Cuando un artista, un poeta o un filósofo - el
tipo de persona a la cual calificamos generalmente como intelectuales- se
aventura a participar en controversias políticas, lo hace siempre a costa de cierto
riesgo. No es que tales cuestiones se hallen fuera de su órbita; por el
contrario, ellas implican en última instancia, los mismos problemas de arte o
de ética que son objeto de su particular incumbencia. Pero la aplicación
inmediata de principios generales es raramente
factible en materia política, la cual se rige por reglas de conveniencia y
oportunismo, es decir por modalidades de conducta que el intelectual no puede
decentemente aceptar. Sin embargo, en la medida en que su equidistancia
intelectual, que equivale simplemente al método científico, lo conduce a
conclusiones definidas, el intelectual debe declarar su posición política. Pero
ocurre que el poeta se halla en ese sentido en una situación más difícil que la
mayoría de sus congéneres. El poeta es un ser de intuiciones y simpatías y por
su naturaleza de tal tiende a rehuir actitudes definidas y doctrinarias. Ligado
al cambiante proceso de la realidad, no puede adherir a las normas estáticas de
una política determinadas. Sus dos deberes fundamentales son reflejar al mundo
tal cual es él, imaginarlo tal como podría ser. En el sentido de Shelley, el
poeta es un legislador, pero la Cámara de los Poetas tiene menos poder aún que
la Cámara de los Lores. Privado de franquicias a causa de su falta de radicación
en alguna entidad constituida, vagando sin fe en la tierra de nadie de su
propia imaginación, el poeta no puede, sin renunciar a su función esencial,
instruirse en los fríos conventículos de un partido político. No es su orgullo
lo que le mantiene fuera, sino más bien su humanidad, su devoción a la compleja
totalidad de lo humano; es, en el sentido preciso del término, su magnanimidad.
*Herbert Read. Filósofo, poeta, novelista y
político británico (1893-1968)
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