Un
hombre joven aún, sucio y maloliente, vestido con traje azul y corbata, que con
seguridad no se quitaba en meses, caminaba muy contra la pared, con las manos
en los bolsillos, y mirando hacia adelante, solo fugazmente. Mirar las veredas
lo ayudaba con su vergüenza. Los que lo descubrían, lo esquivaban, y cruzaban
enfrente. Los primeros días, lloraba a los gritos, en las plazas desiertas. Estuvo
preso por vagancia un par de días, hacía varios meses que dormía en la calle, y
no se bañaba desde entonces. Su presencia además, se podía oler. Había
adelgazado peligrosamente, y el cuello de la camisa, de color indefinido ahora,
colgaba bastante más allá, de una prominente nuez. Nunca se animó a comer de
los tachos como lo hacían habitualmente otros desgraciados en su condición. Él
prefería entrar en cualquier local de comidas, y pedir. Al principio lo dejaban
mendigar, cuando empezó a oler mal le alcanzaban a la puerta algunas sobras que
siempre agradecía con la mano alzada. Entre la roñez de sus manos, en la
izquierda, insólitamente, una alianza de oro pugnaba por no caerse de un dedo que
cuando todavía no había pasado aquello, la albergaba con firmeza. Comía
despaciosamente con las manos, que luego se pasaba por los pantalones. Tomaba
agua de los bebederos públicos y, esto si se permitía, esperaba sentado cerca
de un cesto de desperdicios, en la esquina del Colón, y cuando alguna mujer
bonita, como lo era su esposa, dejaba una bebida sin acabar, iba a recogerla. También
se la jugaba, con algún joven bien vestido.
Aquella
tarde se sentía tan mal como algunas veces, que sin notarlo, eran a cada vez más
frecuentes. Sentado en las escaleras de la Catedral había resistido los embates
de los indigentes de aquél sitio que defendían ferozmente su territorio. Su
estado finalmente convenció a aquellos que no estaba ahí por las limosnas. Apoyando
la espalda en una de las columnas, cerró los ojos cuando todo empezó a girar. Perdió
la conciencia y le volvió cuando una señora de pañuelo en la cabeza, le tocó el
hombro, y le puso $ 50 en la mano. Los gastó instantes después cuando trabajosamente
se levantó y caminó en zigzag hasta el puesto de panchos, desde siempre en la
boca del subte de San Martín y Diagonal. Un gentío que entraba lo vio devorarse
el pancho y tomar de un solo trago la botellita de vidrio. La sensación
horrible con la que arrancó el día, tirado sobre unos cartones, en la entrada
de una galería en Florida, había mejorado. Serían las tres de la tarde cuando
se clavó el pancho y la coquita. Comenzó a caminar lentamente, pegado a la
pared, por Diagonal hacia Mitre. Cuando pasó el monumento, un joven y su
celular, venían en sentido contrario,. Estiró la mano, y el muchacho se detuvo...
- ¿Le sobra un cigarrillo, pibe? - el
chico de inmediato, sacó un paquete de Gitanes rubios - Gracias pichón –
Sin
que se lo pidiera el joven peló un carusita. El hombre se acercó y entonces,
enteró al muchacho de lo que podía lograr la mala vida con una persona.
-
Gracias, amigo - cerró el indigente, y
retomó el paso, cada vez más lentamente.
Le
pegó al Gitanes dos pitadas muy profundas, la segunda, no la toleraron sus
pulmones. Mareado, se dejó deslizar por una pared, con los ojos vidriosos. Una
confusa imagen de su aún cercana vida anterior le pasó por delante en cámara
lenta. Sollozando, se miró las manos como reconociéndolas. Suavemente se quitó
la insólita alianza y abriendo muy poco sus labios la besó para seguidamente,
tragársela.
-
Se la voy a dificultar un poco a los que lleguen primero, hijos de puta -
murmuró …
Y
cayó de costado, muerto.
*Original de Eduardo De Vicenzi
Impresionante final! Cómo con cada relato Eduardo nos sumerge y cachetea muy de seguido, para darnos cuenta de las muchas personas en situación de calle que son los nadie de esta inmensa y rara ciudad.
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