Revista Nos Disparan desde el Campanario Año II Nro 29 Relatos Costumbristas de Antonio Diez, El Mayolero
¡Volantealo
hermano, volantealo!
No
siempre las líneas ferroviarias coincidían con la realidad de los pobladores de
las zonas que recorrían. En mis pagos sureros, por ejemplo, existían
localidades de importancia cuya comunicación con la cabecera del Partido era
muy poco práctica por vía ferroviaria.
Tal
el caso de Orense, San Francisco de Bellocq y Copetonas ubicadas sobre la vieja
“línea de la costa” (Ramal Defferrari-Dorrego) con Tres Arroyos. En el Partido
de González Chaves era el caso de De la Garma y Juan E. Barra con la cabecera.
Así
heroicos emprendedores del transporte de pasajeros vieron lo que hoy se
llamaría “el nicho del mercado” y tomando la tradición de las viejas galeras,
(algunos de ellos sucesores directos de los galeristas) iniciaron el transporte
de pasajeros entre las localidades y las cabeceras.
Todas
ellas tenían una característica común; salían de la localidad por la mañana
temprano, hacia la cabecera de distrito, y regresaban por la tarde, sobre el
fin del horario comercial.
Los
caminos: de tierra y gracias. (Estoy hablando de las décadas de los ’30 y 40
del siglo pasado). En verano polvaderas, en invierno barriales y pantanos.
Los
vehículos, camiones originariamente, carrozados y con algunos asientos,
generalmente ya baqueteados en servicios urbanos en las grandes ciudades,
trajinaban esos caminos.
“La
Primera Dorreguense” a Copetonas y Oriente, “Funes y Lencinas” a Orense (luego
Yanacone), “La Victoria” y “Detroit” a San Francisco y Claromecó, “Fucile” y
luego “La Estrella del Sud” a San Mayol, Ochandio y San Cayetano, y la que será
sujeto de estos recuerdos “Corradini Hermanos” desde De La Garma a González
Chaves.
A
los inconvenientes ya citados de los caminos, y los trajinados colectivos, en
épocas de la 2ª Guerra Mundial se sumó la escasez (o directamente inexistencia)
de neumáticos y repuestos. Lo de los repuestos más o menos se iba piloteando
con el ingenio y la creatividad de los mecánicos de pueblo, pero los neumáticos
eran un insumo crítico.
También
aquí el ingenio y la creatividad hicieron su aporte, con el recauchutado, pero
tenía una limitante que era el propio casco del neumático, que entonces era de
telas de algodón. Finalmente el casco comenzaba a ceder hacia algún lado, y se
producía el reventón. Aquí el ingenio de los gomeros desarrolló el “manchón” que
era un refuerzo que se colocaba entre la cámara y el neumático cubriendo la
parte dañada. Soluciones de emergencia que permitían cubrir el servicio diario
entre cabeceras.
Para
facilitar el manejo en los caminos de tierra, y el ocasional barro, se usaban con
ruedas traseras simples, llevando las duales como auxiliares en soportes ad-hoc
sobre el paragolpes trasero.
Sobre
el techo de la unidad, un emparrillado hacía de portaequipajes, y al mismo
tiempo llevaba alguna otra rueda armada por si acaso.
Los
Hermanos Corradini eran dos, conocidos por “El casado” y “El Soltero”. El
soltero era el chofer y el casado el guarda, que viajaba parado en el escalón.
El
casado era el encargado de hacer el reparto de paquetes y comisiones. Sus
conocimientos de manejo eran bastante precarios, pero se las arreglaba.
Una
mañana, haciendo el reparto, en una conversación de gomería escuchó un par de
camioneros que comentaban un reventón de un neumático delantero…. “¿Y no
volcaste?” dijo uno, y el otro contestó “¡¡¡¡Nooo!!! “¡Gracias que lo volantíe
lo pude tener!”. El Casado paró la oreja, y mentalmente tomó nota. “En caso de
reventar una goma, hay que volantearlo….”
Fines
de diciembre; calor agobiante, a las 5 de la tarde salían para De la Garma.
Nada de viento, pocos días antes había llovido, y al centro del camino los
huellones, ya secos daban testimonio del tráfico entre el barro, pero ya se
podía circular por la orilla donde estaba más parejo. El colectivo, un
baqueteado Chevrolet 1934 iba con pasaje completo, inclusive varios pasajeros
parados, marchaba a su velocidad de crucero (35 Kph). Sol en contra, tierra
suelta, el soltero lo llevaba como podía, cuando de pronto se sintió un
estallido. El casado recordó lo aprendido e inmediatamente gritó “¡Una goma!”,
“¡Volantealo hermano Volantealo!”. El otro sin analizar mucho la pertinencia
del consejo, sacó el pie del acelerador, y comenzó a volantear…..
De
pronto, en esos volanteos, mordió el huellón seco, y ahí sí que se armó. El
chevrolecito como en cámara lenta se fue inclinando y volcó.
Mujeres
que gritaban, chicos que lloraban, un verdadero pandemónium, hasta que fueron
evacuando la unidad. Afortunadamente nadie resultó herido, y con la ayuda de
los hombres del pasaje pusieron el colectivo nuevamente sobre sus ruedas.
Entonces
se dispusieron a reemplazar el neumático reventado, pero para su sorpresa, se
encontraron con las cuatro ruedas en orden. ¿Qué había sucedido? Una de las
auxiliares, la más deteriorada, que estaba sobre el techo y ahora yacía cerca
del alambrado, floja de manchones y con el calor que había elevado la presión,
había reventado solita nomás….
Años
después vendría el asfalto, y con el asfalto las empresas más grandes fueron
desplazando a aquellos heroicos colectiveros que hicieron historia, a veces
risueña pero que abrieron los caminos al transporte de pasajeros en lugares
donde realmente el servicio se necesitaba.
Una Caja de Balas
Cuando
las Estancias estaban pobladas de trabajadores, la logística tenía sus bemoles.
Carne había; se carneaba “para el consumo”, pero no solo de carne vive el
hombre, por lo que había que proveer otros alimentos.
Ahora
están las segundas y terceras marcas, pero ya entonces, había diferencias.
Estaba la mercadería normal, y la mercadería “para peones”. Yerba “para
peones”, fideos “para peones”, arroz “para peones”, azúcar “para peones” y todo
así.
El
Mayordomo era el encargado de hacer la compra en el Almacén de Ramos Generales,
y esa mañana bastante fría, llegó al Almacén “La Entrada” con la lista.
Los
turcos dueños del almacén se dedicaban obsequiosamente a atender al
“personaje”, que con aires de patrón de estancia, acodado en el mostrador iba
haciendo el pedido.
Una
bolsa de yerba “pa’ peones”, y remarcaba el “pa’ peones” como con desprecio.
Dos
bolsas de fideos “pa’ peones” (Los fideos de segunda calidad venían en bolsas
de 10 kilos; rotos, quebrados etc. Todos iban ahí)
Una
bolsa de arroz “pa’ peones”, seguía.
En
la otra punta del mostrador, un paisanito pobrón presenciaba la escena.
Alpargatas bigotudas, con un agujero por donde asomaban los dedos, bombacha
bataraza raída, una camisa que había conocido tiempos mejores, y que con unos
remiendos en los codos completaban el atuendo, que se coronaba con una gorrita
de vasco desteñida por los solazos, no parecía ser un cliente de compra
importante.
Medio
como a la pasada, el dependiente del almacén, entre idas y vueltas al depósito
de donde iba cargando los pedidos del Mayordomo de “La Moderna” se dignó
preguntarle “¿y vos que andas buscando che?”; y el paisanito le dijo; “Poca
cosa, una caja de balas pa’ mayordomos nomás”…
De Cuadreras y Timberos I
En
esos pequeños pueblos no todo era trabajo honrado. Siempre había algún elemento
que aprovechando las tendencias normales, se las ingeniaba para hacerse
de algunos pesos por medio de actividades poco claras.
El
juego era una de esas actividades, sobre todo en tiempos de cosecha,
cuando por ahí una lluvia paralizaba el trabajo de las cuadrillas de bolseros.
En
todos los pueblos había un “coimero” (aquí el sentido de la palabra es
diferente al que usamos habitualmente en la actualidad)
El
coimero era el que organizaba la jugada, ya fuera de “fico” ó “nueve”, un juego
carteado en el que gana el que con dos cartas suma 9 puntos o bien lo más
cercano. Como las negras no valen era la puntuación máxima. El otro juego
habitual era el pase inglés.
El
“coimero” era el organizador de la jugada y receptor de las apuestas de
las que retenía para sí el 5% (El “cocin”, o el “cocinuto”=canuto del 5%) del
que después hacía el reparto con la autoridad policial. Como es de imaginarse
aquellos coimeros solían ser “pesados”, capaces de mantener el orden en un
ambiente, de por si afecto a tomar algunos tragos de mas…
Aquella
noche, Don Medina había organizado una jugada de pase inglés, juego de dados en
que eran comunes los “chivos” o sea los dados cargados que el tallador
hábilmente cambiaba según se fueran dando las apuestas, para favorecer a la
banca.
En
eso, se apersonaron cuatro fornidos santiagueños, que estuvieron mirando un
rato sin apostar. Don Medina los animó “No le hacen un tirito muchachos….” Los
santiagueños se miraron, y dos de ellos, desprendiéndose el saco dejaron ver el
relumbrón de algo niquelado, cachas negras en sus cinturas, uno de ellos con su
marcado acento santiagueño, respondió: “Pero como no, pero con los dados
nuestros, no con los suyos”. Don Medina relojeó la situación, viéndose en
desventaja, ya que ambos portadores de los “niquelettis” habían llevado
disimuladamente sus manos como al descuido cerca de sus armas, zanjó hábilmente
la situación diciendo con una forzada sonrisa: “Hagan como ustedes quieran
nomas, muchachos”…..
De
timberos y cuadreras II
Las
carreras cuadreras eran otro cantar. Ya no como la timba de cartas o dados que
funcionaban en lugares cerrados, por su naturaleza requerían del aire libre y
la luz del día. Por lo tanto era necesario “blanquearlas” por medio de alguna
institución, ya fuera el Club, la Cooperadora de la Escuela, o si era
necesario, la Comisión Pro-templo, receptoras del correspondiente 5% de
comisión sobre las apuestas. Aquí era común la “depositada” o sea una carrera
en la que los dueños de los caballos participantes “depositaban” su apuesta en
la institución organizadora, y terminada la carrera esta era la encargada de
abonar el premio al ganador, hecho el descuento reglamentario.
Pero
por fuera de estos movimientos “legales” pululaba una cantidad de apostadores
particulares que formalizaban sus apuestas “por afuera”, inclusive con “usura”,
(aquí la usura significaba por ejemplo “pago cinco a uno al alazán de
fulano”) Las apuestas por afuera se formalizaban con un simple “Pago”
dicho en voz alta ante testigos.
El
resultado estaba dado por el Rayero, el veredicto solía ser controvertido lo
que traía generalmente conflictos entre gentes de peso específico elevado, y de
bastantes pocas pulgas, que de yapa acostumbraban andar “calzados”. Un tal Molina,
“compositor” de oficio (compositor era el que preparaba los caballos de
carrera) tuvo un encontronazo con un vasco grandote, bastante mal arreado, en
que la cosa subió de tono, y ambos contendientes dieron un par de pasos atrás,
signo inevitable de que iban a “arrancar” (arrancar=sacar los revólveres). El
vasco, pegó el grito “Jah! ¡Con nadie te has ido a meter, justo con Juan
XXX!!!! Y ahí nomás arrancó el “lechucero”, un viejo tipo de revólver de tambor
fijo que se abría al medio. Inadvertidamente al sacarlo accionó el mecanismo
que lo abría, y las balas del tambor cayeron al suelo desparramándose entre el
pasto. Situación tragicómica ya que su adversario armado a quien había
desafiado, estaba ahí nomás a tres metros revolver en mano.
Para
completar aquel cuadro, Juan XXX se puso en cuatro a tratar de encontrar las
balas en el pasto.
Ha
quedado en la historia del Pago Mayolero como la patada en el culo más efectiva
jamás vista, la que Molina le puso ese día….
Linda la vida del croto
(Un
cuento de catangos)
Ya
casi entrando el verano, la cuadrilla de catangos se afanaba en sus trabajos de
mantenimiento de las vías, ajustar bulones de los rieles, cambiar clavos y
tirafondos, pala y pico limpiando las zanjas de descarga del agua de
lluvia, trabajos pesados a pleno sol, que llegando al mediodía ya se
hacía agobiante. El sudor manchaba los sacos azules, y los sombreros de paja
mas o menos protegían las cabezas.
A
pocos metros de allí el capataz había dispuesto las zorras a la par, y el
cocinero levantado la lona que haría de carpa para que al momento de la comida
los protegiera del sol vertical, creando una módica ilusión de estar algo más
frescos.
Muy
cerca del lugar, uno de los tantos arroyitos que surcan nuestras pampas. Aguas
limpias que corrían mansamente, y unos cuantos sauces daban una buena sombra,
en la cual unos cuatro o cinco crotos habían instalado su ranchada.
Uno
de los catangos, el más joven, cada tanto echaba una ojeada a los crotos que
miraban pasar la vida como pasaban las aguas del arroyo. Mansamente.
Un
par de cueros de nutria se oreaban colgados de la rama de un sauce, mientras
que las nutrias se iban asando al fueguito.
El
catango joven los miraba sudoroso, y pensaba “Taaa, que linda la vida de croto”
De
pronto, el cocinero de la cuadrilla llamó a comer. El catango joven decidió ir
a lavarse un poco al arroyo, y bajando el terraplén se dirigió al agua fresca.
Una vez que se hubo refrescado, inició una conversación con los crotos que
estaban allí a la sombra de los sauces. Hombres curtidos, sin edad calculable,
por su aspecto, podrían tener 40 años, tanto como 70.
“Buen
día”,
“Buen
día”, la respuesta a coro.
“¿Hace
mucho que andan por acá?” preguntó el joven catango (pregunta ociosa si las hay
a un grupo de hombres para quienes el paso del tiempo hacía mucho que había
dejado de tener sentido)
“Y,
no se” dijo uno, “yo hace como tres o cuatro días que llegué, pero ellos ya
estaban”.
“Yo
los estaba viendo” dijo el joven catango, “Y pensaba, debe ser linda la vida de
croto”, agregó.
“Ajá”
fue el único comentario. Insistió “porque es linda la vida de croto, ¿no?”, y
siguió diciendo, “no se si no largo a la mierda el ferrocarril y me largo yo
también a crotear”.
El
croto que parecía mas viejo y estaba asando las nutrias, que hasta entonces
parecía no haber reparado en su presencia, levantó la vista de las brasitas, y
le dijo: “Mire muchacho, pa’ que le voy a mentir, la vida de croto es linda, no
hay horario, no hay obligación, naides lo manda. El invierno se pone mas bravo,
pero siempre se encuentra una chacra donde por cortar leña y hacer algún otro
trabajito, se puede dormir en el galpón. Se vive, ¿vio?”
Al
catango joven le brillaban los ojos de entusiasmo, y el croto viejo siguió:
“Pero hay una cosa que tiene que saber de entrada, pa’ que no lo sorprenda; se
coje muy de vez en cuando”.
Cuento
escuchado a mi querido amigo Alberto Sierra, que no me puede desmentir, ya que
hace unos meses se fue a reunir con Marx y Engels.
De
un suicidio frustrado
En
Aparicio (F.C.Roca) como en todos esos pequeños centros poblados había un
tambero/lechero que abastecía con el ordeñe de algunas vaquitas medio flacas el
consumo de la población.
Era
el año 1961, en primavera, y aquel tambero, Don Álvarez, como todos esos
tamberos de pueblo hacía su rutina. Ordeñe, envasado de la leche en botellas de
litro (ex vino), y soltar las vacas al “potrero largo” o sea la calle para que
fueran pastoreando y así ahorrar el pasto de su propio potrero. Las vacas, ya
conocían el camino, y hacían también su rutina diaria, mientras Don Álvarez
desayunaba y hacía el reparto.
Don
Álvarez andaba aquejado de una profunda depresión al punto que le hacía rondar
la idea del suicidio, y ese día de octubre de 1961 tomó la trágica decisión. Se
calzó el viejo revólver en la faja, montó a caballo y salió siguiendo a sus
vaquitas por el camino a Guisasola, donde a unos 8 kilómetros cruza el Arroyo
Los Gauchos, hasta donde sus vacas llegaban a tomar agua, para emprender el
tranquilo regreso a su querencia.
Y
así fue, que llegado al lugar, luego de que sus vaquitas y su fiel compañero el
caballo saciaran su sed, lo encaró por el camino de vuelta.
Le
sacó el freno al caballo, y le dio un suave azote por las patas traseras a modo
de despedida. El caballo y las vacas llegarían solos esta vez al rancho.
Se
sentó a orillas del arroyo, sacó el revólver y se dispuso a cumplir con su
trágica decisión.
Plic,
el tiro no salió. Plic volvió a gatillar, con el mismo resultado negativo,
hasta agotar el tambor…. ¡Quién sabe los años que tendría aquella munición!
Se
había quedado con el freno, y mirando hacia el puentecito del ferrocarril, se
le ocurrió otra idea; ya que las balas no pudieron cumplir su cometido, decidió
ahorcarse.
Ató
una rienda con la otra, hizo un nudo corredizo para su cuello, y subió al
terraplén dirigiéndose al puente. Ató la otra punta al riel y se largó nomás.
Riendas de piola, apero de pobre, no aguantaron el chicotazo, y allá cayó Don
Álvarez al barro de la orilla del arroyito.
Frustrados
sus dos primeros intentos, sucio, embarrado, y a la vez emperrado en cumplir
con su trágica determinación sacó el viejo reloj de bolsillo, y miró la hora.
¡Ahí estaba su salvación! En 40 minutos más pasaría el tren de pasajeros que
venía de Bahía Blanca, y se sentó en medio de los rieles a esperar….
Mientras
tanto, un vecino que venía en su camioneta del lado de Aparicio, cruzó como era
costumbre las vaquitas de Don Álvarez que mansamente iban completando su dieta
mientras volvían a su casa. Era parte de la rutina ver las vacas en el “potrero
largo” a esa hora. Lo que llamó la atención al chacarero vecino fue que el
caballo viniera sin su jinete. Y de allí en adelante fue prestando atención a
las orillas del camino para ver que había sido de Don Álvarez. ¿Algún
accidente? ¿Una descompostura? Había cosas que no cerraban… Por otra parte
había visto que el caballo no venía arrastrando las riendas, que venía sin
freno, indicativo de que no lo había volteado al jinete, sin que este lo
hubiera soltado (por otra parte era improbable que aquel matungo viejo tuviera
algún arresto de bríos como para siquiera ensayar un corcovo).
Todas
estas cosas pasaban por la mente del buen vecino mientras manejaba lentamente
prestando mucha atención para ver que habría sucedido, cuando al ir
aproximándose al puentecito sobre el Arroyo, lo vio, allá sobre el
terraplén, sentado entre los rieles.
Detuvo
la camioneta, cruzó el alambrado, subió al terraplén y se aproximó.
¡Buen
día Don Álvarez! ¿Qué le anda pasando? ¿Qué hace acá ¿
Don
Álvarez lo miró y con voz quebrada le contó sus desventuras de frustrado
suicida… ¿Y ahora que va a hacer? preguntó el vecino. “Estoy esperando que pase
el tren y me mate” dijo Don Álvarez con fiera determinación.
El
vecino se agachó un poco, lo tomó del brazo y lo hizo incorporar diciendo:
“Venga Don Álvarez que hay huelga del ferrocarril, lo llevo de vuelta para su
casa, y no se hable más del tema. Esto queda entre nosotros nomás.
(Érase
que a raíz de la aplicación del Plan Larkin en Octubre de 1961 se desató una
huelga ferroviaria que duró 42 días)
El hombre que se murió dos veces
“Esto
realmente sucedió en un pueblo de nuestra zona, algunos de los viejos
pobladores seguramente lo van a recordar. No diré donde, pero algunos veteranos
lo han de recordar”...
Llegaban
los carnavales, con la importancia que allá por los años ’60, en los pueblos o
pequeñas ciudades desparramados por la Pampa Húmeda, cobraban una importancia
hoy en día increíble.
Con
tiempo la Municipalidad formaba la Comisión que organizaría los Corsos a
realizarse en la avenida principal, que ornamentada “ad hoc” en las cuatro
cuadras, recibiría mascaritas, alguna comparsa, algunos carruajes,“adornados
como villalonga para el corso”, que darían brillo y lucimiento o al menos lo
intentarían, hasta las 12 de la noche, instante en que una bomba de estruendo
daba por terminado el desfile habilitando los juegos con agua, hasta esa hora
estrictamente prohibidos, mas allá de los módicos chorritos perfumados a modo
de rocío que emanaban de los pomos. El papel picado y algunas serpentinas daban
la nota de color.
Otra
de las funciones encomendadas a la Comisión Organizadora era la organización
del Baile Popular, que junto a un par de clubes marcaban la estratificación de
aquella sociedad. Los clubes rivalizaban en contratar las mejores orquestas
disponibles. Típica y Jazz como se estilaba por entonces.
Sociedad
Italiana y Sociedad Española sacaban a relucir sus viejos e inocentes
antagonismo de sus respectivas nacionalidades, y la gente “bien” del pueblo
discernía cual era el mejor “ambiente” para que las niñas lucieran sus galas,
mientras que el pueblo “raso” allá iba, al “baile popular”, no sin antes otear
por los ventanales los salones mas “finolis…”
La
constitución de la Comisión Organizadora no dejaba de traer un complicado juego
diplomático al despacho del Intendente de turno, que debía mantener un delicado
equilibrio, entre descendientes de Italianos y de españoles, y además los
partidos políticos actuantes en el distrito, a lo que había que sumar la
representación de la “gente decente y principal” para que no se generaran más
tensiones de las inevitables.
Aquel
año la Presidencia había recaído en uno de los miembros de una acaudalada
familia del lugar. Propietarios de una herrería, carpintería rural, empresa de
transportes, que muchos años atrás había fundado su difunto padre, y los varios
hermanos (menos uno) habían sabido llevar adelante. Y digo menos uno, ya que el
menor de ellos padecía una demencia por entonces incurable (no se ahora) que
desde muy joven lo había mantenido en internación en un instituto
especializado. De éste, prácticamente no se hablaba, y al parecer su familia
había espaciado sus periódicas visitas ya que en su enajenación no reconocía a
nadie. Solo su madre ya muy anciana atesoraba el recuerdo por aquel, su propio
hijo.
Todo
se desarrollaba con normalidad, había sido una buena cosecha, los silos y
galpones colmados de trigo daban fe. Los trabajadores del campo, finalizado el
trabajo, “arreglaban las cuentas” con sus patrones chacareros, y quien más
quien menos tenía unos pesitos. Por aquel entonces la semana de Carnaval
también era una fiesta para los comerciantes, debido a que el personal de
las chacras aprovechaba para comprar ropa de invierno, algún guardapolvo para
la escuela de los chicos y una cantidad de cosas que daban vida al comercio, al
mismo tiempo creaban una sensación de bienestar generalizado que coadyuvaba al
ánimo de la fiesta.
Como
ya dije, la Presidencia de la Comisión había recaído en el mayor de los
miembros de esta familia, que además era Presidente del Comité de la Unión
Cívica Radical. Partido que por ese entonces Gobernaba el distrito.
El
sábado por la mañana, todo estaba dispuesto, aceitado y ordenado. Seiguiyo Shimabukuro
(el tintorero) y su familia se afanaban planchando los trajes que esa noche
luciría la muchachada “bien”, Saint Pierre el modisto (si, en ese pueblo había
un modisto, uno de sus hijos fue compañero mío de escuela primaria) con sus
costureras repasaba los últimos detalles de los vestidos que sus clientas
lucirían (no en el baile popular por supuesto). Los Hermanos Gáspari (músicos y
peluqueros) entre afeitadas y sacadas de pelusa repasaban sus partituras, y
ensayaban algunas piezas que incorporarían en calidad de estreno. Ulises Lasa y
sus compañeros de “Los Dinámicos” también hacían lo mismo. Nada parecía alterar
esa afiebrada normalidad que precedía a una fiesta por todos esperada, cuando
una llamada telefónica vino a romper todo ese clima.
Desde
Instituto en donde hacía muchos años estaba internado aquel de quien casi nadie
(salvo su madre) recordaba o tenía presente, avisaban sobre su fallecimiento.
El
“Chilo” Arán, que repartía su tiempo en sus dos negocios (carnicería y
funeraria) fue convocado (tampoco había otro), y colgó el delantal dejando la
carnicería a cargo de su dependiente; pasó por su casa, se puso el traje de su
otro trabajo, y rápidamente se hizo cargo de la situación, comunicándose con un
colega de Buenos Aires con quien ya estaba por años conectado para estos
menesteres.
Mientras
el Chilo y su colega se ocupaban de los detalles burocráticos del traslado del
cadáver, la noticia corrió como un reguero de pólvora por todo el pueblo, que
en su mayoría ni siquiera recordaba de quien se trataba y de su lamentable
historia de vida. El Intendente convocó de urgencia a la Comisión organizadora,
que dispuso por unanimidad adherir al duelo, interrumpiendo todos los festejos
del carnaval. La vida pareció suspenderse salvo en los barrios un poco más
alejados donde muchachos y chicas, ajenos a la gravedad de la cuestión,
intercambiaban globazos y baldazos de agua, como preludio de otros juegos que
vendrían más tarde…
Cerca
de la medianoche, llegado que fue el furgón de traslado a lo del “Chilo”, éste
procedió a colocar el cadáver en el ataúd que la familia había dispuesto para
el velatorio. Ataúd que obviamente correspondía a la importancia de la familia
del fallecido, que hasta bóveda propia tenía en el Cementerio local. Una vez
acondicionado el cadáver, el Chilo, llamó a los hermanos para que dieran su
visto bueno, aconsejando que el velatorio se hiciera a cajón cerrado, dado que
habían transcurrido muchas horas del deceso, y un traslado por ruta en un viaje
de cinco horas en pleno mes de febrero, no habían contribuido en nada a mejorar
el aspecto del occiso. Hacía mucho tiempo que no lo veían, y en un breve
conciliábulo decidieron aceptar el consejo profesional del Chilo, ya que según
ellos mismos lo vieron tan cambiado que no lo hubieran reconocido.
Los
dos floristas del pueblo agotaron rápidamente sus existencias y tuvieron que
acudir a sus colegas de las ciudades vecinas. Nadie quería quedar ausente de
aquel acontecimiento, Coronas, palmas y ramos colmaban la sala velatoria y
hasta la misma vereda exhibía las ofrendas florales que ya no cabían en el
local.
El
sepelio se había establecido para el domingo a las 17 horas, con misa de cuerpo
presente como correspondía a una familia decente y principal….
Tiempos
de funeraria de tracción a sangre, carroza con seis caballos, tres
portacoronas, y cuatro coches de duelo, partió el cortejo a la hora dispuesta,
hasta llegar a la puerta de la iglesia, cardinal en donde el párroco aguardaba
flanqueado por cuatro monaguillos.
En
ese momento y a contramano apareció la Estanciera (único vehículo que disponía
la Policía del lugar), conducida por el Comisario, vestido con Uniforme de Gala
(hasta un ratito antes había estado en el velorio), el cual bajó apurado para
reunirse de inmediato en agitado conciliábulo con los hermanos del finado y el
Chilo, éste último encargado de llevar adelante la ceremonia protocolar.
Éste se acercó a la carroza fúnebre y dio algunas órdenes a sus empleados, que
rápidamente pusieron en marcha el cortejo, pero en lugar de tomar camino al
cementerio, volvieron a la funeraria.
¿Qué
había sucedido? En el Instituto donde se produjo el fallecimiento, nadie había
notado que dos internos habían cambiado, vaya uno a saber porqué, sus camas. Y
resultó que el que se suponía muerto, seguía vivo, y al que habían velado con
toda pompa y solemnidad era otro…. Inmediatamente se pusieron en contacto con
la Policía que utilizando sus equipos de radio comunicó la novedad a la
Comisaría local.
Un
par de años después, realmente falleció la persona en cuestión. Demás está
decir que fue sepultado en con la mayor discreción y sin demasiada ceremonia.
¡¡¡¡Carnavales
eran los de antes!!!!
Dedicado a mis amigos Ana María
Blaiotta, Luis Pusineri y Pedrito Iribarne que en todo caso podrán corroborar
mis dichos (o desmentirlos si así lo creen) ya que creo que todos lo vivieron
de cerca.
*Antonio Diez (El Mayolero), (1942-2020) Periodista, Escritor, Ensayista, columnista del programa Voces Cooperativas, autor del libro Formación y Transformación del Sujeto Agrario, ex candidato a Intendente de Tres Arroyos por el Partido Intransigente
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