origen: Sitio Taxinarradores
https://taxinarradores.blogspot.com/search?q=La+gorra+se+cae
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