Fuente
de Origen: Sitio El Tábano Economista
Parafraseando
a Henry Ford, uno podría decir que los americanos pueden tener el presidente
que quieran, siempre y cuando sea demócrata o republicano.
Desde
hace varios meses los medios americanos daban como número puesto a Kamala
Harris, senadora de color por California, para ocupar la candidatura a
vicepresidencia por el partido Demócrata. También desde hace tiempo todos los
integrantes de esta cruzada sospechan de la salud mental del candidato Biden
desde que entró en campaña. Cualquier que esté familiarizado con su trayectoria
política conoce su discurso inconexo, sus trompicones dialécticos, sus
equivocaciones constantes, que ponen al candidato demócrata como una especie de
Macri en potencia, pero ahora, según las conjeturas, con Alzhéimer.
Trump,
habla de él sin ningún decoro, como es habitual, y con toda acidez lo califica
como el ‘somnoliento Joe’. Pero esta idea, por más que resulte ofensiva, es el
murmullo de la clase política americana, “ningún republicano ha disputado la
presidencia con ese nivel de demencia senil”, asegura el maniaco Rudy Giuliani.
Aun así, el candidato presidencial Joe Biden dijo que se haría la prueba
cognitiva a principio de año para desechar los rumores circulantes, ahora dice
que no se ha sometido a una prueba cognitiva y asegura que dejará que la
ciudadanía decida si es apto para el cargo.
La
disputa no es menor, más con estas revelaciones, donde parte de la ecuación
debe contemplar al establishment americano suponiendo dónde depositará la
confianza en defensa de sus intereses. Debemos entender que ambos partidos
están directamente vinculados al capital financiero, a las grandes
corporaciones industriales, profundamente unidos a la idea imperial de Estados
Unidos y su mirada hegemónica global. Pero, por sobre todo, son dos partidos
que pertenecen al mismo sistema y representan los mismos intereses de clase, y
solo difieren el uno del otro porque son portavoces de fracciones diferentes de
la misma clase dominante, proyectando políticas distintas para satisfacer los
mismos intereses.
Estados
Unidos debe ser uno de los países menos democráticos del mundo. Desde siempre
republicanos y demócratas se pelean la presidencia, una especie de dictadura
bipartidaria. Sin extendernos sobre el sufragio en sí, diremos que es una
democracia indirecta, la gente no vota para presidente, sino a representantes
que lo eligen, por eso Donald Trump sacó casi 3 millones de votos menos que
Hillary Clinton y, sin embargo, resultó presidente. La respuesta, el mapa de
representantes expuesto abajo, que muestra dos cosas: 1) por qué California (55
representantes) tiene a Kamala Harris como candidata a vicepresidenta, y para
los desvelados, 2) Florida (con 27 representantes), cuna del antiesclavismo, no
dejará que Venezuela tenga paz, ya que tanto demócratas como republicanos
tratarán de seducir al fascismo golpista de dicho estado.
Antes
de adentrarnos en la elección de Kamala Harris como segunda en la fórmula
presidencial, deberíamos establecer ¿qué y a quiénes representa el partido
demócrata? para que quede en evidencia su elección. Según la filósofa americana
Nancy Fraser los demócratas representan el “neoliberalismo
progresista”, definición que puede sonar como un
oxímoron, pero es así.
El
neoliberalismo progresista se desarrolló en los EE. UU. y fue ratificado por el
triunfo electoral de Bill Clinton en 1992. Clinton fue el principal ingeniero y
portaestandarte de los “nuevos demócratas”, el equivalente estadounidense del
“nuevo laborismo” de Tony Blair, el hijo predilecto de Margaret Thatcher. Aun
cuando la administración Clinton hizo suyas esas ideas progresistas, enamoró a
Wall Street. La economía fue maneja por Goldman Sachs, desreguló el sistema
bancario, negoció tratados de libre comercio que aceleraron la desindustrialización
y desarmaron mundialmente la producción.
Lo
que se perdió por el camino fue el ‘cinturón oxidado’ (o del óxido) (rust
belt), esa región, junto con nuevos centros industriales en el sur, que recibió
un duro revés cuando la financiarización más desatada comenzó a fijar el curso
productivo de las pasadas dos décadas. Continuadas por sus sucesores, incluido
Barack Obama (el
mayor deportador de latinos), las políticas de Clinton
degradaron las condiciones de vida de todo el pueblo trabajador, pero
especialmente de los empleados en la producción industrial. Para
decirlo sumariamente: “Clinton tiene una pesada
responsabilidad en el debilitamiento de las uniones sindicales, en el declive
de los salarios reales, en el aumento de la precariedad laboral y en el auge de
las familias con dos ingresos que vino a substituir al difunto salario
familiar.”
Esta
contradicción a la que nos referimos es como el neoliberalismo progresista se
ha convertido en la alianza de las corrientes principales de los nuevos
movimientos sociales (feminismo, antirracismo, multiculturalismo y derechos de
los LGBTQ) promocionados y protegidos por la “Open Society Foundation”, del
malhechor George Soros, por un lado, y por el otro, los sectores de negocios de
gama alta de servicios, como Wall Street, de quien depende el partido
Demócrata; Silicon Valley, parte del establishment, las grandes corporaciones
industriales y de Hollywood, entre otros, a través del esposo de Kamala Harrys,
el abogado Douglas Emhoff, consejero de litigios y asesor de confianza para
algunos de los más grandes nombres y para todo el espectro del entretenimiento,
los medios de comunicación y los deportes, a través de la firma legal
multinacional DLA Piper.
Así
las cosas, las fuerzas progresistas se han unido efectivamente con el
capitalismo depredador, especialmente el financiero. Lamentablemente lo cierto
es que las primeras prestan su prestigio, crédito y reputación a este último.
Ideales como la diversidad y el “empoderamiento”, que, en principio podrían
servir a diferentes propósitos, ahora dan lustre a políticas que han resultado
devastadoras. Esta combinación fue posible solamente por ausencia y destrucción
de una izquierda genuina, que, de manera meticulosa, el partido Demócrata se
encargó de demoler (la representada por Bernard “Bernie” Sanders), de la que
solo rescataron la marketinera, y por cierto exitosa y
lucrativa, consigna “Las vidas negras importan”.
Harris,
senadora en su primer mandato, tiene la reputación de ser una aguda crítica de
la administración actual. Previamente, se desempeñó como fiscal de distrito de
San Francisco y fiscal general de California antes de ser elegida para el
senado de los Estados Unidos. Como se ve en este breve currículum, forma parte
del riñón del partido Demócrata, el mismo conservador y demoledor del
progresismo, al menos desde el 2012, y por sus cargos ocupados, una férrea
defensora de ese poder profundo americano.
El
historial de Harris en la fiscalía, fiscal del distrito en San Francisco de
2004 a 2011 y la fiscal general de California de 2011 a 2017, casi seguro que
será discutido en las elecciones generales, en especial debido a la indignación
nacional por el abuso policiaco y el racismo sistémico que se ha desatado desde
el asesinato de George
Floyd.
Si
bien se cataloga como una fiscal progresista, esta definición sería algo
parecido a decir que se puede tener mano dura contra el crimen y, al mismo
tiempo, confrontar las profundas desigualdades del sistema de justicia penal.
Esta parte queda a la libre interpretación del lector. Lo cierto es que, como
fiscal general, nunca procesó a oficiales de la policía que hubieran asesinado
a civiles (de color). También recibió críticas por haberse negado a permitir
pruebas avanzadas de ADN que pudieron exonerar a Kevin Cooper, un
hombre negro sentenciado a muerte, y por haber defendido
algunas condenas en contra de acusaciones de conducta inapropiada de la
fiscalía.
El
11 de agosto de 2014, dos días después de que Brown fuera asesinado en Misuri,
agentes de policía de Los Ángeles mataron a tiros a Ezell Ford, un hombre negro
de 25 años, desarmado, con antecedentes de enfermedad mental, lo que provocó una
ola de manifestaciones. Harris se remitió a Jackie Lacey, el primer fiscal de
distrito negro de la ciudad, quien finalmente no presentó cargos.
Algo
parecido ocurrió con su inicial respaldo al proyecto de ley “Medicare para
todos”, del senador Bernie Sanders, antes de cambiar su postura durante la
campaña presidencial, que luego abandonó por falta de fondos, aunque sigue
oponiéndose al proyecto hasta la actualidad.
Muchos
piensan que al final del día la pelea será entre Soros contra Trump, con un
lobby israelí divido entre Benjamín Netanyahu, quien apoya al actual presidente
en tándem con el magnate del juego de las Vegas, Sheldon Adelson, por un lado,
y George Soros por el otro, quien se adjudica, no solo el triunfo, sino su
reposicionamiento con la candidatura de Kamala. ¿El establishment americano ha
encontrado la figura perfecta para dirimir la interna entre California (55
representantes) y Texas (34 representantes) jugando como pívot Florida, con 27
representantes? Asiática, de color, esterilizada en contra de las peleas
raciales, buena presencia y fiel defensora de Wall Street, Silicon Valley, y
las grandes corporaciones industriales, ¿se necesita algo más para mantener el
estaus quo americano que esta percepción errónea de progresismo encubierto?
La
verdad es que sí, porque es cierto que el neoliberalismo progresista sigue su
marcha y afianza su lógica política, social y económica, y esta idea debería
quedar clara en Latinoamérica. También debe quedar claro que del otro lado está
Trump, quien no necesita presentaciones. Pero si quisiéramos ver el resultado
de esta disputa electoral para Sudamérica, podríamos tomar las palabras del
periodista brasileño de IndiMundi, Breno Altman: Si Trump pierde el presidente
Bolsonaro de Brasil pasará a tener problemas en la región, su poder se vería
disminuido y la sustentabilidad de sus iniciativas regionales seriamente
afectadas. Si gana Biden, ¿qué sucederá? Ah, nada.
*Alejandro Marcó
del Pont, Licenciado en Economía. UNLP
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