Nos Disparan desde el Campanario Año II Nro. 36 Horacio González, contrahegemónico y del pueblo… por Astor Vitali – FM de la Calle
Fuente:
FM de la Calle
Link
de Origen: AQUÍ
Cuando
murió David Viñas, muchos intelectuales se ocuparon de decir que se había ido
un tipo de intelectual que ya no sería posible. Un argentino de corte sartreano
propio del siglo XX, en esta América convulsa. Pero ¿Viñas buscaba, con su obra
y con su trabajo, convertirse en una pieza de museo (como querían esos
intelectuales) o en motor del pensamiento crítico que pueda encarnar en otres
pensadores que le vayan sucediendo? Murió Horacio González y, al margen de la
partida de un pensado original y único en tanto su obra es suya y su mirada
propia, rechazo las posiciones que despiden a un tipo de intelectual que ya no
será posible. Que haya vivido Horacio González es motivo suficiente para desear
más pensadores de corte gonzalezco.
¿Qué
es rendir homenaje? Depende del legado. En el caso de una persona que se dedicó
al pensamiento crítico, parado en su tierra y posicionándose en su tiempo, esta
pregunta es de fácil resolución: se espera personas inspiradas en el
pensamiento crítico que se paren sobre su tierra y se posicionen en su tiempo,
a modo de homenaje.
Este
es nuestro punto de partida: nada de homenajes que hablen de González con el
lamento de la añoranza, con la mirada del atardecer perdido que jamás vuelve.
Sí, es cierto: su voz en un espacio público, no vuelve. Pero la voz es un hecho
misterioso constituido de muchos más elementos que cuerdas. ¿No está su voz en
los libros escritos, en las cátedras dadas, en centenares de alumnos y de
alumnas que acudían a sus clases deseosos de saberes, empujados por
articulaciones del lenguaje, siempre provocativas y con textura? Podemos
encontrar su voz en los miles de escenarios en el espacio público,
instituciones, organizaciones en las que el eco de sus pensamientos resuena y
resonarán.
Se
ha destacado por estas horas, también, su honestidad. Decir que alguien es
honesto porque no robó es decir poca cosa. La configuración de los delitos es
establecida por quienes tienen algo que perder y, en contrapartida, es interés
de los y las intelectuales críticos la política de los desesperados –a quienes
todo les fue ya arrebatado, inicialmente. La honestidad intelectual –que
González tenía– es una honestidad de otro tipo; es una que cuesta en recursos
económicos (altos costos económicos paga quien se atreve a los matices, en
ámbitos de pensamientos conscriptos a una causa cerrada), cuesta juzgamientos
apresurados de quienes leen hasta el título y prefieren la rápida reacción (que
debería ser siempre de derecha) a la profunda reflexión, y por supuesto, se
pagan altos costos en el ámbito de la circulación de ideas en un contexto en el
que la industria cultural padece el grado de concentración vigente.
Estas
horas son, para Horacio González, de enorme reconocimiento y afecto: amigos y
enemigos saludan a un pensador crítico, con el que se pudo acordar o disentir
pero a quien se puede eludir.
Ayer
me dijo alguien: escribía medio críptico, difícil de entender. Hay allí, en el
uso del lenguaje (del pensamiento) de González, algo que reivindicar: alguien
que piensa complejo, enuncia complejo y al hacerlo, al brindar sus pensamientos
a la comunidad, no hace otra cosa más que estar a su servicio, y sobre todo, no
subestimar a sus interlocutores.
Hay
otros dos modelos de intelectuales: el que “habla difícil” pero su decir no
resuena (orador vacuo) y aquel que “se le entiende” pero su diatriba constituye
una estafa (el chanta de masas).
Horacio
González buscó la profundidad del pensamiento, la complejidad de las ideas, las
imbricaciones de las ideologías contrapuestas. Hay una pregunta de verdaderas
implicancias políticas: ¿qué hay de verdad en el pensamiento del enemigo?
Me
dijo esta persona que, además de sentir que González “hablaba difícil”, de
igual modo, cada vez que lo leía sentía que no entendía pero que había algo
importante allí en su palabra, y que esto lo llevaba a interiorizarse en su
pensamiento hasta comprender. Bravo, Horacio. González seducía con su
pensamiento, entonces, podemos decir. González hacía, con palabras y con ideas
complejas, que las personas se internaran en la complejidad, en lugar de
quedarse en la llanura de la imagen en la era de los likes. ¿Puede haber algo
más contrahegemónico que generar en los otros y en las otras una actitud vedada
por el mercado, una acción exactamente contraria a la esperada o generada por
la maquinaria del poder?
Retomar
el asunto de su vínculo con el campo de lo enemigo, en su discurso de despedida
de la Biblioteca Nacional (2015), González habló del respeto de los legados
como una “pequeña astucia de la historia”. Es decir, estudiar a los
conservadores, tanto o más que a los propios. En otras palabras, adentrarse en
el pensamiento milenario, dado que los conservadores basan sus sistemas con
anclaje helénico, latino, etc.
“La
idea de best seller la conocemos; nos produce el placer que elegimos, bueno o
malo. La idea de leer aquello que sostiene nuestro espíritu, también la conocemos,
es una idea formidable, la lectura es una lectura amiga, que intercala con
nuestros pensamientos otros de los que podemos aprender. Y después hay un
ejercicio lectural, que es un ejercicio atrevido, porque invierte esta relación
lineal y afectiva de lo que leemos, y se trata de sacar experiencias de lo que
no nos gusta o de lo que consideramos demencial o inapropiado, siempre que esté
sostenido por un espíritu que nos intereses. Ese espíritu que nos interesa no
necesariamente puede decir las cosas interesantes para nuestra vida, y no obsta
que lo condenemos, también. Pero, para el lector, condenable o no condenable,
nunca cesa la soberanía que lleva hasta las últimas consecuencias de la
lectura. Es el lector que lleva hasta las últimas consecuencias de su no gusto,
de su no acuerdo, la capacidad de explorar un texto enemigo.
Hay
algo en la lectura que al enemigo lo convierte en algo donde cesa la
hostilidad, y en un único segundo, en un chasquido, se muestra de alguna manera
un mundo asombroso, donde reina a veces casi soberana una palabra, una idea,
una forma del genio” (Facultad Libre).
Saber
que es preciso reconocer cómo piensa quién me piensa. Porque un enemigo se
piensa y piensa al otro. Hay, en rigor, una actitud vanidosa o religiosa en
quien se queda con su librito de verdades, únicamente, y no intenta indagar
sobre lo diferente. Lo que nos constituye es la otredad: ¿cómo desconocerla,
entonces, si nos constituye? Estoy delimitado, y mis límites participan de lo
externo, se tocan con lo otro, necesariamente, lo reconozca o no.
Y,
como somos pensados, es preciso también, pensar. “Un proceso popular como el
que encabezaron Néstor Kirchner y Cristina Kirchner, necesitaban pensamiento”,
dijo en la mencionada despedida de su cargo de director de la biblioteca.
Defender
el pensamiento es una actitud eminentemente contracultural en el contexto
actual, por ende, crítica y revolucionaria.
Borges
y Horacio González compartieron mucho: la pasión por el ser de esta tierra, la
Biblioteca Nacional, el amor por la literatura, los deslizamientos de lo que
parece fijo y las implicancias concretas y metafísicas de lo que nos es dado.
El González maduro estuvo al frente de lo que llamó “una de las viejas maestras
de la Historia de la nación argentina” que “no es una única historia”, debiendo
considerar además que “nos hace a todos mucho más libres saberse parte de una
comunidad”.
Desde
posturas ideológicas irreconciliables, el pensamiento puede discurrir en el
ámbito de las profundidades de la indagación filosófica y ética: y esto
constituye un aporte invaluable a su pueblo. Para en el medio de su pueblo. No
arriba: entre.
Por
supuesto, es una vida muy larga y este artículo muy corto. Datos biográficos,
anécdotas, emociones y saberes se escribieron estos días por doquier. Aquí
quisimos dejar sentado que Horacio González es un pensador ubicado en su
pueblo, indagando milenios, abriendo puertas entre lo que no quiere verse, tal
vez, por temor a reconocerse.
Por Astor Vitali, Músico, Escritor, Periodista, Locutor, integrante y Conductor radial dentro del colectivo comunicacional FM De la Calle de Bahía Blanca, autor del libro El Consorcio
Nota del editor:
Luego de haber leído de la pluma de Astor lo mejor que por estos días se ha escrito sobre Horacio se constituye como una básica obligación acercarnos a uno de sus textos, a su legado intelectual...
Indagar
en el Pensamiento Nacional por Horacio González
El
pensamiento nacional sólo puede ser una reinterpretación, una creación nueva y
una renovada oportunidad crítica. Lejos de ser una herencia acabada y designada
con nombres fijos, es una remodelación permanente, una revisita. Tiene en
primer lugar la obligación de “desfazer un entuerto”, desligarse de un canon
fijo que lo limita exclusivamente a lo que se ha conocido como revisionismo
histórico. ¿Para despreciarlo, para arrojarlo al rincón de los trastos viejos?
De ninguna manera, sino para hacer su necesario, su imprescindible balance.
Indagándolo en un nuevo acto de exploración. Es hora de un arqueo de ideas en
la Nación, o dicho de otra manera, de reexaminar con más agudeza el parpadeo
incesante de las ideas en la República. La historia de Juan Manuel de Rosas
escrita a principios de los años ’20 por Carlos Ibarguren es precaria, pero
trae la memoria de Saldías en relación con el interés que habían despertado en
Renán los papeles escritos por el desterrado de Southampton, al punto que este
decisivo escritor de la “reforma moral e intelectual” en Francia (influyente
sobre Sarmiento y años después sobre Gramsci) se propone publicarlos con un prólogo
suyo. Este es un episodio pleno del pensamiento nacional, el interés que
despierta en un estudioso de la Nación (el famoso escrito de Renán aún es útil
y provocante), demuestra que no hay pensamiento nacional si no provoca la
interrogación entusiasmada de las tribunas donde sienta su atributo la
filosofía universal.
La
memoria de Jauretche no puede servir de pretexto para encajonar su pensamiento
en unos pocos moldes, confinados en previsibles consignas. Basta recordar su
carta a Ernesto Sabato en 1956; es una crítica al libro El otro rostro del
peronismo, pero escrita con sutileza y respeto, intentado un diálogo con el
pensamiento “dialéctico” (que le atribuye a Sabato). En el mismo año, Martínez
Estrada, el abominado, el vilipendiado, escribe el ¿Qué es esto?, que podemos
considerar el máximo libro antiperonista y asimismo la máxima comprensión de
los mecanismos profundos del peronismo. Jauretche lo critica con su estilo: la
distancia irónica, el sabor payadoresco y una teoría empirista del sentido común
en la lengua patrimonial de un edén criollo. No podemos considerar hoy ni que
Jauretche poseía el talismán de la refutación eternizada ni Martínez Estrada el
caudal de todos los errores. Eran escritores de muy diferente estilo, y esa
diferencia es hora de verificarla con instrumentos efectivos del conocimiento,
de carácter conceptual y retórico. Es esa misma diferencia, desentrañada y
constituida, la prometida utopía de lo nacional. Sin volver los pasos sobre el
acervo de los textos argentinos con novedosa intención hermenéutica,
deshaciendo la capa sedimentada que los recubre de exégesis y disquisiciones
ociosas, que si no nacían equivocadas eran recibidas por públicos ansiosos de
estereotipos, es muy difícil repensar ningún problema sustantivo del país.
Borges
es tema siempre caliente. Luego de Sarmiento, es nuestro máximo escritor
nacional. Pero ésta no puede ser una afirmación intrascendente ni caprichosa.
Es necesario internarse en las estructuras de un pensamiento geométrico, casi
estructuralista, que esconde mal un existencialismo trágico que formalmente
repudiaba. Todo lo que Borges afirma contiene su contrario sin ser dialéctico;
todo lo que Borges niega puede ser puesto de cabeza como efecto de su propio
juego ficcional, haciéndose necesaria la lectura a contrapelo, la
interpretación por la inversa. El afán meramente literal es adversario notable
del pensamiento nacional y de todo pensamiento. Lo literal, meramente, cree ver
en los escritos y los pensamientos tan sólo lo que ellos dicen que son. Ni
siquiera las grandes consignas políticas, destinadas a llevar a la acción a los
hombres, deben interpretarse literalmente. No hay pensamiento, nacional y ni
ningún otro, si el intérprete no pone la literalidad de lado y no es capaz de
imaginarse frente a cualquier texto como Hamlet y Laertes frente a la tumba de
Ofelia. Revolcándose en el suelo entre los linajes ya fenecidos, para intentar
revivirlos o, por lo menos, entrar en cauta desesperación frente a ellos. ¿Qué
nos quieren decir? No se puede pensar, o sentirse en pensamiento, si no
consideramos que nuestras preguntas son siempre incautas, o bien no alcanzan, o
bien son demasiadas, o bien son excedentes de pensamientos cancelados que
anuncian el pensamiento que adviene. Scalabrini pensó Gran Bretaña en forma
crítica para pensar la Argentina. Eran sabidurías cercanas a la alegoría, tal
como Marechal puso a Antígona en la pampa, Borges puso Triste-le-Roy en
Adrogué, y viceversa, y Cortázar puso París en Buenos Aires, y viceversa.
Pensar
es sustraer la trivialidad que hay en todo pensamiento. Lo contrario es acatar
dogmas que ya nacen escritos como tales. El pensamiento nacional que estamos
imaginando tiene raíces en el polemismo que fundó la Nación. Digamos algunos de
sus capítulos más conocidos: Pedro de Angelis versus Echeverría; Sarmiento
versus Alberdi; Alberdi versus Mitre; Mitre versus Vicente Fidel López;
Ingenieros versus Groussac; Lugones versus Deodoro Roca; Borges versus Américo
Castro; Jauretche versus Martínez Estrada; Martínez Estrada versus Borges;
Lisandro de la Torre versus monseñor Franceschi; Milcíades Peña versus Ramos;
Cooke versus Jauretche; Scalabrini versus Pinedo; Roberto Arlt versus Rodolfo
Ghioldi; Viñas versus Sabato; Borges versus Murena; Viñas versus Borges; León
Rozitchner versus Murena; Jauretche versus Luis Franco; Oscar Masotta versus
Victoria Ocampo; Julio Irazusta versus Perón; Perón versus Montoneros. Toda
polémica debe desentrañarse en su presente, pero también en sus modos
cambiantes, en el entrecruce extrapolado de los polemistas. No raramente,
muchos de ellos intercambiaron luego su lugar con el contrincante, en perfectas
oposiciones simétricas, como en el cuento “Los teólogos” de Borges o en la
polémica de Sócrates con Protágoras.
¿Qué
pensamiento nacional puede haber sin esta poética de intersecciones que lo
recorre en paralelo, antes, durante y después de constituirse en los vocablos
“pensamiento nacional”? El pensamiento nacional es una coalición heterogénea de
estilos que se arman y desarman de tan diversas maneras que esa misma
movilización de ataduras y desanudamientos es precisamente una nación, que
existe gracias a sus formas abiertas, a su secreto cosmopolitismo, a su
sospechada universalidad condensada en un territorio y en un memoria que, antes
que ser común, se genera en la lucha siempre inconclusa por considerarse común.
Toda identidad se compone de una o varias polémicas en su interior, latentes y
no resueltas.
La
expresión revisionismo histórico cuenta con nuestra simpatía, siempre que sea
tomada en sus múltiples significaciones. Dijimos que el pensar nacional no debe
modelarse en el alma literal de las definiciones, sino en sus diversos planos
contrapuestos entre sí. Ernesto Quesada fue un memorable antecedente del
revisionismo, a partir de una sociología historicista del orden. Ricardo Rojas
escribió La restauración nacionalista cuando joven, y ante las críticas
recibidas debió mostrar que Jean Jaurès y Enrico Ferri, socialistas europeos,
sostenían sus posiciones. Lugones pensó una restauración nacionalista con base
helénica. El peronismo de los orígenes se basó en el pensamiento de Clausewitz
y en frases de Spengler y Jenofonte. Yrigoyen era fiel lector del remoto
filósofo de la “oración laica”, Karl Krause, contemporáneo de Hegel. Esta
influencia en el radicalismo duró hasta el mismo Alfonsín.
La paradoja que debe evitar cualquier pensamiento, cuanto más uno que se diga nacional, es hacer del legítimo anhelo revisionista un número calcificado de verdades inmutables. En Gramsci lo nacional es una voluntad colectiva que se basa en metáforas y en las formas activistas de las leyendas heredadas, a ser buscadas a modo de un revisionismo histórico en Dante y Maquiavelo. Consideraba a Trotsky cosmopolita y a Lenin un “tipo humano nacional”. Ninguno de los dos términos para Gramsci eran peyorativos, sino elementos de una reflexión sobre la formación de las clases sociales en tanto representaciones culturales, y también sobre la traducción entre ámbitos heterogéneos de la acción. Pensar era crear signos de pasaje y de transición de lo económico a lo político. El tránsito de lo uno a lo otro lo llamó catarsis. Así, Aristóteles era el lejano antecedente de Gramsci.
Aprendamos
de estos movimientos del pensar. La historia argentina creó un gran sintagma,
enteramente suyo: “la izquierda nacional”. Hernández Arregui, a su manera
continuador de Rojas, fue su gran exponente. Era discípulo de Rodolfo Mondolfo,
el gran pensador judeo italiano especialista en el mundo antiguo, y que en
Italia había discutido con Gramsci antes de exiliarse en la Argentina. Arregui
lo respetaba, pero lo llamó “sabio extranjero”. Lo decimos con la memoria
altruistamente dirigida hacia el trágico autor de La formación de la conciencia
nacional. No sería admisible hoy pronunciar ese mismo juicio. No sería
plausible hoy pensar sobre otra premisa que no sea la de revisar todo anterior
revisionismo.
Comentarios
Publicar un comentario