Cuando la política se calla el establishment y Cambiemos le hacen decir cualquier cosa... De cerca nadie es normal (Por Sebastián Plut)
De cerca
nadie es normal – Por Sebastián Plut, para La Tecl@ Eñe
Fuente:
Sebastián Plut reflexiona en esta nota sobre la normalidad en la
política en tiempos de macrismo. Plut
sostiene que todo aquello que no sea Cambiemos recibirá el mote de anormalidad.
Si de cerca nadie es normal, la característica de un Presidente normal es su
ausencia, su lejanía y su indiferencia. El discurso comunicacional del
gobierno despliega una versión renovada del mentir diciendo la verdad, es
decir, entender la verdad como el hecho de exponer que se ha mentido.
Por Sebastián Plut, Doctor en
Psicología. Psicoanalista.
“De cerca nadie es
normal” dice,
hace décadas, Caetano Veloso en su canción “Vaca profana”.
Y resulta curioso que pese a que repetimos aquí y allá esa frase,
o a la infinidad de reflexiones sobre la ficción que entraña la idea de
normalidad, seguimos pensando desde esa perspectiva: algo nos empuja a creer
que podemos mirar el mundo desde ahí, desde la normalidad.
Si como decía Terencio, “nada
de lo humano me es ajeno”, podríamos agregar, “nada de lo humano es
normal”. El modo humano de vivir es la psicopatología, y tal vez ese sea uno de
los hallazgos del psicoanálisis que mayor afrenta produjo al narcisismo de los
seres hablantes, más aún que haber descubierto que somos portadores de un no
saber sobre nosotros mismos.
Que nuestro modo de vivir sea la psicopatología no es ni más ni
menos que asumir lo inevitable de nuestro sufrimiento, nuestra infaltable
compulsión a la repetición, e incluso, nuestra más absurda ingenuidad.
Por caso, si cuestionamos el paradigma heteronormativo, no será
tanto para agrupar otras vincularidades eróticas bajo el paraguas de la
normalidad, sino más bien para incorporar a la heterosexualidad en el campo en
el que sí o sí se desarrolla, la psicopatología. O también, si nos
proponemos despatologizar la
infancia es solo una operación consistente en repudiar el uso moral de la
psicopatología, o bien su empleo a los fines estigmatizantes por medio de
etiquetas excluyentes y expulsivas.
Y por último, si los psicoanalistas tenemos como premisa
recostarnos en el diván, paso extenso e ineludible para nuestra práctica, no es
meramente por hacer un cursillo práctico de psicoterapia sino, precisamente,
porque como cualquier mortal, nuestro masoquismo también dice presente.
Espero que el lector no se haya aburrido con esta breve
introducción y haya intuido que no lo sumergiré en tediosas conjeturas sobre la
clínica ni en debates trasnochados sobre lo que ocurre al interior de los
consultorios freudianos.
Nada de ello. Mi intención, más bien, es reflexionar sobre
la normalidad en
la política.
Hace un tiempo, un sujeto me explicaba por qué votó a Mauricio
Macri. Él decía: “A mí
lo que me gusta de Macri es que es un tipo normal. No es un líder mesiánico. Si
el tipo se equivoca, lo reconoce”.
Asumo, por lo que escuché en tantas otras ocasiones, que muchos de
los votantes de Cambiemos suponen algo parecido. Ven en Macri –y en los
actuales funcionarios en general- algo que denominan normal, ven un
personaje que no sería un líder mesiánico, aunque bien haríamos en preguntarles
si efectivamente saben en qué consiste ese tipo de liderazgo.
¿Qué se deriva, entonces, de esta atribución de normalidad a
Mauricio Macri?
Creo que, cuanto menos, podemos extraer de allí dos consecuencias.
La primera, y quizá más evidente, es que todo aquello que no sea Cambiemos recibirá
el mote de anormalidad, esto es, de patología en el peor de los sentidos en que
pueda utilizarse este término. Notemos que dada la imposibilidad de omitir al
Peronismo –al menos a una parte de él- como interlocutor, debieron crear el
extraño eufemismo de “peronismo racional”.
La segunda consecuencia que resulta de aquella apreciación, y aquí
se entenderá mi introducción, es que se percibe en Macri algo que no existe. Es
decir, no se trata de debatir si el Presidente es o no un sujeto normal; se
trata, pues, de subrayar que se dice de él algo que ni él ni nadie puede ser.
Si por un momento nos olvidamos del hambre y de la violencia
institucional que produce el actual gobierno, es posible detectar que uno de
los daños más profundos que intenta provocar sea la destrucción del lenguaje.
No alcanza con identificar las mentiras en su discurso, sino que
los funcionarios –y por añadidura sus votantes- han dado un paso más. En
efecto, cuando un sujeto miente, si bien no dice la verdad, al menos estará
diciendo algo que podría
ser. En cambio, el discurso que hoy prevalece en el poder reúne un
conjunto de frases que vacían por completo el lenguaje; que afectan todo nexo
posible con un referente. Un ejemplo reciente lo escuchamos en boca de la
Ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, cuando luego de no encontrar
containers enterrados en la Patagonia, afirmó que había pozos con forma de caja
fuerte. O sea, allí donde no hay nada –un pozo- deberíamos pensar que hay algo.
Nada de lo que hoy sucede en nuestro país sería consecuencia de
las decisiones que tomó el Gobierno. Ni sus funcionarios, ni sus votantes,
asumen o argumentan a favor de lo que hacen. Solo hablan de la presunta
corrupción del gobierno anterior; y nada dicen de las medidas que tomaron desde
el primer día. Cuando uno escucha por ejemplo a sus votantes, y espera recibir
un argumento sobre por qué apoyan tal o cual medida, parece como si el Gobierno
hubiera venido a no hacer nada, cual si solo estuvieran para no robar y no
hubieran tomado decisión alguna.
La retórica oficialista, entonces, impone una brutal creencia, la
de la política como un pozo vacío que tendría forma de no se sabe qué.
Sería todo un desafío, casi digno de un reality show,
encontrar algún funcionario que, mientras explica en algún programa de
televisión lo que hace el Gobierno, no mencione sus tres frases mágicas: “ponernos de acuerdo”, “sentarnos en una mesa de
diálogo” y “siempre
decimos la verdad”.
Nuevamente, podemos aquí desprender dos líneas de conjeturas. Una,
respecto de cuánto hay de cierto en que el Gobierno dialoga, dice la verdad y
busca acuerdos; y estimo que sin dificultad concluiríamos en todo lo contrario.
Sin embargo, advierto que más fecunda aun es la segunda
orientación que podemos escoger: el Gobierno pretende imponer como política algo
que ésta nunca podrá ser, pues la política es, sobre todo, desacuerdo,
conflicto, antagonismo.
El consenso,
vocablo que –como el de normalidad- resulta tan atractivo como falso, es el
nombre que el neoliberalismo tiene para la democracia. Sin embargo, por más
deseable que sea, el consenso es la negación de la objeción, de la diversidad,
de los desacuerdos; es la desestimación del carácter irreductible de los
antagonismos. Nada hay de violencia en los antagonismos, al contrario, el
antagonismo es la transformación de la violencia en tanto le da vías de
figurabilidad, expresión y resolución. La violencia, entonces, se despliega
cuando prevalece la tendencia a sofocar o invisibilizar los antagonismos. En
suma, el consenso, entonces, es el nombre de la violenta democracia neoliberal.
Antes de pasar al siguiente apartado rescatemos una conclusión
adicional. Si de cerca nadie es normal y, agreguemos, lo normal no existe, la
característica de un Presidente normal es
su ausencia, su lejanía y su indiferencia.
La normalidad
desquiciante
La frase “Macri
es millonario, no necesita robar”, que se instaló desde los
orígenes de Cambiemos, es un ejemplo elocuente de lo que deseo exponer. Si
alguien dijera que “Macri roba”, efectivamente se trataría de una afirmación
sujeta a verificación (por ejemplo, si hay o no una denuncia al respecto, si se
comprueba o no un ilícito, etc.). Es decir, tanto la opción “no roba” como la
contraria, serían verosímiles.
Muy diferente es el caso de la expresión consignada previamente,
ya que carece de toda lógica: nada dice la magnitud del patrimonio de un sujeto
sobre su honestidad.
Y no me refiero aquí al problema sobre cómo su familia construyó
su fortuna, sino sencillamente al tipo de pensamiento que por esa vía se
impone: instalar una idea que no guarda ningún nexo ni con la lógica ni con los
hechos.
Al igual que con la idea de normalidad, hay un ejercicio discursivo
que busca desquiciar la mente de quien lo escucha, sobre todo de quien tiende a
adherir a esas ideas.
Como ya mencioné, la complejidad de esta trama retórica no se
reduce a un conjunto de posibles mentiras, sino más bien a ese discurso que
–como en el ejemplo citado párrafos más arriba- pretende hacer creer que donde
hay un vacío (un pozo) habría una caja fuerte.
Si bien esperaríamos que el periodismo sea más o menos objetivo,
sabemos que cuando un medio es oficialista tenderá a ocultar o minimizar una
información negativa. Por ejemplo, si aumenta el desempleo, es posible que los
periodistas afines al gobierno omitan o relativicen ese dato, o bien que
busquen explicarlo por causas ajenas a las decisiones oficiales. ¿Pero cómo
pensar que un diario aluda a las bondades de quedarse sin trabajo? Vemos allí
no solo una intención de ocultamiento sino, sobre todo, una tergiversación del
pensar de sus lectores, en tanto ya no se trata de tapar lo malo, sino de
llamar bueno a lo que claramente es malo.
Algo similar podemos conjeturar se esconde en la retórica del error,
en esa exhibición casi impúdica de los presuntos desaciertos.
Hace un tiempo circularon imágenes de Mauricio Macri viajando en
un colectivo junto a un grupo de vecinos. De inmediato, se conocieron más imágenes
que evidenciaron que se trató de una puesta en escena.
No fue éste el único episodio del Gobierno que se ha hecho
público en que se muestra una escena falsa y, casi en simultáneo, se evidencia
la mentira. Baste recordar, por ejemplo, que hace pocas semanas se viralizó un
video en el que María Eugenia Vidal estaría hablando con una vecina, sobre
problemas de inseguridad, y súbitamente cambia la taza que tenía en su mesa.
Dado que el Gobierno Nacional pone un excesivo empeño en su comunicación, que tiene
un especial cuidado por el modo en que se muestra a los ciudadanos, que tiene
numerosos equipos profesionales que trabajan en ello, no resulta verosímil
suponer –por ejemplo, con la escena del colectivo- que “nos quisieron mentir
pero los descubrieron”.
Nuestra hipótesis, entonces, es que hay allí una lógica implícita,
pensada y puesta en práctica por el gobierno y algunos medios y que, a su vez,
impregna la mente de muchos ciudadanos, probablemente adherentes al gobierno.
Dicha lógica incluye mentir y mostrar que se miente. Claro está que,
insistimos, se trata de una hipótesis y aun nos resta comprender su posible
finalidad.
Sin duda que hay ocultamientos y, a su vez, cortinas de humo para
que una parte de la población hable de determinados temas como si fueran
relevantes, mientras pasan cosas mucho más graves.
No obstante, consideramos que además del ocultamiento este tipo de
comunicación persigue la meta de confundir o desquiciar el
pensamiento de la población.
Recordemos que una palabra recurrentemente utilizada por el
Gobierno es “sinceramiento”,
constituida ya en uno de sus eslóganes, y que más allá del deber moral de decir
la verdad no podemos desconocer que resulta llamativa la insistente apelación a
dicho deber. Creemos, entonces, que esa expresión forma parte de una compleja
estrategia comunicacional:
a) decimos hasta al hartazgo que somos sinceros;
b) nos diferenciamos de los grandes mentirosos que gobernaron
hasta hace poco tiempo;
c) mentimos recurrentemente;
d) mostramos públicamente que hemos mentido.
¿Qué metas podrán perseguir de tal modo? Seguramente más de una y
suponen considerar destinatarios diversos:
a) que algunos crean la mentira sin más;
b) que algunos se entretengan bajo la ilusión de “haber
descubierto al Gobierno”;
c) crear una suerte de estado confusional o de alteración del
pensamiento;
d) mostrarse como “malos mentirosos”, algo así como que se podría
confiar en ellos porque cuando mienten se deschavan fácilmente (la extravagante
frase subyacente podría ser “mienten pero son sinceros”);
e) desplegar una versión renovada del mentir diciendo la verdad
(acá “la verdad” debe entenderse como el hecho de exponer que se ha mentido).
Es posible, a su vez, que en el destinatario de la mentira se dé
el siguiente proceso: si bien es indignante advertir que a uno le han mentido,
es más doloroso admitir que uno ha creído lo que debiera ser imposible de
creer. El votante, pues, preferirá seguir creyendo (desmintiendo) antes que
asumir su horrorosa ingenuidad/credulidad.
En suma, hay un votante que pide que le mientan y, luego, se
esfuerza en sostener su creencia, por lo cual se ve llevado a encontrar
argumentos que refuercen el mecanismo de defensa antes mencionado.
Queda aún por descubrir cuáles son los factores subyacentes al
pedido de una ficción, por qué razones un conjunto de ciudadanos requieren de
la mentira. Por el momento, solo podemos decir que la fascinación provocada por
el discurso de quien desmiente encubre la identificación reprimida con el deseo
vindicatorio y con la ilusión de omnipotencia del mentiroso.
Breve cierre
El relator de El
Aleph, el cuento de Borges, decía: “Carlos, para defender su delirio, para no saber
que estaba loco, tenía que matarme”. Hoy debemos asumir, como una
tarea política fundamental, ayudar a los Carlos para que sepan que están locos
y no necesiten matarnos.
Comentarios
Publicar un comentario