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El sitio de Aurelio Argañaraz
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ORIGINAL AQUÍ
La nota que publico nace por pedido de la revista POLÍTICA,
el órgano teórico de PATRIA y PUEBLO – Socialistas de la Izquierda Nacional. El
N° 16 apareció ya, y puedo subir el texto a la página. Ojalá los lectores,
antes que un alegato anti-radical, vean en el tratamiento del tema la
sugerencia a retomar la tradición irigoyenista olvidada.
La degradación de un partido –el abandono de sus
principios, una política reñida con sus orígenes y tradiciones– suele reflejar
transformaciones sufridas por su base social, que por diversas causas ha dejado
de ser lo que antes era. Pueden haber cambiado las condiciones reales, como
ocurrió en el caso del proletariado europeo: este, adormecido por las
mejoras que la plusvalía colonial llevó a las metrópolis, no resistió el
desarrollo de tendencias revisionistas en la socialdemocracia, que se hicieron
mayoritarias, para tornarse, más tarde, cómplices desembozadas de su propia
burguesía y el saqueo colonial, sin que eso originara una crisis de
representación. Nada es eterno, no obstante. Erosionadas las bases del Estado
de Bienestar, en esta época, la persistencia socialdemócrata en someterse al
orden neoliberal afecta claramente, ya, los intereses de sus electores, sin
conmover a la elite vetusta que la dirige. Políticamente, es fundamental
distinguir entre ambos momentos, ya que hoy germina en suelo fértil la ruptura
entre las bases y su expresión política. Este cuadro, que puede
extenderse al resto del primer mundo, como lo prueba el triunfo de Donald
Trump, tiene similitudes con lo que ocurre entre nosotros, pero también diferencias.
En la Argentina, no ha sido la gordura, precisamente, la que alentó el
conservadurismo que observamos en el sistema político partidario.
Consecuentemente, la crisis de representación, que se hizo notoria en el 2001
(“que se vayan todos”), debe encontrar su origen en otros motivos.
En la historia nacional hemos visto, cabe recordarlo, la
agonía y fragmentación de fuerzas que, en tanto es posible, habían alcanzado
los fines que les dieron origen. Cuando es así, el subsuelo social que les dio
sustento tiende a replegarse, aislar a los luchadores, y tolerar que los otros
se integren al orden antes cuestionado. En términos generales, esto sucedió
primero con el roquismo y, años después, con el radicalismo histórico. Tras
recorrer el camino que lo llevó a er, con la jefatura de Irigoyen, un gran
movimiento nacional de masas, había logrado el sufragio libre, y alguna mejora
en la democratización de la renta. Para los irigoyenistas, el radicalismo era
una “Causa” sagrada, y hasta un sinónimo de la nación misma. El examen de su
frustración y la alvearización posterior no será reiterado, aquí. Nos
remitimos a textos clásicos de la Izquierda Nacional, que lo han tratado de un
modo amplio. Nos basta recordar que la crisis del 30 mostró que su programa estaba
agotado, por carecer de un proyecto de industrialización del país. Sin superar
el modelo “de los ganados y las mieses”, sin un plan de desarrollo integral,
nada ofrecía, ya. Y, tras enterrar física y políticamente a Irigoyen, pasaría a
constituirse como la facción popular del orden vigente, con la excepción de
FORJA y el sabattinismo cordobés. Las corrientes nacionales no impedirían,
empero, ante la emergencia del peronismo, el radicalismo se integrara al frente
oligárquico.
Esta identidad
antiperonista, sin embargo, no contradecía a su base social. Por el contrario,
con la excepción de una minoría que votó por Perón en 1946, las clases medias
odiaban al General y a la clase obrera que le daba apoyo. Operaban, alimentando
esa conducta, dos fuerzas concurrentes. Por un lado, el influjo
político-cultural oligárquico, enajenando a vastos sectores sociales, incluida
la “izquierda” del viejo país, satelizada al mitrismo para mirar nuestra
historia, alienada a Europa o a la diplomacia soviética. Pero existían, también,
razones derivadas de los límites y contradicciones del movimiento fundado por
el Coronel Perón, quien puso en manos del nacionalismo oligárquico –el caudillo
popular condenaba a “los piantavotos de Felipe II”, pero les cedía espacios en
la esfera ideológica– la universidad y la cultura, cancelando la posibilidad de
una confluencia entre la clase obrera y la mejor fracción de las clases medias.
Más interesado en el desarrollo industrial, en otras franjas renuente a seguir
al liberalismo oligárquico, el viraje posible de este sector hacia posiciones
nacionales era bloqueado por dos usinas, con terrorismo ideológico: desde la
“izquierda” cipaya, al calor de la lucha “antifascista”; desde la orilla
opuesta, por el “nacionalismo” católico oligárquico y su convite a reverenciar
la Cruz y la Mazorca, que confirmaba el “corporativismo” del tirano Perón, con
una “confesión” de sus presuntos fieles. Por todo lo cual no podría
hablarse de una relación conflictiva entre
los sectores medios y sus representaciones políticas, en ese ciclo, cerrado con
el golpe de 1955. Después del mismo, nada iba a ser igual. Disipadas las
creencias –Perón no era el culpable de todos los males– que sostenían el limbo
pequeñoburgués, el origen de sus trastornos debía tener otra explicación. El
desarrollismo radical de Frondizi, una renovación no agrarista y menos arcaica
dentro de ese mundo, pretendió aliarse al capital extranjero y levantar la
industria con esa ayuda y sin herir a la oligarquía. La ilusión fue fugaz, pero
sería reiterada durante décadas, mientras los partidos de clase media, ineptos
para enfrentar las nuevas realidades, empezaban a fracturarse y a generar,
ahora sí, una crisis de representación, aun incipiente.
De la inconsistencia
alfonsinista a la crisis del 2001
Esa crisis prometía madurar y de hecho amenazó con
sepultar a los aliados del golpe del 55, con el desarrollo de una
nacionalización de las clases medias, en el ciclo de alzamientos que culminaron
en el Cordobazo. Si el proceso aquél no hubiese abortado, al desatar las
contradicciones y batallas sangrientas en el seno del peronismo, los vetustos
partidos serían hoy un paleozoico muerto, para entretener arqueólogos. Pero,
vinieron a impedirlo la masacre de Ezeiza y el final catastrófico de la
presidencia de Isabel. El retroceso consiguiente, dentro y fuera del peronismo,
explica el Proceso, y prolongó la vida de los viejos partidos; los dinosaurios
tuvieron otra oportunidad. Hace muchos años, en una nota juvenil, dije que las
ideas de Raúl Alfonsín no mejoraban el conservadurismo de Balbín; le añadían,
sí, el matiz antiperonista que este omitía para mejorar el diálogo con el
General Perón (1). El fantasma de Isabel, con los grupos armados y el record de
balaceras (Herminio Iglesias servía para evocar ese aquelarre) fue, en las
elecciones del 83, un “mar de fondo”, que posibilitó el triunfo de Raúl
Alfonsín, transformado en “lo nuevo” por la evocación del horror. Nunca,
después de Irigoyen, otro radical enfervorizaba a las clases medias en tal
grado. Sabemos cómo acabó esto, que desde nuestras filas fue señalado como
promesa democrática “sin liberación nacional”(2). Esta combinación, inepta para
responder a las necesidades básicas de un país semicolonial, traduce la
ignorancia de esa condición. El resultado fue la defraudación del pueblo y la
emergencia de los proyectos que anticiparon al menemismo, formulados por
Terragno y otros “modernizadores”. En nuestros días, cuando ciertos radicales,
como Moreau, plantean una orientación afín a los orígenes y bases populares de
la UCR, alzando la figura y las posiciones del presidente posterior al Proceso,
no deberían desconocer que las líneas de ruptura, durante su gobierno, eran
contrapesadas por la continuidad, fatídica, con el programa económico de
Martínez de Hoz. No lo decimos con ánimo negativo, sino para alentar un
replanteo estratégico, que afiance el viraje que intentan concretar. Vale
señalar, en el mismo sentido, que no aludimos a una tarea que deba cumplir el
radicalismo en soledad. Creemos, por el contrario, en la necesidad de que todos
hagamos, ante la trágica realidad que aflige a la Argentina, un balance crítico
de las últimas décadas, creyendo que se trata de una tarea ineludible para
construir (o reconstruir) un sujeto político apto para liberar definitivamente
a la patria.
Después de Alfonsín, en
lugar de abordar esa tarea, el radicalismo retrogradó, abandonando toda
inclinación progresiva, hacia una posición más conservadora. Con De la Rúa,
decidió perpetuar las políticas de Cavallo, y terminó confiándole la
conducción económica ¿Cómo podría asombrarnos, después de la crisis del 2001,
su debacle electoral de 2003? Es obvio por qué padece el descrédito, la
fragmentación, la insignificancia electoral, desde entonces. Sin embargo, con
pocas excepciones, ya señaladas, no hay replanteos siquiera parciales, sino
decadencia. Esta se manifiesta de diversos modos. Por un lado, como
subordinación de las políticas en la esfera nacional a las necesidades de los
aparatos de cada provincia; por otro, como inclinación a buscar en figuras
ajenas un perfil apto para arrastrar votos, y salvar la representación
parlamentaria del partido, aunque implique perder el perfil propio y renunciar
a la lucha por recuperar prestigio; como vacío ideológico y disposición a
orbitar alrededor de otros partidos (desde el “socialista” hasta el PRO), a
condición de que brinden la mejor chance posible, en las miserables pugnas por
“el reparto de las achuras”. Esos cálculos tan mezquinos y estrechos perpetúan
la crisis, aunque aseguren cargos a un voraz aparato, impávido frente al riesgo
de muerte partidaria. Seamos justos, no están solos: una crisis de representación política afecta al sistema de nuestros partidos. En
el caso que nos ocupa, amenaza con liquidar a un partido centenario. No por
azar el último candidato radical a la presidencia, Leopoldo Moreau, sólo
cosechó en las elecciones del 2003 un 2,33 % y terminó sexto, lejos de los más
votados (dos disidentes de su mismo partido, López Murphy y Carrió, y tres (¡)
peronistas, Menem, Rodríguez Saa y Kirchner, que completaban un cuadro de
fragmentación inédito).
La alianza Cambiemos
Un nuevo capítulo en la lucha por detener ese curso
ruinoso –sin indagar las causas del desquicio partidario, y formular un
programa que “vuelva a enamorar” a sus bases sociales, con autocrítica y
honestidad– fue poner los ojos en Macri, contra la opción de un frente de
“centro izquierda”, por adoptar una jerga que nos resulta impropia, pero se usa
para definir, entre otros, al “socialismo” de Binner y, yendo hacia la “izquierda”,
a Pino Solanas y Libres del Sur. Es obvio que, si la UCR iba a las elecciones
en una alianza con estas fuerzas, que hubiera encabezado, Macri no sería
presidente hoy. Y hubo vacilaciones, es claro. Peor, aun: es verosímil suponer
que no se eligió al PRO en virtud de afinidades ideológicas y programáticas,
aunque simpatizara con Macri su derecha oligárquica, liderada por Sanz, Morales
y Aguad. La Convención en Gualeguaychú se esmeró en compatibilizar todas las
alianzas, desde la variante santafesina hasta el juego a tres bandas, en Jujuy.
Es evidente, sin embargo, “la capacidad de convencer” que tuvo allí la presión
del stablishment; fue decisivo, junto al “atractivo” del mentiroso apoliticismo
conservador y los globos amarillos que acompañan a Macri. Pero el origen oculto
de la sociedad con Macri, luego de Lavagna, De Narvaez, Kirchner (3), etc, que
ahora puede tornarse una atracción fatal, es el fracaso, no superado, de la
experiencia de Alfonsín. El sector “progresista” carece de convicciones; es
arduo, sin ellas, resistir las políticas del sector oligárquico que tiene
como oponente. Y esa misma endeblez ideológica y política le impide prever (o,
si es capaz de prever, obrar en consecuencia) la magnitud del daño que su
alianza con el PRO puede causarles, mientras entrega el país al capital
financiero y los agronegocios, sumiendo en la ruina a la producción y el
comercio, y a las mayorías alimentadas por el mercado interno. Sin exageración
alguna, se juega la pervivencia del centenario partido. El conservadorismo
extremo de algunas de sus figuras –con Morales en Jujuy, la prepotencia y el
racismo nos retrotraen a épocas que se creían superadas después del peronismo,
cuando reinaba sin ley la oligarquía norteña – no es motivo para ignorar otras
vertientes del universo radical, que subsisten en una fuerza de origen popular.
Entre ellas, ocupa un lugar influyente sobre el resto una fracción del mundo
universitario, que en las últimas décadas respaldó –en parte por inercia,
mientras mantenía a salvo sus intereses sectoriales y su tradición democrática–
electoralmente a Franja Morada y las corrientes afines del cuerpo docente y los
centros de investigación. Esa relación, hoy, sufrirá los embates del ajuste
macrista y su completo desdén por la tarea científica, inútil para un modelo de
reducción del país a la producción primaria y la “integración” satelizada a los
centros imperialistas. Esto provocará –lo muestran las derrotas en recientes
congresos de la FULP y la FUC, entre otros casos– conflictos y quebrantos entre
las bases del radicalismo y esa cúpula interesada en cuidar su mezquina “cuota
de poder”, aun al precio de sacrificar a sus adeptos e hipotecar el
futuro. Y, en el caso de sectores más conservadores y amorfos, un
extrañamiento similar es previsible en las franjas empobrecidas de la
clase media y aquellas cuya subsistencia depende del dinamismo del consumo
popular, que las políticas neoliberales afectarán crecientemente. El triunfo de
Macri, a diferencia del obtenido por Mitre en Pavón, no tiene porvenir. Su
destino es unir al país en su contra. La elite oligárquica, que atrajo al
pelotón de radicales desmoralizados, con el auxilio de Sanz, Morales y Aguad,
los usa como segundones de la restauración conservadora, pero puede llevarlos a
un entierro definitivo. La alternativa opuesta, apostar a la construcción de un
vasto movimiento de fuerzas nacionales, democráticas y populares, implica
encontrar en la propia historia otras fuentes de inspiración, que permitan
traer al siglo XXI una versión actualizada de los propósitos de Irigoyen, su
firmeza de principios, su entrega al país y solidaridad en la causa de la
emancipación latinoamericana.
Córdoba, 30 de noviembre de 2016
(1) En “El gran acuerdo
Balbín-Alfonsín”, titulado para aludir a la fórmula de Lanusse del “acuerdo”
con Perón, al que se intentaba domesticar, señalé la liviandad del
“progresismo” de Alfonsín, sólo apta para jóvenes radicales cuyo “izquierdismo”
se limita a repudiar por “derechistas” (¡of course!) a
los dirigentes sindicales. Cualquier semejanza con los ultraizquierdistas no es
casual y responde al común origen de clase. Ver: Revista “Izquierda Nacional”
N° 21, mayo de 1972. Leer en el sitio http://aurelioarganaraz.com/politica-argentina/el-gran-acuerdo-balbin-alfonsin-1-2/
(2) “Alfonsín, el pensamiento colonizado y la crisis
semicolonial argentina”, Jorge E. Spilimbergo, folleto, 1983. También “El
fraude alfonsinista”, del mismo autor, Ediciones José Hernández, 1989.
(3) No podemos hacer, en esta nota, un examen particular
de la aproximación de un sector radical al kirchnerismo, que Cobos
desprestigió, pero también incorporó a un aliado leal, el gobernador de
Santiago del Estero, Gerardo Zamora. Lamentablemente, el ala zamorista es una
formación que cuenta con adeptos exclusivamente en su provincia, sin una
proyección nacional visible.
*Aurelio
Argañaraz, trabajador bancario, editor de la página denominada el Sitio de Aurelio Argañaraz y columnista
radial.
El ultimo candidato a presidente d la ucr fue ricardo alfonsin q reunió un 11% d ls votos en la erección general dl 2011... está claro q la ucr ya no tiene retorno a la senda irigoyenista.
ResponderEliminarSaludos Cordiales.
Yrigoyenistas ni en pedo. Alvearista menos. Castillista es probable.
ResponderEliminarPuede ser q intensifiquen la senda Irigoyenista. De don Bernardo.
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